lunes, 26 de diciembre de 2011

Buenos deseos para 2012

Para todos los lectores de este blog les deseo un excelente año 2012.
Que se cumplan sus deseos, que no se cumplan las catastróficas profesías mayas, que los paises en que vivan los lectores sean prósperos, que reine la paz y que seamos felices.
Aviso a todos Uds. que estoy tomando unas vacaciones que creo merecer.
Por unos días, no encontrarán nada nuevo en este blog.
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

sábado, 17 de diciembre de 2011

Una triste historia de amor

Pedro Dobree
pdobree@neunet.com.at 

Sabia sentarse cerca de la ventana de la cocina de su casa, con los codos apoyados sobre la mesa, mirando como el viento levantaba polvo de los corrales.





Cuantas veces habrá visto esa escena? Cientos de veces; mientras sorbía una taza de té que a la tarde le  servía la mujer que estaba leyendo en la sala de entrada a la casa.


Muchos años de estar juntos. Podría haber vivido de otra forma? Podrían haber sido otras las circunstancias de su vejez?


Los ojos celestes parecían inmóviles, pero una observación atenta delataba el funcionamiento del cerebro y el recorrer de los distintos espacios en donde se almacenan los recuerdos.


La conoció en los campos que con su hermano heredó de su padre, junto al mar, cerca del pueblo. Había estado recorriendo a caballo un potrero algo alejado, inspeccionando a las ovejas madres y el estado de los corderos, muchos de ellos con pocos días de vida. Cuando volvió a la casa y se bajó de la yegua tobiana, su esposa salió a recibirlo diciéndole que su hermana menor había llegado. “Se quedará varias semanas para hacerme compañía y ayudarme con el niño” le dijo.  Fue en la primavera de 1923.


Le impresionó su figura y su simpática sonrisa; cuando se dieron la mano quiso retener la de la joven, pero solo le dio un suave apretón y balbuceó palabras de una formalidad.


Con los días se incrementó el atractivo que sintió por la visita. Aprendió a disfrutar de su risa, cuando jugaba con el niño. Con frecuencia ella se volvía hacia él, preguntándole sobre el trabajo de la estancia, sobre las aves que rodeaban la casa o se estacionaban en la pequeña vega cercana, sobre la peligrosidad de los pumas que merodeaban en la estepa, o sobre las costumbres de los choiques, de los zorros y de los hurones. Él contestaba y se divertía con la curiosidad de la joven, pero se preocupó cuando notó que buena parte de las conversaciones en el interior de la casa, las protagonizaban ellos dos.


Recordó que acostado a la noche en la cama que compartía con su esposa, trataba de imaginar la posición en que dormía en el dormitorio contiguo. Años más tarde se acostumbró a que estuviera de espaldas, con sus piernas estiradas bajo las sábanas.  “Siempre fue así?” le sabía preguntar. “Siempre; … esperándote” le constaba ella y le sonreía.


El día anterior a que se fuera =  volvía a San Julián, donde estaba su madre con otra hermana = él estaba solo en el galpón de esquila. El peón había partido a caballo para rodear un pequeño piño de capones y arrearlos hacia el potrero donde guardaban los animales para faenar. Aprovechaba estos ratos de tranquilidad para ordenar el área de trabajo, enmendar una empalizada, levantar un tramo de alambrado, podar la rama de un árbol que impedía el paso. 


Estaba en estas ocupaciones cuando apareció ella.


“Me voy ahora, le dijo, y me despedía de las cosas”  “Los días han pasado muy rápido desde que estás aquí. Espero que vuelvas”. “No se si podré, pero tu nos podrías visitar en San Julián”.


Ambos se acercaron y él le tendió una mano para estrechar la de ella. No tiene en claro hoy lo que pasó, pero repentinamente la tenía en sus brazos y ella levantó la cara y se besaron. “Es la hermana de mi esposa, pensó, qué estoy haciendo?” Quiso deshacerse del abrazo, pero el olor de su aliento y la suavidad y urgencia de sus labios, se lo impidieron.


Desde entonces los galpones de esquila producían miradas de complicidad entre ellos.


Un mes después de su partida no había podido sacarla de su cabeza y pensaba en ella a todas horas. Repentinamente inventó una escusa para viajar a San Julián. “Estaré un par de días ausente; hablaré con el representante de la firma de Bs. Aires que nos compra la lana y los cueros”.


Aunque fue difícil, pudo verla a solas. “No puedo vivir sin tenerte” “Yo tampoco”. “Estás dispuesta a vivir aislada del mundo?” “Si es contigo, si”


Más de 600 kilómetros de un camino de ripio, guadal y piedra, que en invierno se convertía en intransitable, unían San Julián, el mar y la comunicación con otros puertos, la vida social, un médico y las casas de comercio, con la estancia que compró en la precordillera. Durante los primeros años, cuando aún eran jóvenes, no les importó demasiado, pero ahora que estaban viejos, les pesaba cada vez más. No se arrepentía de las decisiones tomadas, pero le dolían. Su hijo había crecido y se había convertido en un hombre; se enteró de su casamiento aproximadamente un año después de la ceremonia. Y  ahora había nietos que no conocía. Sentía que el corazón se estrujaba cuando pensaba en ellos, en como le hubiera gustado tenerlos sobre sus rodillas, reírse con ellos, contarles las aventuras de la Patagonia vieja, abrazarlos, verles la cara cuando abrían los regalos que cada tanto les podía enviar. Pero sentía que era el costo a pagar por lo hecho. Todo en un silencio estoico, porque se sentía el responsable mayor y por lo tanto a ella no le confesaba su pesar; aun sabiendo que la mujer tenía sensaciones parecidas.


Los años en que vendía bien la lana, viajaban a Buenos Aires y pasaban los meses del invierno en un hotel de la calle Florida. En un Agosto de la década del 60, se sintió mal y fue internado. Su hijo y sus nietos fueron informados, pero no llegaron a tiempo






domingo, 4 de diciembre de 2011

Sabores patagónicos

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

                Muchas regiones, a través del tiempo, han logrado posicionarse en la mente de quienes conocen el mundo, mediante algún rasgo que las caracteriza. En algunos casos las referencias a las que recurre la memoria cuando se evoca un territorio o una sociedad, son sus bellezas geográficas. En otros sus grandes y admirables obras arquitectónicas o, en otros mas, sus conglomerados urbanos. Una referencia, muy clara en algunos casos, pero siempre más sutil, más difícil de definir y de describir, es el espectro de los sabores locales.  Mas allá de ser algunos compartidos, los sabores se constituyen en ícono y bandera de sociedades y territorios en todo el mundo.

            En este sentido Escocia tiene fama por su whisky y los arenques, compartidos estos últimos con los países nórdicos. El gusto del aceite de oliva y el vino tinto recuerda las tierras europeas que baña hacia el norte el mar Mediterráneo. El kepi y el licor del anís son propiedad cultural de algunos países de Medio Oriente. Son típicos de las áreas pampeanas, cercanas por ambas riberas al río de La Plata, la yerba mate y el sabroso bife de carne vacuna, aunque la primera es compartida con los paraguayos. Otros ejemplos pueden encontrarse en la paella valenciana, en el “apple pie” norteamericano, en el “chili” y en la tequila de México, en las pastas italianas, en las curiosas - para quienes vivimos en occidente - comidas chinas, en el pisco y la vaina chilena, en las diversas formas en que preparan el pescado quienes habitan Lima o en los tamales de Santiago del Estero.

            Ahora, pregunto; existe un sabor típico de la Patagonia ?. Sin duda que, si existe, no proviene de la cultura indígena, que prácticamente ha desaparecido. Nuestras tradiciones, de corta trayectoria, derivan de las que trajeron consigo las diversas corrientes migratorias que, como en el resto del país, fueron muchas y diversas. Invito a que reflexionemos sobre este tema, buscando en nuestros recuerdos, los sabores que están adosados a diversos momentos de nuestras vidas.

            En este ejercicio proponemos comenzar por la carne de oveja, preparada casi siempre al asador, eterno contrincante del viento en la lucha por las llamas del fuego prendido. Pero preparada también como guiso, con algunas verduras y fideos gruesos, o como puchero, junto a papas, redondas y blancas y, si tenemos suerte, varios nabos. En realidad decir carne de oveja, es la forma en que se expresan quienes no son patagónicos, pues nosotros hablamos de carne de capón - el ovino adulto, macho, castrado - o de cordero - el ovino que no tiene un año de edad y que aún mama de la madre o dejó de hacerlo recientemente. El cordero no se come con frecuencia y se lo reserva para momentos especiales, como el cumpleaños de alguien de la familia, el reencuentro con amigos que hace tiempo que no se ven o para un día de fiesta tradicional, como el mediodía de Navidad. Si esta carne es un manjar de cardenales, sus chinchulines, sus riñones y sus mollejas, alcanzan una categoría que solo podrán apreciar totalmente quienes habitan el Olimpo.

            Hemos mencionado como compañero inseparable de esta exquisita carne, siempre tierna y con un sabor que solo proporcionan los duros y escasos pastos de la estepa, a la papa. Este tubérculo es el alimento principal de los chilenos de la isla de Chiloé, y muchos de ellos emigraron a la Patagonia argentina en búsqueda de trabajo, trayendo en su mochila cultural, el gusto por comerla y la práctica de su cultivo. Hemos mencionado también al nabo. Raíz redonda y blanca de una planta alta de grandes hojas verdes, proporciona a todo lo que se cocina con el, su gusto ácido, intenso y difícil de describir.

            No se puede hablar de carnes en la Patagonia - elemento preponderante e imprescindible de todos sus menúes - sin hablar del avestruz o choique; que se come guisada, en escabeche o “a la piedra”. Esta última forma de cocinar, supone retirar piernas y alones e introducir en el interior del redondeado cuerpo, piedras de 10 a 15 cms. de diámetro, previamente calentadas en el fuego que ha de proporcionar las brazas que colaborarán en cocinar desde afuera, su jugosa y sabrosa carne oscura.

            Antes de dejar este capítulo y como transición hacia los sabores dulces, debemos mencionar el mate. El mate en Patagonia se toma amargo, bien amargo. Una calabaza de mediano tamaño, de boca solo suficientemente grande como para poder introducir una cuchara sopera con la yerba, se llena hasta el borde con agua caliente pero nunca hervida. El mate se toma como desayuno, mientras se espera que el asado esté listo, a la tarde luego de finalizar la jornada laboral y antes de la cena. Como en el resto de Argentina, sorber mate es reconfortar el cuerpo cansado y crear un espacio social con otros.

            Además de las manzanas del Alto Valle del río Negro y la torta galesa del Valle Inferior del río Chubut, entre los sabores dulces se distinguen las llamadas frutas finas. Frambuesas, ruibarbo, cassis, cerezas, guindas y calafate. Las primeras corresponden a plantas que ha introducido el hombre y que por las particularidades climáticas de la gran región, han logrado colocar su impronta sobre la cultura patagónica. Sus sabores han superado las fronteras de la región y llegan, frescas o bajo diversas formas de industrialización, a mercados lejanos. Dos de ellas devienen frecuentemente en exquisitas bebidas espirituosas: el licor de cassis y el guindado. La frambuesa se ha convertido en insumo protagónico de mermeladas, tartas, pan dulces, cremas heladas y sofisticados postres, ofrecidos en restaurantes de alta categoría. El ruibarbo es una pequeña planta con tallos, de 20 a 25 cm de largo y el grosor de un dedo meñique, que nacen en el nivel del suelo y terminan con una sola hoja grande y verde, con cierta similitud al de la parra; los tallos, ácido dulzones, se comen hervidos con azúcar o en forma de mermelada. Las cerezas engalanan, con colores que varían desde el amarillo hasta el bermellón oscuro, las fruterías en los meses de Noviembre y Diciembre.
           
            La última, el calafate, es el fruto de una planta silvestre que crece en la estepa desde áreas cercanas al mar hasta el pie de la cordillera. Quienes cosechan su pequeña bolita, con más semilla que carne, terminan su labor con las manos rasgados por las tremendas y agresivas espinas  que defienden el fruto, tras un año de esfuerzos por crecer en el desierto seco y ventoso. Luego al comerlas, los labios y la lengua teñida de azul oscuro, delatan la delicia de su sabor.

martes, 29 de noviembre de 2011

Pasajeros

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


A mediados del siglo pasado, en las décadas del 40 al 70,  y mientras el precio internacional de la lana fue bueno, los grandes desiertos patagónicos estaban, para estándares de la región, bien poblados. Muchos de los propietarios de campos vivían en sus estancias con sus familias y, generalmente, con varios peones. A su vez algunos de estos tenían familias y vivían en el campo con su esposa y sus hijos.



Pero además de esta población estable, había una regular cantidad de personas nómades, que no vivían en ningún lado en forma permanente y, por el contrario, ambulaban de estancia en estancia, trabajando “por día”.



Estos “pasajeros”, como comúnmente se les decía, eran de a caballo. Aunque también había quienes circulaban a pie, la mayoría tenía un par de caballos y algunos hasta una pequeña tropilla.



Sobre el que montaban, un apero consistente en bastos y un cojinillo hecho de cuero de oveja con abundante lana. De la montura suele colgar un lazo, una pava y una pequeña bolsa con el mate y la bombilla, algo de yerba y un recipiente con sal.



El otro animal era el “pilchero”. Llevaba las “pilchas”; es decir, ropa y una lona y otro cojinillo, que junto al que se incluía con el apero, servía para dormir a campo raso. Probablemente un poncho, un poco más de alimento y una olla pequeña.  Todo atado sobre el espinazo y las ancas del animal.



Si el caballo era muy manso, el “pilchero” venía suelto detrás del montado. De no ser así, se lo traía atado con un cabestro. De haber una tropilla, generalmente había una yegua madrina que anunciaba su paso con la campana que le colgaba del cogote.



La restante compañía eran los perros cuyo número, nunca menos de dos, podría llegar hasta cuatro. De razas, colores y tamaños sumamente variados, estaban entrenados en el trabajo con ovejas.



Vestían bombachas y alpargatas. Con tientos sobre el “pilchero”, sabía venir atado un par de botas de cuero. “Bajaban” muy de vez en cuando al pueblo: toda su ropa la compraban a los “mercachifles”, comerciantes que deambulaban también de estancia en estancia, con un carro o un viejo automotor, vendiendo ropa, perfumes, cuchillos y otros enseres de primera necesidad.



Llegaban a la estancia y pedían permiso para pasar la noche. A veces el pedido era por más de un día, pues tenían que “lavar ropa”. Este permiso nunca era negado y en Doraike había una pieza, al lado de la caballeriza, que era la “pieza de los pasajeros”. En la pieza había dos catres, sobre los cuales se tiraban sendos cueros de oveja con lana. Había también una mesa, dos sillas y sobre la mesa, una palangana enlozada para, se suponía, tareas de higienización.



Otras veces la llegada era acompañada con pedidos de trabajo. En las épocas de esquila, señalada, esquila de ojos, baño, arreo, doma o yerra, las estancias necesitaban con frecuencia más mano de obra que la que ocupaban normalmente durante el resto del año y los “pasajeros” eran la forma en que se flexibilizaba la nómina para atender a estas tareas.



Los “pasajeros” eran personajes especiales. De carácter poco gregario, generalmente “mal llevados”, a los escasos días de estar en un mismo lugar, mostraban interés de volver a la huella. Eran personas que les resultaba imposible permanecer en un lugar por demasiado tiempo. Podían ser pendencieros, afectos a la bebida, reacios a aceptar órdenes y horarios o, simplemente, amantes de la pampa y de las soledades.



Había también los que eran categorizados como locos. Me acuerdo de una oportunidad en que el “pasajero” había comido en la cocina junto con los peones de la estancia, con quienes había conversado normalmente; luego se había encerrado en la pieza a dormir. Durante la noche, varios se despertaron con las fuertes voces que desde allí se escucharon; estas voces “transmitían” desde la cabina de un barco, avisando de la llegada de marineros y soldados alemanes a la costa atlántica. A la mañana siguiente compartió unos amargos con la peonada, ensilló un tordillo lindo que tenía, cargó el pilchero y con un ceremonial “muchas gracias” y un silbido a los perros, emprendió nuevamente su marcha.



Me acuerdo también del caso de una persona que inicialmente no levantó resquemores, pero que a la tardecita y cuando se lo llamó a la cena, apareció con un peligroso facón en la mano, amenazando con “volcarle las tripas a todos”. La peonada se encerró en la cocina y uno del grupo, sin ser visto, se dirigió hacia la “casa grande”. Allí estábamos por cenar y mi padre, entregándole a mamá un rifle cargado y recomendando mantener las puertas trancadas, subió a una camioneta e hizo las tres leguas hasta una estancia vecina desde donde por radio, se comunicó con la policía del pueblo. Dos o tres horas más tarde llegaron un sargento y dos milicos, quienes lograron reducir al amenazador, colocarle una camisa de fuerza y llevarlo al pueblo. No se lo que pasó después, pero no me imagino nada bueno: en esa época el Gobierno Territorial no tenía infraestructura para salud mental.



Pero en otros casos las visitas eran esperadas. Y en Doraike para la época de la esquila, llegaba siempre Andrés Willams, hijo de un inglés y una tehuelche, de la tribu que sabía asentarse en la región de Cóndor Cliff, sobre el tramo superior del río Santa Cruz. Era siempre bienvenido y nos tratábamos con alguna familiaridad. Pero luego de diez, o quince, días de trabajo, solicitaba que “…se le liquidara las cuentas”. Traía su tropilla del potrero, ensillaba y lentamente, caballos por delante y perros por atrás, subía el faldeo para desaparecer sobre el filo de la meseta.




lunes, 21 de noviembre de 2011

Mrs. Manuela Walker





Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar



Hacía algo mas de dos horas que estaba sentada inmóvil en la silla mecedora, con el cuerpo casi pegado a la ventana. La cortina estaba corrida y por el vidrio podía percibir la tarde que había comenzado a oscurecer. Hacia la derecha, un largo cerco de tamariscos separaba el frente de la casa de lo que supo ser, más de 10 años atrás, el cuadro donde se sembraban papas, tierra donde se veían aún los surcos de la última arada, cubierta por pastos amarillos, secos y desprolijos. Entre este cerco y la casa, largas varas secas de frambuesas, que esperaban la primavera para ofrecer sus pequeñas hojas verdes y más tarde el milagro de sus frutas rojas en el desierto.

Frente a la ventana y a unos 20 metros hacia el norte, un viejo sauce mimbre movía su extensa cabellera al ritmo del viento que, habiendo soplado fuerte todo el día, ahora con la proximidad de la noche, tendía a disminuir su enojo. Atado firmemente a su tronco, un perro enorme de raza indefinida, hundía su cabeza entre sus patas delanteras simulando dormir. Y detrás del sauce, la laguna seca y el potrero de los capones, cuya superficie pisoteada por miles de pezuñas y pastoreada por años en exceso, entregaba al aire en los días de fuerte viento del oeste, nubes grandes y espesas de polvo que no permitían ver el faldeo de la meseta.

Si alguien pudiera observarla en esos momentos, le resultaría imposible saber que pensamientos pasaban por su cabeza. La cara, expresión frecuente de los diversos estados de ánimo de mucha gente, en su caso era infranqueable.  El pelo gris veteado de canas muy blancas, se recogía en un rodete que lo estiraba hacia atrás, manteniéndolo fijo y haciendo más evidente aún, los ojos oscuros e inquisidores y la nariz prominente; todo en el marco de una cara achatada pero redonda y pequeña, a diferencia del rostro común de su raza que sabía ser ancha. La piel cetrina parecía una máscara. El vestido negro de cuello alto, mangas largas y puños de color violeta oscuro que acompañaban a cada mano sobre los apoyabrazos de la silla, le prestaba cierto parecido con la Reina Victoria de Inglaterra. En sus pies usaba medias de lana gruesa tejida y alpargatas. 

La sala era espaciosa, de paredes empapeladas de color marrón claro. Sobre uno de los laterales una reproducción enmarcada de una cacería de zorros en la campiña inglesa. Sobre el otro lateral el reloj de pie y al centro una mesa y seis sillas de roble oscuro y pana azul. Ella ahora estaba sentada en una de dos sillas mecedoras que enfrentaban el ventanal amplio hacia el este.

Con largos intervalos, imprimía un pequeño movimiento a la silla y solo se levantó cuando el reloj de la sala a sus espaldas, hizo sonar ocho campanadas.

Había nacido en las cercanías de Cholila, en la toldería de su tribu, hacia fines del siglo XIX. Su padre, cacique tehuelche, murió al caer de su caballo cuando ella no tenía más de 10 años. Vivió luego bajo la protección de su hermano mayor y de un tío. Algunos años más tarde se fue a vivir con la esposa de un colono boer de Colonia Sarmiento. Allí aprendió algunas palabras en inglés y los rudimentos de una cocina extraña. Pero en el otoño del año siguiente se escapó y volvió, en el carro de un árabe mercachifle, al valle del Chalía y al toldo con su madre.

Allí conoció a William Walker, joven inglés que había colonizado tierras al sureste del lago Buenos Aires. Walker buscaba comprar hacienda ovina y por ello permaneció en la zona por largos días. Visitó frecuentemente la toldería de los Quilchamal y aunque siempre en silencio, intercambiaba miradas con Manuela. Finalmente habrá podido hablar, mezclando el negocio de la hacienda con una propuesta matrimonial, porque luego su tío le preguntó a ella si aceptaba.

Se carnearon varias yeguas y los jóvenes varones de la tribu bailaron por largas horas. A la mañana siguiente temprano, con dos pilcheros a tiro y echando las ovejas por delante, lentamente se dirigieron al sur.

Walker quiso hacer las cosas bien. Al verano siguiente bajaron a Puerto Deseado e inscribió su matrimonio en el Registro Civil. Algo más tarde un pastor luterano itinerante, los casó ante el Dios de los cristianos.

Su escaso vocabulario en inglés se amplió y luego de dos meses en Inglaterra junto a su marido - un año en que la lana se había vendido a buen precio - logró hablarlo tan bien que puede decirse que sus lenguas eran este y el tehuelche.

Walker se murió en la década del 40, sin dejar hijos y su viuda se hizo cargo de la administración del campo. 

El viaje a Europa le había impresionado y por ello frecuentaba Buenos Aires, donde pasó, por muchos años y en un hotel céntrico, algunos meses de cada invierno. Uno de estos inviernos decidió hacer un viaje al Oriente y paseó su silenciosa figura por Tokio y la India.

A fin de la década del 50 llegué una tarde a su estancia, cerca del Bajo Caracoles; allí fuimos convidados con té, pan casero y mermelada de ruibarbo. Dos pruebas del terrible proceso de desertificación de la Patagonia retengo en mi memoria de esta visita.  En el potrero que menciono al principio y cerca de la tranquera de entrada a la zona de la casa y los corrales, unos enormes arbustos de calafate se erguían en el aire a más de un metro de altura, sostenidos por sus raíces, como monstruos con varias patas largas y  retorcidas. El viento había erosionado el suelo por debajo de cada matorral.

El otro fenómeno fue el de las varillas (“piquetes”, en el castellano de la surpatagonia) del alambrado que se cruzaba con la tranquera. Estas estaban notoriamente adelgazadas, como si un ebanista las hubiera lijado prolijamente; pero en realidad era el viento y la arena, que día tras día ejercía su acción sobre la madera.

Manuela murió en 1960. Fue enterrada por sus vecinos y a su pedido, sobre una suave lomada, detrás de la casa en que vivió.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La vieja Ruta 3


Pedro Dobrée



         Ahora ha sido amansada; pero era duro transitarla en las épocas en que todavía era de ripio. Y luego de las lluvias o de la nieve en invierno, se tornaba imposible.



         La Ruta Nacional Nª 3, que une la ciudad de Buenos Aires con Río Gallegos, fue, y lo sigue siendo, la gran vía de comunicación de los patagónicos con el resto del país. Es una de las más largas de la Argentina y al sur de Bahía Blanca era una aventura.



         Su hermana paralela, la 40, que viene desde Jujuy por la cordillera y llega también a Gallegos, nunca pudo cumplir este papel, porque se interrumpe en algunas zonas, esta alejada de las poblaciones y durante los inviernos existen tramos por donde no se puede pasar.



         Yo sabía viajar con mi familia por la Ruta 3, varias veces en un camión modelo 1953 conducido por mi padre. Viajábamos a la provincia de Córdoba, a pasar el invierno con mis abuelos y el viaje suponía 5 o 6 días.



         Salíamos al amanecer desde Puerto Santa Cruz y pronto nos topábamos con la primera situación destacable del viaje: cruzar el frío y caudaloso río Santa Cruz. Lo hacíamos con una balsa, frente al pueblo que en esos años se comenzó a llamar oficialmente Comandante Luis Piedrabuena y que la gente aún llamaba “Paso Ibáñez”, o simplemente “El Paso”, en recuerdo de la primera balsa, instalada allí por uno de los que habían llegado con Piedrabuena, desde Carmen de Patagones: Gregorio Ibáñez.



         Desde allí nos dirigíamos al Puerto de San Julián, por donde pasaba la ruta en ese entonces, pues ahora, para acortar camino, la nueva traza cruza por afuera. Me acuerdo allí del viejo hotel Miramar, construido obviamente con vista a la playa. Era integralmente de madera y los pisos de algunas de las piezas tenían gran desnivel, de tal forma que las camas podían llegar a deslizarse durante la noche hacia la pared de enfrente.



         Por muchos kilómetros de San Julián al norte, la planicie pintada con pasto guanaco y mata negra solo se interrumpía para dejar pasar al río Deseado. Allí los cañadones, el valle y los colores de la arcilla en los paredones cortados por el río, permitían descansar la vista de tanta pampa interminable.



         Mas adelante la ruta se topa con las antiguas vías del ferrocarril que unía Puerto Deseado con Las Heras, pasando por las estaciones de Jaramillo y de Fitz Roy. La primera estación es conocida por los bosques de árboles petrificados y por que allí fue fusilado José Font, “Facón Grande”, uno de los dirigentes obreros de las sangrientas huelgas de de los años 20 y 21.  Y la segunda, porque de allí son los protagonistas de esa muy querida película de Carlos Sorín, llamada “Historias Mínimas”.



         Superado Fitz Roy, la ruta se aproxima al mar y pocos kilómetros antes de Caleta Olivia se pueden ver las aguas del Golfo San Jorge. Desde allí y hasta superar Comodoro Rivadavia, la ruta corre paralela a la playa y si uno tiene suerte, algunas toninas se muestran pescando en la superficie.



         Entre Comodoro y Trelew hay que transitar por la alta Pampa de Salamanca y en aquellas épocas, cuando la calzada era solo de ripio, el invierno y la nieve eran muy duros. Recuerdo a mi madre echando el agua caliente de un termo sobre los faroles con barro congelado, para que Papá pudiera ver lo suficiente para seguir avanzando.



         En Uzcudún - un “boliche” y un surtidor de nafta a la vera del camino - el baño para los varones incluía un mingitorio sobre un solitario paredón que corría paralelo a la ruta. Desde allí, todo hombre que midiera más de 1,70 metros de alto, podía observar con comodidad a quienes circulaban por ella.



         Estas largas rutas de tierra en sentido norte sur, eran sumamente peligrosas en los abundantes días de fuerte viento del oeste. Recuerdo,  con frecuencia, viajar varias horas detrás de un camión que avanzaba lentamente levantando gran polvareda, pues el viento que cruzaba la nube al otro carril, impedía ver si alguien se aproximaba en sentido contrario.



         Y por fin, luego de 400 kilómetros de desierto, con poco abastecimiento de combustible y menor aún auxilio mecánico, se llegaba al valle del río Chubut, donde cruzando un puente, se accedía a la ciudad de Trelew. Aquí recuerdo el Touring Club Hotel, que tenía una confitería con grandes ventanales sobre la plaza central de la ciudad y un muy buen restaurante, cuyo menú tenía impreso al pié la leyenda “… de esta vida llevarás, panza llena y nada más”.



         Puerto Madryn, por donde pasaba en esa época la ruta, y no por arriba como ahora, tenía pocas casas y solo algunos hoteles, todos de una sola planta. De allí se viajaba hasta Puerto Lobos y desde este lugar a San Antonio Oeste. De San Antonio recuerdo el Hotel El Vasquito, desaparecido hoy, y a una población de Las Grutas que apenas merecía la categoría de villorrio.



         En San Antonio, para algunos años elegíamos seguir a Viedma y a Bahía Blanca, donde encontrábamos el primer hotel con baños privados y un ascensor: el Hotel Ocean. De optar por esta alternativa, abandonábamos recién aquí la Ruta 3 y corríamos por la Ruta 35, rumbo a Río Cuarto.



         De ser la otra alternativa elegida, el abandono de la ruta 3 era allí mismo en San Antonio, pues nos íbamos a encontrar con el río Negro en Conesa y, luego de cruzar la balsa, buscábamos la otra en Río Colorado. Luego de esta segunda balsa, rumbeábamos al norte por un camino polvoriento que corría entre altos caldenes, para recién descubrir la 35 en la zona de Bernasconi.





miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hermano tehuelche, hermano galés

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar



            Juan Sacamata descansa sus viejos huesos al cruzarse un poco sobre el apero del tobiano.  Por un largo rato, hombre y caballo se mantienen inmóviles al borde mismo de la barda norte del amplio valle, 6 o 7 leguas aguas arriba del lugar en que el río llega al mar. Mirando hacia el sudeste y con el sol a su espalda, aprecia la belleza del eterno paisaje. Del otro lado, los faldeos, que con la lejanía se tiñen de azul, y abajo se puede ver, de a trechos, el reflejo de las aguas del río en cada meandro y el verde de los sauces que acompañan los recodos. Mas aquí, los cuadros prolijos, los bordes de álamos y tamariscos y cada tanto una pequeña casa blanca cuya chimenea emite, vertical, un hilo oscuro de humo, que se confunde luego con el aire frío y transparente de la tarde de otoño.

                        Sacamata se acuerda de cuando era joven, cuando los avestruces cruzaban esa pampita a orilla del agua, allí donde ahora crecen papas y el trigo con que los hombres blancos hacen el pan. Era aquí donde volteaban hacia el norte en busca de Carmen de Patagones, para entregar a cambio de  mercadería, la lana, las plumas y los cueros que habían juntado desde el año anterior.

            Desde la llegada de los colonos, las cosas no han andado mal. “Nosotros les enseñamos a estos huincas – piensa Sacamata – a andar a caballo, a cazar, a comer guanaco, a cocinar avestruz con las grandes piedras calientes. Pero ellos son buenas personas, no como los soldados de Roa que han matado a mi gente, ni como los comerciantes de Patagones, que nos engañan, para solo vendernos ginebra y robarnos el trabajo de todo un año”.

            Sacamata es un cacique tehuelche de la zona del Valle de Tecka y todos los años con su familia, antes del invierno, coloca sus toldos en cercanías de Gaiman. Lo que está observando sobre el fondo del valle del río Chubut es la colonia galesa, cerca de 20 años después de la llegada del primer contingente.

            La relación entre blancos inmigrantes y la población propia del lugar – la indígena – siempre ha sido muy conflictiva y América es un ejemplo tras otro de discriminación, injusticias, sufrimientos y muertes. Los primeros, basados en una cultura más poderosa, han logrado - rápidamente en muchos casos, más lentamente en otros - arrasar con las costumbres, los bienes y hasta con las vidas de los segundos.

            Argentina no ha sido excepción; la Conquista del Desierto, la conquista del Chaco, y la expansión del territorio blanco en general, son ejemplos en este sentido. Pero hay una interesante infracción a esta regla: la convivencia de los colonos galeses en el Valle del río Chubut y las tribus tehuelches de la zona, durante la segunda mitad del siglo XIX.

            Cuando en 1865 los viajeros del Mimosa desembarcaron en la playa que nombraron en homenaje al conde de Madryn, no podían haberse sentido más extraños en relación a su nuevo contexto natural.

            En efecto, en primer lugar, no había entre ellos gente con experiencias rurales, pues los oficios de los recién desembarcados eran  urbanos o mineros; como son los de zapateros, maestros, sastres, tipógrafos, mineros del carbón y otros. En segundo lugar había una enorme diferencia entre el régimen anual de lluvias de las laderas verdes de Gales, con el del desierto patagónico. Es decir, en Gales nadie se encargaba de regar, mientras que en el Chubut si no se riega periódicamente, nada crece. Finalmente, el valle del río Chubut se encuentra en el hemisferio sur y los colonos habían vivido toda su vida en el norte, y las estaciones allí son al revés.

            Si a todo esto se le suma el aislamiento en que se encontraron luego de que el Mimosa partiera – la ciudad más cercana es Carmen de Patagones, pequeña y en donde no se hablaba su idioma – se podrá entender que la esperanza de sobrevida de la Colonia era, al principio, sumamente escasa.

            Al inicio, la relación con los indios fue difícil. Idioma y costumbres totalmente disímiles y gran cantidad de desconfianza mutua, fueron serios factores a superar. Pero la buena voluntad imperó y pronto hubo gran colaboración entre ambos grupos. “…cuando llegó el cacique indio Francisco, con sus perros y caballos veloces y su habilidad para la caza, recibimos mucha carne a cambio de pan y otras cosas -  recuerda años después el Reverendo A. Matthews - adiestró, además a los jóvenes en el manejo de los díscolos caballos y vacas, proporcionándoles el lazo y las bolas. Recibimos también instrucciones útiles en la práctica de cazar animales silvestres y en consecuencia varios de nuestros jóvenes llegaron pronto a ser hábiles cazadores”.

            En la actividad comercial esta colaboración también se hace notar. Los galeses facturan buenas ganancias con la compra - venta de plumas de avestruz, cueros de zorros, de pumas y de otros animales y con la lana y los cueros de las ovejas que las tribus criaban en la precordillera.  Los tehuelches a su vez, logran trato más justo y mejores precios, que los obtenidos en Patagones y en Bahía Blanca.  Estas relaciones fortalecen los primeros emprendimientos comerciales de los colonos y facilitan la comercialización del trigo, de la avena y de otros productos de la colonia misma.

            No ha de ser demasiado audaz afirmar que una de las razones principales por las cuales el emprendimiento colonizador galés en el Chubut tuvo éxito, se relaciona con esta experiencia de respeto entre colonos y tehuelches.

            La situación de buen entendimiento permanece luego por muchos años y solo fue rota por el famoso caso aislado del Malacara, en donde varios blancos son muertos mientras un grupo tehuelche los persigue. Y aún durante la campaña militar del coronel Lino Roa, que dio origen a las batallas de La Vanguardia y Apeleg, los tehuelches supieron distinguir bien entre los “cristianos”: aquellos que fueron amigos y con quienes se enfrentaron.


lunes, 31 de octubre de 2011

El Carmen

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar




            “Para escribir sobre Patagones hay que ponerse una mano en el corazón y entornar dulcemente los ojos. Y no tener miedo al ridículo al afirmar que es diez veces más bonito que Bahía Blanca, que Rosario y que Tandil, a pesar de ser diez veces mas pequeño que la parroquia de Caballito. Todas estas y otras innumerables virtudes se le pueden descubrir a Patagones en un día nublado...”

            “...Hasta el río se baja por escaleras de noventa escalones, callejuelas tortuosas, limpias y estrechas, con aceras de mosaicos y escalones de baldosas”

Roberto Artl, diario El Mundo, 12 de Enero de 1934

(citado por Cuadernos de la Patagonia, Fundac. Cultural Patagonia, Gral. Roca, N° 6, Junio de 2001)



            En 1878, el Estado Nacional argentino creó la Gobernación de la Patagonia, cuyo territorio incluía toda la extensión de las actuales cinco provincias australes. Designó al coronel Álvaro Barros como gobernador y a Mercedes de Patagones como la población asiento de sus funciones.  Estas circunstancias evolucionaron rápidamente: el mismo Álvaro Barros cambió el nombre de la aldea por el de Viedma y en 1894 la jurisdicción territorial de esta capital se redujo a lo que hoy es la Provincia de Río Negro.

            Viedma era en ese entonces un suburbio de la otra ciudad sobre la orilla opuesta del río Negro: Carmen de Patagones. En realidad, Carmen y Mercedes eran dos localidades que siempre funcionaron  - al margen de las diferencias administrativas - como una sola; y comentar aspectos de la historia de una, es comentar la historia de ambas.

            Cerca a 1870, el viajero inglés George Musters, estimó que la población de la biciudad era de aproximadamente 2.000 personas. Para el Censo Nacional de 1869, era algo menor aún: 1690 en la zona urbanizada. Musters además identificó a 4 grupos de habitantes: los descendientes de los primeros pobladores, los inmigrantes mas recientes, los esclavos negros liberados y sus hijos y los presidiarios. A pesar de la población escasa, era en estos años el centro urbano patagónico más importante, seguido por la colonia galesa del valle inferior del Chubut, con menos de 200 almas.

            Pero existe algo que llama la atención en esta pequeña población. A pesar de su reducido tamaño, su  influencia en el poblamiento del resto de la Patagonia fue notoria. En efecto, en el origen de muchas de las regiones y poblaciones sureñas, se percibe la actividad de personas provenientes de El Carmen. Para entender esto habrá que analizar dos cuestiones. En primer lugar la conformación en El Carmen de una sociedad de fuerte vocación aventurera y de habilidad comercial. En segundo lugar, la evidencia de la actividad temprana de los maragatos en distintos lugares del extenso territorio patagónico.

            Varios son los factores que auspician la cultura emprendedora de esta pequeña localidad de la Argentina inicial. Sin indicar un orden, se ha de mencionar en primer lugar la actividad comercial inicial de El Carmen con la zona central del país. A partir de su ubicación cercana a salinas y la importancia estratégica que este insumo tuvo para la incipiente actividad de los saladeros bonaerenses, El Carmen se constituyó en su proveedor casi exclusivo de sal. Desde el puerto rionegrino se generó además, una importante corriente de cueros de vaca. Esto se originaba en el comercio realizado con los indios que “maloneaban” los campos pampeanos y que viajaban luego a Chile, cruzando el río Negro en Choele Choel.  El Carmen es para estas épocas, un centro acopiador de “frutos del país” y además de los cueros de vaca, comercia con plumas de avestruz, cueros de zorros y de lobos marinos, trigo, cebada y otros.

            En segundo lugar, la actividad corsaria.  Durante la guerra de Argentina con el Brasil, el puerto de Buenos Aires fue bloqueado. El gobierno nacional, con escasos recursos marinos, desarrolló una política de concesión de patentes de corso con el fin de hostigar a las naves enemigas. Estos corsos hicieron base en el único puerto argentino libre: el de Patagones, y desde allí asaltaban  y capturaban a los barcos opositores. La influencia de estas circunstancias se manifestó en la conformación de una población negra, originada en los esclavos liberados de las embarcaciones enemigas, en la existencia de una vida insólitamente refinada como resultado del uso de los bienes capturados, y en la llegada de un grupo de comerciantes - pues los corsarios eran una categoría de comerciantes - que se mezcló con la sociedad local.

            En tercer lugar se ha de hacer mención de una actividad comercial importante con los indios de la región. Dada las dificultades del gobierno central para enfrentar a la vez a los caudillos del interior y a los ejércitos indígenas pampeanos, no se contaba con fuerzas regulares para defender la población mas austral. Cobró vigencia entonces una política que buscó “asociar” las tribus vecinas con el fin de asegurar su colaboración y neutralizar sus potenciales ataques.  Es así como se nombró a indios como miembros del Ejército Nacional, haciendo coincidir su jerarquía propia de caciques, capitanejos y chusma, con los grados militares; probablemente un primer antecedente de los actuales “ñoquis”. Esta situación obligaba a abonar regularmente las remuneraciones acordadas y a recibir en El Carmen una masa de dinero considerable. El comercio local hizo entonces grandes negocios, pues suministraba a las tribus amigas participantes del trato y por el valor de las remuneraciones monetarias, azúcar, sal, yerba, ginebra, ropa y otros “vicios”.

            Finalmente y como resultado de seguramente un fuerte “lobby”, Carmen de Patagones fue declarado en 1856, “puerto franco”. Esto permitió incrementar notoriamente su actividad comercial, pues mucha mercadería ingresaba por allí al país, para luego ser reembarcado hacia Buenos Aires, en un viaje que demoraba entre 8 a 10 días. En el puerto de El Carmen flameaban banderas de diversos países - entre otras las de Inglaterra, Francia, Holanda y E.E.U.U -, su muelle era un remedo de Babel e importantes casas comerciales porteñas instalaron allí sus sucursales.

            Este es el panorama del puerto de Carmen de Patagones - en la segunda mitad del siglo XIX - y es esta la situación que permite a esta ciudad protagonizar, por medio de sus hijos, el desarrollo comercial de diversas zonas en toda la Patagonia.

            El más famoso de todos es Luis Piedrabuena. Nacido en Carmen de Patagones, inició su vida en el mar como grumete del capitán norteamericano Smiley, experimentado ballenero con quien recorrió toda la costa continental, visitó las islas Malvinas, dobló el Cabo de Hornos, transitó el Pacífico hasta Chiloé, pisó la isla de Navarino y la de la Tierra del Fuego, llegando al sur hasta las Tierras de Graham; posteriormente perfeccionó su oficio de marino mercante en Nueva York.  Supo combinar su vida de marino con su vocación comercial y entrando por la ría del Santa Cruz, instaló sobre la isla Pavón una factoría, que fue centro comercial para indígenas y pobladores de la zona por largo tiempo. Un año mas tarde, en 1863, inaugura el primer almacén privado de la ciudad chilena de Punta Arenas. Mientras tanto, no deja sus tareas de cazador de lobos marinos y transporta sal desde cercanías de la Isla Pavón y carbón - desde la Bahía de San Gregorio, en el estrecho de Magallanes, donde intenta localizar una población - a las islas Malvinas. Allí comercia estos vitales insumos con cazadores de lobos y de ballenas y con el tráfico transoceánico, que hace de estas islas un centro de avituallamiento.



            La actual población santacruceña llamada Luis Piedrabuena, se llamó por muchos años Paso Ibañez, en recuerdo de Gregorio Ibáñez, propietario de una balsa con el cual se cruzaba el río Santa Cruz en la misma zona de la Isla Pavón. Ibáñez había llegado desde Patagones con Piedrabuena.

            San Antonio Oeste fue el resultado de una decisión de cambiar la ubicación del puerto. Considerada una localización inadecuada, la firma maragata Sassemberg y Cía. reinstaló su sucursal en el costado oeste del saco que forma la gran entrada del mar, dando origen a la población que actualmente conocemos.

            Antes de ser Neuquén la capital del territorio, se constituyó en centro comercial y paradero de viajeros y carretas para una zona enorme que se extendía hasta el pie de lo cordillera andina. La Confluencia contaba entonces con unos pocos comercios a orillas del Neuquén y en cercanías del lugar en donde luego se construyó el puente ferroviario. Los dos primeros negocios emplazados allí fueron la fonda “Bella Vista” de Celestino Dell’Anna, italiano, pero vecino por largos años de Carmen de Patagones y el de su pariente Carro con su socio Fernández, propietarios del  almacén “La Maragata del Neuquén”.

            Y en Choele Choel, en 1881, uno de los primeros comerciantes allí instalados es Miguel Castañeda y su esposa Manuela Castro, provenientes - probablemente con otros - de Patagones.

            Un segundo hijo famoso, pero adoptivo en este caso, fue Luis Jorge Fontana. Llego de muy pequeño a Carmen de Patagones, donde pasó su infancia y adolescencia. Ingresó al Ejercito, pero pronto pidió la baja para estudiar en el Museo de Buenos Aires junto a su director, Don Germán Burmeister. Fontana es un ejemplo de esos raros personajes del siglo XIX, producto del enciclopedismo y mezcla de científico, militar, explorador, cartógrafo, docente, funcionario y literato. Nuevamente en el pueblo de su infancia, integró una comisión científica que exploró la cuenca del Limay y del Neuquén y recolectó piezas rionegrinas para el Museo porteño. Explorador del Pilcomayo y del Impenetrable chaqueño, volvió nuevamente a la Patagonia para asumir como el primer gobernador del nuevo Territorio Nacional del Chubut. En esta función desarrolló una intensa actividad exploradora, que incluyó las regiones de la actual Colonia 16 de Octubre, el río Mayo, los lagos Musters y Colhue Huapi y hasta la bahía de San Jorge. Los galeses del valle del Chubut, tan cerrados en si mismos, se abrieron a colaborar con él y reconocen en su labor, un factor del desarrollo y expansión de la colonia.


lunes, 24 de octubre de 2011

Limericks

Pedro Dobrée
pdobreeneunet.com.ar


Los Limericks son una forma de versificar muy propio de la lengua inglesa.
Todos tienen solo 5 estrofas y en donde 1,2 y 5 son largos y riman entre si y 3 y 4 son cortos y también riman entre ellos. Son pequeñas anécdotas cuya temática es desopilante y su intensión es provocar una carcajada en el lector. Los más auténticos, dicen algunos críticos, son los procaces y escatológicos, pero admiten el valor de los que solo son un chiste, en el sentido de lo que en inglés se menciona como “nonsense” (sin sentido). En castellano solo conozco  los que escribió María Elena Walsh (ver “El Zoo Loco”, Editorial Sudamericana) un conjunto de pequeñas y hermosas poesías escritas para niños.

Su nombre, aseguran algunos, pero nadie está seguro de ello, proviene de su lugar de nacimiento: el condado de Limerick, en el corazón de Irlanda.

Ejemplos de los escritos por mi – de valor modesto, sin dudas – los incluyo ahora en el blog; su pertenencia esta dado porque me traen recuerdos de mi juventud en la Patagonia y también de mi padre, que se divertía recitando limericks en inglés.

En realidad solo los colocados hacia el final de esta nota (los infantiles) y los que no me animé a publicar, son los que corresponden a su verdadera naturaleza: de todas formas, los primeros son buenos ejemplos de la forma que esta modalidad de versificar adopta.



Este página está dedicado a Lennox Jack Dobrée

recitador de los primeros “limericks” que disfruté.

Finalmente me he animado

a escribir lo que he pensado,

versos zonzos, cuyas palabras, de a ratos anoté.



En un paseo de General Roca, cumplida la faena,

es posible caminar y disfrutar de la tarde serena;

el cartel de la plaza

indica a quien pasa,

que el homenaje es para la poeta: Walsh, María Elena.



Ejemplos cuya temática es Patagonia



País de historias y de leyenda forjada,

de oro, de indios muertos y alma salvada;

de piratas ingleses

y colonos galeses

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Bajando el faldeo y cruzando  el vado,

pisando las piedras, recorriendo el prado,

viento, perfume,

todo me resume

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Mata Negra, pasto coirón, olor a asado,

mañanas tempranas, nubes color rosado;

la calandria que canta

cuando la helada levanta,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Viento frío que baja del oeste nevado

el cañadón es refugio del aire helado

orillando el chorrillo

siento el olor a tomillo,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Bajando el faldeo con un “piño” para la señalada,

olor a bosta, tierra en la boca y sensación salada,

pues siempre el vendaval

viene desde del salitral,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Ejemplos de limericks infantiles:



Un médico viejo de General Roca

en su consultorio, curaba una foca,

para su bilirrubina

le daba lavandina

y a todos decía que la foca estaba loca.



“Como todo tipo de pasto” decía un caballo

mientras subía un faldeo, detrás de Comallo,

“pero la sopa de lechuga,

me hace mal a la pechuga

y destiñe mucho mi hermoso color bayo”.



Contaba una joven de Colonia Escalante,

que limpiaba la luna con trapo y un guante

“no es que me quejo

porque esta lejos,

mis problemas son en cuarto menguante”.



Finalmente varios sobre temas diversos:



A los empleados públicos de la provincia de San Juan

y a los de Salta, de Neuquén y del Municipio de Tunuyán,

piden que les den queso

y solo les dan  hueso,

pues les han privatizado el agua, el vino y el pan.



Por el Alto Paraná  viene bajando un piojo,

con una flor en el ojal y un hachazo en el ojo.

Tomo, convido,

 falta envido

cuando vienen degollando, no aflojo



Desde los pagos de Areco  hasta La Alhambra

la fama de Guiraldes y de Sombra se agranda;

y rindo homenaje

con la última frase

“ …y me voy, como quien se desangra”



Enamoré una niña al sur del Bío – Bío

que juró que su cuerpo era solo mío.

Pero como Lorca cayó,

a mí también me engañó:

creyéndola mozuela, me la llevé al río.



No colocaré ejemplos de los procaces, aunque también tengo algunos, por miedo a que clausuren el sitio.