martes, 29 de marzo de 2011

La historia de Carolina

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Hacía tres días que habían zarpado de Southampton y desde entonces tenía una sensación de malestar que no solo provenía del movimiento incesante del barco; sentía la tristeza de su partida y la recurrente idea de no poder volver más a Inglaterra.
Había leído, 10 días antes en un diario londinense, el aviso en el cual una familia, pronta a partir para Australia, pedía la asistencia de una niñera para atender sus dos hijos de corta edad.
La habían despedido desde el muelle, sus padres y tres de sus cinco hermanos. En las lágrimas de los mas chicos y de la madre y en la cara adusta de su padre y de su hermano mayor, veía reflejada su propia angustia, provocada por una partida al que se vio obligada para aliviar la situación económica de una familia de muchas bocas y pocos recursos.
Mientras miraba por la escotilla sintió golpes en la puerta. La madre de los chicos, revisando el sueño de cada uno, le dijo que la esperaban en el camarote del matrimonio. Sin palabras salió tras ella y caminó por el estrecho pasillo para entrar en una pequeña habitación en donde Mr. Anderson, un hombre de pocas palabras, la esperaba sentado en la única silla con que contaba el austero espacio.
“Tenemos niña - le dijo, sin saludar – una noticia para darle” Ella no contestó y hubo silencio por algunos largos segundos. “No viajamos a Australia; nos dirigimos hacia las Islas Falklands”. Anderson volvió a interrumpirse y respiró. “He sido designado por su Majestad, gobernador de las Islas y voy a ocupar mi cargo. Por supuesto que quedarà en nuestro servicio y de ahora en más pertenece al personal de la casa del Gobernador”
Miró hacia donde estaba la Señora y esta bajó los ojos; el silencio se hizo incómodo. Volviendo por el pasillo al camarote que compartía con los chicos, sintió sus piernas temblar. Se sentía engañada e impotente. Con rabia golpeó la puerta de la cabina al entrar.
Por días enteros no vio mas que agua. Hubo algunos de ellos en que se sintió aterrorizada, pues el barco parecía no soportar más el golpe de las tremendas olas, la fuerza del viento y la inclinación a la que el mar embravecido, lo obligaba. En otros parecía que apenas se movían, al no haber referencias para calcular la velocidad; solo el sol implacable se distinguía del azul del mar y del cielo.
Se llamaba Caroline Mary Ann Hitchman, tenía 19 años en el año 1885 y viajaba hacia las Islas Malvinas en un vapor inglés.
El segundo oficial de abordo le aliviaba los días, contándole donde estaban y como eran las tierras por las que, sin verlas, pasaban cerca: Finisterre, la costa vasca, la costa de Portugal, el norte de África. Le describió también las Falklands: unas islas pequeñas cerca del Polo Sur y de la finalización del continente americano; poca gente, ovejas y mucho viento y frío. Que era lugar de paso de los barcos que unían a Europa con la costa oeste de América, que allí recargaban agua y carbón. Que en Puerto Stanley entraban y salían balleneros y cazadores de lobos marinos. Que del continente venía siempre un pequeño navío con, alternativamente, carbón y sal. Que este era de Luis Piedrabuena, un comerciante argentino, que luego vendía el carbón a los barcos que seguían viaje al Pacífico y la sal a los loberos.
Pudo estirar las piernas cuando llegaron a la isla Gran Canaria, pero no la dejaron bajar en la isla portuguesa de Santiago. Volvió a escuchar hablar en inglés en la Isla de Ascensión y vio, desde la cubierta del barco, las pobres luces de Río de Janeiro y luego de Montevideo.
Desde Montevideo zarparon para su destino final. Debieron pasar varias semanas de mal tiempo, de tormentas y de lluvia que la mantuvieron en el camarote, para recién, una mañana calma y clara, avistar unas tierras chatas, de color verde y gris, que le dijeron eran, por fin, las Falklands. Pocas horas después entraron al puerto Stanley. Las pequeñas casas bajas, de techos rojos, la iglesia blanca sobre el faldeo detrás de la aldea y algunas personas sobre el muelle esperando el ingreso de la nave, fue la primera escena de lo que, por muchos años, sería su hogar.
Pronto se acostumbró a su nueva vida pero nunca dejó de recordar con nostalgia las calles de Londres, su madre y sus hermanos, rodeando al final del día el fuego de la cocina y la figura de su padre, en silencio, leyendo junto a la única lámpara que se mantenía prendida en toda la casa.
Pero en las islas las tareas del cuidado de los niños ahora se ampliaron, pues debía colaborar en la cocina y en la limpieza de la amplia casa de la gobernación. Allí también trabajaba William Richard Hardy, un joven con quien pronto estableció una corriente de simpatía que terminó en matrimonio.
6 hijos tuvo con él. El primero, Claude, volvió a Inglaterra cuando se declaró la Gran Guerra y murió en una trinchera de la devastada Francia. Los cinco restantes, tres mujeres - Florence, Iris y Perl - y dos varones - Ray y Valentín -, pronto emigraron de la tierra isleña natal, buscando un mejor porvenir. Los cinco intentaron inicialmente construir un destino en lo que para la época era la gran capital de la Patagonia sur argentina y chilena: Punta Arenas.
Punta Arenas era la ciudad donde recalaban los barcos que unían el Atlántico con el Pacífico. Sus calles, amplias, barrosas y ventosas, bullían con el movimiento de marineros, balleneros y loberos, prostitutas, comerciantes, operarios de los talleres que reparaban las naves que sobrevivían al paso del estrecho de Drake o el de Magallanesconstructores, buscadores de oro, mineros, militares y la incipiente burocracia estatal del gobierno chileno y su colonia penal. Mas tarde, cuando se inaugura el paso de un océano a otro por el Canal de Panamá, en 1914, la influencia de esta gran ciudad comienza a declinar.
Las hijas de Caroline se radicaron en Argentina, en Santa Cruz. Sus hijos varones hacen de Punta Arenas su hogar. Ella, viuda en mediana edad, abandona las islas y pasa el resto de su vida entre Chile y Argentina, alternando en casa de sus hijos. Murió en la década del 50, en Gobernador Gregores, en el interior de la provincia de Santa Cruz y nunca volvió a Inglaterra.