domingo, 29 de mayo de 2011

Estupideces de la guerra

Cementerio que recuerda la guerra inútil
inútil
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


Se puso en cuclillas y arrimó un fósforo al conjunto de pasto seco y pequeñas ramas. Pronto pudo oler el humo que ascendió en el aire calmo y frío de la tarde. Se sentó sobre una piedra y miró hacia la playa frente a él y se sintió satisfecho con las llamas que alimentaba la leña escasa de los matorrales vecinos,

Porqué esa costumbre de hacer humo? De crear una columna que se destaque sobre el horizonte? Porqué esa necesidad de avisar a otros de la presencia de uno? Será el producto de la soledad, de las distancias, de la escasa población? De andar por horas, y encontrarse con nadie? Lo había visto en la Patagonia continental y lo veía también aquí en las islas. Él mismo la había adoptado y aquí lo estaba haciendo, llenándose las narices con el olor acre de la combustión crepitante del mogote que había echado al fuego y que había logrado desprender con sus manos del manto que cubría buena parte de la isla Weddell.

Envuelto en el abrigado saco de piel de foca, observaba la playa, Cuatro o cinco gaviotas se disputaban una mancha oscura sobre el pedregal, mientras las olas suavemente acariciaban las arenas y a varias rocas grandes de color negro azulado.

La niebla ocultaba la costa vecina y el silencio solo se rompía con el graznido de los pájaros  y el murmullo rítmico del mar. Cuan parecido a su Escocia natal!!  Cuántas veces se había demorado mirando hacia las riberas del estuario, mientras soñaba en poseer su propia majada? Esos fueron los momentos en que Juan Hamilton formaba la idea de emigrar y buscar un futuro distinto a la de pastor para el landlord de Wick.

Y finalmente lo pudo hacer. Primero, en 1880, llegó a las Islas como empleado de la Estancia Darwin, una gran extensión y más de 100.000 cabezas ovinas, y luego de varios años allí, acudiendo al llamado de poblar tierras australes que hizo el gobierno argentino, cruzó al continente.

Junto a sus amigos los hermanos Saunders, fundó la Estancia Punta Loyola, a pocos kilómetros de la pequeña población de Río Gallegos. Con una administración conservadora, grandes sacrificios[1] y buenos precios internacionales de la lana, creció patrimonialmente y en la década de 1920, volvió a las Islas para comprar tierras allí.

Además de tierras, compró una goleta que rebautizó Penélope, en homenaje a la segunda de sus dos hijas, y con la cual transportó animales y materiales entre las islas. Y desde la Argentina, ovejas para poblar los dominios adquiridas[2]

Las tres fuentes de la riqueza ganadera de Santa Cruz y de Tierra del Fuego, fueron las ovejas obtenidas en las Islas Malvinas, el sur de Chile y en el este rionegrino.  De esta manera Hamilton, al poblar sus nuevas tierras, actuó a contracorriente de lo que había sucedido hasta entonces.

Buscando alternativas económicas, también llevó allí varios ejemplares de guanacos y de nutrias. Estos proyectos fueron fracasos, pero aún actualmente los descendientes de estos animales integran la fauna local.

Las islas fueron heredadas, junto a sus campos en Argentina y en Chile, por sus hijas y luego sus nietos.

En la década del 90, bajo instancias del informe económico que solicitó el gobierno británico a una comisión presidida por Shackleton, hijo del famoso explorador antártico, se realizó una exitosa “reforma agraria” con las tierras de los absentee landowners[3]. Por ello, los herederos del emigrante escocés fueron instados a subdividir y a vender.

Pero antes y durante la corta Guerra de las Malvinas, el gobierno inglés amenazó a estos herederos con la expropiación de las islas, basado en la circunstancia de ser propiedad de ciudadanos argentinos.  A la vez, el gobierno argentino amenazaba con expropiar a las tierras de la Estancia Loyola, basando sus intensiones en que los propietarios eran de ascendencia inglesa.





[1] Ver “El Gran Arreo” del autor de esta nota y editado por Zagier y Urruty Pub.  Hamilton fue uno de los cuatro arrieros que llevaron a cabo la epopeya de trasladar 5.000 ovinos desde el Valle Inferior del río Negro, hasta Río Gallegos.
[2] En un muy lindo libro llamado “Los viajes del Penélope”, escrito por Roberto Herrscher y editado por Tusquets Editores (2007), se menciona la compra por parte de Hamilton de este “el barco más viejo de la guerra de las Malvinas”. El libro es una delicia y el lector puede encontrar en el un inventario de estupideces de la guerra.

[3] Propietarios ausentes.

domingo, 22 de mayo de 2011

Juan

Pedro Dobrée

Iglesia de Puerto Santa Cruz


Vivía en las afueras del pueblo, donde había solo algunas casas en cada una de las manzanas apenas dibujadas y las calles habían perdido la rigidez de la cuadrícula del centro y, por el contrario, vivoreaban hacia el oeste o se cortaban en diagonal, apurando la marcha de la poca gente que transitaba por ellas.
Su casa tenía un patio infinito, pues en esas zonas los hogares no tenían una tapia que limitara el terreno del de los vecinos y no había jardines, sino de vez en cuando solo alguna mata, como las que había afuera en el campo y la tierra arcillosa blanca, que volaba en las tardes de viento y que se convertía en una pasta pegajosa cuando llovía. Adelante o al costado, podría haber algunos tamariscos, debajo de los cuales se daba de comer a los perros y en donde las moscas abundaban, tanto por los restos de comida, como por el olor dulzón de su flor primitiva.
Frente a la puerta de entrada siempre había perros, varios de ellos galgos flacos y rápidos, que eran usados por la familia para cazar liebres y avestruces.
Atrás había un tinglado de techo de chapa y paredes de “mata negra”, abierto hacia el este, donde se refugiaban una bicicleta, varias gallinas y un gallo mañanero y los fardos de alfalfa que permitía dar de comer a dos caballos alazanes que sabían participar en las carreras cuadreras de Luis Piedrabuena, en San Julián y allí  mismo, en el Puerto de Santa Cruz.
Juan era el tercer hijo de una familia numerosa; cuatro varones y dos mujeres. Todos eran hijos de Don Angel, milanés llegado de Italia cuando era un adolescente, y de Doña Rosa, tehuelche de la tribu que supo vivir en la zona de Tres Lagos y que cuando murió el cacique Magache, se dispersó, empobrecida y confundida.
Rosa era jovencita cuando se empleó como mucama en El Comercio, hotel cercano a la playa donde atracaban los grandes barcos que visitaban cada quince días al puerto.  Mas tarde se empleó con Doña Antonia, comadrona del pueblo, en cuya casa se decía paró Horacio Guaraní,   mientras escribía esa zamba tan bonita que es “Puerto de Santa Cruz”. Pero había otros que decían que esto era solo un mito y que en realidad la canción fue comprada a un oficial de la Prefectura Marítima, que la había escrito en la época en que estuvo destinado al destacamento del puerto.
En el pueblo había dos clubes de football. El Sportivo Santa Cruz y el Atlético Santa Cruz.  Don Angel era socio del segundo y sus cuatro hijos eran jugadores del equipo de primera división. Era una época en que en cada uno de los equipos rivales predominaba una familia, y estas poblaban las delanteras y las líneas defensivas con sus respectivos apellidos.
Cada tanto jugaban entre si, por ejemplo para la fiesta del pueblo que se celebra el 1ro. de Diciembre de cada año. Otras veces jugaban contra equipos de Piedrabuena y me acuerdo cuando fue el Sportivo hasta Río Gallegos a jugar un torneo con el Boxing Club y un equipo chileno de Punta Arenas.
De los cuatro, Juan era el mas hábil. Jugaba como mediocampista armador, alimentando de pelotas certeras a su hermano menor, que era, en las palabras de aquella época, “centrofoward”. Los dos restantes, mayores y corpulentos, jugaban de defensores; es decir “back derecho” y “back izquierdo”.
Juan, capitán de su equipo, era excelente cortador de ataques rivales y, cuando se daba la oportunidad, sabía acercarse al arco enemigo, intentando sorprender al arquero con potentes “shots”. Si por alguna razón no podía jugar, los hinchas se desesperaban y presionaban para que el partido se aplace por un día o por varios, tratando de que Juan se pudiera recuperar y con ello conducirlos hacia el triunfo. 
Exitoso entre las mujeres con su espíritu jovial y su cara morena atractiva, Juan era también un eterno invitado a las mesas masculinas de los bares que visitara.
Supongo que River Plate tuvo quien le anoticiara de la habilidad que mostraba cuando jugaba.  Lo cierto es que una noche se subió al coche de Transportadora Patagónica y viajó durante dos días hacia Buenos Aires, llamado para probarse.
En el pueblo no había quien no hablara de su viaje y eran muchos los que apostaban a que tendría un destino similar al de Labruna, Felix Loustau o Moreno, cuando en River “la máquina” atemorizaba a cuanto rival se le pusiera en frente.
Su seguro éxito estaba aliviando la mediocridad que signaba la vida de varios de sus vecinos, con la esperanza de lograr trascender al decir ellos que “...yo fui vecino de Juan” o “…cuando éramos chicos, jugábamos juntos en el baldío de atrás de mi casa”.
Pero dos meses después, en silencio, Juan volvió a bajarse del ómnibus con su bolso a cuestas. Sus experiencias en Buenos Aires nunca se conocieron. “Estos indios no saben aprovechar las oportunidades de la vida” dijo Otto Banks, un rato antes de que se apagara la luz en el pueblo, mientras jugaba el último partido de truco en el bar del Hotel Victoria.
Varios días más tarde, Federico Sauberg, hijo de una familia sueca que había colonizado adentro en el lago San Martín, comentó en el salón de ventas de La Anónima y para todo aquel que lo quisiera oír, que en su opinión Juan no era gran jugador y “… que solo descollaba en un medio muy chico como el nuestro”.
Juan se empleó en Correos y por muchos años fue cartero. La camiseta del Atlético casi no se la volvió a poner, pero sabía ir los sábados por la tarde, a una cancha grande de paleta que tenía el Club. Allí, con unos amigos, reventaba una pelotita negra contra la pared de cemento.



domingo, 15 de mayo de 2011

Un periodista yanqui en Patagonia


Caballos pastando en campos al norte del lago Viedma, en la Pcia. de Sta. Cruz

  Los destinos humanos suelen aparecer en forma sorpresiva y no son, frecuentemente, el producto de planes cuidadosamente elaborados con anterioridad. 

Para Herbert Childs, periodista, literato, norteamericano de la costa Este, por contraer matrimonio con Majorie, en plena depresión económica, una luna de miel en Patagonia no era parte de sus planes.

Pero recibió una intrigante carta de un amigo propio y de su futura esposa, proponiéndole indagar en la vida de un exótico personaje de la frontera argentino chilena en el Territorio de Santa Cruz, en el muy sur de la Argentina.  Las imágenes de peligro, los entreveros con la policía y bandidos, las aventuras amorosas, las adversidades climáticas, el romanticismo que rodea la vida de los pioneros en el imaginario del norteamericano medio y la posibilidad de escribir sobre un tema original, fueron estímulos suficientes para ambos y, sin pensarlo demasiado, reemplazaron la prevista corta estadía en un área rural cercana a sus domicilios, por un viaje en un carguero noruego por las costas americanas del Pacífico y, dando la vuelta por el Cabo de Hornos, hasta la ciudad de Buenos Aires.

Una vez en Buenos Aires volvieron a embarcarse, esta vez doblando sobre sus pasos con rumbo sur, hasta el Puerto de San Julián. Allí se trasladaron en automóvil, avanzando por las escalonadas planicies desérticas hasta llegar al lago San Martín. Y desde ese lugar se internaron en la cordillera a caballo, pues se habían terminado los caminos.

De esta manera llegaron a la Estancia La Nana, donde vivía Santiago (James) Radboone.  En el jardín de su casa acamparon durante los tres meses del verano de 1933.

 Esta larga estadía les permitió mantener ricas conversaciones con quien sería el protagonista de su libro y con su familia, haciendo amistad con la esposa, cabalgando con los hijos y participando en general de las tareas y penurias de la vida de campo, en la aislada y lejana cordillera austral.

El resultado del trabajo periodístico vio la luz gracias a J.B. Lippincott Co., editora que lo publicó en formato de libro, en 1936. El título, “El Jimmy, Outlaw of Patagonia”, alude a su protagonista.

Santiago Radboone, apodado “El Jimmy” por los tehuelches con quien convivió largos años, había nacido en Inglaterra. Hijo de una familia de escasos recursos y muchos miembros, decidió emigrar acosado por su situación económica, por la policía, y por la madre de una jovencita que declaraba estar embarazada.  Puesto en contacto con Waldron y Woods, propietarios de tierras en Tierra del Fuego, Santa Cruz y la zona de 25 de Mayo en La Pampa, se embarcó rumbo a la ciudad chilena de Punta Arenas.  Desde allí pasó a la Isla de Tierra del Fuego y aprendió con rapidez, el duro oficio de ovejero y domador.

Pero no había llegado al fin del mundo para seguir obedeciendo las órdenes de un patrón. Con espíritu aventurero y ganas de respirar libertad, mandó adelante una pequeña tropilla de parejeros que había logrado ganar, en búsqueda de un pedazo de tierra que pudiera declarar suya, en la región que media entre el Puerto de Río Gallegos y el de Punta Arenas

Con esta búsqueda se enredaron demasiadas cosas: mujeres, caballos de carrera, bebida, juego y cierto coraje irresponsable que lo llevaba a no eludir peleas, sean estas con civiles o con la policía.  Refugiado de la justicia chilena y de la argentina, en la toldería de Mulato, cacique tehuelche de la zona de Última Esperanza, se enamora de una sobrina de este.  Con ritmo de novela, pierde a quien quiere hacer su esposa en una carrera de caballos, para solo recuperarla años más tarde.  Con ella y evitando futuros conflictos con la ley, se interna en la cordillera argentina, en la zona del Lago San Martín, y coloniza una tierra, a orillas del agua y lejos de la civilización. Nacen allí sus hijos y les asegura cierto bienestar económico solo momentáneo. Nunca logra un título de propiedad, aunque hizo varios trámites ante la Dirección Nacional de Tierras en Buenos Aires. A su muerte entonces, la familia pierde las tierras trabajadas.

Esta es la biografía de El Jimmy, que tan bien cuenta Childs. Su libro fue luego traducido al castellano por Arnoldo Canclini y editado por Zagier y Urruty Public. Su texto es muy ameno y resulta una excelente descripción de los años finales del siglo XIX y primeros del XX, conteniendo el proceso de colonización blanca en el sur patagónico y la pérdida de la civilización tehuelche.

Vuelto a U.S.A., Childs se dedicó a la docencia y a escribir. Conocemos de dos de sus obras: una biografía de Ernest Orlando Lawrence, Premio Nobel de Física en 1939 y una novela que cuenta la vida de gauchos en Argentina. Esta se llama The way of the Gaucho (El Camino del Gaucho), editado por Prentice Hall, en 1948.  Hemos leído este último libro; cuenta la historia de un gaucho nacido en Bell Ville (Córdoba) y luego de largos entreveros con polleras, la política, los indios y la policía – con grandes parecidos a las aventuras de El Jimmy – termina en Punta Arenas, en Chile.

 La novela no es en nuestra opinión  - por enmarañada - muy buena, pero contiene una característica llamativa: los diálogos de los gauchos están escritos en inglés, con una sintaxis que responde a la traducción literal de sus dichos en castellano.

Indica esto una comprensión acabada del idioma español en general y de los modismos gauchescos en particular – sorprendente en un norteamericano - y la importancia otorgada por Childs al lenguaje utilizado por el pueblo, cuando intenta describir su cultura.


lunes, 9 de mayo de 2011

La Emperatriz de San Julián

 Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Nació en la ciudad de Kiel, puerto alemán sobre el mar Báltico. De familia de escasos recursos se empleó como cocinera y mucama en la casa del General Franz Sydow, en Berlín.  Además del General, en esta casa vivía su esposa y una hija de ella que esperaba, con sus tres niñas pequeñas, la oportunidad para viajar a la Patagonia Argentina y reunirse con su esposo.
Vieja casa en San Julián





       

         Hermann Brunswig, el esposo que esperaba, había llegado a la Argentina en 1919 para emplearse como ovejero en la cordillera santacruceña y cuando fue nombrado administrador de la Estancia Lago Guío, propiedad de Mauricio Braun, Rudolf Stubenrauch y Lucas Bridges, decidió que era el momento de hacer viajar a su joven familia.
         Berta Freytag se había encariñado con las nenas y sentía la seguridad de un hogar que no tenía en Kiel. Esto fue motivo suficiente para ofrecerse a viajar también a Argentina, acompañando a la joven Ella de Bruswig y a las pequeñas en el vapor Vigo, que partió de Hamburgo en Enero de 1923.  Llegados a Buenos Aires, se reembarcaron para viajar hasta San Julián, puerto del entonces Territorio Nacional de Santa Cruz.
         Mientras el barco en que viajaron anclaba en la bahía, Berta se desembarazó momentáneamente de las niñas, para observar la costa y el pequeño villorio, que en la madrugada ventosa aparecía ante sus ojos.
         Por Dios, será esto un puerto?  La única similitud con su Kiel, era el olor al pescado muerto y el de las algas secándose al sol. Pero 20 o 30 casas dispersas sobre una playa barrida por el viento y varios centenares de fardos de lana apilados sobre la línea de la marea más alta, no parecían formar un puerto. Al menos no lo era en el criterio de esta alemana de 40 años que acababa de llegar. Pues, dónde estaban los muelles, los demás barcos, los remolcadores, los equipos de carga y descarga, el ruido de las máquinas y el humo de las chimeneas, el aceite en el agua, los marineros, las enormes pilas de carbón y los depósitos de mercaderías que provenían de las mas diversas ciudades del mundo?
         Las gaviotas revoloteaban por encima de los techos de estas casas grises, de chapa acanalada y puertas despintadas; sus solitarios graznidos inundaban el aire  y con el viento llegaban hasta  la cubierta del barco sobre el que, con angustia, escudriñaba Berta su nuevo paisaje. Y estos graznidos eran la representación exterior de los gritos de silencio que la solitaria mujer dirigía a nadie, impulsada por una sensación de dolor, soledad e impotencia, ante una decisión que consideraba ahora equivocada.
         A media mañana bajaron a un pequeño bote a remos y fueron llevados, ella, las niñas y la madre, hasta la playa. El corto viaje sobre la pequeña embarcación que por instantes se elevaba permitiendo ver toda la costa y por otras se hundía en los estrechos callejones que formaban las olas, le pareció interminable.  El agua salada que golpeaba su rostro, se confundió con las lágrimas que caían por sus mejillas.
         Mojada la ropa por el salpicar de las olas, mojados los zapatos por el difícil desembarco, sintieron el frío del viento que soplaba desde detrás de las casas y llenaba de polvo el aire sobre las aguas de la bahía. Varios hombres, al reparo de las paredes de las primeras construcciones, los miraron con curiosidad.  Con la ayuda de los remeros con que habían llegado a tierra firme, trasladaron varios bultos grandes de ropa y enseres, hasta la puerta de una de las casas en cuyo frente habían atados tres caballos ensillados. Sobre la puerta colgaba un pequeño cartel que indicaba que era el Hotel Miramar.
         El ánimo de Berta se hacía cada vez mas pesado. A la incomprensión absoluta del idioma castellano y al reducido hotel de camas incómodas y un escusado compartido en el fondo de un patio sucio, se sumó un viaje de dos días en un Ford T, abierto al viento y al sol del desierto.

         Antes de llegar a destino, Berta había tomado la decisión: volver a Alemania, de donde nunca debía haber salido. Llegado al Lago Guío buscó excusas; la vajilla no era de su agrado, la ropa había que lavarla en el frío arroyo cercano, rondaban animales salvajes  y no quería compartir su pequeña habitación con las niñas.  El vehículo con que llegaron debía volver a San Julián y con el se volvería ella.  Nuevamente el desierto, la estepa interminable cubierta de “mata negra” y calafate y el Ford T que perseguía lentamente el sinuoso camino de los carros que, tirados por caballos, transportaban lana al puerto.
         Pero, qué puede hacer una mujer, que solo habla en alemán, sin dinero, que está sola en San Julián y que quiere volver a Europa? Solo quedarse en San Julián. 
         Dos años más tarde la familia Brunswig “bajó al pueblo”, parando en el Hotel Águila; Berta con tristeza y desde la oscuridad, observó a las pequeñas niñas a quienes había aprendido a querer durante todo el tiempo en que convivieron. Pero no se dejó ver por ellas; sería imposible explicarles su vida ahora. Esa vida que, con el tiempo, la llevaría a ser conocida por los hombres de toda la costa atlántica como “La Emperatriz de San Julián”.
         Mucho tiempo después, en la década de 1980 y en Berlín, María Brunswig de Bamberg - una de aquellas pequeñas con quien Berta llegó a la Argentina austral y que luego fue autora de ese muy simpático libro llamado “Allá en la Patagonia” editado por Vergara - asistía a una conferencia de Osvaldo Bayer. Al finalizar le preguntó si en sus trabajos de investigación sobre la vida patagónica, había tomado conocimiento de Berta Freytag. “Como no - le contestó Bayer - Berta Freytag fue amante del comisario del pueblo durante muchos años, hasta que un día este la ultimó de dos tiros, por celos”.


lunes, 2 de mayo de 2011

Jacinto Esquilador

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Esquila de ovejas



Jacinto Yancomil llegó por primera vez a la Provincia de Santa Cruz cuando recién la gente comenzaba a acostumbrarse a llamarla así, luego de años de hablar del Territorio. Me acuerdo de todo esto porque Jacinto había aprendido a trabajar en los campos de lo que llamaba, tanto él como todos nosotros, la provincia. Y la provincia era en Patagonia, la provincia de Buenos Aires; para horror de mis parientes cordobeses y de los habitantes de las otras viejas y orgullosas provincias argentinas, 
Jacinto nació al sur de Bahía Blanca, donde Buenos Aires se estira para tocar las orillas del río Negro. Desde que tuvo edad de montar hizo tareas con ovejas y se destacó como hábil arreador, esquilador y carnicero.
Por razones que no conozco, emigró hacia el sur y formó una familia en Río Negro. El padre de su compañera tenía una pequeña propiedad sobre el arroyo Valcheta, con algo menos de 1.000 cabezas de ganado. Desde su llegada a la zona, trabajó con el suegro, pero no era esto suficiente para alimentar a los tres hijos que llegaron a su hogar. Luego de largos cabildeos con su esposa, decidieron que debía buscar ingresos extras para atenuar los difíciles y exigentes inviernos de la Línea Sur[1].
Lo invitaron a integrar una cuadrilla de esquiladores que se formó en la isla de Choele Choel y hacia fines de Noviembre de 1961, subido a un incómodo camión, se puso en marcha hacia el sur.
Desde que las grandes majadas se formaron en Tierra del Fuego, Santa Cruz y Chubut, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, la mayoría de las personas que se encargaron de las tareas de quitar la lana de la espalda de las ovejas, provenían de Chile. Pero durante la década de 1950 aparecieron, cada vez más, cuadrillas de esquiladores argentinos provenientes de una amplia zona delimitada por las poblaciones de Carmen de Patagones y Viedma, Río Colorado, Choele Choel y Valcheta; área que a su vez, concentraba los mayores piños de ovejas de la Norpatagonia.
Para esta época se conformó entre varios propietarios de campos a ambas orillas del río Santa Cruz, una cooperativa, cuyo objeto fue la de contratar en forma conjunta a quienes se encargarían de la esquila. Entre otras figuraban las estancias “El Toro”, “Chicurukaike”, “La Vega”, propiedad de un nieto del Comandante Luís Piedrabuena, y “Doraike”. Se estableció una secuencia y el camión, con Jacinto y sus compañeros arriba, se trasladaba de establecimiento en establecimiento.
Me acuerdo cuando arribaban, generalmente por la tarde, con un gran ruido que anunciaba su llegada por el camino del faldeo, El ruido lo provocaba el viejo motor del camión y algún perro, que desde la caja de carga contestaba a otros que ladraban bienvenidas. A mi me entusiasmaba esta época de trabajo intenso en el campo. Rompía la monotonía del pasar de los días y me daba la sensación de cumplir un papel importante en el esquema laboral de la estancia. 
Coincidía toda esta febril actividad con mis vacaciones de verano, pues volvía desde Córdoba antes de Navidad y no iniciaba un nuevo período hasta entrado en Marzo.
A la mañana siguiente a la llegada de la cuadrilla, ya había que levantarse más temprano. Con solo unos mates amargos en el estómago llegaba a los corrales. 
A esa hora, minutos antes de las 6, comenzaba el ruido. Desde las cercanías al galpón podía escucharse el balar de mil o mil quinientas ovejas, arribadas desde la meseta la tarde anterior, el ladrido de los perros y el toser de un viejo motor de esquila, que ya había sido puesto en marcha. Adentro del gran galpón la conversación de un conjunto de personas que con sueño en la cara, se preparaban para iniciar una jornada dura. Jacinto se colocaba un pantalón amplio sobre el que traía puesto; este le permitía evitar que la grasa de la lana de los animales le impregnara el que estaba usando. 
Con esta indumentaria se colocaba en su puesto: uno de una fila de ocho, que bajo un largo eje de transmisión conectado con el motor diesel, proporcionaba la fuerza mecánica que les movía las tijeras.
A las seis en punto comenzaba el movimiento; los esquiladores con gritos y silbidos apuraban a sus compañeros para ocupar los demás puestos de trabajo: los velloneros, que levantaban la lana recién desprendida del animal y que sobre la mesa de envellonar, la envolvían sobre si misma y armaban una bola compacta; y los prenseros, que introducían los vellones en la prensa, para de allí, cada hora, sacar un fardo de cerca de 200 kgs., cubierto de arpillera y atado con un muy tensado alambre acerado.
Si alguien pudiera ver el galpón desde los cielos, desde un helicóptero por ejemplo, podría creer ver una fábrica transformadora de materia prima, en donde ingresan por el portón trasero, azuzados por hombres y perros gritando y ladrando respectivamente, una gran cantidad de ovejas cubiertas de lana. Por las pequeñas puertas del costado, salen estas, pero flacas y desnudas y por la puerta grande del frente, los fardos, numerados y con el nombre de la estancia impregnada en la arpillera que los cubre.
A las ocho y cuarto quien cuida del funcionamiento del motor y mantiene afiladas las tijeras, golpea una campana con una gran llave inglesa. El motor para de toser y el eje que provee de movimiento a las tijeras se inmoviliza. Jacinto se incorpora y sujeta con sus manos su dolorida cintura que ha estado doblada sobre ovejas desde hace dos horas. Con un cigarrillo recién prendido en la boca y junto con el resto de la gente, se encamina hacia la cocina. 
Le espera quien es el personaje principal de la cuadrilla: el cocinero. Allí, mate cocido, café con leche y té, aparecen en grandes pavas; sobre la mesa se amontonan montañas de pan, mermeladas, churrascos, que se desprenden de una gran plancha a medida que son pedidos, y carne fría, sobrante de la cena de la noche anterior.
A las nueve se inicia el segundo “cuarto”. Vuelve a oírse los mismos ruidos, siempre con el ritmo marcado por el pistoneo del motor. En este lapso, como en el anterior y en los que vendrán, Jacinto y sus compañeros esquilan. Agachados sobre los animales, corren las tijeras por el lomo, quitan la lana de la panza, recorren las cuatro patas y con cuidado la retiran de la cabeza. Terminado, empujan el vellón al centro del pasillo, largan el animal por la pequeña puerta a sus espaldas y se incorporan para buscar el siguiente. La paga es por animal esquilado y si se pierde tiempo, disminuye el dinero para llevar de vuelta a casa.
Cuando termina el cuarto, hay asado o puchero o algún guiso carrero y luego descanso, para empezar a las dos de la tarde y hasta las 4 y cuarto. Este es el único momento en que el cocinero se llega hasta el galpón, con una inmensa pava negra llena de té azucarado y una canasta con bollos de harina, huevo y si está de buen humor, pasas de uva. Cuando el reloj indica las 5 de la tarde, todo empieza de nuevo: el último “cuarto”, hasta las 7 y 15.
Y allí termina el día. Los cuerpos sudorosos, las espaldas doloridas de estar encorvadas hora tras hora, los músculos de brazos y piernas acalambrados de tantos esfuerzos. Lentamente todos se alejan del galpón, rumbo a las barracas; allí, mientras unos se lavan y cambian de ropa, otros forman grupos en ambas materas, para conversar despacio, mientras un mate grande avanza por la ronda.
Durante las tardes lindas, algunos aprovechaban la luz del día que en el sur se prolonga hasta la hora de la cena para jugar con una vieja pelota con tientos, en una pequeña explanada frente al galpón,
A Jacinto, cuya pierna rota por una caída de un caballo le impedía jugar, le gustaba mirar y de vez en cuando gritar alguna chanza a quienes corrían delante de él. A mi me interesaba acompañarlo, apoyado en el alambrado, para que me describiera como cazaba chanchos jabalíes en Choele Choel y como eran los grandes cóndores, en la cima de la meseta de Somuncura, por detrás de los nacimientos del río Valcheta. Una tarde me mostró una foto, en donde sonreían sus tres niños junto a la cara triste de su esposa.
Cuando fue esquilada la última oveja y los últimos vellones fueron enfardados y mi padre repasó con el capataz los números que prolijamente había anotaba día a día en una pequeña libreta, la cuadrilla preparó su partida. Jacinto y sus compañeros volvieron a subir al camión y, a 10 días de su llegada, ascendieron por el faldeo para desaparecer de nuestra vista. 
Al fin del verano volví a la ciudad y a mis libros. Y al año siguiente, cuando el ruido del viejo camión anunciaba el reinicio del ciclo, miré al grupo que llegaba, para no encontrar la cara aindiada de Jacinto.
El capataz me comentó que lo esperó hasta el último día, pero que hasta que salieron de Río Negro, no había recibido noticias suyas.



[1] Franja que se extiende en forma paralela al límite entre las Provincias de Río Negro y del Chubut, desde la orilla del mar hasta las cercanías de San Carlos de Bariloche.