sábado, 27 de agosto de 2011

El Tío Gerardo


Pedro Dobrée

El Tío Gerardo era el hermano de mi abuelo paterno. Un personaje singular y de quien guardo nostálgicos recuerdos. Pasó la mayor parte de su vida en la estancia en Santa Cruz, en donde también vivía yo de chico.
Aspecto actual de una calle centrica de Punta Arenas

Aunque su documento denunciaba ciudadanía chilena, porque había nacido en Punta Arenas en 1880 y pico, su realidad era la de una triple nacionalidad: chileno por nacimiento, argentino por adopción y porque aquí vivió más del 80 % de su vida, e inglés por su cultura.
Las autoridades en Punta Arenas anotaron el nacimiento de un niño de padres inmigrantes de Guernesey, una de las islas del Canal de La Mancha, entre Francia y Gran Bretaña. El nombre registrado fue Gerald Magellan (o, lo que es lo mismo, Gerardo Magallanes) siguiendo una costumbre de muchas viejas familias anglo - argentinas, que incorporaban al nombre de sus hijos, referencias geográficas de la zona en que nacieron o vivieron.
Ejemplos de esta costumbre son los nombres de Frank (Francisco) Ushuaia Lewis y de  Hugh (Hugo) Chalía Lively, dos viejos habitantes del antiguo Territorio de Santa Cruz. Chalía es un río del centro de la provincia, afluente del Chico, que desemboca en el mar, en la misma ría del gran Santa Cruz. Estas referencias eran usadas a los efectos formales y nunca, al menos así me parece, con el lenguaje coloquial.
Para nosotros el Tío Gerardo era Gerardo, y solo veíamos el otro nombre cuando se lo consignaba en un documento.
De adolescente viajó desde Punta Arenas a Inglaterra con sus hermanos y su madre, para asistir a un colegio en Guernesey. Pero cuando recién cumplía 17 años y su hermano 18, su padre, que se había quedado en Chile, los trajo nuevamente a América y les encomendó un campo que había recientemente adquirido sobre la margen sur del río Santa Cruz. Allí el padre abandonó a sus hijos, pues se fue a vivir a las Islas Fidji en el Pacífico Sur, sin que la familia tuviera luego más noticias de él.
Estuvo presente en los hechos provocados por las huelgas obreras de 1920 y 1921 y fue registrado por Osvaldo Bayer en su gran trabajo “Los vengadores de la Patagonia Trágica
Fue, hasta el final de su vida, soltero. A diferencia de su hermano, que fue más formal, que nunca tomó alcohol en exceso y que mantuvo una vida más ordenada, el Tío Gerardo fue siempre el alma de fiestas varias en Santa Cruz, en San Julián y en Río Gallegos, en bares de Buenos Aires y pubs de Londres. Gourmet y gran tomador de whisky, su fama de hombre alegre, afable y sincero, era largamente reconocida en los ambientes de la alta burguesía provincial, entre los peones de las estancias y entre las chicas de la industria más antigua del mundo.
Conocía los burdeles de toda la costa patagónica, desde Bahía Blanca a Río Gallegos y era amigo de muchas de sus pupilas; entre otras de la “La Emperatriz de San Julián”.
Un particular ejemplar de la cultura del pueblo inglés, perdido en la estepa patagónica y como recién salido de un libro de G. Green o de Conrad, Mr. Lionel Harris, cónsul británico en Puerto Santa Cruz, modelo de la elegancia de saco, corbata y sombrero caminando por las ventosas y polvorientas calles del pueblo, muy amigo de Gerardo, supo decirle un día a mi padre: “Tu tío es capaz de introducir su pene en lugares en que yo no me animo a introducir ni mi bastón”,
Tenía siempre buen humor y se caracterizaba por contar cuentos estrafalarios como si fueran de verdad absoluta. A nosotros, sus sobrinos nietos, nos encantaba la anécdota de cuando joven y viajando por la ruta 3 en un Ford T, tuvo que cambiar una rueda. Al prepararse para colocar la de auxilio, se dio cuenta que un choique[1], parado detrás de él, se había comido una de las tuercas que había depositado sobre la arena.
Con la edad, la comida y la bebida habían engrosado notablemente su cintura y una apoplejía le torció para siempre su boca, permitiéndole, en su opinión, sostener más fácilmente la pipa que, apagada o prendida, mantenía casi constantemente en su boca.
A pesar de su fama de solterón y farrista, nos debía tener mucho cariño. Siempre nos traía regalos a la vuelta de sus viajes, nunca se quejaba de los ruidos que hacíamos durante su siesta y a mi hermana, en ese entonces de 5 o 6 años, le permitía subirse a su falda y, por largo rato, peinarle la escasa cabellera blanca que crecía sobre su cabeza.
Cuando estaba llegando a los 70 años, viajó a Europa para visitar a sus hermanas y sobrinos en Inglaterra, que vivían en cercanías de Shrewsbury, pueblo natal de Carlos Darwin. Allí se enfermó y luego, convaleciente, se casó con la enfermera que lo atendía donde estaba internado. Con ella volvió a la Argentina y vivió por varios años, hasta que falleció, en la década del 60, en el Hospital Británico de Buenos Aires.


[1] Ñandú


domingo, 21 de agosto de 2011

Recuerdos de Territorio


Pedro Dobrée


Vista actual del Boulevar Roca en Puerto Santa Cruz

En la década del 50, Puerto Santa Cruz era un pequeño pueblo ventoso y polvoriento. Si Ud. quería un ejemplo de pueblo ventoso y polvoriento ... bueno, allí tenía a Puerto Santa Cruz. Estaba - sigue estando - apretado entre el último escalón de la planicie y la costa de la ría del Santa Cruz.

Bajando desde la pampa,  por la ruta de acceso al pueblo, uno se metía en  lo que pomposamente llamaban los vecinos “el boulevard”; una calle muy ancha con dos manos para un tráfico muy escaso, columnas de luz callejera al centro y sobre ambos costados, entre el paso de los autos y las veredas de las casas, un sector que con las lluvias del invierno, conformaba una cadena de lagunas. Al medio no estaba el clásico cantero con plantas y césped, solo había mas tierra gredosa que intermediaba entre ambos carriles.

Al final del “boulevard” está el monumento a Moyano, el primer gobernador del territorio. Cuando uno llegaba allí y miraba hacia su izquierda, podía ver al frigorífico de carne de ovejas construido sobre la confluencia de los ríos Santa Cruz y Chico. Si por el contrario, miraba hacia la derecha, podía ver el otro monumento, el que recordaba al Comodoro Py y antes de ello, galpones grandes de chapa corrugada y varios barcos encallados sobre el empedrado de la costa. Algunos de estos, con la marea alta flotaban y era posible poner en marcha su motor diesel. Eran utilizados cada 15 días para colaborar con la carga y la descarga de personas y de mercaderías cuando entraban los barcos que recorrían toda la costa y llegaban desde Bahía Blanca y Buenos Aires. A otros era imposible reanimar; ni lograban flotar, pues su casco estaba perforado y las olas habían introducido piedras en los grandes agujeros por los cuales también entraba el mar. Siempre había olor a pescado y algas, y se escuchaba el ruido monótono de las gaviotas que sobrevolaban eternamente, buscando comer de la basura que hombres y mareas dejaban al pasar.

En las épocas viejas jugábamos en estos barcos abandonados y la idea de ser sanguinarios y valerosos piratas de alta mar nos venía fácil a la cabeza, sobretodo cuando nos colgábamos de las cuerdas que todavía estaban atadas a los mástiles inclinados  hacia el mar.

Pasaban días enteros en que la playa era nuestra, de los niños que jugábamos en los viejos barcos y con los fardos de lana que se alineaban prolijamente en filas y en dos o hasta en tres hileras de altura. Estos fardos se convertían alternativamente en castillos, trincheras, otros barcos y tanques de guerra y desde ellos desafiábamos las bandas rivales. Los fardos siempre me impresionaban o por el olor de la arpillera y de la grasa que impregnaba la lana que se apretaba en su interior o por los lugares desde donde provenían; estos se podían conocer, pues se  pintaba sobre los costados el nombre de la estancia al que pertenecía: Lago Viedma, la Luchita, Cerro Fortaleza, Los Guindos, La Leona o Cañadón de las Vacas y muchos otros, eran recuerdos de viajes, de personas o simplemente de conversaciones oídas en rueda de fogón o a la hora de la cena.

En esos días nuestra presencia solo era disputada por la de un pescador, que en el fondo de un bote a remos, amontonaba róbalos para luego venderlos casa por casa en el pueblo. Y en las tardes grises, con el mar calmo, sentados sobre las piedras de la playa alta veíamos a las toninas elevarse fuera del agua, ofreciéndonos su ballet mientras pescaban.

Pero una vez por quincena la playa se convulsionaba. Llegaba desde Buenos Aires  el “José Menéndez” o el “Asturiano” y anclaba en el centro de la ría.; allí  esperaba que le trajesen los fardos de lana que luego llevaba hacia el norte y que le descargaran los bultos que tenían por destino el pequeño puerto de Santa Cruz. De los galpones entraban y salían hombres y los afiliados al Sindicato de Estibadores se alineaban para obtener un lugar en la carga y descarga de los vapores.

Bajaban entonces naranjas arrugadas, botas y pantalones, repuestos para automóviles y para cargadores rurales de baterías, antibióticos y jarabes para la tos, cajas con antisárnicos, vestidos de fiesta  y miles de cosas que la gente del pueblo había estado esperando ansiosamente desde hacía, en muchos casos, varios meses.

Bajaba también la manteca, que era salada para evitar que se pusiera rancia en el viaje - porque los barcos no tenían bodegas frigoríficas - y venía en tarros amarillos de 5 kilos, que luego la comíamos con el pan de Bidondo, que era incomible a partir del segundo día, pero en la mañana en que fuera horneado era absolutamente exquisito.

Y bajaban los diarios y las revistas. Mi padre ponía en orden de fecha los 15 o 20 diarios recibidos de una vez y con prolijidad los leía hasta tanto llegara el próximo buque. El negocio de Varela, que era una mezcla de librería y de bazar, ejercía entonces una gran atracción sobre nosotros, pues se llenaba de las últimas aventuras de Misterix y de varios números del Billiken.

Había en esa época tres escuelas: la de las monjas, la de los curas y la escuela nacional.  Éramos alumnos de uno o de otro, pero todos con el peso de la mochila o del portafolio, caminábamos encorvados contra el viento para no llegar tarde. Si no había viento, la vuelta a casa era una corta caminata salpicada de charla de amigos y un final de te con leche, pan, manteca y dulce de ruibarbo o de ciruelas, sentado cerca de la cocina que ardía con carbón y “mogote”.

Pero el viento nos acompañaba la mayoría de las veces. Sentados en la playa mirando al mar, el viento del oeste nos empujaba las espaldas, llenaba de polvo el aire y ensuciaba las blancas crestas de las olas.

Si caminábamos aguas arriba por la orilla de la ría, se llegaba a Cañadón Misioneros, donde había un gran yacimiento de ostras petrificadas.  Se quedó anclado en mi memoria una tarde excepcionalmente calma y templada en la que con los curas del colegio salesiano hicimos una excursión a este lugar. Al atardecer y con la suave luz que sigue a la bajada del sol en verano, nos metimos hasta las rodillas en el agua, intentando con las manos atrapar alguno de los pequeños pejerreyes de un enorme cardumen que habíamos descubierto desde la costa.

lunes, 15 de agosto de 2011

Chalía y Shehuen

Pedro Dobrée

Este cuento se ha basado en la leyenda del Shehuen.
La leyenda cuenta como Chalía, hermosa princesa aonik - enk, se pierde en las montañas buscando frambuesas silvestres. En estas circunstancias la encuentra Aukenk, Espíritu del Mal.  Este le enseña el camino a casa, pero le dice  que en recompensa, a la noche siguiente irá por ella.
Cuando Chalía vuelve a la toldería, cuenta lo pasado y solicita ayuda. Shehuen, un joven guerrero de la tribu, enamorado secretamente de ella, le sugiere que escape y que él la acompañará. Esto hacen los jóvenes y se refugian en la cordillera.
Furioso Aukenk los sigue, revolviendo piedras y montañas para encontrarlos. Pero con la ayuda de Elal, el Espíritu Bueno, Shehuen y Chalía logran siempre estar delante de su perseguidor. Los movimientos de rocas, en el camino de Aukenk, formaron sucesivamente tres grandes lagos: el San Martín, el Viedma y el Argentino.
En este último los perseguidos parecen ya no tener escape y están al borde de morir ahogados. Pero Elal abre de un hachazo mágico la salida y la pareja se transforma en un río, que desde entonces desagua en el océano Atlántico. A este río los aonik – enk llamaban Shehuen o Chalía.
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Chalía Huenul caminó lentamente y con cuidado por la calle que bajaba del Chenque. Odiaba al barro pegajoso que se adhería a sus zapatos y protestó por las dificultades que le ofrecía caminar con tacos altos sobre el pedregullo.
En el aire fino y frío de la tarde invernal, el humo de las chimeneas de las casas, apretadas unas contra otras sobre la ladera del cerro, le impregnaba la ropa.
Apuró el paso al llegar al final del empinado faldeo, buscando la seguridad del asfalto. El breve trote hizo evidente, bajo la delgada tela de su corta falda, los armoniosos músculos de sus piernas y nalgas, y su respiración se profundizó tras un ceñido pulóver verde vocinglero.
Llegada al asfalto, la luminosidad callejera mejoró, pues con las lámparas municipales colaboraban las luces de los comercios que, hacia el centro, se hacían mas frecuentes.
Por varias horas, sola, deambuló de una vidriera a otra, mirando sin comprar lo que ellas ofrecían. Apenas tenía dinero para un pancho, o dos si en lugar de comprar una gaseosa tomaba agua de una canilla que sabía que estaba en la esquina de San Martín y Vinter. Pero esto era preferible a quedarse la tarde en casa, con las quejas de la abuela y las manos escondidas del tío.
Tomó agua de la canilla y siguió caminando por las veredas, sin responder a las miradas y comentarios que percibía de los hombres que se cruzaban en su camino. Cerca de la medianoche cambió el viento y ahora traía el frío aire del mar. Sobre la lana del pulóver se colocó el liviano saco, que hasta ese momento había llevado colgado del brazo.
Miró su reloj y confirmó que era hora de entrar. Frente a la puerta de “Aukenk, wiskería”, tres hombres desconocidos le dijeron algo que no pudo entender. Apuró el paso, pero les sonrió y les dijo “…entren conmigo”. Sus ojos demoraron varios segundos para acostumbrarse a la penumbra del interior del local. Con paso seguro, pues conocía de memoria el camino, se dirigió a una pieza del fondo que junto a otras mujeres, utilizaba de guardarropa y vestidor. Allí colgó su saco y en el espejo roto de la pared, se miró para pintarse los labios y peinar con los dedos su cabello.
Junto al rouge se colgó una sonrisa de los labios y volvió al salón caminando hacia la barra. Allí dos compañeras charlaban con uno de los pocos clientes que, tan temprano, ya estaban. Al acercarse este dio vuelta la cara y lo reconoció como uno de los tres con quien se había encontrado en la puerta.  Con aire provocativo y permitiendo una visión clara de sus bonitas piernas, se subió a una banqueta y se acodó en el mostrador.
“Ya tomando y tan temprano …” preguntó Chalía. Sin esperar respuesta prosiguió “ ... pero a mi me gusta así; si se hacen las cosas hay que hacerlas bien,; y si se toma, hay que empezar temprano. No te parece?”  Y prosiguió, sonriendo, sin esperar respuesta. “Cómo te llamás?  Me vas a convidar algo para empezar, o estas – refiriéndose a sus compañeras - en tan poco rato, ya te han secado?”
El otro dijo algo que Chalía no alcanzó a entender, pero vio como hacía un gesto hacia el flaco que secaba vasos detrás del mostrador. “Una wiscola, para empezar Javi …  mas tarde pediremos algo mas fuerte”, le dijo al barman que se acercaba, mientras marcaba con la cabeza al cliente que debía pagar luego la consumición. “Gracias cariño… dándose vuelta nuevamente … tengo la impresión que vos y yo nos llevamos bien”.
A las 5 de la mañana había perdido la cuenta de la cantidad de wiskys que su cliente había tomado. Y era obvio que el cliente tampoco tenía el dato. Este insistía ponerle una mano bajo su pollera, y Chalía, con una sonrisa que a medida que avanzaba la madrugada se hacía más forzada, se la retiraba.
A las 6 se levantó para caminar hacia el baño. Allí abrió la ventana y dejó entrar el aire frío que llegaba con olor a mar. Por un rato se sentó en el inodoro y se sacó los zapatos, aliviando sus pies cansados de bailar. Nuevamente de pié, se puso más carmín en los labios y se acomodó el pelo para volver a la mesa.
“Puta de mierda …” le dijo al llegar “…que tenés allí adentro … un novio?  La agarró del brazo y la tironeó hacia la puerta. “Ahora es mi turno” Como Chalía se resistió, recibió un golpe en el rostro. A pesar del dolor, con la mano libre, manoteó una botella vacía de cerveza que estaba sobre una mesa vecina y logró pegarle un golpe fuerte sobre el costado derecho de la cabeza.
Alcanzó a escuchar de quien se caía “la puta que te parió…”, mientras con la mano se tapaba una herida a un costado de la cara. Cayó pesadamente hacia un costado, golpeó la cabeza contra un escalón que conducía hacia la puerta y se quedó inmóvil.
El cuerpo de Chalía se puso tenso y desapareció el cansancio de la noche. Sintió que estaba en peligro. Vio al barman acercarse y, rápidamente, todos quienes estaban en el local rodearon al cuerpo y a una mancha de sangre que se agrandaba. Sin dudar, se dio vuelta y se escabulló hacia la pieza del fondo, tomó su saco y se dirigió a la puerta que detrás del mostrador, oficiaba de salida de emergencia.        
Subió caminando rápido por las callejuelas del Chenque en la luz de la alborada que provenía del mar, pero en lugar de dirigirse a la casa de la abuela donde vivía, doblo hacia la izquierda y golpeó en la puerta de Melba, su amiga de siempre.
“Melba, soy yo Chalía, abrime; estoy en problemas “, susurró por la hendija de la puerta. Esta se abrió a los pocos segundos e ingresó a una pieza sin luz. “Estoy dándole de mamar al nene”, le respondieron para explicar la rápida respuesta a su llamado.  En la penumbra Chalía pudo ver al niño en brazos, que no se había desprendido del pezón de la madre. Al fondo se escuchaba la respiración profunda de Juan que, a pesar de lo que ocurría, no había despertado.
         La pieza donde estaban era la única de la casa. Servía de cocina, de comedor y de dormitorio. Para evitar la entrada del viento frío, las paredes de cantoneras estaban forradas con chapas de latón y con cartones de embalaje. La estufa, prendida desde la mañana anterior, estaba ahora apagada, pero se olía el humo de las brasas viejas.
Chalía movió una silla y se sentó junto a la pequeña mesa. Tenía frío y se apretó el saco a su cuerpo. Melba acostó al nene en una cuna cerca de donde dormía Juan y se dirigió a la estufa. “Esperá que prendo el fuego, que hace frío - le dijo a Camila - tomamos unos mates y me contás todo”.
En susurros le contó los hechos. La cara de Melba mostró creciente preocupación, según avanzaba el relato. “Le voy a pedir a Juan que lo busque a mi hermano - y se fue al borde la cama, llamándolo en voz baja, para no despertar al niño, mientras le movía bruscamente el hombro con la mano – Juan, Juan ... tenés que levantarte y buscar a Shehuen; decile que Chalía lo necesita. Que venga rápidamente y sin decir a nadie nada”.
Juan en silencio se levantó y se calzó un par de pantalones y las botas de seguridad de la empresa petrolera donde trabajaba. Descolgó una campera de un clavo en la pared cerca de la puerta y sin palabras, se escurrió hacia la calle. Melba volvió su atención en Chalía que temblaba sentada en la silla. “Ya se calienta esto – dijo, mirando la cocina que ya tenía todos los leños prendidos, emitiendo el ruido enérgico del tiraje – querés azúcar en el mate? Te hará bien”.
Conversando poco, chupaban de a turnos la bombilla. El niño comenzó a llorar y Melba lo levantó. “Quiere que lo cambie, pero deberá aguantar hasta que haga algo más calor aquí dentro”. Para callarlo lo meció en sus brazos y volvió a desnudar un pecho para ofrecerle el pezón.
Escucharon ruido afuera y Juan abrió la puerta; detrás de él entró Shehuen. De no más de 22 o 23 años, morocho, de ojos negros achinados y pelo largo y lacio, que se caía sobre sus hombros. Con timidez se acercó a saludar a su hermana y a Chalía, a quien le ofreció la mano para estrechar la de ella.
Melba se incorporó, dejó al niño en su cama, pues nuevamente se había dormido, y con el mate en la mano abrió la puerta para vaciar la yerba vieja en la calle.
Se sentaron todos alrededor de la mesa y Melba pidió que Chalía volviera a contar la historia de la noche.
“Te están buscando - dijo Shehuen - en tu casa estuvo primero la gente del turco Salhar. Querían saber donde estabas. Eran dos y tenían armas. Yo recién llegaba del centro y escuché por la cerca. A los pocos minutos llegó la Policía; dicen que el hombre murió y que la gente de la wiskería te señalan a vos como la asesina. Tenés que mantenerte escondida”
Chalía se estremeció; tomada del brazo de su amiga preguntó que debía hacer. Melba observaba que Shehuen, como desde la época en que eran niños, no le sacaba los ojos de encima a Chalía. “Shehuen, anda a la siga del abuelo, debe estar en su casa; cuando lo veas, contale lo de Chalía y preguntale que tenemos que hacer. Chalía se queda aquí conmigo; será mejor que no salga en todo el día y que no la vean los vecinos. Y vos Juan, te vas a trabajar como si nada pasara. Dentro de unos minutos pasa el transporte de personal; lo tomas y te vas al campo. No te preocupes, mientras que Chalía no sea vista, no hay peligro.
Shehuen se levantó. Miró a Chalía y sintió que se le aceleraba el corazón. Se habían dado vuelta los papeles. Ella siempre fue tan autosuficiente, tan segura de si misma, tan rápida en contestar,  tan linda, tan dura con él. El la estaba viendo ahora tan débil, tan indefensa, tan necesitada de ayuda. Era su oportunidad y algo haría para salvarla. Tomó su vieja campera que había colgado sobre la silla “Me voy a buscarlo al viejo”. Abrió la puerta y se internó en la mañana de viento y frío.
El abuelo de Melba, y de Shehuen, era la persona a quien recurría toda la gente cuando tenían algún problema. Había nacido muchos años atrás en la zona del Lago Musters y ahora vivía con una hija en una pequeña casa de cantoneras sobre la ladera del Chenque. Con los años su cuerpo se había doblado y sus piernas casi no le permitían caminar. Hablaba en el idioma de la gente vieja y su opinión era respetada por todos. Seguramente el diría lo que debía hacer, pensaba Chalía, mientras sus ojos se fijaban en una estampita de San Juan Bosco, prendida con un alfiler a la pared, cerca de la chimenea de la cocina.
Con el ambiente menos frío, Melba se puso a cambiar los pañales de su hijo que había vuelto a despertar. Finalizada la tarea se lo dio a Chalía.
“Tenémelo mientras yo pongo a calentar una olla de agua y pelo estas papas; voy a hacer un puchero de capón y vos comés aquí conmigo, mientras esperamos que vuelva Shehuen”.
Habían comenzado a comer, cuando apareció Shehuen.  “Nos tenemos que ir. La policía y la gente del Turco te buscan. Dice el abuelo que por algunos meses deberás desaparecer.  Yo te acompaño. Tengo familia en la zona del Chaltén; ellos nos pueden dar albergue y un trabajo para mí. Esta noche sale un ómnibus para allá. Ya arregle con el chofer que es paisano. ¿Te acordás de él? ¿De Elal? Fue compañero mío hace unos años en el Domingo Savio y podemos confiar. Antes de llevar el coche a la Terminal, pasa por aquí y nos subimos a la baulera. Luego lleva el coche para que suba el resto del pasaje y su compañero. Nosotros viajamos junto a las valijas hasta Caleta Olivia y allí recién ocuparemos asientos”.
Shehuen hablaba excitado y orgulloso; sus ojos reflejaban todo su amor para con la chica que ahora necesitaba de él. Chalía lo escuchaba en silencio. Debía aceptar la propuesta, pues no contaba con una alternativa.  Acompañaría a Shehuen hasta saberse a salvo y luego vería que hacer.
Pasaron el resto de la tarde tomando mate y conversando de a ratos sobre temas triviales. Chalía se vistió con un pantalón grueso de Melba y una campera. En compensación le dejó su pollera y su saco, que Melba no podía ponerse ni tendría nunca oportunidad de usar. Shehuen había insistido en el frío que pasarían a la noche en la baulera del vehículo en marcha.
Estaba oscureciendo cuando escucharon el ruido del motor del enorme ómnibus que apenas cabía en la estrecha calle frente a la puerta de Melba. Al abrirse la puerta del conductor, Jerónimo Elal se bajó y corrió la compuerta lateral. Con tiempo solo para leer la gran inscripción sobre el costado del vehículo, “Expreso Argentino de San Martín y Viedma”, los polizontes se acomodaron entre los bultos de la bodega y la puerta se cerró. Con un ruido estremecedor el vehículo indicó el reinició la marcha, que solo paró cuando ingresó a la dársena de la estación.
Chalía y Shehuen se acostaron en el fondo de la bodega para no ser vistos por el maletero. Pasados unos minutos, el viaje comenzó.
El frió era intenso pues el viento ingresaba por ambas compuertas. Shehuen acomodó unos bultos, logrando colocar a Chalía al reparo de la corriente más agresiva. Finalmente y en la oscuridad, se acomodó al lado de ella, intentando darle también algo del calor de su cuerpo.
El viaje fue un tormento: el frío y la incomodidad los acompañaron las dos horas que el viaje requirió para llegar a Caleta Olivia. Cuando al final llegaron, el ómnibus paró unas cuadras antes y Elal les indicó a sus pasajeros escondidos que se bajaran. “Caminen dos cuadras y compren los pasajes; luego suben a bordo. Yo los espero”.
Era cerca de media noche cuando caminaron entumecidos, sobre veredas rotas cercanas a un mar que no se veía, pero que pudieron oler y escuchar.  Al acercarse al parador miraron con cuidado, pero no vieron gente sospechosa buscándolos. Cuando el ómnibus ya estuvo en marcha y salía marcha atrás de la dársena, sí los vieron; eran tres hombres que bajaron de un Torino gris y a uno de ellos Chalía quiso reconocer de entre los que rodeaban a Salhar, en las noches de Aukenk. Pero los tres penetraron en la confitería y allí se quedaron mientras el ómnibus se perdía en la oscuridad.
Chalía no lograba entrar en calor. Se acomodó en uno de los asientos y se apretó contra Shehuen. Este, aunque incómodo, no se movió por varias horas.
Amaneció cuando entraban en Pico Truncado; sobre el alambrado que la ruta cruzaba por un guardaganado, bolsas de polietileno se estiraban por efectos del viento del oeste.  El sol a sus espaldas, iluminaba en forma brillante las paredes de chapa de las primeras casas dispersas del poblado y pintaba, de amarillo más intenso, las matas de pasto seco de la banquina del camino.
Shehuen se movió y despertó a la chica que dormía a su lado. Esta le miró a los ojos y sonrió. “Tengo hambre... ¿podremos tomar un café con leche caliente?”
El compañero de Elal anunció una parada de 15 minutos y bajaron a un pequeño bar con olor a encierro de la noche anterior. Se sentaron en el rincón más oscuro y pidieron dos cafés grandes y cuatro medias lunas. 
Esperaron que el motor del ómnibus fuera encendido, para volver a subir. En pocos minutos superaban las casas de la salida del pueblo y avanzaban hacia el oeste.
Lentamente el terreno se elevaba y el desierto se hacía más severo. Pararon, por pocos minutos, en varios puntos del camino para dejar subir o bajar pasajeros y a medio día hicieron una estadía un poco mas larga en Las Heras.
A media tarde Shehuen se levantó de su asiento y conversó un rato con los choferes. Volvió con un termo con agua caliente  y un mate, que le prestó Elal. Chalía, que estaba despierta, lo recibió con una sonrisa amplia. Mientras tomaban mate miraban por la ventanilla y vieron como cambiaba el desierto, pues proliferaban grandes piedras, el camino se quebraba y el pasto coirón cubría grandes extensiones; hacia delante podían ver las primeras altas montañas, blancas de nieve hasta su base.
Elal vino lentamente por el pasillo, tomándose de los respaldos de los asientos. Cuando estuvo cerca le dijo a Chalía: “En Pico Truncado estuvieron preguntando, me lo dijeron recién por radio. Nadie dio noticias de Uds. Y creo que no tienen pista de por donde vamos”.
Cuando llegaron a Perito Moreno, Elal les avisó de que cambiaban de vehículo, pero que él se encargaba del bolso que contenía sus pocas prendas.
Como en las oportunidades anteriores se bajaron con sigilo y se refugiaron hacia el extremo de una amplia confitería, sentados de tal forma que enfrentaban la puerta de entrada. Allí comieron un sándwich grande de milanesa cada uno y compartieron una botella de cerveza. Al volver a subir, Shehuen le dio la mano a Chalía para ayudarla; tomados de la mano buscaron sus asientos.
Cuando salían de Perito Moreno, ahora hacia el sur, el sol se había escondido detrás de la cordillera y pronto oscureció.
Durante la noche cruzaron los ríos Pinturas y el Olnie y luego bajaron por el valle del Chico hasta que, a la madrugada y dejando a su derecha al lago San Martín, entraron a Gobernador Gregores. Allí terminaron su viaje varios pasajeros y cuando pasaron por el cruce para El Chaltén, cerca de la boca del lago Viedma, se bajó una pareja extranjera que estaba recorriendo la Patagonia con dos mochilas al hombro. En adelante Shehuen y Chalía eran los únicos abordo. De común acuerdo fueron hacia el asiento del fondo donde estarían más cómodos. Al sentarse, Chalía levantó la cara y Shehuen la besó. No hablaron de esto, pero se durmieron al rato abrazados.
Cuando llegaron al paso Charles Fuhr, sobre el río Santa Cruz, a pocos kilómetros de la desembocadura del Lago Argentino, estaban a no más de 40 kilómetros de El Calafate, fin del recorrido. Elal paró el vehículo mientras la balsa que los cruzaría se ponía en posición. Una vez que uno de los balseros le hizo una seña pidiendo que avanzara, largó el freno de mano y lentamente bajó la pendiente hacia la orilla del inmenso río.
Con cuidado posicionó al ómnibus sobre la cubierta y descendió, queriendo colaborar en calzar las ruedas delanteras con dos piezas móviles de la propia balsa. Desde ese momento Elal no recuerda los detalles. Se rompió una rienda de la balsa? La balsa se inclinó por efecto de un remolino en el río? Los frenos del ómnibus fallaron? La cubierta estaba resbaladiza por la helada de la mañana?.  La balsa se inclinó fuertemente y el ómnibus se deslizó hacia el agua. Desde donde estaba, Elal les gritó ”Rápido, hay que salir”. Shehuen se incorporó en el fondo del pasillo. Chalía que dormitaba, se golpeó fuerte la cabeza contra la ventanilla. Mientras Shehuen trataba de levantarla, una oleada de agua fría penetró por la puerta abierta adelante y los tapó. Abrazados, cara contra cara, Chalía y Shehuen se miraron sobrecogidos.
Desde la barcaza, Elal y los dos balseros se aferraron a las barandas. Pudieron ver como las letras amarillas y naranjas del “Expreso Argentino de San Martín y Viedma”, desaparecían bajo la superficie. Pocos segundos después el río se había tragado para siempre todo resto del monstruo mecánico, y en silencio, despidiendo los reflejos plateados del sol de la mañana, seguía su eterna marcha, serena y terca, hacia el mar.





[1]Tomado de “El nacimiento del Shehuen”, leyenda patagónica incluida en “Cuentos, Mitos y Leyendas”; selección y prólogo de Nahuel Montes; Ediciones Continente, Buenos Aires, 2003

sábado, 6 de agosto de 2011

Relatos universitarios III

 Pedro Dobrée

Carlos Romeo Cayal nació en Chos Malal, el 16 de Septiembre de 1964. Fue el cuarto de Doña Carmen Muñoz, todos hijos de Antonio Cayal, empleado de mantenimiento de calles en el Municipio e integrante de la comunidad mapuche Cayal, que poblaba tierras de veranada cerca de El Cholar y en invierno bajaba la hacienda a la zona de Zapala.

Vivía, con toda su familia incluida una tía muda hermana menor de Antonio, en una vieja casa del centro del pueblo; una de las pocas que sobrevivían desde la época en que Chos Malal ostentaba orgullosa el título de capital del Territorio. Las veredas de la cuadra expresaban la influencia de la cultura mendocina en el norte del Neuquén, con canales llenos de agua y abundantes alamedas que amortiguaban, en el verano, el sol caliente en los fondos de los patios y sobre la arena de las calles.

Sus años primeros transcurrieron entre la escuela, a la que acudía puntualmente bajo la segura mirada de Doña Carmen y la plaza, cruzando la calle frente al portón trasero de su casa, siempre poblada de jugadores corriendo detrás de una pelota.

En el verano del 82 viajó en el camión de un tío, a Neuquén. Había terminado, sin glorias pero tampoco penas, el colegio secundario y se le metió en la cabeza que quería ser Ingeniero. Se matriculó en la Universidad del Comahue y consiguió alojamiento en la casa del tío que lo había traído.

Allí siguió los sucesos de la triste y cruel guerra de Las Malvinas, del cual se había salvado por la rotura de una tibia y un peroné, jugando a la pelota cuando terminaba el quinto año del secundario. Pero sufría diariamente pensando en dos amigos de su pueblo, el “Chanchi” Gutiérrez y Fermín Baldomar, que habían partido con el patético entusiasmo de miles de argentinos que creyeron, engañados, que todo solo era una gran aventura y que volverían envueltos en gloria y admiración.  De los dos, solo volvió Fermín, sin gloria y envuelto en tristeza.

Entusiasmado por Franja Morada en la Universidad y por un radicalismo que, de golpe, comenzó a nutrirse de grupos sociales extraños a la clase media, se volcó totalmente a la militancia política.

Poco a poco el país aumentaba su efervescencia y su repudio al grupo militar que pretendía gobernarlo. En Neuquén, este fenómeno repitió el paisaje del resto de la geografía argentina y Carlos creció en entusiasmo y entrega hacia una acción política que le llenaba la vida.

Para Diciembre de 1983 había rendido Álgebra I y cursado Análisis Matemático I y Dibujo Técnico.  Poco para contarles a sus padres cuando volvió con ellos, a pasar las fiestas de fin de año en Chos Malal.

Semanas antes había celebrado por las calles neuquinas la fiesta que fueron las elecciones y la finalización de un periodo de sufrimiento y miedos, que nadie quería que se repitiera.

Un día del próximo invierno, llegó tarde de la Facultad y se encontró con un mensaje desde Chos Malal: Don Antonio estaba muy mal de salud y los hermanos reclamaban su presencia.

Consiguió un pasaje en ómnibus para la madrugada siguiente hasta Zapala. Desde allí, sobre una ruta tapada con mucha nieve de la noche anterior y en un auto que accedió a llevarlo, llegó a su pueblo.  Don Antonio había fallecido unos minutos antes de que abriera la puerta de su casa.

En 1984, inmerso en el proceso de conformación de los Centros Estudiantiles en cada unidad académica, fue elegido miembro del de la Facultad de Ingeniería; pero a la vez imprimió una nueva dinámica a sus estudios. Nunca supo si fue su actuación política, su rendimiento académico o sus habilidades futbolísticas, lo que llamó la atención de Julieta, una estudiante de primer año de su misma Facultad. Cuando quiso hablar de formar una familia, Julieta exigió primero un título.

El 13 de Diciembre del año 1990 rindió su última materia y a la semana estaba trabajando en una empresa petrolera. En marzo del año siguiente se caso y con Julieta fueron a vivir a Malargüe, donde la empresa les facilitó una pequeña casa.

Hoy Doña Carmen se pone contenta cuando su hijo, el Ingeniero, llega a verla, trayendo los dos nietos mendocinos. Reza en silencio y sin que los demás en la casa se den cuenta, pidiendo a la virgen que le permita, siquiera un año más, seguir disfrutando de ellos.