lunes, 26 de diciembre de 2011

Buenos deseos para 2012

Para todos los lectores de este blog les deseo un excelente año 2012.
Que se cumplan sus deseos, que no se cumplan las catastróficas profesías mayas, que los paises en que vivan los lectores sean prósperos, que reine la paz y que seamos felices.
Aviso a todos Uds. que estoy tomando unas vacaciones que creo merecer.
Por unos días, no encontrarán nada nuevo en este blog.
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

sábado, 17 de diciembre de 2011

Una triste historia de amor

Pedro Dobree
pdobree@neunet.com.at 

Sabia sentarse cerca de la ventana de la cocina de su casa, con los codos apoyados sobre la mesa, mirando como el viento levantaba polvo de los corrales.





Cuantas veces habrá visto esa escena? Cientos de veces; mientras sorbía una taza de té que a la tarde le  servía la mujer que estaba leyendo en la sala de entrada a la casa.


Muchos años de estar juntos. Podría haber vivido de otra forma? Podrían haber sido otras las circunstancias de su vejez?


Los ojos celestes parecían inmóviles, pero una observación atenta delataba el funcionamiento del cerebro y el recorrer de los distintos espacios en donde se almacenan los recuerdos.


La conoció en los campos que con su hermano heredó de su padre, junto al mar, cerca del pueblo. Había estado recorriendo a caballo un potrero algo alejado, inspeccionando a las ovejas madres y el estado de los corderos, muchos de ellos con pocos días de vida. Cuando volvió a la casa y se bajó de la yegua tobiana, su esposa salió a recibirlo diciéndole que su hermana menor había llegado. “Se quedará varias semanas para hacerme compañía y ayudarme con el niño” le dijo.  Fue en la primavera de 1923.


Le impresionó su figura y su simpática sonrisa; cuando se dieron la mano quiso retener la de la joven, pero solo le dio un suave apretón y balbuceó palabras de una formalidad.


Con los días se incrementó el atractivo que sintió por la visita. Aprendió a disfrutar de su risa, cuando jugaba con el niño. Con frecuencia ella se volvía hacia él, preguntándole sobre el trabajo de la estancia, sobre las aves que rodeaban la casa o se estacionaban en la pequeña vega cercana, sobre la peligrosidad de los pumas que merodeaban en la estepa, o sobre las costumbres de los choiques, de los zorros y de los hurones. Él contestaba y se divertía con la curiosidad de la joven, pero se preocupó cuando notó que buena parte de las conversaciones en el interior de la casa, las protagonizaban ellos dos.


Recordó que acostado a la noche en la cama que compartía con su esposa, trataba de imaginar la posición en que dormía en el dormitorio contiguo. Años más tarde se acostumbró a que estuviera de espaldas, con sus piernas estiradas bajo las sábanas.  “Siempre fue así?” le sabía preguntar. “Siempre; … esperándote” le constaba ella y le sonreía.


El día anterior a que se fuera =  volvía a San Julián, donde estaba su madre con otra hermana = él estaba solo en el galpón de esquila. El peón había partido a caballo para rodear un pequeño piño de capones y arrearlos hacia el potrero donde guardaban los animales para faenar. Aprovechaba estos ratos de tranquilidad para ordenar el área de trabajo, enmendar una empalizada, levantar un tramo de alambrado, podar la rama de un árbol que impedía el paso. 


Estaba en estas ocupaciones cuando apareció ella.


“Me voy ahora, le dijo, y me despedía de las cosas”  “Los días han pasado muy rápido desde que estás aquí. Espero que vuelvas”. “No se si podré, pero tu nos podrías visitar en San Julián”.


Ambos se acercaron y él le tendió una mano para estrechar la de ella. No tiene en claro hoy lo que pasó, pero repentinamente la tenía en sus brazos y ella levantó la cara y se besaron. “Es la hermana de mi esposa, pensó, qué estoy haciendo?” Quiso deshacerse del abrazo, pero el olor de su aliento y la suavidad y urgencia de sus labios, se lo impidieron.


Desde entonces los galpones de esquila producían miradas de complicidad entre ellos.


Un mes después de su partida no había podido sacarla de su cabeza y pensaba en ella a todas horas. Repentinamente inventó una escusa para viajar a San Julián. “Estaré un par de días ausente; hablaré con el representante de la firma de Bs. Aires que nos compra la lana y los cueros”.


Aunque fue difícil, pudo verla a solas. “No puedo vivir sin tenerte” “Yo tampoco”. “Estás dispuesta a vivir aislada del mundo?” “Si es contigo, si”


Más de 600 kilómetros de un camino de ripio, guadal y piedra, que en invierno se convertía en intransitable, unían San Julián, el mar y la comunicación con otros puertos, la vida social, un médico y las casas de comercio, con la estancia que compró en la precordillera. Durante los primeros años, cuando aún eran jóvenes, no les importó demasiado, pero ahora que estaban viejos, les pesaba cada vez más. No se arrepentía de las decisiones tomadas, pero le dolían. Su hijo había crecido y se había convertido en un hombre; se enteró de su casamiento aproximadamente un año después de la ceremonia. Y  ahora había nietos que no conocía. Sentía que el corazón se estrujaba cuando pensaba en ellos, en como le hubiera gustado tenerlos sobre sus rodillas, reírse con ellos, contarles las aventuras de la Patagonia vieja, abrazarlos, verles la cara cuando abrían los regalos que cada tanto les podía enviar. Pero sentía que era el costo a pagar por lo hecho. Todo en un silencio estoico, porque se sentía el responsable mayor y por lo tanto a ella no le confesaba su pesar; aun sabiendo que la mujer tenía sensaciones parecidas.


Los años en que vendía bien la lana, viajaban a Buenos Aires y pasaban los meses del invierno en un hotel de la calle Florida. En un Agosto de la década del 60, se sintió mal y fue internado. Su hijo y sus nietos fueron informados, pero no llegaron a tiempo






domingo, 4 de diciembre de 2011

Sabores patagónicos

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

                Muchas regiones, a través del tiempo, han logrado posicionarse en la mente de quienes conocen el mundo, mediante algún rasgo que las caracteriza. En algunos casos las referencias a las que recurre la memoria cuando se evoca un territorio o una sociedad, son sus bellezas geográficas. En otros sus grandes y admirables obras arquitectónicas o, en otros mas, sus conglomerados urbanos. Una referencia, muy clara en algunos casos, pero siempre más sutil, más difícil de definir y de describir, es el espectro de los sabores locales.  Mas allá de ser algunos compartidos, los sabores se constituyen en ícono y bandera de sociedades y territorios en todo el mundo.

            En este sentido Escocia tiene fama por su whisky y los arenques, compartidos estos últimos con los países nórdicos. El gusto del aceite de oliva y el vino tinto recuerda las tierras europeas que baña hacia el norte el mar Mediterráneo. El kepi y el licor del anís son propiedad cultural de algunos países de Medio Oriente. Son típicos de las áreas pampeanas, cercanas por ambas riberas al río de La Plata, la yerba mate y el sabroso bife de carne vacuna, aunque la primera es compartida con los paraguayos. Otros ejemplos pueden encontrarse en la paella valenciana, en el “apple pie” norteamericano, en el “chili” y en la tequila de México, en las pastas italianas, en las curiosas - para quienes vivimos en occidente - comidas chinas, en el pisco y la vaina chilena, en las diversas formas en que preparan el pescado quienes habitan Lima o en los tamales de Santiago del Estero.

            Ahora, pregunto; existe un sabor típico de la Patagonia ?. Sin duda que, si existe, no proviene de la cultura indígena, que prácticamente ha desaparecido. Nuestras tradiciones, de corta trayectoria, derivan de las que trajeron consigo las diversas corrientes migratorias que, como en el resto del país, fueron muchas y diversas. Invito a que reflexionemos sobre este tema, buscando en nuestros recuerdos, los sabores que están adosados a diversos momentos de nuestras vidas.

            En este ejercicio proponemos comenzar por la carne de oveja, preparada casi siempre al asador, eterno contrincante del viento en la lucha por las llamas del fuego prendido. Pero preparada también como guiso, con algunas verduras y fideos gruesos, o como puchero, junto a papas, redondas y blancas y, si tenemos suerte, varios nabos. En realidad decir carne de oveja, es la forma en que se expresan quienes no son patagónicos, pues nosotros hablamos de carne de capón - el ovino adulto, macho, castrado - o de cordero - el ovino que no tiene un año de edad y que aún mama de la madre o dejó de hacerlo recientemente. El cordero no se come con frecuencia y se lo reserva para momentos especiales, como el cumpleaños de alguien de la familia, el reencuentro con amigos que hace tiempo que no se ven o para un día de fiesta tradicional, como el mediodía de Navidad. Si esta carne es un manjar de cardenales, sus chinchulines, sus riñones y sus mollejas, alcanzan una categoría que solo podrán apreciar totalmente quienes habitan el Olimpo.

            Hemos mencionado como compañero inseparable de esta exquisita carne, siempre tierna y con un sabor que solo proporcionan los duros y escasos pastos de la estepa, a la papa. Este tubérculo es el alimento principal de los chilenos de la isla de Chiloé, y muchos de ellos emigraron a la Patagonia argentina en búsqueda de trabajo, trayendo en su mochila cultural, el gusto por comerla y la práctica de su cultivo. Hemos mencionado también al nabo. Raíz redonda y blanca de una planta alta de grandes hojas verdes, proporciona a todo lo que se cocina con el, su gusto ácido, intenso y difícil de describir.

            No se puede hablar de carnes en la Patagonia - elemento preponderante e imprescindible de todos sus menúes - sin hablar del avestruz o choique; que se come guisada, en escabeche o “a la piedra”. Esta última forma de cocinar, supone retirar piernas y alones e introducir en el interior del redondeado cuerpo, piedras de 10 a 15 cms. de diámetro, previamente calentadas en el fuego que ha de proporcionar las brazas que colaborarán en cocinar desde afuera, su jugosa y sabrosa carne oscura.

            Antes de dejar este capítulo y como transición hacia los sabores dulces, debemos mencionar el mate. El mate en Patagonia se toma amargo, bien amargo. Una calabaza de mediano tamaño, de boca solo suficientemente grande como para poder introducir una cuchara sopera con la yerba, se llena hasta el borde con agua caliente pero nunca hervida. El mate se toma como desayuno, mientras se espera que el asado esté listo, a la tarde luego de finalizar la jornada laboral y antes de la cena. Como en el resto de Argentina, sorber mate es reconfortar el cuerpo cansado y crear un espacio social con otros.

            Además de las manzanas del Alto Valle del río Negro y la torta galesa del Valle Inferior del río Chubut, entre los sabores dulces se distinguen las llamadas frutas finas. Frambuesas, ruibarbo, cassis, cerezas, guindas y calafate. Las primeras corresponden a plantas que ha introducido el hombre y que por las particularidades climáticas de la gran región, han logrado colocar su impronta sobre la cultura patagónica. Sus sabores han superado las fronteras de la región y llegan, frescas o bajo diversas formas de industrialización, a mercados lejanos. Dos de ellas devienen frecuentemente en exquisitas bebidas espirituosas: el licor de cassis y el guindado. La frambuesa se ha convertido en insumo protagónico de mermeladas, tartas, pan dulces, cremas heladas y sofisticados postres, ofrecidos en restaurantes de alta categoría. El ruibarbo es una pequeña planta con tallos, de 20 a 25 cm de largo y el grosor de un dedo meñique, que nacen en el nivel del suelo y terminan con una sola hoja grande y verde, con cierta similitud al de la parra; los tallos, ácido dulzones, se comen hervidos con azúcar o en forma de mermelada. Las cerezas engalanan, con colores que varían desde el amarillo hasta el bermellón oscuro, las fruterías en los meses de Noviembre y Diciembre.
           
            La última, el calafate, es el fruto de una planta silvestre que crece en la estepa desde áreas cercanas al mar hasta el pie de la cordillera. Quienes cosechan su pequeña bolita, con más semilla que carne, terminan su labor con las manos rasgados por las tremendas y agresivas espinas  que defienden el fruto, tras un año de esfuerzos por crecer en el desierto seco y ventoso. Luego al comerlas, los labios y la lengua teñida de azul oscuro, delatan la delicia de su sabor.