lunes, 31 de octubre de 2011

El Carmen

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar




            “Para escribir sobre Patagones hay que ponerse una mano en el corazón y entornar dulcemente los ojos. Y no tener miedo al ridículo al afirmar que es diez veces más bonito que Bahía Blanca, que Rosario y que Tandil, a pesar de ser diez veces mas pequeño que la parroquia de Caballito. Todas estas y otras innumerables virtudes se le pueden descubrir a Patagones en un día nublado...”

            “...Hasta el río se baja por escaleras de noventa escalones, callejuelas tortuosas, limpias y estrechas, con aceras de mosaicos y escalones de baldosas”

Roberto Artl, diario El Mundo, 12 de Enero de 1934

(citado por Cuadernos de la Patagonia, Fundac. Cultural Patagonia, Gral. Roca, N° 6, Junio de 2001)



            En 1878, el Estado Nacional argentino creó la Gobernación de la Patagonia, cuyo territorio incluía toda la extensión de las actuales cinco provincias australes. Designó al coronel Álvaro Barros como gobernador y a Mercedes de Patagones como la población asiento de sus funciones.  Estas circunstancias evolucionaron rápidamente: el mismo Álvaro Barros cambió el nombre de la aldea por el de Viedma y en 1894 la jurisdicción territorial de esta capital se redujo a lo que hoy es la Provincia de Río Negro.

            Viedma era en ese entonces un suburbio de la otra ciudad sobre la orilla opuesta del río Negro: Carmen de Patagones. En realidad, Carmen y Mercedes eran dos localidades que siempre funcionaron  - al margen de las diferencias administrativas - como una sola; y comentar aspectos de la historia de una, es comentar la historia de ambas.

            Cerca a 1870, el viajero inglés George Musters, estimó que la población de la biciudad era de aproximadamente 2.000 personas. Para el Censo Nacional de 1869, era algo menor aún: 1690 en la zona urbanizada. Musters además identificó a 4 grupos de habitantes: los descendientes de los primeros pobladores, los inmigrantes mas recientes, los esclavos negros liberados y sus hijos y los presidiarios. A pesar de la población escasa, era en estos años el centro urbano patagónico más importante, seguido por la colonia galesa del valle inferior del Chubut, con menos de 200 almas.

            Pero existe algo que llama la atención en esta pequeña población. A pesar de su reducido tamaño, su  influencia en el poblamiento del resto de la Patagonia fue notoria. En efecto, en el origen de muchas de las regiones y poblaciones sureñas, se percibe la actividad de personas provenientes de El Carmen. Para entender esto habrá que analizar dos cuestiones. En primer lugar la conformación en El Carmen de una sociedad de fuerte vocación aventurera y de habilidad comercial. En segundo lugar, la evidencia de la actividad temprana de los maragatos en distintos lugares del extenso territorio patagónico.

            Varios son los factores que auspician la cultura emprendedora de esta pequeña localidad de la Argentina inicial. Sin indicar un orden, se ha de mencionar en primer lugar la actividad comercial inicial de El Carmen con la zona central del país. A partir de su ubicación cercana a salinas y la importancia estratégica que este insumo tuvo para la incipiente actividad de los saladeros bonaerenses, El Carmen se constituyó en su proveedor casi exclusivo de sal. Desde el puerto rionegrino se generó además, una importante corriente de cueros de vaca. Esto se originaba en el comercio realizado con los indios que “maloneaban” los campos pampeanos y que viajaban luego a Chile, cruzando el río Negro en Choele Choel.  El Carmen es para estas épocas, un centro acopiador de “frutos del país” y además de los cueros de vaca, comercia con plumas de avestruz, cueros de zorros y de lobos marinos, trigo, cebada y otros.

            En segundo lugar, la actividad corsaria.  Durante la guerra de Argentina con el Brasil, el puerto de Buenos Aires fue bloqueado. El gobierno nacional, con escasos recursos marinos, desarrolló una política de concesión de patentes de corso con el fin de hostigar a las naves enemigas. Estos corsos hicieron base en el único puerto argentino libre: el de Patagones, y desde allí asaltaban  y capturaban a los barcos opositores. La influencia de estas circunstancias se manifestó en la conformación de una población negra, originada en los esclavos liberados de las embarcaciones enemigas, en la existencia de una vida insólitamente refinada como resultado del uso de los bienes capturados, y en la llegada de un grupo de comerciantes - pues los corsarios eran una categoría de comerciantes - que se mezcló con la sociedad local.

            En tercer lugar se ha de hacer mención de una actividad comercial importante con los indios de la región. Dada las dificultades del gobierno central para enfrentar a la vez a los caudillos del interior y a los ejércitos indígenas pampeanos, no se contaba con fuerzas regulares para defender la población mas austral. Cobró vigencia entonces una política que buscó “asociar” las tribus vecinas con el fin de asegurar su colaboración y neutralizar sus potenciales ataques.  Es así como se nombró a indios como miembros del Ejército Nacional, haciendo coincidir su jerarquía propia de caciques, capitanejos y chusma, con los grados militares; probablemente un primer antecedente de los actuales “ñoquis”. Esta situación obligaba a abonar regularmente las remuneraciones acordadas y a recibir en El Carmen una masa de dinero considerable. El comercio local hizo entonces grandes negocios, pues suministraba a las tribus amigas participantes del trato y por el valor de las remuneraciones monetarias, azúcar, sal, yerba, ginebra, ropa y otros “vicios”.

            Finalmente y como resultado de seguramente un fuerte “lobby”, Carmen de Patagones fue declarado en 1856, “puerto franco”. Esto permitió incrementar notoriamente su actividad comercial, pues mucha mercadería ingresaba por allí al país, para luego ser reembarcado hacia Buenos Aires, en un viaje que demoraba entre 8 a 10 días. En el puerto de El Carmen flameaban banderas de diversos países - entre otras las de Inglaterra, Francia, Holanda y E.E.U.U -, su muelle era un remedo de Babel e importantes casas comerciales porteñas instalaron allí sus sucursales.

            Este es el panorama del puerto de Carmen de Patagones - en la segunda mitad del siglo XIX - y es esta la situación que permite a esta ciudad protagonizar, por medio de sus hijos, el desarrollo comercial de diversas zonas en toda la Patagonia.

            El más famoso de todos es Luis Piedrabuena. Nacido en Carmen de Patagones, inició su vida en el mar como grumete del capitán norteamericano Smiley, experimentado ballenero con quien recorrió toda la costa continental, visitó las islas Malvinas, dobló el Cabo de Hornos, transitó el Pacífico hasta Chiloé, pisó la isla de Navarino y la de la Tierra del Fuego, llegando al sur hasta las Tierras de Graham; posteriormente perfeccionó su oficio de marino mercante en Nueva York.  Supo combinar su vida de marino con su vocación comercial y entrando por la ría del Santa Cruz, instaló sobre la isla Pavón una factoría, que fue centro comercial para indígenas y pobladores de la zona por largo tiempo. Un año mas tarde, en 1863, inaugura el primer almacén privado de la ciudad chilena de Punta Arenas. Mientras tanto, no deja sus tareas de cazador de lobos marinos y transporta sal desde cercanías de la Isla Pavón y carbón - desde la Bahía de San Gregorio, en el estrecho de Magallanes, donde intenta localizar una población - a las islas Malvinas. Allí comercia estos vitales insumos con cazadores de lobos y de ballenas y con el tráfico transoceánico, que hace de estas islas un centro de avituallamiento.



            La actual población santacruceña llamada Luis Piedrabuena, se llamó por muchos años Paso Ibañez, en recuerdo de Gregorio Ibáñez, propietario de una balsa con el cual se cruzaba el río Santa Cruz en la misma zona de la Isla Pavón. Ibáñez había llegado desde Patagones con Piedrabuena.

            San Antonio Oeste fue el resultado de una decisión de cambiar la ubicación del puerto. Considerada una localización inadecuada, la firma maragata Sassemberg y Cía. reinstaló su sucursal en el costado oeste del saco que forma la gran entrada del mar, dando origen a la población que actualmente conocemos.

            Antes de ser Neuquén la capital del territorio, se constituyó en centro comercial y paradero de viajeros y carretas para una zona enorme que se extendía hasta el pie de lo cordillera andina. La Confluencia contaba entonces con unos pocos comercios a orillas del Neuquén y en cercanías del lugar en donde luego se construyó el puente ferroviario. Los dos primeros negocios emplazados allí fueron la fonda “Bella Vista” de Celestino Dell’Anna, italiano, pero vecino por largos años de Carmen de Patagones y el de su pariente Carro con su socio Fernández, propietarios del  almacén “La Maragata del Neuquén”.

            Y en Choele Choel, en 1881, uno de los primeros comerciantes allí instalados es Miguel Castañeda y su esposa Manuela Castro, provenientes - probablemente con otros - de Patagones.

            Un segundo hijo famoso, pero adoptivo en este caso, fue Luis Jorge Fontana. Llego de muy pequeño a Carmen de Patagones, donde pasó su infancia y adolescencia. Ingresó al Ejercito, pero pronto pidió la baja para estudiar en el Museo de Buenos Aires junto a su director, Don Germán Burmeister. Fontana es un ejemplo de esos raros personajes del siglo XIX, producto del enciclopedismo y mezcla de científico, militar, explorador, cartógrafo, docente, funcionario y literato. Nuevamente en el pueblo de su infancia, integró una comisión científica que exploró la cuenca del Limay y del Neuquén y recolectó piezas rionegrinas para el Museo porteño. Explorador del Pilcomayo y del Impenetrable chaqueño, volvió nuevamente a la Patagonia para asumir como el primer gobernador del nuevo Territorio Nacional del Chubut. En esta función desarrolló una intensa actividad exploradora, que incluyó las regiones de la actual Colonia 16 de Octubre, el río Mayo, los lagos Musters y Colhue Huapi y hasta la bahía de San Jorge. Los galeses del valle del Chubut, tan cerrados en si mismos, se abrieron a colaborar con él y reconocen en su labor, un factor del desarrollo y expansión de la colonia.


lunes, 24 de octubre de 2011

Limericks

Pedro Dobrée
pdobreeneunet.com.ar


Los Limericks son una forma de versificar muy propio de la lengua inglesa.
Todos tienen solo 5 estrofas y en donde 1,2 y 5 son largos y riman entre si y 3 y 4 son cortos y también riman entre ellos. Son pequeñas anécdotas cuya temática es desopilante y su intensión es provocar una carcajada en el lector. Los más auténticos, dicen algunos críticos, son los procaces y escatológicos, pero admiten el valor de los que solo son un chiste, en el sentido de lo que en inglés se menciona como “nonsense” (sin sentido). En castellano solo conozco  los que escribió María Elena Walsh (ver “El Zoo Loco”, Editorial Sudamericana) un conjunto de pequeñas y hermosas poesías escritas para niños.

Su nombre, aseguran algunos, pero nadie está seguro de ello, proviene de su lugar de nacimiento: el condado de Limerick, en el corazón de Irlanda.

Ejemplos de los escritos por mi – de valor modesto, sin dudas – los incluyo ahora en el blog; su pertenencia esta dado porque me traen recuerdos de mi juventud en la Patagonia y también de mi padre, que se divertía recitando limericks en inglés.

En realidad solo los colocados hacia el final de esta nota (los infantiles) y los que no me animé a publicar, son los que corresponden a su verdadera naturaleza: de todas formas, los primeros son buenos ejemplos de la forma que esta modalidad de versificar adopta.



Este página está dedicado a Lennox Jack Dobrée

recitador de los primeros “limericks” que disfruté.

Finalmente me he animado

a escribir lo que he pensado,

versos zonzos, cuyas palabras, de a ratos anoté.



En un paseo de General Roca, cumplida la faena,

es posible caminar y disfrutar de la tarde serena;

el cartel de la plaza

indica a quien pasa,

que el homenaje es para la poeta: Walsh, María Elena.



Ejemplos cuya temática es Patagonia



País de historias y de leyenda forjada,

de oro, de indios muertos y alma salvada;

de piratas ingleses

y colonos galeses

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Bajando el faldeo y cruzando  el vado,

pisando las piedras, recorriendo el prado,

viento, perfume,

todo me resume

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Mata Negra, pasto coirón, olor a asado,

mañanas tempranas, nubes color rosado;

la calandria que canta

cuando la helada levanta,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Viento frío que baja del oeste nevado

el cañadón es refugio del aire helado

orillando el chorrillo

siento el olor a tomillo,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Bajando el faldeo con un “piño” para la señalada,

olor a bosta, tierra en la boca y sensación salada,

pues siempre el vendaval

viene desde del salitral,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Ejemplos de limericks infantiles:



Un médico viejo de General Roca

en su consultorio, curaba una foca,

para su bilirrubina

le daba lavandina

y a todos decía que la foca estaba loca.



“Como todo tipo de pasto” decía un caballo

mientras subía un faldeo, detrás de Comallo,

“pero la sopa de lechuga,

me hace mal a la pechuga

y destiñe mucho mi hermoso color bayo”.



Contaba una joven de Colonia Escalante,

que limpiaba la luna con trapo y un guante

“no es que me quejo

porque esta lejos,

mis problemas son en cuarto menguante”.



Finalmente varios sobre temas diversos:



A los empleados públicos de la provincia de San Juan

y a los de Salta, de Neuquén y del Municipio de Tunuyán,

piden que les den queso

y solo les dan  hueso,

pues les han privatizado el agua, el vino y el pan.



Por el Alto Paraná  viene bajando un piojo,

con una flor en el ojal y un hachazo en el ojo.

Tomo, convido,

 falta envido

cuando vienen degollando, no aflojo



Desde los pagos de Areco  hasta La Alhambra

la fama de Guiraldes y de Sombra se agranda;

y rindo homenaje

con la última frase

“ …y me voy, como quien se desangra”



Enamoré una niña al sur del Bío – Bío

que juró que su cuerpo era solo mío.

Pero como Lorca cayó,

a mí también me engañó:

creyéndola mozuela, me la llevé al río.



No colocaré ejemplos de los procaces, aunque también tengo algunos, por miedo a que clausuren el sitio.






domingo, 16 de octubre de 2011

Bares de antes

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

 

En la década del 30 y hasta mediados del siglo pasado, los pequeños puertos patagónicos contaban con una actividad social intensa.

Resulta que toda la actividad comercial de las zonas rurales se concentraba en ellos, pues, además del mar, no había otras alternativas ni para transportar la lana hacia las lavadoras o las exportadoras de Buenos Aires, ni para obtener los insumos para las estancias, ni los bienes que requerían las familias. Los barcos, en consecuencia, cada tanto entraban a los puertos, se acercaban a las playas y convulsionaban a los pueblos.

Este ritmo de entradas y salidas era común a todas las poblaciones de la costa, desde Ushuaía y Río Grande hasta San Antonio Oeste. La explicación era sencilla: la Ruta Nacional 3 no estaba asfaltada y en muchos tramos su estado era lamentable. Los camiones, que no eran tan grandes ni podían transportar gran carga en esos años, demoraban mucho tiempo para viajar desde Bahía Blanca hasta Río Gallegos; y en los meses de invierno tramos como el de la Pampa de Salamanca, al norte de Comodoro Rivadavia, o la zona del hotel Le Marchand, al sur de Luis Piedrabuena, eran imposibles de superar.

Las estancias, entonces, se comunicaban con Buenos Aires y con el mundo, por intermedio de los puertos, que se habían convertido en sus centros comerciales. La lana tenía buen precio y el dinero fluía con relativa facilidad en el comercio local.

En Puerto Santa Cruz había 2 clubes: el Sportivo y el Atlético. Ambos rivalizaban todos los años por contar con el equipo de fútbol ganador. El primero era el más antiguo, pero el segundo tenía el mejor salón y allí se juntaban socios y amigos a jugar con naipes o con dados o a tomar café, todos los días de la semana y todas las semanas del mes. En ambos se organizaban los bailes del Carnaval y la gente bajaba de las estancias para pasar varias noches largas y divertidas.

Pero los centros sociales más importantes eran los bares de los hoteles. Hacia el medio día y después de cenar, el mostrador y las mesas se poblaban con jugadores, mentirosos, bebedores y soñadores que por el “vermú” o el “güisqui”, según la hora, apostaban al valor de los dados que el “cacho” les aportaba, mientras otros jugaban al dominó, al truco y al mus.

Los hoteles eran centros sociales porque allí paraba la gente del campo que “bajaba” al pueblo.  Allí entonces se encontraban quienes venían a ver al médico, a vender la lana, a realizar las compras, a esperar el barco que los llevara a Buenos Aires o simplemente a pasar la parte más dura del invierno, pues el campo estaba cubierto por un metro de nieve y nada había para hacer allí hasta que se acercara la primavera.

El hotel “Comercio” en Santa Cruz era un ejemplo típico de lo que quiero describir. Al bar se ingresaba cuando se trasponía la puerta principal desde la calle. Era una habitación casi cuadrada, de probablemente unos 7 o 8 metros de lado, con dos ventanas grandes que miraban hacia la calle. Piso y paredes de madera. El mobiliario consistía en mesas redondas, cada una con cuatro sillas con apoyabrazos, todas hechas con estructura de caña, y un mostrador grande y pesado sobre el cual se apoyaba una enorme y ruidosa máquina de café “Express”. Contra la pared y detrás de este mostrador, un gran espejo y estantes con botellas. Sobre la pared opuesta a la de las ventanas a la calle, había una puerta amplia que al abrirse conectaba el bar con el comedor del hotel.  Esta puerta se abría cuando había fiestas y bailes y, de alguna manera, bar y comedor se convertían en un solo gran ambiente.

Una noche calma y despejada de invierno, con varios grados bajo cero, el bar del hotel se llenó después de la hora de cena. Gente de campo alojada allí, algunos en otros hoteles y gente con casa en el pueblo, intentaban combatir el frío y la soledad con alcohol, humo de cigarrillos y conversación.  En una mesa, donde 4 jugaban una partida de truco, mientras otros tantos miraban y alentaban a una u otra pareja, se conversaba sobre el invierno frío y de poca nieve, que estaba transcurriendo. “Si esto sigue así – comentó uno de los jugadores – yo no se que podrán comer las ovejas en primavera. No hay humedad y las heladas están matando hasta el coirón”  Don Enrique Ceballos, que miraba desde hacía rato el juego en silencio, hizo un comentario en voz baja, pero que llamó la atención a quienes estaban cerca de él; “las ovejas son carnívoras”.

“¿Cómo es eso, viejo?” preguntó desde el otro lado de la mesa un hombre alto y flaco, con cierta incredulidad en los ojos. “Si, señor; es cierto. Lo he visto varias veces, arriando ovejas. Cuando el animal tropieza con una codorniz o una perdiz, con polluelos de solo unos días, estos se dispersan buscando refugio. La oveja cree que el polluelo es una brizna de pasto que el viento arrastra a su paso, y de un solo bocado lo engulle, … luego – concluyó Don Ceballos, mirando satisfactoriamente para todos lados – la oveja come carne”.

“Envido”, dijo uno de los jugadores y la atención volvió a la mesa y al juego que a su alrededor se desarrollaba.

Dos horas más tarde, cuando ya la usina no suministraba más luz eléctrica y se habían prendido las lámparas a kerosén, los que se mantenían fieles al lugar tenían alta graduación alcohólica en su interior. Las risas y los gritos inundaban de decibeles el local. Bob Anderson, un gringo que vivía a no más de 3 leguas del pueblo, se levantó con cierta dificultad de la mesa.

Mirando por la ventana empañada a su caballo atado entre los vehículos, dijo a quien quisiera oírle: “No es justo que estando yo aquí, abrigado por dentro y por fuera, esté ese animal atado allí en la calle, sufriendo un frío de no se cuantos grados bajo cero... además debe tener sed.”  Dicho esto y golpeando fuerte sus botas en el piso, desapareció por la puerta.

Luego de algunos minutos, la puerta se abrió nuevamente y Anderson con un balde en una mano y las riendas en la otra, hizo pasar su caballo por ella.  Entre las risotadas de la concurrencia y a pesar de las quejas de quien estaba detrás del mostrador, mezcló agua y ginebra en el balde y le dio a beber al animal en el medio del salón.

lunes, 10 de octubre de 2011

La chacra asfaltada

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar




Se despertó cuando la voz del comandante anuncio el inicio de las operaciones de descenso hacia el aeropuerto de Neuquén. Estaba próximo a la ventanilla del lado izquierdo de la nave y cuando miró hacia abajo pudo ver los reflejos intermitentes del sol sobre los meandros del río Negro y una urbanización entre las cuadrículas verdes de los álamos, que supuso que podría ser el pueblo de Allen.



Pocos segundos después vio lo que seguramente era Cipolletti, pues podía identificar la confluencia de los dos grandes ríos: el Limay y el Neuquén, y más allá, los altos edificios de la capital neuquina lo sorprendieron. Intentó encontrar, entre las chacras, la cancha del viejo club Confluencia donde supo jugar al fútbol, pero, contrariado, no pudo reconocer nada.



Ver Cipolletti desde el aire, tratando de adivinar lugares, esquinas y cuadras, le produjo una rara emoción y pensó en lo que escribiría más tarde en un relato que llamó “Rosebud” y que junto a otros cuentos, publicó la editorial Sudamericana en 1993 bajo el nombre de Cuentos de los Años Felices: “He vivido en tantos lugares y tan distintos que me cuesta elegir uno en el momento de responder de donde soy. Creo que uno es del lugar donde lo quieren. Después de muchos años volví a mi Mar del Plata natal, Tan mal lo conocía que tuve que abordar a un cartero para preguntarle como se hacía para llegar al bosque. Nadie me aceptaría puntano en San Luís, ni cordobés en Río Cuarto ni riojano en Chilecito, y no hay nadie en Tandil que me confunda con uno de los suyos. En Cipolletti si se acuerdan de mí. Por aquella historia del penal más largo del mundo y por las correrías de mi padre que dejaron huellas en los parajes.”



El algo brusco aterrizaje lo devolvió al presente. En cuanto se pudo levantar del asiento, tomó un pequeño portafolio en el que traía de Bs. Aires algunas rápidas notas escritas y se ganó la puerta y luego la plataforma de la escalerilla de descenso, saliendo al aire diáfano y calmo y al sol de media mañana. Luego de 33 años, sus mejillas y sus orejas, y no tanto sus manos, recordaron la sensación del frío de los últimos días del otoño, cuando caminaba, mochila al hombro, rumbo a la escuela.



Llegaba para participar en una Mesa Redonda sobre Exilio y Literatura, invitado por un amigo que en ese momento era docente en la Universidad y le habían comprado un pasaje para volver a Buenos Aires en el último avión de la tarde. Lentamente bajo la escalerilla buscando la cara conocida, pues le había prometido buscarlo en el aeropuerto. 



“Osvaldo, Osvaldo!!!” lo llamaron desde atrás cuando ingresó a la sala donde debían esperar los que tenían equipaje en la bodega del avión. Se dio vuelta esperando ver la fisonomía recordada, pero era la de otro. “Yo soy Carlos y me mandó Cuqui, que tuvo que quedarse en el centro para terminar algunos detalles de la Mesa. Empieza a las 3 de la tarde”. Apretó la mano que vio extendida y con cierta confusión barbulló un “mucho gusto”.



Carlos lo tomó por el brazo y lo encaminó para donde estaba la puerta de salida. Una vez afuera, se dirigieron a la playa de estacionamiento “…allí tengo mi auto”, le dijo.  Arrancaron y observó las afueras de una ciudad que le resultó totalmente desconocido, porque había inmensos espacios que anteriormente debían ser chacras con frutales y viñedos y ahora eran casas cuadradas y feas, terrenos baldíos, kioscos, fruterías, perros flacos y almacenes.



Carlos hablaba y él escuchaba a medias, aturdido por los recuerdos de su adolescencia junto a una ciudad que le era ajena.  “Me acuerdo como hoy – le dijeron – de un partido en Barda del Medio, en donde yo jugaba allí como back derecho y vos integrabas el equipo de Confluencia; recuerdo como hoy, que te crucé fuerte en una avanzada de ustedes hacia nuestra área. Vos luego lo has relatado en un cuento que llamastes Gallardo Pérez, referí”



No supo que contestar. Pocas veces, pensó, he obtenido un ejemplo tan nítido de la forma en que la ficción relatada, se convierte en una realidad para otros y se escapa de la voluntad de su autor. “El partido nunca existió, mas allá de mi imaginación”, tuvo ganas de decirle, pero no se animó, a pesar de estar seguro de su memoria; la situación dentro del auto iba a ser muy incómoda y prefirió el silencio, con la esperanza centrada en que la conversación – más monólogo que conversación – rumbeara para otras zonas y se alejara del resbaloso terreno de los recuerdos que aspiran a convertirse en realidades vividas.  Hasta jugueteó con la intención de usar la anécdota en su intervención de la tarde, pero luego se decidió por callar, temeroso nuevamente de provocar, hasta donde?, una agresión cuyas consecuencias no lograba medir. Sentía que si descubría la farsa, lastimaría a su protagonista y no creía tener derecho; o al menos, no tenía deseo de ello.



Aunque su guía siguió hablando con entusiasmo, sin importarle las faltas de respuestas de su oyente, prosiguió en silencio hasta que llegaron a destino. Un alto edificio sobre la avenida central de la ciudad sería el lugar en donde se desarrollaría el evento, Asombrado ingresó y allí vio al Cuqui Cayunao que lo buscaba para abrazarlo.



Más tarde se escapó; cuando todo había terminado y en el salón mismo, cerca de las butacas, había contestado preguntas de alguna gente que se acercó, firmado autógrafos para otros y participado de una entrevista con un periodista del canal de televisión local.



Le había avisado a Caqui que quería irse a Cipolletti para ver su vieja casa y probablemente caminar un poco por algunas de las calles del pueblo. “No es tan pueblo ahora – escuchó - pero no te olvides que tienes que tomar el avión de vuelta”.



Subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Cipolletti “…a la esquina de las Avenidas Mengelle y Alem” Mientras viajaban mantuvo silencio: cruzó por el viejo puente sobre el río Neuquén y el taxista se internó en la ciudad por – ahora recordaba al ver los carteles que señalaban el nombre de la calle – la Av. Pacheco. Estaba asfaltada y también lo estaba la ancha avenida frente a lo que había sido su casa. Se hizo dejar a media cuadra y se bajó del auto; con pasos lentos cruzó la calle y se paró delante de la entrada al jardín de lo que había sido su hogar. La casa no estaba como el la recordaba, pero sí el jardín y en el medio, rodeado por un pasto ralo y mal cuidado, el peral que lo sostuvo tantas veces, cuando necesitó silencio, disimular una turbación o tranquilizar una rabieta. Sintió deseos de subirse, como se había subido tantas veces, pero los pasos de dos personas en la vereda que venían del lado de la plaza, lo inhibieron y no lo hizo.



Alguien se asomó a la puerta y le preguntó si necesitaba algo. Le contestó que había vivido allí muchos años antes. Fue invitado a pasar e hizo un recorrido rápido por la casa – vuelto en Buenos Aires se arrepintió de esta rapidez - Ahora eran oficinas provinciales. y cuando entró a lo que había sido su dormitorio, le pareció que los fantasmas de su madre y luego de su padre, enfundado en el traje gris de siempre, lo miraban desde la puerta.



Expresó las gracias y preguntó donde podría obtener un taxi para volver a Neuquén y al aeropuerto. Le indicaron una parada cercana y se encaminó hacia allí. Sobre el automóvil, le pidió al chofer que pasaran por la calle Belgrano y allí, sin detenerse, pudo reconocer el frente y el zaguán de la casa de la chica de pelo muy negro que recordaba como su primera novia. No se atrevió a preguntar quien vivía allí y se sintió cobarde.



En el aeropuerto lo esperaba Cuqui. “Me sorprendió la gran cantidad de calles pavimentadas que tiene Cipolletti; en mi época para ver pavimento había que salir a la ruta que unía Roca con Neuquén”. Cuqui le tomó de los hombros y caminaron a la Sala de Espera. “Yo vivo allí con la Malena y los chicos. Después que te fuiste, se terminó de pavimentar todo la zona del centro. Mirá como habrá sido, que aún ahora, los pueblos vecinos que tienen todos mayores proporciones de calles de puro ripio, imposibilitados de superar sus envidias lugareñas, nos dicen que vivimos en la chacra asfaltada”.



Lo miró sonriendo. Luego se dieron un abrazo y le dijo que si necesitaba algo de Buenos Aires, que lo llamara. Subió trotando las escalerillas del avión y se sentó junto a una ventanilla. Cuando miró hacia fuera, se dio cuenta que la oscuridad ya ganaba su diaria batalla con la luz y que no podría volver a ver, al despegar, las calles, las cuadrículas y las largas alamedas. Con tristeza hurgó entre sus papeles para encontrar que leer en el viaje.

Escrito en base a lo recordado por Osvaldo Soriano, escritor argentino que en su adolescencia vivió con sus padres en la Ciudad de Cipolletti, en el norte de la Patagonia Argentina.-




domingo, 2 de octubre de 2011

El confín de la tierra





En la tarde del 31 de Diciembre de 1874, las ráfagas de lluvia helada acompañaban el fuerte viento del oeste que doblegaba los arbustos de la costa y aullaba al rozar las tablas de la pequeña casa. El mar había perdido su atractivo azul y solo se veía al oleaje indisciplinado intentando alcanzar a las gaviotas, que contra el viento se sostenían a poca distancia del agua.

En esta tarde y en la casa de la costa, nació el tercer niño blanco de la historia de Tierra del Fuego: Esteban Lucas Bridges.

Nació en una familia protagonista del progreso fueguino. Su padre fue el Reverendo Thomas Bridges, que junto a su esposa, María Varder, había llegado de Inglaterra, enviado por la Sociedad Misionera de Sud América, con el objeto de cristianizar las tribus indígenas de la isla y su archipiélago.

Thomás Bridges fue un típico misionero evangélico del siglo XIX. Combinaba una ciega fe en Dios, con un gran desprendimiento respecto a las ventajas de la moderna vida europea, una  obstinada  observancia de la moral puritana y el convencimiento que solo mediante el duro y disciplinado trabajo, se lograba el éxito, tanto en la tierra como en el cielo.

La Misión, que fundó a orillas del Canal de Beagle, se convirtió con el correr de pocos años en una villa en donde convivían otros miembros de la Sociedad Misionera y varias familias de yahganes, algunos en viviendas de tablas y otras simplemente en excavaciones en el suelo, semicubiertos con ramas y cueros de guanacos, al estilo tradicional de la tribu. Además de la pequeña iglesia, existía un orfanato para niños aborígenes sin familia. Este extraño y pequeño complejo urbano, en donde no faltaban las quintas y los corrales para animales, fue la base de lo que hoy es Ushuaia. Allí los Bridges tuvieron 6 hijos, Lucas incluido.

Thomas se constituyó en juez, consejero y amigo, de la comunidad Yahgan y Ona en el sur de la Isla. Fue también escritor, respetuoso observador de costumbres indígenas y analista y coleccionista de especies vegetales y animales. Tanto su monumental diccionario Inglés – Yahgán, de algo más de 32.000 palabras, cuya elaboración le llevó toda la vida, como su correspondencia con científicos ingleses y argentinos, entre los que se destaca el Dr. Francisco Moreno, lo revelaron como un formidable proveedor de información antropológica y máxima autoridad en referencia a conocimientos sobre la realidad fueguina a la llegada del hombre blanco.

En 1887, en reconocimiento por su obra, el Gobierno Nacional le otorgó tierras al este de Ushuaia, sobre la costa del Beagle, donde el canal se quiebra en una serie de ensenadas y bahías. Allí sobre una lonja de tierra entre la playa y el bosque, construye las instalaciones de Haberton, una de las estancias patagónicas más conocidas en el mundo entero y cuna de la riqueza ganadera de la isla.

A la muerte de Thomas, es Lucas quien encabeza la familia. En 1907 la familia había crecido de tal forma que la amplia casa en Haberton ya era insuficiente. Lucas decide solicitar más tierras y ante la respuesta positiva del gobierno, funda la estancia Viamonte, también sobre la costa del canal, cinco leguas al Oeste. Conforma para ello una sociedad  con uno de sus cuñados[1] y hace traer desde Inglaterra una sierra a vapor de 5 toneladas, para cortar la inmensa cantidad de tablones, postes y vigas, que las nuevas construcciones requerirían.

El respeto de los yahganes por su padre lo hereda Lucas y se extiende a los onas y los alacalufes. Con él estos pescadores y cazadores se convierten en carpinteros, esquiladores, domadores de caballos y pastores de ovejas.

A partir de una muy eficiente administración y gracias a los excelentes precios internacionales de la lana en las primeras décadas del siglo XX, las estancias Haberton y Viamonte, producen ingresos suficientes como para que Lucas Bridges y sus hermanos, junto a Mauricio Braun y Rudolf Stubenrauch se asociaran con la empresa Hobbs y Cía en un emprendimiento ganadero con asiento en Valdivia (Chile), con varias estancias de vacunos y ovejas, entre los que se destacan “Lago Posadas” (en Argentina) y “Valle del Chacabuco” (en Chile)[2]. Este grupo de propiedades, todas pertenecientes a una misma región, suponía la posibilidad de sacar lana hacia el Pacífico, mediante la navegación del Lago Buenos Aires (General Carrera en Chile), el Lago Bertrand y el río Baker, el más importante de la Patagonia Occidental.  El proyecto se había frustrado muchos años antes y supuso la muerte por escorbuto de 40 obreros por la demora en la llegada de alimentos; y nuevamente casi fracasa en la década del 20, por el asesinato de su administrador, lo que obligó la intervención personal de Bridges para salvar el emprendimiento.

Antes de todo esto, participó en la Primera Guerra en las filas inglesas y desarrolló, junto a uno de sus hermanos, un gran rancho ganadero en Sud África.

Hacia el final de sus días vivió en Buenos Aires. Allí en un elevado piso del Edificio Kavanah, fuera del alcance del smog y del ruido del tráfico, mirando hacia el Plata, trataba de recordar la claridad fría del aire fueguino.

Entusiasmado por su amigo Aimé Tschiffely, el jinete de Mancha y de Gato, se dispuso a escribir sus memorias. De este esfuerzo resultó un libro: “El Último Confín de la Tierra”. Una amenísima biografía, de buena vena literaria, levemente irónico, con interesantes apuntes antropológicos, que cubre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, de la historia fueguina. Escrito en inglés y editado por Hodder & Stoughton, de Londres (1948), fue luego traducido al castellano y reeditado en ambos idiomas varias veces desde entonces.  Clásico de la literatura patagónica, es un libro clave para interpretar, desde la isla, la llegada de la civilización europea y la coetánea desaparición de la de los onas, los yahganes y de los alacalufes.

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[1] Bridges y Reynolds, Compañía Granjera Ltda.


[2] Incluía también la Estancia del Lago Guío, que por un tiempo administró Hermann Brunswig, padre de María Brunswig, la autora del delicioso libro “Allá  en la Patagonia” (Javier Vergara Edit.; Bs. As. 1995)