Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Vivía en una estrecha casilla de
dos paredes de ladrillos que demarcaban un espacio de no más de nueve metros cuadrados;
las dos paredes restantes y el techo, eran de chapa de cinc acanalada. La
puerta, que cuando abierta hacía de ventana para la entrada de luz, daba hacia
el este y permitía mirar el agua del lago y también el sol, cuando amanecían
los días claros.
El lago era el lago Cardiel. Uno
de los lagos más grandes de Santa Cruz,
alejado de la cordillera y claramente rodeado por la estepa central de la
Provincia. No tiene una salida, como la tienen los lagos cordilleranos que desaguan, directa o
indirectamente, en el Atlántico. En realidad, tampoco tiene una entrada, es decir
un río que sirviera de afluente. Solo ingresan aguas cuando llegan las épocas
de deshielo y se llenan los cañadones por donde corre barro, ramas rotas de
mata negra y briznas de pasto coirón, sirviendo de escurridor a las pampas
altas cercanas, que se han cubierto de nieve en los meses del invierno. El lago
tiene aguas con un muy suave gusto salado y sabía estar, en aquellas épocas al
menos, llenos de truchas arco iris. Las truchas habían sido sembradas en la
década de 1930 y como no podían salir, ni había quienes los capturaran, se
reprodujeron extraordinariamente y, en tardes de viento calmo y buena luz, se
veían por docenas, nadar lentamente en los pozones vecinos a las orillas
acantiladas del sureste.
La casilla estaba construida
sobre una pequeña planicie, continuación de la playa y cercana a la a la base
del cerro Puntudo, que es una pequeña muestra de lo que fue, hace millones de
años, la planicie que dejó al descubierto el mar cuando se retiró. El núcleo de
este cerro habrá sido más fuerte y resistió la erosión, cuando el resto que lo
rodeaba, durante decenas de siglos, bajo la acción de las lluvias y de los
deshielos, se fue en búsqueda de, nuevamente, las aguas salitrosas del océano.
Saliendo por la puerta no se veía
un solo árbol, nada que pudiera dar sombra en el verano o reparo en los días de
viento fuerte. A no más de veinte metros
de uno de las paredes laterales, un par de matas de calafate, donde Jimmy
ataba, solo de vez en cuando, un caballo flaco alazán. En la orilla del lago,
la mitad fuera del agua, un bote con dos remos.
Adentro, arrimado a una de las
paredes había un camastro con dos cueros de oveja y un quillango viejo y cerca
de la puerta una salamandra de hierro. Con esta, el solitario habitante del
lugar cocinaba, mantenía una pava caliente para tomar mate y lograba calentarse
en los duros días del invierno. Colgaba de la pared un almanaque viejo y sucio,
con una colorida escena de un jardín del Condado de Sussex, en Inglaterra.
Contra la pared opuesta al camastro, se apoyaba una alacena desvencijada y al
medio de la estancia, una mesa de madera y un par de sillas.
Desde la cordillera al oeste
llegaban los vientos fuertes, y había tardes y noches en los cuales a Jimmy
Grey le parecía que el techo de su casilla se volaba. En realidad, cuando quedaba
poco líquido en el fondo de las botellas que sabía traer de Gobernador
Gregores, el techo se volaba; y una mañana – Jimmy se acuerda de esa
oportunidad – se despertó con la cara y las rodillas golpeadas contra las
piedras a varios metros de la casilla y con el perro Cabo, lamiéndole las
plantas percudidas de sus pies desnudos. Seguramente, pensaba Jimmy, el viento
fue tan fuerte esa noche que lo había levantado del camastro, lo sacó de la
pieza y lo dejó caer sobre el pedregal, a varios metros de distancia.
Jimmy era hijo de María Tanca, de
la conocida familia tehuelche Tanca, que habitaba la comunidad de Camusu Aike.
Su padre fue James Grey, inglés, que llegó a Santa Cruz en los primeros años
del siglo pasado. Cuando Jimmy era un adolescente, su padre perdió la vida una
noche fría de borrachera, en un bar de marineros polacos y estibadores
pendencieros, cercano al muelle en la ría del Gallegos.
De joven había ganado prestigio
como jinete, domando caballos chúcaros y ganando y perdiendo dinero en las carreras
cuadreras del sur del territorio. Mi padre lo conocía por haberlo contratado
como domador y por las conversaciones que supieron mantener sobre caballos,
gauchos y galopadas. Hacia el final de su vida la bebida le ganó una larga
pulseada y el vino, el whisky barato y la caña, le impedían subir a los
caballos que en su juventud tan bien supo manejar.
Gobernador Gregores - que antes
se llamaba Cañadón León, un nombre con
más simpatía - es un pueblo del centro de la provincia y está rodeado por
algunas chacras de alfalfa, que se riegan con las aguas del río Chico. Allí se había
instalado una pequeña empresa que envasaba carne de trucha. Jimmy fue
contratado para pescar en el Cardiel y hasta allí llegaba día por medio, una
vieja camioneta para recoger el pescado que se había acumulado en una barrica
con sal gruesa y olor nauseabundo. Jimmy
salía todos los días en un bote a remos, menos los frecuentes de mucho viento.
Lanzaba una red para enganchar allí las desprevenidas truchas y cuando le
parecía que había suficientes, volvía a la costa a quitarles las vísceras.
Durante el resto del día hacía
algo de comer, tomaba mate y hacia la tarde buscaba refugio en las botellas que
traía del pueblo.
Yo conocí a Jimmy el año que pasé
por el lago junto a mi familia. Habíamos ido a pescar una semana en el mes de
Febrero, luego de haber terminado las intensas tareas de la esquila de la lana.
Habíamos preparado una carpa en un rincón de tierra pareja, cercana a la orilla
del lago, con paredes de piedras altas que parecían postes pétreos, apretados
unos a otros. En un resguardo reparado del viento, mi madre desplegó su
habitual capacidad para rápidamente convertir la carpa en un espacio parecido a
un hogar. Mientras tanto, con mi padre tratábamos de engañar a las truchas con
varios señuelos, atados a la punta de los hilos, que en esas épocas no eran
tanzas, sino sogas muy delgadas, de algodón.
Nuestro campamento estaba a poca
distancia de la casilla de Jimmy y, obviamente lo fuimos a visitar. Estaba allí
desde hacía ya más de un año.
Dos cosas me llamaron la atención
y las recuerdo aún hoy. La terrible soledad de la casucha en el medio del
amplio descampado, y la montaña de yerba mate usada que se erguía frente a la
puerta del rancho: era evidente que su único habitante no hacía más de dos
pasos y volcaba el mate, para volverlo a llenar y reiniciar la ceremonia
solitaria de los días que se fundían, uno a uno, en los demás.