domingo, 23 de septiembre de 2012

Jimmy Grey



Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Vivía en una estrecha casilla de dos paredes de ladrillos que demarcaban un espacio de no más de nueve metros cuadrados; las dos paredes restantes y el techo, eran de chapa de cinc acanalada. La puerta, que cuando abierta hacía de ventana para la entrada de luz, daba hacia el este y permitía mirar el agua del lago y también el sol, cuando amanecían los días claros. 
El lago era el lago Cardiel. Uno de los lagos más grandes de  Santa Cruz, alejado de la cordillera y claramente rodeado por la estepa central de la Provincia. No tiene una salida, como la tienen los lagos  cordilleranos que desaguan, directa o indirectamente, en el Atlántico. En realidad, tampoco tiene una entrada, es decir un río que sirviera de afluente. Solo ingresan aguas cuando llegan las épocas de deshielo y se llenan los cañadones por donde corre barro, ramas rotas de mata negra y briznas de pasto coirón, sirviendo de escurridor a las pampas altas cercanas, que se han cubierto de nieve en los meses del invierno. El lago tiene aguas con un muy suave gusto salado y sabía estar, en aquellas épocas al menos, llenos de truchas arco iris. Las truchas habían sido sembradas en la década de 1930 y como no podían salir, ni había quienes los capturaran, se reprodujeron extraordinariamente y, en tardes de viento calmo y buena luz, se veían por docenas, nadar lentamente en los pozones vecinos a las orillas acantiladas del sureste.
La casilla estaba construida sobre una pequeña planicie, continuación de la playa y cercana a la a la base del cerro Puntudo, que es una pequeña muestra de lo que fue, hace millones de años, la planicie que dejó al descubierto el mar cuando se retiró. El núcleo de este cerro habrá sido más fuerte y resistió la erosión, cuando el resto que lo rodeaba, durante decenas de siglos, bajo la acción de las lluvias y de los deshielos, se fue en búsqueda de, nuevamente, las aguas salitrosas del océano.
Saliendo por la puerta no se veía un solo árbol, nada que pudiera dar sombra en el verano o reparo en los días de viento fuerte.  A no más de veinte metros de uno de las paredes laterales, un par de matas de calafate, donde Jimmy ataba, solo de vez en cuando, un caballo flaco alazán. En la orilla del lago, la mitad fuera del agua, un bote con dos remos.
Adentro, arrimado a una de las paredes había un camastro con dos cueros de oveja y un quillango viejo y cerca de la puerta una salamandra de hierro. Con esta, el solitario habitante del lugar cocinaba, mantenía una pava caliente para tomar mate y lograba calentarse en los duros días del invierno. Colgaba de la pared un almanaque viejo y sucio, con una colorida escena de un jardín del Condado de Sussex, en Inglaterra. Contra la pared opuesta al camastro, se apoyaba una alacena desvencijada y al medio de la estancia, una mesa de madera y un par de sillas.
Desde la cordillera al oeste llegaban los vientos fuertes, y había tardes y noches en los cuales a Jimmy Grey le parecía que el techo de su casilla se volaba. En realidad, cuando quedaba poco líquido en el fondo de las botellas que sabía traer de Gobernador Gregores, el techo se volaba; y una mañana – Jimmy se acuerda de esa oportunidad – se despertó con la cara y las rodillas golpeadas contra las piedras a varios metros de la casilla y con el perro Cabo, lamiéndole las plantas percudidas de sus pies desnudos. Seguramente, pensaba Jimmy, el viento fue tan fuerte esa noche que lo había levantado del camastro, lo sacó de la pieza y lo dejó caer sobre el pedregal, a varios metros de distancia.
Jimmy era hijo de María Tanca, de la conocida familia tehuelche Tanca, que habitaba la comunidad de Camusu Aike. Su padre fue James Grey, inglés, que llegó a Santa Cruz en los primeros años del siglo pasado. Cuando Jimmy era un adolescente, su padre perdió la vida una noche fría de borrachera, en un bar de marineros polacos y estibadores pendencieros, cercano al muelle en la ría del Gallegos.
De joven había ganado prestigio como jinete, domando caballos chúcaros y ganando y perdiendo dinero en las carreras cuadreras del sur del territorio. Mi padre lo conocía por haberlo contratado como domador y por las conversaciones que supieron mantener sobre caballos, gauchos y galopadas. Hacia el final de su vida la bebida le ganó una larga pulseada y el vino, el whisky barato y la caña, le impedían subir a los caballos que en su juventud tan bien supo manejar.
Gobernador Gregores - que antes se llamaba Cañadón León,  un nombre con más simpatía - es un pueblo del centro de la provincia y está rodeado por algunas chacras de alfalfa, que se riegan con las aguas del río Chico. Allí se había instalado una pequeña empresa que envasaba carne de trucha. Jimmy fue contratado para pescar en el Cardiel y hasta allí llegaba día por medio, una vieja camioneta para recoger el pescado que se había acumulado en una barrica con sal gruesa y olor nauseabundo.  Jimmy salía todos los días en un bote a remos, menos los frecuentes de mucho viento. Lanzaba una red para enganchar allí las desprevenidas truchas y cuando le parecía que había suficientes, volvía a la costa a quitarles las vísceras.
Durante el resto del día hacía algo de comer, tomaba mate y hacia la tarde buscaba refugio en las botellas que traía del pueblo.
Yo conocí a Jimmy el año que pasé por el lago junto a mi familia. Habíamos ido a pescar una semana en el mes de Febrero, luego de haber terminado las intensas tareas de la esquila de la lana. Habíamos preparado una carpa en un rincón de tierra pareja, cercana a la orilla del lago, con paredes de piedras altas que parecían postes pétreos, apretados unos a otros. En un resguardo reparado del viento, mi madre desplegó su habitual capacidad para rápidamente convertir la carpa en un espacio parecido a un hogar. Mientras tanto, con mi padre tratábamos de engañar a las truchas con varios señuelos, atados a la punta de los hilos, que en esas épocas no eran tanzas, sino sogas muy delgadas, de algodón.
Nuestro campamento estaba a poca distancia de la casilla de Jimmy y, obviamente lo fuimos a visitar. Estaba allí desde hacía ya más de un año.
Dos cosas me llamaron la atención y las recuerdo aún hoy. La terrible soledad de la casucha en el medio del amplio descampado, y la montaña de yerba mate usada que se erguía frente a la puerta del rancho: era evidente que su único habitante no hacía más de dos pasos y volcaba el mate, para volverlo a llenar y reiniciar la ceremonia solitaria de los días que se fundían, uno a uno, en los demás.

jueves, 23 de agosto de 2012

Zorrino


Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Al morir su madre, tenía 13 años. Ese año fue en el que terminó séptimo grado y en el que lloró en el acto escolar de fin de curso, porque ya no vería a sus 9 compañeros que también terminaban. Don Abelardo Quitranqueo, su padre, le había dicho que necesitaba que se volviera con él al campo, pues alguien tenía que hacer la comida, lavar la ropa y cuidar la casa mientras él estuviera afuera.
El campo, Cerro de la Luna, estaba algo alejado del pueblo, por un camino de pedregullo y tránsito lento, que vialidad provincial llamaba la 60, pero que atendía en forma displicente. Eran no más de 3 leguas cuadradas, al sur de Valcheta, cruzando el arroyo Salado; luego de la 60, había que seguir una pequeña huella, entre el coirón y las piedras, que se internaba en un cañadón, por donde  sabía correr agua en la primavera, cuando la nieva acumulada arriba en la meseta de Somuncura, comenzaba a derretir.
Había allí, en “las casas”, una ruca de piedra con una cocina amplia y dos habitaciones y un baño que había construido Don Abelardo cuando se casó con su madre. Un poco alejado había un galpón y corrales. En una punta del galpón  vivía Lorenzo,  el hijo de una tía que, decía su padre, era algo sonso.
“Cuando yo no estoy, no conviene que le abras la puerta a Lorenzo: atendelo por la ventana si necesita algo” le sabía decir.
Carina pasaba largos meses en el campo y solo un par de veces por año bajaba al pueblo, con algunos pesos en su cartera para recorrer las tiendas y comprarse algo de ropa. En esas ocasiones se peinaba con más cuidado y se pintaba los labios, como veía que hacían las mujeres en las revistas que le traían.
Buena parte del día estaba sola en la casa. Su padre ensillaba la yegua y salía temprano a recorrer los cuadros más lejanos. Lorenzo hacía una tarea similar y era hábil para encontrar ovejas “de espalda” y alambres rotos. Ambos solían volver  tarde, sobre todo en verano, aprovechando la luz solar que permanecía largo tiempo después que se bajara el sol.
El día de ella también era de mucho trabajo: ordenaba y limpiaba la casa, enjuagaba los pocos platos del desayuno de los hombres y lavaba ropa. Durante la tarde despostaba la media res que Lorenzo dejaba en la cocina y preparaba la cena que en silencio, comerían los tres juntos. Las cenas eran alternativamente carne al horno o chuletas a la plancha y cada tanto picaba carne y hacía empanadas que tanto Lorenzo como su padre, comían con entusiasmo.
Atrás de la casa había un pequeño reparo y allí convivían unas pocas gallinas con una pava. Temprano todas las mañanas, repartía un poco de comida, buscaba algún huevo y se fijaba si los animales tenían agua.
Todas estas tareas las hacía ella con la sola compañía de Zorrino, un perro de raza indefinida pero con algún antecedente de galgo. Lo llamaban así, porque el día que apareció, herido y flaco, tenía un inaguantable olor a zorrino, que no lo abandonó sino luego de dos meses. El perro prefería quedarse con ella, a salir a la siga de los hombres.
Aprendió a jugar con Carina y una tarde en que estaban solos en la casa, ella estaba sentada en una silla de la cocina y le tiraba un trozo de madera que el invariablemente corría a recoger con la boca para devolvérselo. Exhaustos ambos, ella lo tomó de la cabeza y le acarició detrás de las orejas; el perro, saltando entre sus piernas, hundió su cabeza bajo la pollera de Carina. Con su lengua rozaba el interior de sus muslos y llenó de baba el algodón de sus calzones.
 “Salí Zorrino; Zorrino cochino”, gritaba ella, mientras reía.
El juego se convirtió en una costumbre entre la mujer y el perro y con frecuencia ella lo llamaba y se tiraba al piso, habiéndose previamente desnudado bajo la falda. El perro llegaba e inmediatamente ponía su cabeza entre las piernas de ella. Muy excitado, el animal se arrimaba a ella e iniciaba movimientos similares a los que Carina veía cuando un carnero montaba una oveja; ella le respondía acariciándolo.
Una tarde de calor en verano, Carina jugaba con Zorrino y volteó la cabeza para mirar por la ventana; no estaba segura, pero vio un movimiento de alguien que desaparece tras los arbustos frente a la cocina. Habrá sido Lorenzo?
Antes de ir a dormir esa noche Carina notó la falta del perro. Pensó que se había alejado tras una liebre, pues con frecuencia hacía esto. A la mañana tampoco lo vio y por ello salió a caminar por los alrededores de la casa.
Detrás de una lomada, a no más de 300 o 400 metros de los corrales, lo encontró. De espaldas sobre la dura y pedregosa tierra, con el sol fuerte y vertical secando la laguna de sangre sobre la que estaba acostado, vio el tajo enorme con que le habían abierto la garganta.
Cipolletti, Agosto de 2012

miércoles, 8 de agosto de 2012

Papel, piedra y tijera

pdobree@neunet.com.ar

Cuando di la vuelta, dejando la Av. Roca para caminar por la vereda de Estrada, el viento frío de la mañana me golpeó la cara, obligándome a entrecerrar los ojos para evitar la arena. Apuré el paso para guarecerme en el “porche” del viejo bar La Ría, de Don Carmelo Fernández  Laguna. No iba allí por el café, que no era malo pero tampoco, sin dudas, el mejor de Río Gallegos. No iba además, por alguna nueva moda de los grupos tribunalicios santacruceños, a quien yo quería pertenecer desde hace poco más de un año, al volver de Córdoba, recibido de abogado. En realidad sabía ir allí para ver e intercambiar algunas palabras con la hija menor de Don Carmelo, que si yo tenía suerte y acertaba el día, atendía las mesas.
Miré por los vidrios del porche, hacia la pequeña sala que no contenía más de 8 mesas, reconocí, algo echado hacia atrás en la silla, mirando por la ventana a la calle, a Luján Bohórquez, un boxeador retirado, que tuvo su momento de fama regional, con algunas peleas memorables en el Rocha y una derrota estrepitosa en Bahía Blanca.
Los periodistas, por la fuerza de sus brazos y el peso de sus puños, le empezaron a llamar Mano de Piedra Durán, pero este era un apodo demasiado largo y la gente, y luego también los periodistas, lo llamaron simplemente “La Piedra”.
Cuando yo era todavía un adolescente, sabía jugar los sábados un picado en las canchas sobre la ría, cerca del muelle comercial. Allí conocí a “La Piedra” y entablamos cierta amistad, que luego continuamos cuando, siendo estudiante universitario, volvía en el verano de Córdoba.
Abrí la segunda puerta me vio y levantó la mano para saludarme. Luego cambió el saludo por una convocatoria a que yo me sentara en su mesa y se levantó a abrazarme cuando me fui acercando. El ademán lo hizo con un solo brazo, el de la zurda, porque el otro lo tenía inmóvil, pegado al cuerpo y sostenido por un cabestrillo.
“Tordo viejo y querido, como estás? “Piedra”, un gusto de verte; cómo estás vos? qué te ha pasado en este brazo?. Bah… es largo para contar, pero si me aceptás un café, lo puedo hacer. Me encantaría, sentémonos….
Nos sentamos ambos en la pequeña mesa y yo busqué por la sala a quien nos atendiera. Desde detrás de un pequeño mostrador, sobre el que había una maquina de café y varios vasos, me sonrió Adelina. Me pareció que me sonrojaba, pero “La Piedra”, por suerte, no parecía haberse dado cuenta.
“En el otoño pasado me pidió el gringo Larsen que le cuidara la estancia La Azucena, la que tiene detrás de La Esperanza. Debía bajar la hacienda a un campo de invernada que tiene cerca del río Coyle y luego solo quedarme en la casa, con dos caballos de caballeriza y las gallinas. Llegué con una gran cantidad de alimentos para todo el invierno y varias bolsas de maíz y de sorgo para el gallinero. Los caballos tenían un potrero frente a la casa donde no nevaba con frecuencia y una buena cantidad de fardos de alfalfa que Larsen había cortado al final del verano. Algunas pilas para la radio con la cual podía escuchar LV 12, la AM aquí de Gallegos y nada más.   
“Que perspectiva…” atiné a decir.
 Adelina nos trajo dos cafés. Me volvió a sonreír y yo nuevamente me sonrojé. Pero recomponiéndome, me volví hacia mi compañero de mesa y me dispuse a escucharlo.
“En el mes de Mayo bajamos la hacienda de los campos de Laguna Alta que son los que Larsen tiene para la veranada. Me ayudó “Piche”  Oyarzún, un hombre que en realidad trabaja en el hotel de La Esperanza y que pidió una semana de licencia para darme una mano y ganarse unos pesos extras. El arreo demora dos días y otro más requiere juntar el piño”.
Terminado esto, Piche se despidió y Piedra se quedé solo, si no se considera la presencia de un perro con que encontró cuando llegó. Fueron largos días en donde se dedicó a colocar algunas trampas para zorros colorados y mantener los ojos abiertos por si veía algún puma darse una vuelta por las casas.  Me explicó que este año se cotizaban muy bien las pieles y que aspiraba a juntar una buena cantidad, para vender luego en Gallegos, entrada la primavera.
Le fue bien con los zorros, pues una vez que la nieve alta los había obligado a bajar la hacienda, desalojando las pampas de arriba, los zorros, hambrientos, pusieron sus ojos en el gallinero de Larsen y en el potrero cercano donde había capones y algunas ovejas, destinados a sostener la dieta de Piedra. Esto los arrimó al cañadón donde estaban los corrales y la casa.
El invierno pasó sin mayores sobresaltos, si se pasa por alto dos encuentros con pumas, uno en Junio y otro a fines de Agosto, que sin entrañar demasiado peligro, al Piedra “ … se le pusieron parados los pelos de la nuca ..”  o así me lo confesó al menos.
Ambos hechos sucedieron cerca del potrero de los capones. En un caso hubo una resolución rápida con una carabina mientras el animal escapaba, tan asustado como el mismo Piedra.  El otro fue más complicado y el animal murió al recibir un tiro en los pulmones, mientras avanzaba hacia su agresor.
La nieve caída no fue muy importante; en los campos altos hubo, durante dos meses, cerca de 50 cms., pero en los valles y en los cañadones bajos, en general solo hubo manchas y abajo junto al río, no llegó a acumular.
Hacia fines de Agosto bajó al boliche de La Esperanza para comprar yerba, sal y harina. allí encontró un mensaje de Larsen que le informaba que 13 de Septiembre estaría en La Esperanza Alberto Manríquez, llamado “Tijera” Manríquez, porque tenía fama de ser un muy rápido esquilando con tijeras manuales. 
Era bueno esquilando ovejas; ya sea totalmente o solamente los ojos, como se sabe hacer en primavera con animales cuya lana ha crecido mucho en la cabeza, tanto que no les permite ver el pasto y, al no comer, se debilitan hasta morir.
Para esto es que lo mandaba Larsen. Se suponía que entre ambos traeríamos los animales a los corrales y luego de varios días de trabajo, los volveríamos a largar, pero ahora con los ojos esquilados.
El día indicado en el mensaje, volvió a La Esperanza, con un caballo ensillado a tiro.. Perdió tiempo jugando al “cacho” y al truco con varios que estaban también allí, hasta que, a mediados de la tarde,  paró un vehículo que luego siguió hacia El Calafate. De este bajó el “Tijera” Manríquez y una mujer: rubia, flaca y con la cara pintada en exceso. Hablaba con un fuerte acento extranjero y dijo que le gustaba que le dijeran Paper Doll, aunque su nombre era otro, pero Piedra no podía recordar.
Se enteró, por las explicaciones de Manríquez, que la mujer venía a cocinar y que se quedaría los días que estuviera él. Así lo había arreglado con Larsen. Ella montó el caballo delante de Manríquez y protestando todo el viaje, llegaron los tres nuevamente a La Azucena.
A Piedra no le gustó ver las botellas que Manríquez traía en su valija, pues contradecía la ley no escrita de no llevar alcohol al campo. Las experiencias que tuvo al respecto siempre habían terminado mal.
Los primeros días no hubo mayores cosas para contar - prosiguió Piedra, mientras terminábamos el café – y la rubia no cocinaba demasiado mal, aunque tenía una costumbre de agregar mucho ajo y a mí, el ajo, lo sabes, no me hace muy bien”.
“Pero al cuarto o quinto día, mostramos la hilacha. Yo volví rengueando a la casa a curarme una herido que me hice con un clavo en los corrales. No era mucho y solo hacía falta limpiarla con el agua oxigenada que estaba en el botiquín” “El Tijera”, mientras tanto,  se sentó con la espalda contra la pared del galpón para descansar y sacó de un bolso que llevaba, una botella de cubana Sello Verde”.
“Me acomodé frente a la mesa de la cocina y saqué las pocas cosas que había en la caja que hacía de botiquín. Paper Doll primero miraba y luego se fue acrcando y se ofreció a ayudar a vendarme la pierna lastimada”.  “Para esto tuve que quitarme el pantalón y me quedé en calzoncillos. La rubia se arrodilló en el piso entre mis piernas, e inició un desprolijo vendaje”.
Parece que estaban en eso cuando Piedra escuchó un grito y vio que la puerta se abría. Con la tijera en la mano, Manríquez ingresó a la pieza y le gritó “Puta de Mierda” a la “Paper Doll”. La mujer se incorporó y giró hacia él. Y el clavó bajo el brazo de ella, hasta el mango, la tijera de esquilar.
“Enredado en mis pantalones, yo también me incorporé. Manríquez me enfrentó y me tiró un tajo que desvié con este brazo derecho. Pero con el puño izquierdo, la punta de un brazo que siempre me dio satisfacciones, le conecté la mandíbula y sentí como se desmoronaba ante mí”.
“Rápido tomé una cuerda que colgaba cerca de la ventana y lo maneé a Manríquez, como manean los chilenos a las ovejas para esquilarlas. Luego me fijé en la mujer. Ella estaba inmóvil y cuando me acerqué a su boca, me di cuenta que había dejado de respirar”.
Con dificultad, pues me dolía mucho y había perdido bastante sangre, ensillé a la yegua mansa que estaba en el corral cercano.
Montado en ella me fui a La Esperanza y allí le conté al policía lo que había pasado. Al rato había una comisión policial en La Azucena.
Como verás mi querido tordo, esa es la historia de mi brazo. Lo debería haber adivinado el primer día; como cuando éramos chicos, se dio lo del juego: la Tijera corta al Papel, el Papel envuelve a la Piedra y la Piedra rompe la Tijera”.

Cipolletti, Agosto 2012

sábado, 7 de julio de 2012

El Dr. Arturo Illia en Río Negro


Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
En el verano de 1982 el gobierno militar en Argentina se sentía debilitado; el consenso inicial de grandes sectores de la población se estaba diluyendo, la situación económica del país estaba en franco proceso de  deterioro y la presión política internacional lograba hacerse evidente.  Los partidos políticos comenzaron a moverse, desembarazándose de una quietud que, con claras excepciones sin duda, los caracterizó por muchos años luego de la terrible dictadura que tuvo inicio en Marzo de 1976.



Arturo Umberto Illia
Arturo Umberto Illia
Arturo Umberto Illia con la banda Presidencia



En este marco visitó la Provincia de Río Negro, el Dr. Arturo Illia, presidente de Argentina hasta que fue derrocado en Junio de 1966 por la estructura miliar existente en ese momento y en un turno de dictadura anterior al iniciado en el 76. El Dr. Illia ha sido uno de los dirigentes más prestigiosos de la vieja Unión Cívica Radical en toda su larga historia, con una clara imagen de honradez, espíritu patriótico y bonhomía.
El objeto de su viaje fue la de despertar la conciencia cívica y la actividad política de los afiliados de su partido, que en situación latente se podían encontrar en cada pequeño pueblo de esta provincia y del resto de la extensa superficie nacional.
Para los primeros días del mes de Abril y junto a una pequeña comitiva que lo acompañaba, llegó a la ciudad de General Roca. Se hospedó en uno de los hoteles céntricos de esa localidad y visitó desde allí varias poblaciones del Alto Valle.
Viejos radicales de la ciudad de Cipolletti comenzaron a moverse. Apareció en una de las páginas del diario Río Negro un pequeño aviso invitando a quienes sentían respeto y afecto por don Arturo, que se acercaran al local del Comité partidario Allí se habría de discutir las características de un acto que se quería hacer en homenaje a su persona.
Varios nos acercamos y definimos un acto sencillo pero, esperábamos,  simpático. 
Para nuestra sorpresa, esa mañana habíamos amanecido con la noticia de la invasión a Malvinas por parte de las fuerzas armadas del país. En un claro intento de revertir un proceso de desprestigio, la cúpula militar había puesto a Argentina en guerra contra las potencias del mundo: una locura concebida entre la ignorancia y la sensación de impunidad. Muchísimos argentinos sintieron la llama del entusiasmo. A la tarde la Plaza de Mayo en Buenos Aires se llenó de gente y en todo el país se multiplicaron los actos de una inconsciente adhesión.
El sábado 3 de Abril, a las 17.00 hs. casi en punto, ingresó a la sala donde lo esperábamos, el Dr. Arturo Illia. Corbata y un traje oscuro, de lanilla a pesar del calor del temprano otoño, un andar algo encorvado y saludando a quienes lo esperábamos, con firmeza pero con algo de timidez.
Rápidamente lo pusimos al tanto del programa y le informamos que había representantes de todos los partidos con actuación en Cipolletti, pero también de la vecina Neuquén, pues no se había previsto una visita similar a esa ciudad. Había también una delegación de escolares que lo querían entrevistar para el periódico de su escuela. Me agarró del brazo y me dijo “ … a esos niños los atiendo primero, pues no tienen por qué esperar y aburrirse con los adultos”.
Terminada la conversación con tres chicos con guardapolvos blancos, comenzamos el acto formal. Los representantes de cada partido, por turnos, hablaron subrayando por igual el honor de contar con la presencia del Presidente que fuera un ejemplo para los argentinos. Este luego contestó con voz algo cascada, agradeciendo la presencia de todos e invitando a cada agrupación a organizarse y asumir la responsabilidad por el destino de nuestras comunidades: “… no habrá quien lo haga por nosotros, no tiene porque hacerlo, ni debemos permitir que lo haga.”
Cuando el acto finalizó y estábamos todos conversando dentro  y fuera del local, se aproximó al ex Presidente uno de sus colaboradores. Acercándose a su oído, le dijo que la policía local informaba que se había recibido en General Roca, una comunicación telefónica desde la Casa Rosada en Buenos Aires.  “Doctor – le susurró – lo invitan como ex Presidente al acto de asunción del General Menéndez como Gobernador de las Islas Malvinas, el día 7”  Por unos instantes Illia guardó silencio. “Dígale – contestó con suavidad – que yo no pienso otorgar legitimidad a todo esto con mi presencia. No voy a ir.”

martes, 1 de mayo de 2012

Muerte en Malvinas




Pedro Dobrée

pdobree@neunet.com.ar

Carlos Solís fue un pequeño poblador de la zona de San Julián, unos 70 kilómetros adentro, hacia el pueblo de Cañadón León, que ahora se llama Gobernador Gregores.

Se había casado temprano con Graciela Epumer, la hija de una familia tehuelche que supo vivir en Camusu Aike. Con ella tuvo un hijo que llamaron Marcelo y que cuidaron ambos con gran cariño. Cuando el niño cumplió 7 años, acordaron que era necesario llevarlo a la escuela.

Carlos Solís tenía una hermana que vivía en San Julián y estaba casada con Domingo Antonino, un empleado de la sucursal local de La Anónima.  Carlos y Graciela resolvieron que ella y Marcelo vivirían, durante el ciclo lectivo, en la casa de los parientes en el pueblo. Carlos haría un aporte mensual para comprar comida y gastos, pero permanecería en el campo, al cuidado de los animales que tenían allí. Como el ciclo lectivo en San Julián se iniciaba en Marzo y terminaba en Diciembre, como en el resto del país, la familia volvía a reunirse en el campo en los meses del verano y este arreglo le permitía a Graciela colaborar con su esposo durante la esquila de las ovejas, tarea central de la cría de hacienda en la Patagonia.

Cuando Marcelo cumplió 12 años, Graciela enfermó y fue hospitalizada en el hospital provincial de San Julián. Luego de 2 meses de internación y de un cambio notable en su fisonomía de modo que amigos y vecinos no la reconocían, volvió al domicilio de su cuñada donde a la semana falleció.

Ese verano Marcelo fue al campo y vivió allí con su padre, pero en Marzo bajó al puerto para  empezar el primer año del colegio secundario. Esta rutina lo mantuvo durante todo el tiempo que le llevó estudiar y cuando terminó, Carlos bajó al puerto para estar presente en el acto de colación de grados. Con lágrimas que no pudo disimular, vio como a su hijo le entregaron el diploma y nunca sintió tanto la ausencia de Graciela a quien, decía luego, nada le hubiera gustado más que estar allí con él, viendo lo que él veía.

Aunque Marcelo tenía facilidad por las matemáticas y su padre insistía para que fuera a Comodoro Rivadavia, a estudiar Ingeniería en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. Pero Marcelo se opuso al pedido de su padre y quiso ir con él, al campo, donde pasó todo el año. En Enero de 1982, mientras visitaba San Julián, Marcelo se encontró con una citación del Ejercito Argentino, que le informaba que debía presentarse en el Comando de la XI Brigada Mecanizada, en Río Gallegos, al mes siguiente.

Carlos se inquietó pero se resignó a la ausencia del hijo: “un año pasa rápido”, se decía.

A principios de Abril, como en todas las mañanas, prendió la radio a pilas que tenía sobre la mesa de la cocina. Por ella escuchó mientras preparaba el mate, que el gobierno militar de la Argentina había invadido las Islas Malvinas y que las reconquistaba para la felicidad del pueblo argentino. En la Plaza de Mayo, allá lejos en Buenos Aires, la gente se agolpaba para celebrar. Se preocupó mientras pensaba en Marcelo, en Río Gallegos, de uniforme.

A los pocos días tuvo que bajar al pueblo a buscar las provisiones que le harían falta para el invierno, “ …no muchas, total vivo solo”.

En la segunda tarde y luego de terminar de hacer lo que tenía previsto, decidió pasar por el Bar de Juan Pedernal, en la calle Colón, cerca de la  esquina con Fagnano. Juan trabajaba en la empresa provincial que atendía el suministro de electricidad en el pueblo y era un viejo socialista, probablemente el único en todo San Julián.

“Qué te parece esta guerra – le preguntó Carlos a Juan – tendrá sentido lo que hace el gobierno?”.

“Ninguna guerra tiene sentido – fue la respuesta – y esta menos, pues su objeto es más buscar consenso político para el gobierno que conquistar una tierra que … para qué la queremos? decime vos”.

Carlos terminó la ginebra que tenía en el vaso y lo depositó suavemente sobre la barra. Con la cabeza gacha, como abatido, saludó a Juan y algunos más que estaban en la sala. Lentamente subió a su vieja camioneta mientras sentía el roce de la carta que recibió esa mañana de Río Gallegos y por la cual Marcelo le explicaba que había sido embarcado junto al resto de su regimiento “ …no te preocupes, dicen aquí que no tendremos que pelear”, leyó en uno de los párrafos.

En los últimos días de Abril y la primera quincena de Mayo, nevó mucho en la pampa alta donde Carlos tenía sus animales. Una tarde, mientras Carlos recorría cañadones y faldeos, buscando ovejas aisladas por la nieve, su caballo resbaló y cayó de costado apretando la pierna de su jinete contra el suelo. El caballo se levantó y inició un galope con rumbo al casco de la estancia. Carlos en el suelo, sintió el dolor agudo de un tobillo roto. Se arrastró hacia el reparo de una roca grande que sobresalía del faldeo; allí se tendió buscando leña pequeña para prender un fuego, pero cuando pudo sacar los fósforos del bolsillo de la campera, vio que estaban mojados. Miró al cielo del atardecer y vio que estaba aclarando para helar fuerte esa noche. “En las casas – pensó - no hay nadie y nadie percibirá mi ausencia”. El terror empezó a invadirlo.

En San Julián, en la casa de la hermana de Carlos, recibieron esa misma tarde una comunicación del Ejército. Informaba a la familia que el soldado Marcelo Solís, había fallecido defendiendo la Patria, en un descampado cercano a Puerto Darwin.


martes, 17 de abril de 2012

Mi Patagonia dificil I

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


Dos zainos malacara y una yegua gateada,

cuatro perros flacos, de cara hambreada.

Peón para la esquila,

apero que se alquila;

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Hojas y ramas de altos álamos en fila diciplinada

filtran luna y viento en vieja estancia abandonada

a orillas de la estepa

el recuerdo se aleja,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Husmeando entre matas un zorro colorado

mirando su presa, un halcón de la nube colgada

Polluelos de codorniz

el silbido de una perdiz

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Mate amargo, una cama y carne asada

no se nuega al llegar, la tarde pasada,

a caballo algún viajero

con perros y un “pilchero”

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Por el faldeo, un “piño” para la señalada,

olor a bosta y en la boca sensación salada,.

Siempre el vendaval

nos llega el salitral;

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Ríos del desierto, agua fría y gran correntada,

biguá, kaiken, bandurria y trucha salmonada,

largas orillas de sauzal

laberintos de cañaveral;

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Sueños de desarrollo, promesas  electorales e ideas proyectadas,

mentiras, locuras, ambiciones, egoísmos y esperanzas frustradas.

Me ha quedado solo el frío

y el viento, que ya eran míos;

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Vieja huella, por los carros hace mucho tiempo abandonada,

luego del faldeo, hacia el oeste, se torna en “picada”

para ir a lo de Mansilla

serpentea entre la jarilla;

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Huellas de monstruos asustan en la arena apretada,

troncos y ramas de piedra, avisan desde eras pasadas,

y en la estepa y el páramo,

rastros viejos del océano,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.



Tropas y barcos invasores de la brasileña armada,

derrotados a la tarde, en Cerro de la Caballada,

de las banderas son despojados

por los corsarios y los esclavos,

mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

jueves, 29 de marzo de 2012

Mi Patagonia difícil

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Nuevamente los "limericks". Esa forma de versificar tan propia del ambiente universitario inglés y que, dicen, nació en Irlanda. Pero ahora alejada de sus formas procaces tradicionales y sirviendo como vehículo para expresar cariño y nostalgia por una Patagonia en la que crecí.

Animales antiguos, guanacos y avestruz cazada,
caverna oscura, pintura rupestre, mano pintada;
por el Bajo Caracoles
pasaron millones de soles,
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

País de historias y de leyenda forjada,
de oro, indios muertos y alma salvada.
De piratas ingles
y colonos galeses,
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Antonio Soto, “Facón Grande”, “Gorra Colorada”
en el 21, la huelga, en Santa cruz por todos votada
Y luego el coronel Varela
tiñó de sangre sus telas:
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

El agua dulce se mezcla con la de gusto salado,
en la ría del Santa Cruz, recuerdos del pasado.
Toninas pescando,
la marea bajando
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

En el puerto galpones de chapa, de pared despintada,
filas de fardos de lana esperando en la playa soleada;
para ser estibados a mano
pronto llega el “Asturiano”
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Algas marinas y conchillas sobre la playa empedrada,
barrancas, que la ola siempre en romper está empeñada,
las gaviotas del puerto
olor a pescado muerto,
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Mata negra, pasto coirón, olor a asado,
mañanas tempranas, nubes color rosado,
es la calandria que cantacuando la helada levanta
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Viento frío que baja del oeste nevado,
el cañadón es refugio del aire helado;
orillando el chorrillo
siento olor a tomillo
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Cañadón León, Tres Cerros y Piedra clavada,
Faldeos del Coyle, buenos campos de invernada
costa del río en Chicurukaike, 
Cañadón de las Vacas, Doraike,
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

Bajando del faldeo y buscando el vado
pisando las piedras, cruzando al prado
viento y perfume,
todo lo resume
mi Patagonia difícil, mi tierra amada.

martes, 6 de marzo de 2012

Los cuatro vientos

Marzo 2012
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

El viento del oeste es el persistente
El que baja de las laderas congeladas de las montañas
Y busca su camino por la árida estepa,
Levantando polvo.
Es el viento que oscurece las crestas blancas de las olas en la playa
Y que castiga nuestras espaldas, cuando sentados en la arena miramos jugar a las toninas.
Es el viento que se arrincona y persigue a las hojas y a los papeles,
Provocando un giro sin razón y sin fin.
Es el que dobla los árboles
Convirtiéndolos en brújulas
Que  indican siempre el levante.




El viento del norte es caliente.
Viene de los trigales de la pampa,
De las selvas misioneras
De las montañas bagualeras.
Es el viento que nos vuelve locos,
Que provoca el mal humor en los hombres y en los animales.
Es el que seca el pasto y las flores,
Convirtiéndolos en papel.
Es el que alienta las llamas de los incendios,
Hinchando a los monstruos del fuego.
El viento del este es la esperanza
La esperanza de la tierra seca
Y de las semillas que yacen bajo la superficie, esperando pacientemente el llamado.
Es la esperanza de las lagunas y de los arroyos,
De los zorros, de los horneros, de las avutardas y de los guanacos.
Es la esperanza de los hombres y de las mujeres,
Que añoran el olor de la tierra mojada,
El olor amargo de los eucaliptos luego de la lluvia.
Y la sensación de suavidad en la piel.
Porque el viento del este,
Es el que trae las tormentas eléctricas
Y acumula nubes hinchadas de agua
Es el que en ocasiones  llama a los truenos y a los relámpagos,
Y en otras a las lluvias suaves y penetrantes.
El viento del este calma los espíritus y recuerda a los hombres
Que la vida vuelve a nacer.
El viento del sur es frío,
Llega presuroso de las heladas tierras polares;
Barre a su paso las nubes
Y  habilita absolutamente la presencia del sol.
El viento sur limpia el aire de polvo,
Se cuela entre las ramas de los álamos de las viejas estancias
Y alumbra con la luna, los nidos de los pájaros
Dispersando un rumor hacia allá de las hojas
 Que inmoviliza por un instante la respiración de los hombres.
Cuando se mira hacia el sur y el viento acaricia las sienes y las mejillas,
Desaparecen los dolores de cabeza, el corazón late con mayor ritmo
Y, si es primavera,
El aire se puebla con el olor de las flores de la mata negra.


domingo, 19 de febrero de 2012

El loro peronista


Pedro Dobrée

pdobree@neunet.com.ar

Por vivir en Patagonia y tener buena parte la familia en Córdoba, con mi esposa hemos hecho innumerables viajes entre el Alto Valle del Río Negro y la ciudad de Córdoba.

Como casi todos estos viajes fueron hechos en automóvil, he podido transitar muchísimo por la ruta Nacional 35, que une las ciudades de Bahía Blanca y Río Cuarto.  Pero antes de llegar a ella hay que viajar por la estepa del norte de la Patagonia, cruzar el río Colorado y luego avanzar por el oeste pampeano.

Mucha gente se queja de la aridez y la uniformidad de estos tramos, pero yo siempre he encontrado razones para entretenerme en esas largas horas de manejo, con la familia durmiendo, buscando motivos para mi curiosidad en los pocos animales que se observan a la vera del camino, como zorros o liebres o martinetas, o alguna enorme araña cruzando el pavimento. Me preguntaba también por los habitantes de las pocas viviendas que generalmente se anuncian con carteles al lado del camino: Estancia La Mabel, o La Quien Sabe, o la Primera Argentina. Puesteros, propietarios, encargados de majadas o rodeos, esposas e hijas, conviviendo con la jarilla, los salitrales y la soledad.

Pero luego de varias horas de viaje llegábamos al valle en donde está la población de General Acha y que está conformado por viejas dunas y poblado de enormes caldenes, que son árboles hermosos que brindan gran sombra a los animales en las tardes de calor del verano y en cuyas grandes y redondas copas anidan calandrias, horneros y palomas.  En los alrededores de General Acha están los paisajes rurales que de todo el país, más me atraen: la Laguna de Utracán, los parajes de Algarrobo, al oeste, y Padre Buodo al este, en donde se accede a la Ruta 35, y finalmente sobre esta ruta hacia el norte, lo que hoy es el Parque Luro, con su gran casona que ahora es de la Provincia de La Pampa y la laguna siempre poblada de flamencos rosados.

Algo más al norte se pasa por la ciudad de Santa Rosa. Me acuerdo que en los primeros años que la conocí era una población relativamente pequeña, polvorienta y ventosa. Hoy es una ciudad capital de provincia, moderna, de parques prolijos, calles amplias y vecinos amables.

La última ciudad pampeana sobre la 35 es la de Realicó, y a pocos kilómetros está la primera cordobesa, Huinca Renancó.

Realicó es una pequeña ciudad que vive de la actividad agrícola ganadera de su entorno.Tiene una linda plaza central, varios barrios de casas construidas con fondos de la Provincia y de la Nación, un centro comercial dinámico y una zona de casas quintas. Como curiosidad es de destacar que su calle principal no se llama ni San Martin, ni Belgrano, ni Roca; tampoco se llama 9 de Julio ni 25 de Mayo. Se llama Avenida Tomás Mullally, en homenaje a un descendiente de irlandeses que es considerado el fundador del pueblo.

Huinca no está exactamente sobre la ruta, sino a 1 a 2 kilómetros hacia el oeste de esta; pero en el lugar desde donde parte la calzada que une la ruta con el centro de la pequeña ciudad, se han construido con los años, comercios que tienen que ver con el tráfico pasante: un restaurant, un par de bares, un taller mecánico y, hace algunos años, una estación de servicio.

Solíamos parar en este último; cargábamos combustible, íbamos al baño, renovábamos el agua caliente del termo para nuestro mate y los chicos aprovechaban para visitar a un loro verde de regular tamaño, que siempre estaba en una jaula, a la sombra del edificio. Este loro tenía una particularidad que lo hizo famoso en la región y para muchos de los que utilizábamos la ruta: tarareaba, en forma muy reconocible, algunas estrofas de la marcha peronista. A mis hijos les encantaba escucharlo y siempre lo entusiasmaban para ello.

Hace ya algunos años que la firma que explotaba la Estación de Servicio quebró. Las instalaciones se han ido deteriorando cada vez más y del loro no hemos tenido más noticias.


domingo, 29 de enero de 2012

Allá en la Patagonia


Pedro Dobrée

Ya hace algunos años tuve la oportunidad de leer un libro muy simpático. Algunos de Uds. seguramente lo conocen y se han emocionado como yo; fue un pequeño éxito editorial recibiendo, me acuerdo, buenas críticas.
Me lo había recomendado mi madre, que en esos años aún vivía, y me comentó que hasta cierto punto las circunstancias descriptas le recordaban las de su vida en la Patagonia, luego de casarse en su Córdoba natal y viajar a Santa Cruz con su marido, que administraba una estancia de ovejas.
El libro que recuerdo hoy es “Allá en Patagonia” (Bamberg, 1995) y es una recopilación de cartas que se escriben una joven alemana que viaja a Patagonia con tres hijas pequeñas para acompañar a su marido, y su madre que se queda en Berlín. La recopilación está a cargo de la mayor de las pequeñas hijas, que luego se casó con un médico, también alemán, vivió muchos años en Argentina y finalmente volvió a Berlín.
Hace poco, volviendo de un muy interesante viaje por la Ruta 40 al sur, dormimos, mi esposa y yo, en Esquel. Antes de cenar visitamos el centro de la ciudad y la Librería Patagónica, que tiene en sus anaqueles una muy recomendable cantidad de libros “raros y agotados”. Allí me di a conocer como el autor de “El Gran Arreo”, cuando pregunté si lo tenían para la venta.  “No lo tengo en estos momentos – me respondió Don Roberto Müller, el librero – pero hace pocos días que me lo pidieron”. “Quién se lo pidió?  “La hija de una de las hermanas de María Bamberg; había escuchado un comentario por radio de su libro, se interesó y lo quiso comprar”.
Esta acotación nos hizo llevar la conversación al libro que menciono al principio y coincidir ambos en que nos había gustado. “Es la esencia de la acción pionera en Patagonia” me dice el alemán Müller.  “Ahora ha escrito otro; se llama “Memoria de dos mundos” (Bamberg M. , 2011) y cuenta sus experiencias propias en Argentina y en Alemania.
Rápidamente lo compré. Fue escrito inicialmente en alemán y editado en 2004. Luego fue traducido al castellano y editado en Buenos Aires el año pasado
No tiene este segundo libro el ángel del primero. La pluma ingenua de las cartas de la madre, es de alguna manera superior a la profesional de la hija, pero no por esto carece de interés este nuevo. Puede calificarse como una autobiografía en donde la autora describe, uno a uno, las circunstancias más importantes de su interesante vida.
Empieza recordando los primeros años a orillas del lago Ghío en Santa Cruz y luego en la estancia del territorio del Neuquén. El libro continua en Alemania donde las chicas fueron a estudiar, presenciando las primeras manifestaciones del nazismo. Continúa con la vida en la Córdoba universitaria y luego con su marido médico en San Rafael de Mendoza.
Finaliza nuevamente en Alemania, en su amado Berlín, donde su marido instala su consultorio. María descubre allí, lo que se escribe aquí: la literatura sudamericana. Y se convierte en una traductora al alemán de gran cantidad  de lo escrito en castellano en América. Escribe también sus memorias en la lengua de sus padres. Un grupo de amigas sudamericanas residentes en la capital alemana, le sugieren que traduzca su propio libro al castellano; este es el que acabo de leer con deleite.

Bibliografía

Bamberg, M. B. (1995). Allá en la Patagonia. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.
Bamberg, M. (2011). Memoria de dos Mundos. Buenos Aires: Ediciones B.