jueves, 23 de agosto de 2012

Zorrino


Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Al morir su madre, tenía 13 años. Ese año fue en el que terminó séptimo grado y en el que lloró en el acto escolar de fin de curso, porque ya no vería a sus 9 compañeros que también terminaban. Don Abelardo Quitranqueo, su padre, le había dicho que necesitaba que se volviera con él al campo, pues alguien tenía que hacer la comida, lavar la ropa y cuidar la casa mientras él estuviera afuera.
El campo, Cerro de la Luna, estaba algo alejado del pueblo, por un camino de pedregullo y tránsito lento, que vialidad provincial llamaba la 60, pero que atendía en forma displicente. Eran no más de 3 leguas cuadradas, al sur de Valcheta, cruzando el arroyo Salado; luego de la 60, había que seguir una pequeña huella, entre el coirón y las piedras, que se internaba en un cañadón, por donde  sabía correr agua en la primavera, cuando la nieva acumulada arriba en la meseta de Somuncura, comenzaba a derretir.
Había allí, en “las casas”, una ruca de piedra con una cocina amplia y dos habitaciones y un baño que había construido Don Abelardo cuando se casó con su madre. Un poco alejado había un galpón y corrales. En una punta del galpón  vivía Lorenzo,  el hijo de una tía que, decía su padre, era algo sonso.
“Cuando yo no estoy, no conviene que le abras la puerta a Lorenzo: atendelo por la ventana si necesita algo” le sabía decir.
Carina pasaba largos meses en el campo y solo un par de veces por año bajaba al pueblo, con algunos pesos en su cartera para recorrer las tiendas y comprarse algo de ropa. En esas ocasiones se peinaba con más cuidado y se pintaba los labios, como veía que hacían las mujeres en las revistas que le traían.
Buena parte del día estaba sola en la casa. Su padre ensillaba la yegua y salía temprano a recorrer los cuadros más lejanos. Lorenzo hacía una tarea similar y era hábil para encontrar ovejas “de espalda” y alambres rotos. Ambos solían volver  tarde, sobre todo en verano, aprovechando la luz solar que permanecía largo tiempo después que se bajara el sol.
El día de ella también era de mucho trabajo: ordenaba y limpiaba la casa, enjuagaba los pocos platos del desayuno de los hombres y lavaba ropa. Durante la tarde despostaba la media res que Lorenzo dejaba en la cocina y preparaba la cena que en silencio, comerían los tres juntos. Las cenas eran alternativamente carne al horno o chuletas a la plancha y cada tanto picaba carne y hacía empanadas que tanto Lorenzo como su padre, comían con entusiasmo.
Atrás de la casa había un pequeño reparo y allí convivían unas pocas gallinas con una pava. Temprano todas las mañanas, repartía un poco de comida, buscaba algún huevo y se fijaba si los animales tenían agua.
Todas estas tareas las hacía ella con la sola compañía de Zorrino, un perro de raza indefinida pero con algún antecedente de galgo. Lo llamaban así, porque el día que apareció, herido y flaco, tenía un inaguantable olor a zorrino, que no lo abandonó sino luego de dos meses. El perro prefería quedarse con ella, a salir a la siga de los hombres.
Aprendió a jugar con Carina y una tarde en que estaban solos en la casa, ella estaba sentada en una silla de la cocina y le tiraba un trozo de madera que el invariablemente corría a recoger con la boca para devolvérselo. Exhaustos ambos, ella lo tomó de la cabeza y le acarició detrás de las orejas; el perro, saltando entre sus piernas, hundió su cabeza bajo la pollera de Carina. Con su lengua rozaba el interior de sus muslos y llenó de baba el algodón de sus calzones.
 “Salí Zorrino; Zorrino cochino”, gritaba ella, mientras reía.
El juego se convirtió en una costumbre entre la mujer y el perro y con frecuencia ella lo llamaba y se tiraba al piso, habiéndose previamente desnudado bajo la falda. El perro llegaba e inmediatamente ponía su cabeza entre las piernas de ella. Muy excitado, el animal se arrimaba a ella e iniciaba movimientos similares a los que Carina veía cuando un carnero montaba una oveja; ella le respondía acariciándolo.
Una tarde de calor en verano, Carina jugaba con Zorrino y volteó la cabeza para mirar por la ventana; no estaba segura, pero vio un movimiento de alguien que desaparece tras los arbustos frente a la cocina. Habrá sido Lorenzo?
Antes de ir a dormir esa noche Carina notó la falta del perro. Pensó que se había alejado tras una liebre, pues con frecuencia hacía esto. A la mañana tampoco lo vio y por ello salió a caminar por los alrededores de la casa.
Detrás de una lomada, a no más de 300 o 400 metros de los corrales, lo encontró. De espaldas sobre la dura y pedregosa tierra, con el sol fuerte y vertical secando la laguna de sangre sobre la que estaba acostado, vio el tajo enorme con que le habían abierto la garganta.
Cipolletti, Agosto de 2012

miércoles, 8 de agosto de 2012

Papel, piedra y tijera

pdobree@neunet.com.ar

Cuando di la vuelta, dejando la Av. Roca para caminar por la vereda de Estrada, el viento frío de la mañana me golpeó la cara, obligándome a entrecerrar los ojos para evitar la arena. Apuré el paso para guarecerme en el “porche” del viejo bar La Ría, de Don Carmelo Fernández  Laguna. No iba allí por el café, que no era malo pero tampoco, sin dudas, el mejor de Río Gallegos. No iba además, por alguna nueva moda de los grupos tribunalicios santacruceños, a quien yo quería pertenecer desde hace poco más de un año, al volver de Córdoba, recibido de abogado. En realidad sabía ir allí para ver e intercambiar algunas palabras con la hija menor de Don Carmelo, que si yo tenía suerte y acertaba el día, atendía las mesas.
Miré por los vidrios del porche, hacia la pequeña sala que no contenía más de 8 mesas, reconocí, algo echado hacia atrás en la silla, mirando por la ventana a la calle, a Luján Bohórquez, un boxeador retirado, que tuvo su momento de fama regional, con algunas peleas memorables en el Rocha y una derrota estrepitosa en Bahía Blanca.
Los periodistas, por la fuerza de sus brazos y el peso de sus puños, le empezaron a llamar Mano de Piedra Durán, pero este era un apodo demasiado largo y la gente, y luego también los periodistas, lo llamaron simplemente “La Piedra”.
Cuando yo era todavía un adolescente, sabía jugar los sábados un picado en las canchas sobre la ría, cerca del muelle comercial. Allí conocí a “La Piedra” y entablamos cierta amistad, que luego continuamos cuando, siendo estudiante universitario, volvía en el verano de Córdoba.
Abrí la segunda puerta me vio y levantó la mano para saludarme. Luego cambió el saludo por una convocatoria a que yo me sentara en su mesa y se levantó a abrazarme cuando me fui acercando. El ademán lo hizo con un solo brazo, el de la zurda, porque el otro lo tenía inmóvil, pegado al cuerpo y sostenido por un cabestrillo.
“Tordo viejo y querido, como estás? “Piedra”, un gusto de verte; cómo estás vos? qué te ha pasado en este brazo?. Bah… es largo para contar, pero si me aceptás un café, lo puedo hacer. Me encantaría, sentémonos….
Nos sentamos ambos en la pequeña mesa y yo busqué por la sala a quien nos atendiera. Desde detrás de un pequeño mostrador, sobre el que había una maquina de café y varios vasos, me sonrió Adelina. Me pareció que me sonrojaba, pero “La Piedra”, por suerte, no parecía haberse dado cuenta.
“En el otoño pasado me pidió el gringo Larsen que le cuidara la estancia La Azucena, la que tiene detrás de La Esperanza. Debía bajar la hacienda a un campo de invernada que tiene cerca del río Coyle y luego solo quedarme en la casa, con dos caballos de caballeriza y las gallinas. Llegué con una gran cantidad de alimentos para todo el invierno y varias bolsas de maíz y de sorgo para el gallinero. Los caballos tenían un potrero frente a la casa donde no nevaba con frecuencia y una buena cantidad de fardos de alfalfa que Larsen había cortado al final del verano. Algunas pilas para la radio con la cual podía escuchar LV 12, la AM aquí de Gallegos y nada más.   
“Que perspectiva…” atiné a decir.
 Adelina nos trajo dos cafés. Me volvió a sonreír y yo nuevamente me sonrojé. Pero recomponiéndome, me volví hacia mi compañero de mesa y me dispuse a escucharlo.
“En el mes de Mayo bajamos la hacienda de los campos de Laguna Alta que son los que Larsen tiene para la veranada. Me ayudó “Piche”  Oyarzún, un hombre que en realidad trabaja en el hotel de La Esperanza y que pidió una semana de licencia para darme una mano y ganarse unos pesos extras. El arreo demora dos días y otro más requiere juntar el piño”.
Terminado esto, Piche se despidió y Piedra se quedé solo, si no se considera la presencia de un perro con que encontró cuando llegó. Fueron largos días en donde se dedicó a colocar algunas trampas para zorros colorados y mantener los ojos abiertos por si veía algún puma darse una vuelta por las casas.  Me explicó que este año se cotizaban muy bien las pieles y que aspiraba a juntar una buena cantidad, para vender luego en Gallegos, entrada la primavera.
Le fue bien con los zorros, pues una vez que la nieve alta los había obligado a bajar la hacienda, desalojando las pampas de arriba, los zorros, hambrientos, pusieron sus ojos en el gallinero de Larsen y en el potrero cercano donde había capones y algunas ovejas, destinados a sostener la dieta de Piedra. Esto los arrimó al cañadón donde estaban los corrales y la casa.
El invierno pasó sin mayores sobresaltos, si se pasa por alto dos encuentros con pumas, uno en Junio y otro a fines de Agosto, que sin entrañar demasiado peligro, al Piedra “ … se le pusieron parados los pelos de la nuca ..”  o así me lo confesó al menos.
Ambos hechos sucedieron cerca del potrero de los capones. En un caso hubo una resolución rápida con una carabina mientras el animal escapaba, tan asustado como el mismo Piedra.  El otro fue más complicado y el animal murió al recibir un tiro en los pulmones, mientras avanzaba hacia su agresor.
La nieve caída no fue muy importante; en los campos altos hubo, durante dos meses, cerca de 50 cms., pero en los valles y en los cañadones bajos, en general solo hubo manchas y abajo junto al río, no llegó a acumular.
Hacia fines de Agosto bajó al boliche de La Esperanza para comprar yerba, sal y harina. allí encontró un mensaje de Larsen que le informaba que 13 de Septiembre estaría en La Esperanza Alberto Manríquez, llamado “Tijera” Manríquez, porque tenía fama de ser un muy rápido esquilando con tijeras manuales. 
Era bueno esquilando ovejas; ya sea totalmente o solamente los ojos, como se sabe hacer en primavera con animales cuya lana ha crecido mucho en la cabeza, tanto que no les permite ver el pasto y, al no comer, se debilitan hasta morir.
Para esto es que lo mandaba Larsen. Se suponía que entre ambos traeríamos los animales a los corrales y luego de varios días de trabajo, los volveríamos a largar, pero ahora con los ojos esquilados.
El día indicado en el mensaje, volvió a La Esperanza, con un caballo ensillado a tiro.. Perdió tiempo jugando al “cacho” y al truco con varios que estaban también allí, hasta que, a mediados de la tarde,  paró un vehículo que luego siguió hacia El Calafate. De este bajó el “Tijera” Manríquez y una mujer: rubia, flaca y con la cara pintada en exceso. Hablaba con un fuerte acento extranjero y dijo que le gustaba que le dijeran Paper Doll, aunque su nombre era otro, pero Piedra no podía recordar.
Se enteró, por las explicaciones de Manríquez, que la mujer venía a cocinar y que se quedaría los días que estuviera él. Así lo había arreglado con Larsen. Ella montó el caballo delante de Manríquez y protestando todo el viaje, llegaron los tres nuevamente a La Azucena.
A Piedra no le gustó ver las botellas que Manríquez traía en su valija, pues contradecía la ley no escrita de no llevar alcohol al campo. Las experiencias que tuvo al respecto siempre habían terminado mal.
Los primeros días no hubo mayores cosas para contar - prosiguió Piedra, mientras terminábamos el café – y la rubia no cocinaba demasiado mal, aunque tenía una costumbre de agregar mucho ajo y a mí, el ajo, lo sabes, no me hace muy bien”.
“Pero al cuarto o quinto día, mostramos la hilacha. Yo volví rengueando a la casa a curarme una herido que me hice con un clavo en los corrales. No era mucho y solo hacía falta limpiarla con el agua oxigenada que estaba en el botiquín” “El Tijera”, mientras tanto,  se sentó con la espalda contra la pared del galpón para descansar y sacó de un bolso que llevaba, una botella de cubana Sello Verde”.
“Me acomodé frente a la mesa de la cocina y saqué las pocas cosas que había en la caja que hacía de botiquín. Paper Doll primero miraba y luego se fue acrcando y se ofreció a ayudar a vendarme la pierna lastimada”.  “Para esto tuve que quitarme el pantalón y me quedé en calzoncillos. La rubia se arrodilló en el piso entre mis piernas, e inició un desprolijo vendaje”.
Parece que estaban en eso cuando Piedra escuchó un grito y vio que la puerta se abría. Con la tijera en la mano, Manríquez ingresó a la pieza y le gritó “Puta de Mierda” a la “Paper Doll”. La mujer se incorporó y giró hacia él. Y el clavó bajo el brazo de ella, hasta el mango, la tijera de esquilar.
“Enredado en mis pantalones, yo también me incorporé. Manríquez me enfrentó y me tiró un tajo que desvié con este brazo derecho. Pero con el puño izquierdo, la punta de un brazo que siempre me dio satisfacciones, le conecté la mandíbula y sentí como se desmoronaba ante mí”.
“Rápido tomé una cuerda que colgaba cerca de la ventana y lo maneé a Manríquez, como manean los chilenos a las ovejas para esquilarlas. Luego me fijé en la mujer. Ella estaba inmóvil y cuando me acerqué a su boca, me di cuenta que había dejado de respirar”.
Con dificultad, pues me dolía mucho y había perdido bastante sangre, ensillé a la yegua mansa que estaba en el corral cercano.
Montado en ella me fui a La Esperanza y allí le conté al policía lo que había pasado. Al rato había una comisión policial en La Azucena.
Como verás mi querido tordo, esa es la historia de mi brazo. Lo debería haber adivinado el primer día; como cuando éramos chicos, se dio lo del juego: la Tijera corta al Papel, el Papel envuelve a la Piedra y la Piedra rompe la Tijera”.

Cipolletti, Agosto 2012