domingo, 23 de septiembre de 2012

Jimmy Grey



Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Vivía en una estrecha casilla de dos paredes de ladrillos que demarcaban un espacio de no más de nueve metros cuadrados; las dos paredes restantes y el techo, eran de chapa de cinc acanalada. La puerta, que cuando abierta hacía de ventana para la entrada de luz, daba hacia el este y permitía mirar el agua del lago y también el sol, cuando amanecían los días claros. 
El lago era el lago Cardiel. Uno de los lagos más grandes de  Santa Cruz, alejado de la cordillera y claramente rodeado por la estepa central de la Provincia. No tiene una salida, como la tienen los lagos  cordilleranos que desaguan, directa o indirectamente, en el Atlántico. En realidad, tampoco tiene una entrada, es decir un río que sirviera de afluente. Solo ingresan aguas cuando llegan las épocas de deshielo y se llenan los cañadones por donde corre barro, ramas rotas de mata negra y briznas de pasto coirón, sirviendo de escurridor a las pampas altas cercanas, que se han cubierto de nieve en los meses del invierno. El lago tiene aguas con un muy suave gusto salado y sabía estar, en aquellas épocas al menos, llenos de truchas arco iris. Las truchas habían sido sembradas en la década de 1930 y como no podían salir, ni había quienes los capturaran, se reprodujeron extraordinariamente y, en tardes de viento calmo y buena luz, se veían por docenas, nadar lentamente en los pozones vecinos a las orillas acantiladas del sureste.
La casilla estaba construida sobre una pequeña planicie, continuación de la playa y cercana a la a la base del cerro Puntudo, que es una pequeña muestra de lo que fue, hace millones de años, la planicie que dejó al descubierto el mar cuando se retiró. El núcleo de este cerro habrá sido más fuerte y resistió la erosión, cuando el resto que lo rodeaba, durante decenas de siglos, bajo la acción de las lluvias y de los deshielos, se fue en búsqueda de, nuevamente, las aguas salitrosas del océano.
Saliendo por la puerta no se veía un solo árbol, nada que pudiera dar sombra en el verano o reparo en los días de viento fuerte.  A no más de veinte metros de uno de las paredes laterales, un par de matas de calafate, donde Jimmy ataba, solo de vez en cuando, un caballo flaco alazán. En la orilla del lago, la mitad fuera del agua, un bote con dos remos.
Adentro, arrimado a una de las paredes había un camastro con dos cueros de oveja y un quillango viejo y cerca de la puerta una salamandra de hierro. Con esta, el solitario habitante del lugar cocinaba, mantenía una pava caliente para tomar mate y lograba calentarse en los duros días del invierno. Colgaba de la pared un almanaque viejo y sucio, con una colorida escena de un jardín del Condado de Sussex, en Inglaterra. Contra la pared opuesta al camastro, se apoyaba una alacena desvencijada y al medio de la estancia, una mesa de madera y un par de sillas.
Desde la cordillera al oeste llegaban los vientos fuertes, y había tardes y noches en los cuales a Jimmy Grey le parecía que el techo de su casilla se volaba. En realidad, cuando quedaba poco líquido en el fondo de las botellas que sabía traer de Gobernador Gregores, el techo se volaba; y una mañana – Jimmy se acuerda de esa oportunidad – se despertó con la cara y las rodillas golpeadas contra las piedras a varios metros de la casilla y con el perro Cabo, lamiéndole las plantas percudidas de sus pies desnudos. Seguramente, pensaba Jimmy, el viento fue tan fuerte esa noche que lo había levantado del camastro, lo sacó de la pieza y lo dejó caer sobre el pedregal, a varios metros de distancia.
Jimmy era hijo de María Tanca, de la conocida familia tehuelche Tanca, que habitaba la comunidad de Camusu Aike. Su padre fue James Grey, inglés, que llegó a Santa Cruz en los primeros años del siglo pasado. Cuando Jimmy era un adolescente, su padre perdió la vida una noche fría de borrachera, en un bar de marineros polacos y estibadores pendencieros, cercano al muelle en la ría del Gallegos.
De joven había ganado prestigio como jinete, domando caballos chúcaros y ganando y perdiendo dinero en las carreras cuadreras del sur del territorio. Mi padre lo conocía por haberlo contratado como domador y por las conversaciones que supieron mantener sobre caballos, gauchos y galopadas. Hacia el final de su vida la bebida le ganó una larga pulseada y el vino, el whisky barato y la caña, le impedían subir a los caballos que en su juventud tan bien supo manejar.
Gobernador Gregores - que antes se llamaba Cañadón León,  un nombre con más simpatía - es un pueblo del centro de la provincia y está rodeado por algunas chacras de alfalfa, que se riegan con las aguas del río Chico. Allí se había instalado una pequeña empresa que envasaba carne de trucha. Jimmy fue contratado para pescar en el Cardiel y hasta allí llegaba día por medio, una vieja camioneta para recoger el pescado que se había acumulado en una barrica con sal gruesa y olor nauseabundo.  Jimmy salía todos los días en un bote a remos, menos los frecuentes de mucho viento. Lanzaba una red para enganchar allí las desprevenidas truchas y cuando le parecía que había suficientes, volvía a la costa a quitarles las vísceras.
Durante el resto del día hacía algo de comer, tomaba mate y hacia la tarde buscaba refugio en las botellas que traía del pueblo.
Yo conocí a Jimmy el año que pasé por el lago junto a mi familia. Habíamos ido a pescar una semana en el mes de Febrero, luego de haber terminado las intensas tareas de la esquila de la lana. Habíamos preparado una carpa en un rincón de tierra pareja, cercana a la orilla del lago, con paredes de piedras altas que parecían postes pétreos, apretados unos a otros. En un resguardo reparado del viento, mi madre desplegó su habitual capacidad para rápidamente convertir la carpa en un espacio parecido a un hogar. Mientras tanto, con mi padre tratábamos de engañar a las truchas con varios señuelos, atados a la punta de los hilos, que en esas épocas no eran tanzas, sino sogas muy delgadas, de algodón.
Nuestro campamento estaba a poca distancia de la casilla de Jimmy y, obviamente lo fuimos a visitar. Estaba allí desde hacía ya más de un año.
Dos cosas me llamaron la atención y las recuerdo aún hoy. La terrible soledad de la casucha en el medio del amplio descampado, y la montaña de yerba mate usada que se erguía frente a la puerta del rancho: era evidente que su único habitante no hacía más de dos pasos y volcaba el mate, para volverlo a llenar y reiniciar la ceremonia solitaria de los días que se fundían, uno a uno, en los demás.