Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Rosalino Carmona chupó largamente
de la bombilla que tenía insertado en el mate de latón enlosado. Le atraía el
gusto fuerte y amargo de la primera cebadura de la mañana que lo ayudaba a
despertarse. O al menos eso era lo que le gustaba pensar, mientras miraba la
pava calentarse sobre el pequeño anafe a gas y llenaba con la cantidad justa de
yerba el mate y colocaba, con un pequeño giro de muñeca, la bombilla algo
abollada, que luego guardaría junto al jarro, ambos prolijamente lavados, en la
alacena que se ubicaba en la pared, detrás de su silla.
Hacía 6 meses que estaba al
frente de la Comisaría de Colonia Las Heras, y no se acostumbraba aún a tener
un despacho para él solo y tener una ventana grande que le permitía ver la calle
y la poca gente y los escasos vehículos que pasaban frente al pequeño mástil
sobre la ancha vereda.
Dos años estuvo en su primer
destino como Comisario, al noroeste de la provincia, en Bajo Caracoles, un
caserío de no más de 100 habitantes. “Allí me aburrí como una ostra … ni ovejas
hay, luego de la erupción del Hudson” se
quejaba al vasco Bielsa, un compañero de camada de la Escuela de Policías en
Río Gallegos.
El ruido en la entrada del
edificio lo hizo dar vuelta su silla y mirar hacia la puerta. “Encontraron un
cuerpo” casi le escupió el agente Mileson,
respirando ruidosamente mientras se tomaba del marco de la puerta en una
postura, pensaba Carmona, muy poco propio para un policía.
“Cómo un cuerpo? qué me está
diciendo?” “Perdón Comisario, quise
decir un cadáver; apareció en la zona de Cañadón del Indio Muerto. Por el olor
parece que hace varios días que está allí; y de gracias a que hizo mucho frío
esta semana, porque …” y la inconclusa frase la complementó con un gesto que
Carmona no supo interpretar.
“Se puede saber quién es?”
“Si Señor Comisario…” Mileson
enderezó y se despegó del marco de madera “…es el viejo Saturnino Gálvez que
hace años anda por la zona, de estancia en estancia. Dicen que se desbarrancó y
calló desde gran altura y parece que murió instantáneamente”.
“Quién lo encontró? Tocaron el
cadáver?” … o hicieron las boludeces de siempre?”
“No tengo más información sobre
el particular … el que dio aviso fue Cheuquerío, el puestero de “La Siberia
Alta” … quiere que me haga un llegue?”
“Vamos a ir juntos …Tu conduce el
móvil” Con energía y precisión Carmona
tomó la campera que colgaba de un gancho en la pared, se lo puso por arriba del
uniforme, se encaminó hacia la salida del edificio y se sentó en la butaca
junto al del volante con una agilidad que sorprendía, atento al volumen de su
barriga. Mileson en silencio, subió y puso en marcha el vehículo. “Primero a
ver a Cheuquerío” fue la orden que recibió.
Mientras transitaban por la ruta
43, rumbo al oeste, Carmona observaba en silencio el paisaje. La greda blanca y
salitrosa de los barrancos, los matorrales pobres y el pasto amarillo y ralo.
Sobre la derecha del camino enripiado, cuatro caranchos luego de levantar vuelo,
revolotearon sin alejarse de lo que seguramente era algún animal muerto.
Carmona viajaba en silencio. Era
su primer muerto desde que estaba en Las Heras. Había tenido que intervenir en
una riña donde uno de los implicados terminó en el hospital local con una
herida fea de cuchillo, al costado de la cara que le agrandó la boca, pero
varios días después fue dado de alta; dos accidentes de automóviles, uno en la
ciudad y el otro sobre la ruta a Caleta Olivia, varios heridos en cada uno,
pero todos vivos; mandó al agente Mileson y a dos más, al estadio Municipal
donde el Deportivo Las Heras definía el campeonato de la Liga del Norte
Santacruceño con Cerro de Pico Truncado,
pero los espectadores fueron pocos y sin ánimos de pelea. En total la mayoría
de su tiempo fue destinado a informes burocráticos y al mate.
Y este muerto no inspiraba
confianza. Su experiencia de oficial en diversas localidades de la Provincia le
había indicado que la mayoría de los muertos no reunían las características de
los que aparecían en las policiales negras que le gustaban leer. Accidentes,
asesinatos con culpables obvios, borrachos, enfermos. Le pidió a Mileson que le
diera datos sobre el muerto: vago, borracho, solitario, mendigo rural; nada
interesante. Carmona comenzó a resignarse nuevamente.
Sobre la vera sur del camino
llegaron a un cartel con la palabra Puesto escrito con letra clara. Mileson
frenó y doblo hacia la izquierda. El camino ahora era una huella que viboreaba
entre la mata negra y los montes de incienso y calafate. En forma imprevista,
luego de una pequeña curva, apareció una casa, algunos corrales y dos álamos
apuntando al cielo.
Cheuquerío los salió a esperar en
la puerta de la casa, pequeña y prolija. Cuando frenaron delante de la
explanada de tierra, se acercó a la puerta de la camioneta. Se saludaron algo
ceremoniosamente cuando Carmona se bajó y Mileson dijo “Es el Comisario”.
Rápidamente el indio se ofreció a
acompañarlos al lugar donde se encontraba el cuerpo. Para ello se acomodó en el
asiento trasero del vehículo e indicó una pequeña huella hacia el sur. Carmona
se fijó en el tablero del vehículo que había recorrido 12 kilómetros cuando
entraron en un cañadón profundo y angosto. Sobre el costado izquierdo se
elevaba una pared de basalto oscuro que caía a pique, unos 10 a 12 metros; por
la derecha un faldeo a 45 grados, cubierto de matorrales. Era evidente que por
allí circulaba el deshielo en la primavera y en el verano temprano
; estas aguas, pensó Carmona,
alimentarían en un punto no lejano al río Deseado, luego de su confluencia con
el Pinturas.
En cuanto entraron al cañadón,
Cheuquerío le indicó a Mileson que frenara. “Aquí es”, le dijo. Se bajaron los tres del
vehículo y el puestero los guió hacia la base de la pared de piedra: detrás de
unos pastos de coirón y algunos matorrales enchaparrados, estaba el cuerpo,
mirando al cielo y con los brazos abiertos. La pierna izquierda, en una rara
posición, indicaba que estaba rota.
“Murió al golpear la tierra” aportó Mileson con tono de perspicaz "…no
hay señas de que se haya movida desde que cayó”
“Llame a la ambulancia Mileson,
para que retiren el cadáver”.
El olor del cuerpo era muy fuerte
y Carmona se llevó un pañuelo a la nariz mientras lo inspeccionaba de cerca.
Zorros y caranchos ya habían visitado el lugar y la cara era irreconocible y
faltaban dos dedos de una mano. El saco
de cuero que el pobre Gálvez llevaba puesto eternamente, estaba manchado con
algo que inicialmente no pudo Carmona identificar. Intentó oler la mancha, pero
el olor general era demasiado fuerte como para distinguir ese en particular.
“Por dónde subo?” le preguntó el
Comisario al puestero, apuntando hacia el lugar desde donde, presumiblemente, el
hombre había trastabillado. “Hay que volver hacia la entrada al cañadón, unos 300
metros y luego venir por el filo de la piedra”. “Acompáñeme - contestó el
oficial - y vos Mileson quédate a esperar a la ambulancia… que toquen lo menos
posible”.
Al llegar al lugar en donde se
produjo la caída, Carmona no encontró rastros; la superficie era en su mayor
parte, piedra desnuda y además había llovido hacía dos días. Desde allí se
extendía una planicie poblado de mata negra que luego descendía hacia el valle
del Deseado; a Carmona le vinieron ganas de orinar y mientras lo hacía, con
cara hacia el oeste, pudo adivinar la ruta provincial, a algo más de 500 metros
y por donde habían circulado ellos minutos antes. Lentamente pasó un camión con
combustibles de YPF y al cual solo se le podía ver la mitad superior de su gran
tanque.
Cuando volvieron al lugar del
cadáver, este ya estaba cargado en la ambulancia. “Quiero ver la ropa del
muerto” ordenó Carmona al enfermero que había llegado. “… no tiren nada”.
El viaje de vuelta a Las Heras
fue en silencio. La cabeza de Carmona saltaba de tema en tema. Era este un caso
en el cual podría tener un papel importante?
No era notoriedad lo que buscaba - aunque no era de desdeñar salir en el
diario, algún reportaje por radio - pero lo que verdaderamente quería, era
hacer funcionar las neuronas; buscaba una sensación de trabajo satisfactorio.
Pensaba en su apellido en el diario. Rosalino Carmona; en el colegio y luego en
la Escuela de Policías, lo sabían cargar diciendo que Rosalino no era nombre
para un hombre; ya en las Comisarías, su cargo de oficial funcionaba como un
escudo, pero ahora le gustaba su sonoridad. Podría ser mejor aún si usara
también el de su madre. Su madre había nacido en Cumusu Aike, hija de una
tehuelche chilena y de un inglés de la Isla de Man. Rosalino Carmona Black
sonaba lindo, pero ya era tarde y no veía forma de adoptar ahora el segundo
apellido.
Mileson frenó frente al pequeño
edificio donde estaba el departamento de su jefe. Vivía solo; su esposa y el
hijo estaban en Comandante Luis Piedrabuena, pueblo donde ella nació y en donde
vivía su familia. Se había quedado en la pequeña casa de un barrio provincial “
… porque el hijo iba a la escuela a dos cuadras”. Carmona sabía que esto era solo
una escusa, pero ya se había tristemente resignado. Había pensado que su
traslado desde Bajo Caracoles a Las Heras modificaría la decisión de su esposa,
pero no fue así.
Carmona bajó del vehículo y se
internó en el edificio.
Era temprano cuando preparó el
mate en su oficina. Luego de tomar el primero, el más amargo, el más
estimulante, llamó a Azucena Núñez, bioquímica de Caleta Olivia, que supo
trabajar en el Hospital, pero que actualmente tenía su propio laboratorio. Luego de colgar llamó
a Mileson y le indicó que hiciera un buen paquete con el saco y las alpargatas
de Gálvez. “ … ponele la dirección de la Dra. Núñez y apúrate para alcanzar el
bus de las 10 a Caleta”.
Recién entonces llamó al fiscal
en Puerto Deseado. Le explicó lo sucedido y aunque bien podría ser una muerte
por accidente, había algo que le daba vuelta en la cabeza y por lo que le parecía
que podría ser otra la causa. “Rosalino … debe ser por accidente. Un linyera
algo borracho puede caerse de ese barranco que me describes; y si se cae, lo
más probable es que se muera. No dudes más y mandame un informe y copia del
Certificado de Defunción”.
“Te lo mando en el ómnibus de la
tarde …” le contestó, pero pensó solo en el certificado.
Carmona sentía una suave
excitación. No era, pensó, como suponían los demás, no era una simple muerte
por accidente, aunque él no lograba sospechar que era lo que había sucedido.
Cerca de medio día, unos minutos antes de que saliera para el comedor
de Bahamondes, donde sabía almorzar todos los días, Rosalino recibió de un
agente cuyo nombre no recordaba, el informe de la autopsia del cadáver “…muerte
por golpe de la cabeza contra una piedra: hendidura del hueso occipital, con
sangrado de herida y de oídos. Rotura de miembro inferior izquierdo, fractura
femoral, por golpe contra una piedra. Ambos golpes y otros en cabeza, cuello,
hombro derecho y costillar del mismo lado, producto de la caída que sufrió el
occiso, desde una altura de 11,75, golpeando sobre la greda pedregosa del fondo
del cauce seco de un arroyo estacional. Fecha de la muerte: 6 a 7 días contados
desde la fecha del presente informe”.
A media tarde, mientras Carmona
intentaba hacer el parte semanal para la Jefatura en Puerto Deseado, recibió una
llamada. Era Azucena, desde Caleta. “En qué andás Carmona? Cuándo me vas a venir a visitar? Esas manchas
en la ropa que me has mandado fueron fáciles de descubrir … son de petróleo. De
quién es esta ropa? Para qué quieres saber esto?”. Azucena era una buena mujer,
pensaba el comisario, pero a veces su charla era insoportable. Le agradeció su
colaboración y solicitó que le enviara los resultados de los análisis por
correo electrónico.
La tarde era hermosa: calma, luminosa,
la temperatura entre 15 y 20 grados. Rosalino Carmona decidió que era una tarde
para salir a pasear. Se sentó detrás del volante de la camioneta de la
repartición y cuando Mileson hizo un amague para acompañarlo, le hizo una seña
para que se quedase. Lentamente sacó el vehículo de su estacionamiento y la
encaminó rumbo al puesto de Cheuquerío.
Fue despacio mirando
alternativamente hacia la izquierda y hacia la derecha. Las bombas extractoras
del petróleo no abundan hacia el oeste del pueblo, como sí había hacia el este.
Luego de superar los primeros kilómetros, ya no vio ningún “pingüino”, como la
gente llamaba a las bombas que al funcionar, subían y bajaban el émbolo que
succionaba en la perforación de cada pozo.
Encontró a Cheuqurío sentado
frente a la puerta de su casa, sobre una silla baja de madera y paja. Cuando se
bajó de la camioneta y se acercó. le ofrecieron un mate.
“Buenas tardes – dijo y le
extendió la mano al puestero – cómo anda Ud.?”
“Cuénteme todo hecho que le llamó
la atención en esta última semana”.
Cheuquerío lo miró sin saber que
decir. No recordaba nada notorio de los últimos días. “Únicamente los ladridos
del Cholo” e hizo un gesto hacia un
perro que dormía a la sombra de la pared de la casa. “La otra noche me levanté
por los ladridos; no vi nada, lo silbé y volví a la cama. A la mañana siguiente
anduve a caballo por allí – y señaló vagamente hacia la zona del cañadón del
Indio Muerto – encontré huellas de una camioneta; habrán sido cazadores de
liebres; vio que se paga bien el cuero de liebre esta temporada”.
Carmona lo miraba pensativo “Qué
hay en esa zona?”
“Nada; una laguna seca, un mallín
donde sabemos echar las ovejas cuando acaban de parir, la huella hacia la casa
grande de la estancia … ah .. y el caño grande que lleva el petróleo que sacan,
hacia los depósitos que están cerca de Caleta”.
“Molesto si doy una vuelta por la
zona?” Carmona era consciente que utilizaba una forma de tratar a los civiles
que frecuentemente sorprendía a sus interlocutores y a sus pares.
“Señor comisario; lo que Ud.
quiera”. Tomó otro mate y subió nuevamente a la camioneta. Cuando estaba cerca
del barranco por donde había caído el pobre Gálvez, paró, se bajó y empezó a
caminar. El sol se acercaba al poniente, aunque en la tarde patagónica todavía
habría una hora y media de luz. Caminó entre los arbustos sin saber que buscar.
A Carmona le gustaba el desierto y siempre decía que si uno sabe mirar, allí
hay mucho para ver. Una martineta levantó vuelo cuando él casi tropieza con
ella y el olor de un zorrino denunciaba una presencia escondida. Posada sobre
la rama alta de un incienso, una calandria cantaba mirándolo en forma
irrespetuosa; cuando se acercó, levantó vuelo y se volvió a posar a no más de
20 metros. El sonido del pájaro invadía el aire diáfano. Rosalino disfrutaba
especialmente estos momentos y sentía que se fundía en la Patagonia y que pertenecía
a ella, como seguramente habrían sentido sus antepasados maternos, años y años
atrás. Como en otros momentos similares, sintió que lo embargaba una profunda
emoción.
De golpe se encontró con las
huellas que había visto Cheuquerío. Los siguió, por la manera que estaban roto
las pequeñas ramas pisadas, pudo saber la dirección en que se trasladaba el
vehículo. Pero por el paso del tiempo y la lluvia caída, no pudo saber si la
velocidad era importante. Siguió las huellas y llegó hasta el caño del
oleoducto que conectaba el Área de
Explotación Pico Truncado con Caleta Olivia. Miró a su alrededor y se dio
cuenta que estaba en un bajo, en el borde de una pequeña laguna seca, algo resguardado
de la estepa circundante. Carmona no tenía experiencia en tareas petroleras,
pero le llamó la atención las muchas huellas en proximidades del caño y las
manchas importantes de petróleo en la tierra arcillosa. Caminando en forma
paralela al ducto, se encontró con tierra muy removida y le pareció que bajo la
superficie había algo enterrado.
El sol había desaparecido detrás
del horizonte y se había levantado un viento frío del sur. Las sombras largas
de hacía solo un rato, se habían oscurecido. Carmona volvió sobre sus pasos y
pensativo subió a la camioneta.
Al llegar a la Comisaría, Mileson
estaba poniéndose una campera, con la cara querer llegar a su casa.
“Mañana por la mañana me realizas
una pesquisa. Quiero saber qué movimiento extraño de camiones tanque hay en la
ciudad. Pero sin levantar la perdiz”.
“A la orden, mi Comisario –
contestó Mileson, contento por la oportunidad de jugar a los detectives – le
aviso que llamó el fiscal Bongiorno de Deseado, dice que solo recibió el
Certificado de Defunción y que le mande urgentemente el informe sobre la muerte
de Gálvez”.
“Todo a su tiempo … ya lo escribiré. Hasta mañana”.
Esa noche se acostó con la
sensación de estar ante un gran rompecabezas. Le faltaba una teoría que le
permitiera unir las piezas útiles y descargar las que no eran importantes para
armar el cuadro. Convencido que el sueño lo ayudaría a encontrar la teoría,
hundió su cabeza en la almohada y se durmió.
Demoró al día siguiente para
llegar a la comisaría; antes pasó por lo de Callejas. En el bar de Callejas se
juntaban varios hombres del pueblo: el escribano Miguéliz, el farmacéutico
Florentino Firmat, Leandro Ticó, gerente de La Anónima, Angelaccio, empleado
del Correo y Carlos Enrique Jurgens, Contador y actual Secretario de Hacienda
de la Municipalidad, estaban entre los “habitués” con lugar fijo en la larga
mesa que se armaba, a las 8 de la mañana en verano y a las 8.30 en invierno.
Había recibido, desde su llegada a Las Heras, varias invitaciones para
participar de la mesa, pero no se sentía todavía suficientemente integrado a la
localidad como para ir.
Esa mañana había sentido interés
por estar. Entró al bar y saludo en voz alta a todos. Uno le hizo una seña y le
señaló una silla vacía. Rosalino se sentó entré Ticó y un hombre que no
conocía. Ticó los presentó “Es el ingeniero Benicio Castellano, de la empresa
Wells & Pipes”. El otro sonrió y se dieron la mano.
Mientras tomó un café fuerte, que
Rosalino lo pidió cortado, Castellano le explicó que hacía la empresa que
gerenciaba. “Nos corresponde todo el mantenimiento de los oleoductos, desde los
primeros pozos al oeste hasta su conexión con el maestro, cerca de Caleta
Olivia”. “Cuáles son los problemas mayores?” le preguntó. “La corrosión y las
tormentas excepcionales con lluvias”. “No tienen robos de petróleo?” “No – le
contestaron – no me acuerdo de ningún caso”.
Cuando llegó a la Comisaría,
Mileson también llegaba. °Qué averiguastes?” le dijo, mientras colgaban sus
camperas en los ganchos detrás de la puerta de entrada.
“Maqueda tiene un camión con
semiacoplado cisterna y lo emplea para llevar algo desde aquí hacia el norte, a
la zona de Comodoro; el petizo Manga no sabe lo que lleva, ni adonde lo lleva”.
“Quién es el petizo Manga?”
“Uno de los playeros de la
estación de servicio de la entrada del pueblo …dice que esta mañana temprano
Maqueda llenó el tanque de combustible y preparó un viaje con el camión para esta
noche”
Rosalino levantó la cabeza y se
dio vuelta, “Tenemos trabajo Mileson” le dijo.
Rápidamente se sentó en su
despacho y preparó un informe para Bongiorno y lo mandó a la dirección
electrónica de la Fiscalía. Adjuntó el correo de Azucena Núñez y el de la
autopsia y luego agregó una memoria de los dichos de Cheuquerío y de Mileson.
Terminó con una conclusión que resumía sus averiguaciones y pensamientos. Finalmente
lo invitó a estar en Las Heras antes de anochecer, con ropa para caminar de
noche en el desierto, y prometió acción. A medio día lo releyó y apretó enter.
Cuando Bongiorno llegó, Rosalino
mandó a buscar unos sándwiches y una gaseosa, que consumieron en su despacho
con Mileson, y el agente Lastreto. “No es hora de andar mostrándonos por allí” dijo.
A las 10 de la noche salieron los
cuatro en la camioneta doble cabina de la repartición. A pesar de no ser un
hombre de plegarias, Rosalino agradeció la noche despejada y la luna en cuarto
creciente, que iluminaba pobremente la estepa.
Cheuquerío se sorprendió al verlos, pero se levantó y puso la pava a
calentar. Los perros ladraron cuando arribaron, pero rápidamente se volvieron a
callar.
Eran cerca de las doce cuando
Rosalino dijo que le parecía hora de salir a caminar. Los tres policías
verificaron sus armas y junto al fiscal se internaron en la oscuridad. Bongiorno no supo calcular el tiempo que
caminaron, pero estimó más de media hora. Finalmente el Comisario hizo señas de
parar y de mantener el silencio: abajo, al borde de una laguna cuyo lecho seco
y salitroso blanqueaba con la luna, tres personas realizaban una tarea. El poco
viento de la noche traía los sordos ruidos de su queda conversación.
10 minutos más tarde se vieron
las luces de un camión grande con cisterna. “Es el de Maqueda” chistó Mileson.
Cuando el camión paró y su chofer bajo de la cabina, Carmona hizo la seña
convenida e iluminaron el área con linternas, diciendo “Nadie se mueva …
Policía provincial”.
Fue complicado el traslado a la
Comisaría de los 4 prisioneros, de la comitiva policial y del Fiscal, cuyo auto
había quedado estacionado en una de las calles de Las Heras. Y luego de todo le
ordenaron a Lastreto volver y quedar de custodia del camión y de las
herramientas utilizadas por los ladrones. Por todo esto Carmona recordó un
cuento de Rodolfo Walsh, sobre como se había ingeniado un comisario para cruzar
desde la isla de Choele Choel a la Comisaría de la vera norte del río Negro, a
un padre enfurecido, una hija seducida y al joven seductor, en un pequeño bote
a remos donde solo cabía quien remaba, más un pasajero.
El resto de la historia es fácil
de contar. Comisario y Fiscal interrogaron primero a Maqueda, buscando aislarlo
de los autores del robo de petróleo del ducto con el argumento de que él era
solo quien transportaba el material robado, pero que los ladrones eran los
otros. “Cómo fue lo del viejo Gálvez – preguntó Carmona – quién lo tiro por el
barranco?”.
Maqueda explicó todo. Cómo el
viejo linyera apareció mientras se perforaba el caño; cómo se ensució la ropa
con el petróleo que comenzó a salir; cómo quiso escapar; y finalmente, cómo vio
que lo agarraron, lo llevaron al
barranco y lo tiraron. Esa noche había estado el Ing. Castellano y él había
dado la orden de tirarlo, para que no pudiera hablar.