Pedro
Dobrée
El problema de las anécdotas es
que ocurren, pero pocas veces dejan rastros en la memoria. En este caso si los
hubo, porque conoció el hecho un gran contador de anécdotas y él me lo ha
contado a mí y yo ahora lo transcribo a un papel y lo cuelgo de una hoja
digital para que lo lean todos aquellos que consideren que estas historias les
divierten y les alegren un poco el corazón. En las épocas en que yo estaba en
la Municipalidad habíamos coincidido varios de nosotros a juntarnos a la tarde,
cuando ya el personal operativo no estaba, las máquinas de escribir permanecían
en silencio y solo transitaban por los pasillos alguna persona del equipo de
limpieza. Nosotros discutíamos respecto a los problemas del trabajo del día y
las tareas a realizar en el futuro inmediato, mientras terminábamos una pava de
mate. Durante estas reuniones emergían frecuentemente anécdotas de la vida
municipal.
Todo esto tiene que haber empezado cuando Amílcar Lauro se
casó con Graciela Jure, hija del Turco Jure, que supo tener una chacra de
verduras en la zona de 2 Esquinas, al norte de Cipolletti, en la Provincia de
Río Negro.
Amílcar hizo su escuela primaria en la 33, que fue unas de
las primeras de la ciudad; cuando él terminó sexto grado, Graciela estaba terminando
quinto y como tenían los recreos en el mismo horario, se sabían saludar cuando
sonaba la campana para volver a las aulas.
Graciela luego asistió a un colegio secundario de Neuquén,
pero Amílcar no hizo más que primer año y decidió buscar trabajo y así ayudar a su madre viuda. La primera actividad la desarrolló en el
Almacén de Ramos Generales de Dimas Martínez, en la calle Belgrano, a pocas
cuadras de la Roca, cuando aún eran estas de pedregullo y don Anacleto Badillo
no había hecho la gran obra de pavimentación del centro del pueblo, que fuera
recordado luego por mucho tiempo.
El Almacén vendía también
combustibles desde la vereda. Amílcar los despachaba con los viejos surtidores
de aquella época, cuya bomba se accionaba a mano, se llenaba un vaso erguido en
lo alto del aparato, que a su vez contaba con los litros grabados sobre un
costado. Y en el momento oportuno, se abría el grifo para que el líquido
acumulado, fluyera hacia abajo al tanque del vehículo.
Cuando el Turco Jure falleció, su
única hija heredó la chacra. Pero ni ella ni su novio, Amilcar, tenían
ambiciones de trabajar en ella y Graciela la puso en venta. Con el dinero recibido
se compró un terreno sobre la calle Uspallata, a media cuadra de la esquina de
esta con Viedma, en el nuevo barrio que se formó cuando se urbanizó la chacra
de los Alanís
Poco después se casaron y en los
primeros tiempos del matrimonio, vivieron con Doña Lauro, mientras se construía
la casa del Barrio Alanís. Al poco tiempo fueron a vivir allí. Graciela tenía
un cuadro en el fondo con acelga, tomates y lechuga y Amílcar le daba una mano
sacando yuyos y regando cuando a ella se le acumulaban los trabajos de modista
que realizaba para amigos y vecinos.
A mediados de la década del 60 Amílcar
tuvo que viajar a Bahía Blanca, la gran ciudad del sur de la provincia de
Buenos Aíres, que sabía mirar orgullosa a toda la Patagonia. En Bahía Blanca
tenía su consultorio un especialista en enfermedades cutáneas que probablemente
resolvería un caso rebelde de “culebrilla” y al que varios curanderos del Alto
Valle no habían sabido poner remedio. Como ya tenía turno de consulta, una
mañana temprana, tomo su saco y un pequeño bolso, le dio un beso en la boca a
Graciela, caminó hasta la estación, se subió al tren, se acomodó en un asiento
y armándose de gran paciencia, dormitó hasta llegar.
En esa época estaba todavía el
ferrocarril de pasajeros, que día por medio recorría las vías desde Buenos
Aires hasta Zapala, en la provincia del Neuquén, y al día siguiente desandaba
el mismo camino. Era lento e incómodo, pero comunicaba a todos los que vivían
en su zona de influencia y la llegada y la partida de cada estación era un evento
social.
En Bahía Blanca, luego de
escuchar al médico y anotar las instrucciones que le dio respecto a ungüentos,
pastillas y dietas, caminó hasta la estación, mirando admirado edificios y
vidrieras comerciales. Poco antes de llegar se paró ante la puerta de un
acuario que vendía peces y pequeños pájaros. Allí quedó encantado con el canto
y colorido de los animales y esto lo impulsó a ingresar al negocio. Al rato
volvió a salir, pero ahora llevando en una mano su bolso y en la otra una
jaula, dentro del cual, con aspecto serio y desentendido, como pegado a la
percha, viajaba un canario. Era, según el papel que el dueño del acuario le dio,
un canario de raza Norwich, color amarillo intenso y un cuerpo redondeado; “…es
como una pelota de tenis” sabía contar luego su dueño
Esa noche no
pudo dormir. La jaula la llevaba sobre sus rodillas, el vagón estaba lleno de
obreros que viajaban a Neuquén, porque empezaban las obras de El Chocón y el
asiento de al lado de Amílcar estaba ocupado. Tenía miedo que se le cayese al
suelo.
Al día
siguiente, cuando llegó a su casa, Graciela miró a la nueva adquisición con
reservas, aunque se lo habían presentado con orgullo; más todavía, en los
primeros días, el pájaro literalmente, “… no dijo ni pío”, como contaba Amílcar
en el Bar Cipolletti, donde todas las mañanas y antes de presentarse en su
trabajo, se sentaba con un grupo de amigos fieles, a tomar un café en pocillo
pequeño. “Para que lo habrá traído - se quejaba ella – no sirve para nada y
ocupa espacio allí sobre la heladera”.
Pero a la semana la situación había cambiado. Una
vez que la luz de la mañana entrara francamente por la puerta trasera de la
cocina, Tarzán - después lo llamarían Tarzán - comenzaba un vigoroso concierto,
que fue la admiración del matrimonio dueño de casa y de los vecinos más
cercanos.
El desprecio
de Graciela tornó en admiración. Y pronto se acostumbró, cuando se sentaba a
cocer a la tarde en la sala de adelante, a escuchar a Tarzán cantar en la
cocina. “Me entretiene y acompaña”, le contaba a sus visitas.
Mucho tiempo
después, cuando Tarzán ya era parte de la casa, Graciela estuvo unos días
ausente. Tuvo que viajar a Allen, un pueblo que no está a más de 20 kms. de
Cipolletti, donde una tía vieja estaba llegando al fin de sus días. Amílcar
quedó al frente de la casa.
Una mañana
temprano y antes de salir para trabajar, quiso limpiar la jaula, colocar
alpiste en una lata de sardinas vacía que oficiaba de plato y cambiar el agua del
bebedero.
Era una mañana
de Noviembre y el sol avisaba que el día sería caluroso; la puerta de la cocina
estaba abierta y sucedió lo peor. El canario, aburrido de su encierro y ante un
descuido de su dueño, saltó al estante vecino a la heladera y de allí a la mesa
de la cocina. Amílcar rápido se dio vuelta, pero solo lo suficiente como para
ver al pájaro salir volando por la puerta.
“Tarzán,
Tartán …” llamó, pero el pájaro no hizo caso y voló a una rama alta de un
cerezo que los Laura tenían en el fondo de su terreno. Amílcar retiró de donde
estaba apoyada sobre la tapia medianera, una escalera tijera; de las que usan los productores de fruta en
sus chacras.
Rápidamente
puso la escalera bajo la rama sobre la que estaba posado Tarzán. Casi lo
agarró, pero antes que lo hiciera el pájaro voló hacia adelante, por sobre los
techos, a la vereda. Amílcar lo siguió con una mirada desesperada.
Bajó de la
escalera y salió a la calle, a tiempo para ver al destello amarillo volar hacia
la plazoleta Sarmiento, a menos de una cuadra de la casa. En la plazoleta,
Tarzán eligió un vigoroso fresno y se posó sobre la rama más alta; más alta
incluso que la escalera tijera de Amílcar. Este con la boca seca de los nervios,
golpeó en la casa de un vecino. “Prestame la moto sierra …” A medio subir la
escalera, puso en marcha la sierra y apoyó la cadena sobre la horqueta del
gajo. Poco duró y cayó al suelo. Tarzán, con una tranquilidad pasmosa, no hizo
más que saltar a otra rama: también esta fue atacada por Amílcar y la ruidosa y
humeante sierra. La próxima etapa del pájaro fue otro árbol y este fue cortado
desde el tronco. Cuando dos troncos y varias ramas grandes habían caído sobre
la arena de la plazoleta, un vecino, de los pocos que en esa época tenían
teléfono en su casa, llamó a los bomberos.
La llegada del
camión rojo, el sonido de la sirena y los vecinos que empezaron a juntarse en
la plazoleta, espantaron definitivamente a Tarzán y este nunca más, por lo que
sabía quien esto contaba, fue visto.
Lo que si
permaneció por muchos años, fue el expediente de la Dirección Municipal de
Parques y Jardines, radicado en el Juzgado de Faltas, con la denuncia contra
Amílcar Lauro, por destrucción intencional de varias especies arbóreas de
dominio público y la copia del recibo entregado por el pago de la multa
aplicada.