sábado, 26 de enero de 2013

Rosalino Carmona y la muerte de un linyera



Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar 

Rosalino Carmona chupó largamente de la bombilla que tenía insertado en el mate de latón enlosado. Le atraía el gusto fuerte y amargo de la primera cebadura de la mañana que lo ayudaba a despertarse. O al menos eso era lo que le gustaba pensar, mientras miraba la pava calentarse sobre el pequeño anafe a gas y llenaba con la cantidad justa de yerba el mate y colocaba, con un pequeño giro de muñeca, la bombilla algo abollada, que luego guardaría junto al jarro, ambos prolijamente lavados, en la alacena que se ubicaba en la pared, detrás de su silla.
Hacía 6 meses que estaba al frente de la Comisaría de Colonia Las Heras, y no se acostumbraba aún a tener un despacho para él solo y tener una ventana grande que le permitía ver la calle y la poca gente y los escasos vehículos que pasaban frente al pequeño mástil sobre la ancha vereda.
Dos años estuvo en su primer destino como Comisario, al noroeste de la provincia, en Bajo Caracoles, un caserío de no más de 100 habitantes. “Allí me aburrí como una ostra … ni ovejas hay, luego de la erupción del Hudson”  se quejaba al vasco Bielsa, un compañero de camada de la Escuela de Policías en Río Gallegos.
El ruido en la entrada del edificio lo hizo dar vuelta su silla y mirar hacia la puerta. “Encontraron un cuerpo”  casi le escupió el agente Mileson, respirando ruidosamente mientras se tomaba del marco de la puerta en una postura, pensaba Carmona, muy poco propio para un policía.
“Cómo un cuerpo? qué me está diciendo?”  “Perdón Comisario, quise decir un cadáver; apareció en la zona de Cañadón del Indio Muerto. Por el olor parece que hace varios días que está allí; y de gracias a que hizo mucho frío esta semana, porque …” y la inconclusa frase la complementó con un gesto que Carmona no supo interpretar.
“Se puede saber quién es?”
“Si Señor Comisario…” Mileson enderezó y se despegó del marco de madera “…es el viejo Saturnino Gálvez que hace años anda por la zona, de estancia en estancia. Dicen que se desbarrancó y calló desde gran altura y parece que murió instantáneamente”.
“Quién lo encontró? Tocaron el cadáver?” … o hicieron las boludeces de siempre?”
“No tengo más información sobre el particular … el que dio aviso fue Cheuquerío, el puestero de “La Siberia Alta” … quiere que me haga un llegue?”
“Vamos a ir juntos …Tu conduce el móvil”  Con energía y precisión Carmona tomó la campera que colgaba de un gancho en la pared, se lo puso por arriba del uniforme, se encaminó hacia la salida del edificio y se sentó en la butaca junto al del volante con una agilidad que sorprendía, atento al volumen de su barriga. Mileson en silencio, subió y puso en marcha el vehículo. “Primero a ver a Cheuquerío” fue la orden que recibió.
Mientras transitaban por la ruta 43, rumbo al oeste, Carmona observaba en silencio el paisaje. La greda blanca y salitrosa de los barrancos, los matorrales pobres y el pasto amarillo y ralo. Sobre la derecha del camino enripiado, cuatro caranchos luego de levantar vuelo, revolotearon sin alejarse de lo que seguramente era algún animal muerto.
Carmona viajaba en silencio. Era su primer muerto desde que estaba en Las Heras. Había tenido que intervenir en una riña donde uno de los implicados terminó en el hospital local con una herida fea de cuchillo, al costado de la cara que le agrandó la boca, pero varios días después fue dado de alta; dos accidentes de automóviles, uno en la ciudad y el otro sobre la ruta a Caleta Olivia, varios heridos en cada uno, pero todos vivos; mandó al agente Mileson y a dos más, al estadio Municipal donde el Deportivo Las Heras definía el campeonato de la Liga del Norte Santacruceño con Cerro  de Pico Truncado, pero los espectadores fueron pocos y sin ánimos de pelea. En total la mayoría de su tiempo fue destinado a informes burocráticos y al mate.
Y este muerto no inspiraba confianza. Su experiencia de oficial en diversas localidades de la Provincia le había indicado que la mayoría de los muertos no reunían las características de los que aparecían en las policiales negras que le gustaban leer. Accidentes, asesinatos con culpables obvios, borrachos, enfermos. Le pidió a Mileson que le diera datos sobre el muerto: vago, borracho, solitario, mendigo rural; nada interesante. Carmona comenzó a resignarse nuevamente.
Sobre la vera sur del camino llegaron a un cartel con la palabra Puesto escrito con letra clara. Mileson frenó y doblo hacia la izquierda. El camino ahora era una huella que viboreaba entre la mata negra y los montes de incienso y calafate. En forma imprevista, luego de una pequeña curva, apareció una casa, algunos corrales y dos álamos apuntando al cielo.
Cheuquerío los salió a esperar en la puerta de la casa, pequeña y prolija. Cuando frenaron delante de la explanada de tierra, se acercó a la puerta de la camioneta. Se saludaron algo ceremoniosamente cuando Carmona se bajó y Mileson dijo “Es el Comisario”.
Rápidamente el indio se ofreció a acompañarlos al lugar donde se encontraba el cuerpo. Para ello se acomodó en el asiento trasero del vehículo e indicó una pequeña huella hacia el sur. Carmona se fijó en el tablero del vehículo que había recorrido 12 kilómetros cuando entraron en un cañadón profundo y angosto. Sobre el costado izquierdo se elevaba una pared de basalto oscuro que caía a pique, unos 10 a 12 metros; por la derecha un faldeo a 45 grados, cubierto de matorrales. Era evidente que por allí circulaba el deshielo en la primavera y en el verano temprano
; estas aguas, pensó Carmona, alimentarían en un punto no lejano al río Deseado, luego de su confluencia con el  Pinturas.
En cuanto entraron al cañadón, Cheuquerío le indicó a Mileson que frenara.  “Aquí es”, le dijo. Se bajaron los tres del vehículo y el puestero los guió hacia la base de la pared de piedra: detrás de unos pastos de coirón y algunos matorrales enchaparrados, estaba el cuerpo, mirando al cielo y con los brazos abiertos. La pierna izquierda, en una rara posición, indicaba que estaba rota.
“Murió al golpear la tierra”  aportó Mileson con tono de perspicaz "…no hay señas de que se haya movida desde que cayó”
“Llame a la ambulancia Mileson, para que retiren el cadáver”.
El olor del cuerpo era muy fuerte y Carmona se llevó un pañuelo a la nariz mientras lo inspeccionaba de cerca. Zorros y caranchos ya habían visitado el lugar y la cara era irreconocible y faltaban dos dedos de una mano.  El saco de cuero que el pobre Gálvez llevaba puesto eternamente, estaba manchado con algo que inicialmente no pudo Carmona identificar. Intentó oler la mancha, pero el olor general era demasiado fuerte como para distinguir ese en particular.
“Por dónde subo?” le preguntó el Comisario al puestero, apuntando hacia el lugar desde donde, presumiblemente, el hombre había trastabillado. “Hay que volver hacia la entrada al cañadón, unos 300 metros y luego venir por el filo de la piedra”. “Acompáñeme - contestó el oficial - y vos Mileson quédate a esperar a la ambulancia… que toquen lo menos posible”.
Al llegar al lugar en donde se produjo la caída, Carmona no encontró rastros; la superficie era en su mayor parte, piedra desnuda y además había llovido hacía dos días. Desde allí se extendía una planicie poblado de mata negra que luego descendía hacia el valle del Deseado; a Carmona le vinieron ganas de orinar y mientras lo hacía, con cara hacia el oeste, pudo adivinar la ruta provincial, a algo más de 500 metros y por donde habían circulado ellos minutos antes. Lentamente pasó un camión con combustibles de YPF y al cual solo se le podía ver la mitad superior de su gran tanque.
Cuando volvieron al lugar del cadáver, este ya estaba cargado en la ambulancia. “Quiero ver la ropa del muerto” ordenó Carmona al enfermero que había llegado. “… no tiren nada”.
El viaje de vuelta a Las Heras fue en silencio. La cabeza de Carmona saltaba de tema en tema. Era este un caso en el cual podría tener un papel importante?  No era notoriedad lo que buscaba - aunque no era de desdeñar salir en el diario, algún reportaje por radio - pero lo que verdaderamente quería, era hacer funcionar las neuronas; buscaba una sensación de trabajo satisfactorio. Pensaba en su apellido en el diario. Rosalino Carmona; en el colegio y luego en la Escuela de Policías, lo sabían cargar diciendo que Rosalino no era nombre para un hombre; ya en las Comisarías, su cargo de oficial funcionaba como un escudo, pero ahora le gustaba su sonoridad. Podría ser mejor aún si usara también el de su madre. Su madre había nacido en Cumusu Aike, hija de una tehuelche chilena y de un inglés de la Isla de Man. Rosalino Carmona Black sonaba lindo, pero ya era tarde y no veía forma de adoptar ahora el segundo apellido.
Mileson frenó frente al pequeño edificio donde estaba el departamento de su jefe. Vivía solo; su esposa y el hijo estaban en Comandante Luis Piedrabuena, pueblo donde ella nació y en donde vivía su familia. Se había quedado en la pequeña casa de un barrio provincial “ … porque el hijo iba a la escuela a dos cuadras”. Carmona sabía que esto era solo una escusa, pero ya se había tristemente resignado. Había pensado que su traslado desde Bajo Caracoles a Las Heras modificaría la decisión de su esposa, pero no fue así.
Carmona bajó del vehículo y se internó en el edificio.
Era temprano cuando preparó el mate en su oficina. Luego de tomar el primero, el más amargo, el más estimulante, llamó a Azucena Núñez, bioquímica de Caleta Olivia, que supo trabajar en el Hospital, pero que actualmente tenía  su propio laboratorio. Luego de colgar llamó a Mileson y le indicó que hiciera un buen paquete con el saco y las alpargatas de Gálvez. “ … ponele la dirección de la Dra. Núñez y apúrate para alcanzar el bus de las 10 a Caleta”.
Recién entonces llamó al fiscal en Puerto Deseado. Le explicó lo sucedido y aunque bien podría ser una muerte por accidente, había algo que le daba vuelta en la cabeza y por lo que le parecía que podría ser otra la causa. “Rosalino … debe ser por accidente. Un linyera algo borracho puede caerse de ese barranco que me describes; y si se cae, lo más probable es que se muera. No dudes más y mandame un informe y copia del Certificado de Defunción”.
“Te lo mando en el ómnibus de la tarde …” le contestó, pero pensó solo en el certificado.
Carmona sentía una suave excitación. No era, pensó, como suponían los demás, no era una simple muerte por accidente, aunque él no lograba sospechar que era lo que había sucedido.
Cerca de medio día, unos  minutos antes de que saliera para el comedor de Bahamondes, donde sabía almorzar todos los días, Rosalino recibió de un agente cuyo nombre no recordaba, el informe de la autopsia del cadáver “…muerte por golpe de la cabeza contra una piedra: hendidura del hueso occipital, con sangrado de herida y de oídos. Rotura de miembro inferior izquierdo, fractura femoral, por golpe contra una piedra. Ambos golpes y otros en cabeza, cuello, hombro derecho y costillar del mismo lado, producto de la caída que sufrió el occiso, desde una altura de 11,75, golpeando sobre la greda pedregosa del fondo del cauce seco de un arroyo estacional. Fecha de la muerte: 6 a 7 días contados desde la fecha del presente informe”.
A media tarde, mientras Carmona intentaba hacer el parte semanal para la Jefatura en Puerto Deseado, recibió una llamada. Era Azucena, desde Caleta. “En qué andás Carmona?  Cuándo me vas a venir a visitar? Esas manchas en la ropa que me has mandado fueron fáciles de descubrir … son de petróleo. De quién es esta ropa? Para qué quieres saber esto?”. Azucena era una buena mujer, pensaba el comisario, pero a veces su charla era insoportable. Le agradeció su colaboración y solicitó que le enviara los resultados de los análisis por correo electrónico.
La tarde era hermosa: calma, luminosa, la temperatura entre 15 y 20 grados. Rosalino Carmona decidió que era una tarde para salir a pasear. Se sentó detrás del volante de la camioneta de la repartición y cuando Mileson hizo un amague para acompañarlo, le hizo una seña para que se quedase. Lentamente sacó el vehículo de su estacionamiento y la encaminó rumbo al puesto de Cheuquerío.
Fue despacio mirando alternativamente hacia la izquierda y hacia la derecha. Las bombas extractoras del petróleo no abundan hacia el oeste del pueblo, como sí había hacia el este. Luego de superar los primeros kilómetros, ya no vio ningún “pingüino”, como la gente llamaba a las bombas que al funcionar, subían y bajaban el émbolo que succionaba en la perforación de cada pozo.
Encontró a Cheuqurío sentado frente a la puerta de su casa, sobre una silla baja de madera y paja. Cuando se bajó de la camioneta y se acercó. le ofrecieron un mate.
“Buenas tardes – dijo y le extendió la mano al puestero – cómo anda Ud.?”
“Cuénteme todo hecho que le llamó la atención en esta última semana”.
Cheuquerío lo miró sin saber que decir. No recordaba nada notorio de los últimos días. “Únicamente los ladridos del Cholo” e  hizo un gesto hacia un perro que dormía a la sombra de la pared de la casa. “La otra noche me levanté por los ladridos; no vi nada, lo silbé y volví a la cama. A la mañana siguiente anduve a caballo por allí – y señaló vagamente hacia la zona del cañadón del Indio Muerto – encontré huellas de una camioneta; habrán sido cazadores de liebres; vio que se paga bien el cuero de liebre esta temporada”.
Carmona lo miraba pensativo “Qué hay en esa zona?”
“Nada; una laguna seca, un mallín donde sabemos echar las ovejas cuando acaban de parir, la huella hacia la casa grande de la estancia … ah .. y el caño grande que lleva el petróleo que sacan, hacia los depósitos que están cerca de Caleta”.
“Molesto si doy una vuelta por la zona?” Carmona era consciente que utilizaba una forma de tratar a los civiles que frecuentemente sorprendía a sus interlocutores y a sus pares.
“Señor comisario; lo que Ud. quiera”. Tomó otro mate y subió nuevamente a la camioneta. Cuando estaba cerca del barranco por donde había caído el pobre Gálvez, paró, se bajó y empezó a caminar. El sol se acercaba al poniente, aunque en la tarde patagónica todavía habría una hora y media de luz. Caminó entre los arbustos sin saber que buscar. A Carmona le gustaba el desierto y siempre decía que si uno sabe mirar, allí hay mucho para ver. Una martineta levantó vuelo cuando él casi tropieza con ella y el olor de un zorrino denunciaba una presencia escondida. Posada sobre la rama alta de un incienso, una calandria cantaba mirándolo en forma irrespetuosa; cuando se acercó, levantó vuelo y se volvió a posar a no más de 20 metros. El sonido del pájaro invadía el aire diáfano. Rosalino disfrutaba especialmente estos momentos y sentía que se fundía en la Patagonia y que pertenecía a ella, como seguramente habrían sentido sus antepasados maternos, años y años atrás. Como en otros momentos similares, sintió que lo embargaba una profunda emoción.
De golpe se encontró con las huellas que había visto Cheuquerío. Los siguió, por la manera que estaban roto las pequeñas ramas pisadas, pudo saber la dirección en que se trasladaba el vehículo. Pero por el paso del tiempo y la lluvia caída, no pudo saber si la velocidad era importante. Siguió las huellas y llegó hasta el caño del oleoducto que conectaba el  Área de Explotación Pico Truncado con Caleta Olivia. Miró a su alrededor y se dio cuenta que estaba en un bajo, en el borde de una pequeña laguna seca, algo resguardado de la estepa circundante. Carmona no tenía experiencia en tareas petroleras, pero le llamó la atención las muchas huellas en proximidades del caño y las manchas importantes de petróleo en la tierra arcillosa. Caminando en forma paralela al ducto, se encontró con tierra muy removida y le pareció que bajo la superficie había algo enterrado.
El sol había desaparecido detrás del horizonte y se había levantado un viento frío del sur. Las sombras largas de hacía solo un rato, se habían oscurecido. Carmona volvió sobre sus pasos y pensativo subió a la camioneta.
Al llegar a la Comisaría, Mileson estaba poniéndose una campera, con la cara querer llegar a su casa.
“Mañana por la mañana me realizas una pesquisa. Quiero saber qué movimiento extraño de camiones tanque hay en la ciudad. Pero sin levantar la perdiz”.
“A la orden, mi Comisario – contestó Mileson, contento por la oportunidad de jugar a los detectives – le aviso que llamó el fiscal Bongiorno de Deseado, dice que solo recibió el Certificado de Defunción y que le mande urgentemente el informe sobre la muerte de Gálvez”.
“Todo a su tiempo …  ya lo escribiré. Hasta mañana”.
Esa noche se acostó con la sensación de estar ante un gran rompecabezas. Le faltaba una teoría que le permitiera unir las piezas útiles y descargar las que no eran importantes para armar el cuadro. Convencido que el sueño lo ayudaría a encontrar la teoría, hundió su cabeza en la almohada y se durmió.
Demoró al día siguiente para llegar a la comisaría; antes pasó por lo de Callejas. En el bar de Callejas se juntaban varios hombres del pueblo: el escribano Miguéliz, el farmacéutico Florentino Firmat, Leandro Ticó, gerente de La Anónima, Angelaccio, empleado del Correo y Carlos Enrique Jurgens, Contador y actual Secretario de Hacienda de la Municipalidad, estaban entre los “habitués” con lugar fijo en la larga mesa que se armaba, a las 8 de la mañana en verano y a las 8.30 en invierno. Había recibido, desde su llegada a Las Heras, varias invitaciones para participar de la mesa, pero no se sentía todavía suficientemente integrado a la localidad como para ir.
Esa mañana había sentido interés por estar. Entró al bar y saludo en voz alta a todos. Uno le hizo una seña y le señaló una silla vacía. Rosalino se sentó entré Ticó y un hombre que no conocía. Ticó los presentó “Es el ingeniero Benicio Castellano, de la empresa Wells & Pipes”. El otro sonrió y se dieron la mano.
Mientras tomó un café fuerte, que Rosalino lo pidió cortado, Castellano le explicó que hacía la empresa que gerenciaba. “Nos corresponde todo el mantenimiento de los oleoductos, desde los primeros pozos al oeste hasta su conexión con el maestro, cerca de Caleta Olivia”. “Cuáles son los problemas mayores?” le preguntó. “La corrosión y las tormentas excepcionales con lluvias”. “No tienen robos de petróleo?” “No – le contestaron – no me acuerdo de ningún caso”.
Cuando llegó a la Comisaría, Mileson también llegaba. °Qué averiguastes?” le dijo, mientras colgaban sus camperas en los ganchos detrás de la puerta de entrada.
“Maqueda tiene un camión con semiacoplado cisterna y lo emplea para llevar algo desde aquí hacia el norte, a la zona de Comodoro; el petizo Manga no sabe lo que lleva, ni adonde lo lleva”.
“Quién es el petizo Manga?”
“Uno de los playeros de la estación de servicio de la entrada del pueblo …dice que esta mañana temprano Maqueda llenó el tanque de combustible y preparó un viaje con el camión para esta noche”
Rosalino levantó la cabeza y se dio vuelta, “Tenemos trabajo Mileson” le dijo.
Rápidamente se sentó en su despacho y preparó un informe para Bongiorno y lo mandó a la dirección electrónica de la Fiscalía. Adjuntó el correo de Azucena Núñez y el de la autopsia y luego agregó una memoria de los dichos de Cheuquerío y de Mileson. Terminó con una conclusión que resumía sus averiguaciones y pensamientos. Finalmente lo invitó a estar en Las Heras antes de anochecer, con ropa para caminar de noche en el desierto, y prometió acción. A medio día lo releyó y apretó enter.
Cuando Bongiorno llegó, Rosalino mandó a buscar unos sándwiches y una gaseosa, que consumieron en su despacho con Mileson, y el agente Lastreto. “No es hora de andar mostrándonos por allí” dijo.
A las 10 de la noche salieron los cuatro en la camioneta doble cabina de la repartición. A pesar de no ser un hombre de plegarias, Rosalino agradeció la noche despejada y la luna en cuarto creciente, que iluminaba pobremente la estepa.  Cheuquerío se sorprendió al verlos, pero se levantó y puso la pava a calentar. Los perros ladraron cuando arribaron, pero rápidamente se volvieron a callar.
Eran cerca de las doce cuando Rosalino dijo que le parecía hora de salir a caminar. Los tres policías verificaron sus armas y junto al fiscal se internaron en la oscuridad.  Bongiorno no supo calcular el tiempo que caminaron, pero estimó más de media hora. Finalmente el Comisario hizo señas de parar y de mantener el silencio: abajo, al borde de una laguna cuyo lecho seco y salitroso blanqueaba con la luna, tres personas realizaban una tarea. El poco viento de la noche traía los sordos ruidos de su queda conversación.
10 minutos más tarde se vieron las luces de un camión grande con cisterna. “Es el de Maqueda” chistó Mileson. Cuando el camión paró y su chofer bajo de la cabina, Carmona hizo la seña convenida e iluminaron el área con linternas, diciendo “Nadie se mueva … Policía provincial”.
Fue complicado el traslado a la Comisaría de los 4 prisioneros, de la comitiva policial y del Fiscal, cuyo auto había quedado estacionado en una de las calles de Las Heras. Y luego de todo le ordenaron a Lastreto volver y quedar de custodia del camión y de las herramientas utilizadas por los ladrones. Por todo esto Carmona recordó un cuento de Rodolfo Walsh, sobre como se había ingeniado un comisario para cruzar desde la isla de Choele Choel a la Comisaría de la vera norte del río Negro, a un padre enfurecido, una hija seducida y al joven seductor, en un pequeño bote a remos donde solo cabía quien remaba, más un pasajero.
El resto de la historia es fácil de contar. Comisario y Fiscal interrogaron primero a Maqueda, buscando aislarlo de los autores del robo de petróleo del ducto con el argumento de que él era solo quien transportaba el material robado, pero que los ladrones eran los otros. “Cómo fue lo del viejo Gálvez – preguntó Carmona – quién lo tiro por el barranco?”.
Maqueda explicó todo. Cómo el viejo linyera apareció mientras se perforaba el caño; cómo se ensució la ropa con el petróleo que comenzó a salir; cómo quiso escapar; y finalmente, cómo vio que  lo agarraron, lo llevaron al barranco y lo tiraron. Esa noche había estado el Ing. Castellano y él había dado la orden de tirarlo, para que no pudiera hablar.