sábado, 27 de diciembre de 2014

Un patagónico en Londres


Por dónde empezar a contar las impresiones de la ciudad? Teniendo en cuenta que es enorme y que es la primera vez que lo visito? Que lo he visto con los ojos grandes y sorprendidos, porque no estoy acostumbrado a semejante espectáculo?  Probablemente por donde ingresamos, por el aeropuerto, donde aterrizó el avión que, haciendo escala en San Pablo, ha viajado toda la noche y parte de la mañana desde Buenos Aires.
Heathrow, una estructura inmensa con 6 terminales, cada una con dimensiones que permiten pensar que tienen el mérito suficiente como para llamarse un aeropuerto por si; con trenes que vinculan las más distantes, algunas con hoteles, con anchas y larguísimas galerías por donde se transita con “caminadores”, con escaleras mecánicas y ascensores que comunican niveles de enormes alturas. Con negocios, cafés y restaurantes simpáticos, alegres y sofisticados. Sorprendiendo por la poca gente que circula, lo que lleva a pensar que el estudio de flujos realizado para el proyecto arquitectónico, ha sido maravilloso. Y todo con un, llamativo, juego de señalamientos que impide, con solo conocer los números arábigos, algunos iconos universales y no más de 10 palabras del inglés, perderse en tamaño laberinto y llegar al lugar en donde uno necesita estar.
De allí en un tren cómodo y rápido se llega al centro de la ciudad; 20 minutos a la mítica estación Paddington, por ejemplo.
Lo que nos llamó la atención la primera tarde fue la ausencia de olor a humo y la visibilidad en las calles. En la década del 70, averigüé luego, se prohibió la quema de carbón para calefaccionar edificios y viviendas y ha desaparecido el famoso “smog” londinense[1]. Queda la niebla, y durante un par de los días en que estuvimos allí, los últimos pisos de algunos de los pocos edificios altos del centro, desaparecieron entre las nubes. Pero abajo, al nivel de las aceras y de los vehículos, no existe más la atmósfera famosa de Jack el Destripador o del Sr. Hyde.
Mencioné los pocos edificios altos del centro de esta gran ciudad. Es cierto, Londres es una ciudad de edificios bajos. En este sentido no es Nueva York, ni San Pablo, ni Buenos Aires. Por el contrario, es como generalmente son otras ciudades europeas de historia medieval. No como  las de América, que buscan prestigio construyendo pisos sobre pisos, buscando competir en altura. A escala, hasta nuestras Neuquén o Comodoro Rivadavia participan de esta carrera. Londres es distinto.
Londres es la capital del mundo y en sus calles y en sus negocios y en sus museos y castillos, se encuentran personas proveniente de cuanto lugar en la tierra que puedas imaginar. Se escucha hablar en muchísimos idiomas en boca de gente llegada de Laos y Nicaragua, de Marruecos y Singapur, o de Montenegro o Letonia. Hay  restaurantes, cafés y bistrós de Islandia, del Líbano, de Italia, de la India y de Bangladesh, de China, de Japón y de Malasia, de España, de México y de Francia. No vi ninguna parilla argentina, pero sospecho que debe haber.
Se me ocurrió que una forma de imaginar Londres, era la de pensar que la ciudad era la nave espacial de la serie, famosa en los años 1970 y 80, llamada “Viaje a las Estrellas”. Algunos recordarán a la tripulación, que representaba a distintas razas y naciones de la tierra. En Londres falta solo el Dr. Spock, o al menos yo no lo vi.
Si esta visión no es suficientemente convincente, recomiendo visitar el Museo Británico. Allí hay piezas de todos los rincones de la tierra destacándose las de Egipto: sarcófagos, momias, estatuas, gigantescas portadas de piedra, papiros y - siempre rodeada de gran cantidad de visitantes - la Piedra Roseta. Pero también hay colecciones de Grecia y de Roma, de las islas del Pacífico, del Ártico, de las costas de Normandía, del norte de África y de las culturas incaicas. Allí está, en todo su ostentación, el Imperio.
Londres es una ciudad que atrae y que atrapa, pero también confunde. No existen, como tampoco en las tramas urbanas de otras ciudades de edades medievales, las cuadrículas, que tanto nos ayudan en América a saber dónde estamos y a orientarnos en nuestras caminatas.
Si se pregunta por la distancia de un punto a otro cercano, la respuesta puede ser “7 minutos de caminata” o si es lejano, la cantidad de minutos que demanda caminar hasta la estación más cercana del sistema de subterráneos u ómnibus o ferrocarril. Todos estos funcionan muy bien y cubren perfectamente la ciudad.
Las calles son Streets, Roads, Mews, Terraces, Alleys y Avenues. Las primeras son angostas, las segundas son más importantes y las últimas son como las que conocemos nosotros.
Las “Mews” son calles angostas y simpáticas que se ubican en áreas de construcción de viviendas importantes de los siglos XVIII y XIX, particularmente la época victoriana, de no más de 100 o 150 metros de largo, orilladas por las construcciones que albergaban a los caballos, los carruajes y a los sirvientes relacionados con estos otros dos ítems, todos propiedad de los habitantes vecinos. Hoy muchas han sido refuncionalizados en forma muy agradable y representan, en términos de su demanda inmobiliaria, un sector de muy alto valor.
La palabra “terrace” tiene una variedad de sentidos. Quiere decir terraza, como las conocemos aquí, o la explanada delante de una vivienda importante con parque o el área horizontalizada para la siembra de variedades de pasturas o cereales en zonas rurales de faldeos o pendientes pronunciadas. En los ámbitos estrictamente urbanos, es también un conjunto de viviendas angostas de tres, cuatro o de cinco pisos de alto, todas iguales y adheridas unas a otras por paredes medianeras. La palabra se aplica a estas construcciones o también a la calle pública que está frente a ella. El hotel donde parábamos  tenía la dirección siguiente: Devonshire Terrace 27. Y el hotel conformaba una “terrace” junto a otros edificios en un sector de cien a ciento cincuenta metros de largo.
Finalmente están las “alleys”. Estas son cortadas angostas, mayormente peatonales, que completan el tejido de la ciudad. Algunas son tan angostas que hasta es difícil transitar por ellas empujando una carretilla. Hay que agregar a este caos, la inexistencia de cuadras, la enormidad de la ciudad, la terrible circunstancia de la circulación vehicular por la izquierda y que en Londres la mayoría de las calles, aún las angostas,  son de doble mano.
Los parques son fantásticos; producto del clima, de la acción municipal y del cuidado con que la gente circula entre monumentos y estatuas sorprendentes.
Un párrafo merece la amabilidad de las personas para con el resto de quienes transitan. Preguntar por una dirección o una modalidad de transporte recibe una respuesta sonriente, inmediata y eficaz. Basta con mostrar una cara que trasmita sensación de desorientación, para que alguien pregunte que necesita. Y si Ud. sube al tren con aspecto de avanzada edad o alguna discapacidad,  rápidamente hay quien cede su asiento.
Impacta la antigüedad de Londres, sobretodo en una persona que vivió siempre en ciudades cuya historia recién empieza. En Patagonia las ciudades nacieron recién ayer y en Argentina anteayer, y Londres tiene miles de años[2].  Y sobre mojado llovido, pues es conocida la tendencia británica a ser tradicionalista y conservadora. Londres mantiene esta impronta en variados aspectos. Uno de ellos es el institucional y político. Ejemplo de ello es el “ward”, circunscripción electoral cuyo nacimiento como manifestación de gobierno local, independiente del rey, data de los años 1200[3] y que con modificaciones no sustanciales se respeta aún hoy.
Otra manifestación de este rasgo de personalidad ciudadana, es el de los nombres de calles, de parques y de estaciones del subterráneo. Recuerda Peter Ackroyd en “London”, una excelente  biografía de la ciudad, que hay nombres sumamente viejos como es el de la calle Knightrider, que ya tiene aproximadamente 2.000 años. La calle Blackfriars, cuya traducción es “monjes negros”, hace referencia a los Dominicos, cuya abadía fue construida a su vera en 1278 y destruida luego, en épocas de la Reforma. En 1576 Shakespeare construyó sobre esa calle su Blackfriars Theater.   Varios de los actuales nombres de las estaciones del ferrocarril subterráneo, hacen referencia a las puertas de entrada a la ciudad, existentes cuando esta estaba rodeada de una muralla medieval.
Finalmente,  para no aburrir al lector, incluiré un solo aspecto más: la faceta teatral de la ciudad. Hay que recordar que Londres es la ciudad de Shakespeare y Jonson, y que aún antes de ellos hubo teatro popular. Y en tiempos modernos Londres es la cuna de Jesucristo Superstar, de Evita, de Cats, y el ámbito de acción de músicos como Tim Rice, de autores como Noel Coward y de la gran escuela shakesperiana de actores.
Pero no es solo en los edificios “ad hoc” que hay teatro. También lo hay en las calles y esta sensación de teatralidad está vigente en el cambio de guardia del Palacio de Buckingham, en las pelucas de los magistrados y en los uniformes de los Beefeaters, que son los guardias de la Torre. La población también participa de los grandes eventos y prueba de ello han sido, entre otros, el Jubileo de la Reina actual y el velorio de la Princesa Diana, luego de su trágica muerte, donde cientos de miles de londinenses y turistas, como en una gran superproducción, actuaron de extras, que con rostros acongojados cubrieron de luto la ciudad.
Pedro Dobrée
Cipolletti, Diciembre de 2014
pdobree@neunet.com.ar








[1] Además la ciudad ha desplazado en los últimos 50 años buena parte de su actividad industrial contaminante, reemplazándola por una muy fuerte presencia de servicios financieros
[2] Hay registros anteriores a la conquista romana de la isla Albión
[3] Esta acción fue parte del proceso de incremento del poder burgués frente al Rey, en los años de Juan sin Tierra y la aparición de la Carta Magna.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Sentimiento Patagónico


Les voy a contar tres anécdotas y luego les comentaré porque me parecen importantes.
Hace un par de semanas viajé, solo en mi automóvil,  a la ciudad de Viedma desde el Alto Valle del río Negro. Después de almorzar en una de los restaurantes sobre la ruta en Choele Choel, cruzar la isla y avanzar unos cuantos kilómetros hacia el sur, llegando al lugar en donde el camino cruza por encima del canal que lleva el agua potable desde el río en Pomona hasta San Antonio Oeste y Las Grutas, empecé a tener sueño. Hoy con la velocidad que tienen los vehículos en estos largos y estrechos caminos, hay pocas cosas más peligrosas que la de luchar contra la modorra mientras se maneja.  En este lugar - un faldeo poco antes de llegar desde el norte al paraje de El Solito, donde se bifurca la ruta hacia Viedma y hacia San Antonio y Sierra Grande - hay un bosquecillo donde los aburridos viajeros saben parar a descansar.
Me aparté de la ruta y estacioné preparándome para dormir unos minutos. Al hacer esto vi que ingresaba al predio un largo camión cargado de fardos de alfalfa.  El camión también estacionó y su conductor bajó a ajustar la carga y revisar las cubiertas. Decidí bajarme del auto y caminar hasta el camión, buscando un poco de charla y disfrutando de una hermosa tarde de sol y una suave brisa del sur.
Inicié la conversación preguntando hacia donde se dirigía. Me contestó que iba a Las Heras, al norte de Santa Cruz y que venía de una chacra cercana a la población de Luis Beltrán, donde había logrado comprar el pasto, pues este año ya no quedaba a precios razonables en el valle del Chubut y se había visto forzado a buscar más al norte. Me contó que tenía en Las Heras una forrajería y que los fardos eran para revender a los pobladores de la zona. Que esa noche dormía en las inmediaciones de Comodoro Rivadavia y que al día siguiente pensaba  estar en su casa nuevamente.
Yo le comenté que supe tener parientes viviendo en Las Heras y que ahora vivían en El Bolsón, a lo cual me contestó que los conocía y que esperaba ver a uno de mis sobrinos en pocos días. Le recomendé que le mencionara nuestro encuentro y antes de separarnos hicimos algunos comentarios sobre las dificultades para conseguir gas oil al sur del río Chubut, el estado de la Ruta 3 en toda su larga extensión y sobre los avances en la pavimentación de la Ruta 40, al norte de El Calafate. Deseándonos mutuamente suerte, nos saludamos y nos separamos.
La conversación y el aire fresco me habían quitado la modorra y decidí seguir viaje, para llegar a destino antes que se pusiera el sol. Por el espejo retrovisor vi que el camión también reiniciaba su marcha.
El segundo hecho se produjo en Puerto Madryn, adonde estuve en la primavera del año pasado, para asistir a un congreso al cual fui invitado.
Llegué una mañana algo fría y lluviosa a la estación de ómnibus de esta ciudad que tanto me gusta, y luego de depositar mi valija en uno de esos hermosos hoteles que se elevan sobre la costanera, me presenté en el recinto del Congreso. A mediodía fui a almorzar a uno de los tantísimos restaurantes del lugar; estaba solo, pues aún no había tenido tiempo de establecer las relaciones que tan útiles e interesantes, suelen proveer los congresos.
En la mesa más cercana a la mía, comían un matrimonio con sus dos hijos; con facilidad entablamos una conversación. Eran de Río Gallegos y me dijeron que con frecuencia viajaban a Madryn y el Valle Inferior del Chubut porque les gustaba mucho, tenían esperanza de ver ballenas, el marido hacía algo de pesca embarcado y la esposa visitaba parientes descendientes de los colonos galeses. Todo esto justificaba, ampliamente, el largo viaje desde la capital santacruceña. Yo comenté que vivía en Cipolletti, que había nacido en Santa Cruz y que conocía muy bien la Ruta 3. Coincidimos en que nos habíamos alojado ya varias veces en un pequeño y simpático hotel en Rada Tilly, con lo que evitábamos el intenso tráfico de la zona central de Comodoro Rivadavia y nos admiramos, ellos y yo, del extraordinario crecimiento de Madryn y de su cosmopolitismo, tan distinto al resto de las poblaciones costeras de la Patagonia. Comenté de amigos  y de parientes en Gallegos, varios de ellos también conocidos de ellos. Terminamos de comer con una sensación de tener cosas en común, a pesar de no conocernos de antemano.
La última anécdota sucedió cuando viajaba con mi esposa por la ruta 40, desde Alto Río Mayo hacia Perito Moreno. Habíamos llegado a la primera población con intenciones de cargar allí combustible. Cuando nos arrimamos a la única estación de servicio del pueblo, nos dijeron que no había más nafta y que no habría hasta el día siguiente por la tarde. Hice una estimación de lo que había en el tanque y volvimos sobre la ruta; pero a unos 10 kilómetros de Perito, el motor de nuestro automóvil estornudó y paró.
Permanecimos sobre la ruta unos quince minutos, cuando desde el sur apareció un auto que frenó;  su conductor, que luego supimos había salido a “dar una vuelta” acompañado por su esposa, su suegra y un pequeño caniche desde el asiento trasero, nos preguntó si nos hacía falta algo. Luego de haberle yo explicado las circunstancias, me dijo que estábamos cerca del obrador de la empresa que pavimentaba la ruta y que allí trabajaba un hijo; iría hasta allí y le pediría un poco de nafta. A los 10 o 15 minutos estaba de vuelta con un bidón.
Mientras que con cuidado introducíamos el líquido en el tanque, conversamos. Cuando le comenté que yo era oriundo de Puerto Santa Cruz, pero que hacía tiempo que me había ausentado, me dijo que era jubilado de Prefectura Marítima y que había vivido varios años allí. Rápidamente pasamos listas de las personas mutuamente conocidas y recordamos algunos hechos de la historia del pueblo.

A manera de hipótesis, digo que estas anécdotas exteriorizan algunos rasgos de lo que pudiera llamarse cultura patagónica. La sensación de las lejanías, la soledad quebrada por un aferrarse a las relaciones sociales, las dificultades en los traslados y el aislamiento de las poblaciones y la solidaridad en las desérticas y extensas ruta. Finalmente una actitud, inconsciente, que reconoce en los demás la pertenencia a un mismo gran grupo, habitantes de una región particular del país y que se enorgullece de ello.
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

martes, 19 de agosto de 2014

La Cueva de las Manos


Hace muchos inviernos, muchos antes de la llegada del caballo a las mesetas y a los valles y antes aún de la llegada de los hombres blancos que en sus enormes canoas, por el agua grande, llegaron desde el naciente, empezó a nevar indicando que el otoño ya promediaba y que se acercaba el invierno.  Oerr  despertó una madrugada con el frío de la nieve amenazando su toldo y escuchando el viento que bajaba de las laderas escarpadas de las altas montañas, que ya hacía días que veía blanquear arriba en sus cumbres. “Chechelón – gruñó – despierta, nos iremos hoy hacia el fondo de los valles; aquí hará mucho frío y ya no habrá caza para nosotros”.
La mujer se dio vuelta, mostrando entre sus pechos al pequeño varón que abrigaba y asintió. En silencio envolvió al niño con el cuero de guanaco que cubría parte del piso y se incorporó.
Desde que Oerr se separó de su familia para tener toldo propio, era la primera vez que tomaba la decisión anual de dejar las verdes laderas de las altas montañas. Antes era su padre que frente a la llegada del invierno, ordenaba a la familia a armar sus bultos y caminar hacia el levante del sol, buscando donde abrigarse de las frías nevadas y el viento helado.
Al salir a la mañana que aun estaba oscura, se envolvió en su quillango y sobre sus mejillas sintió la herida húmeda de los copos de nieve que lastimaban por la fuerza del viento. Intuía que el sol ya había rebasado al horizonte, pero las espesas nubes hacían imposible visualizarlo.
Hizo esfuerzos para recordar el camino que debían tomar para bajar al valle de Charkamak, por donde transcurría el rio Ecker, y llegar a la zona en donde invierno tras invierno, desde que él se acordara y aún antes, su familia armaba sus toldos y pasaba la época del frío y de las tormentas. Y allí estarían hasta que empezara a florecer el calafate y los pastos verdes llamaran la atención a los guanacos y  a los choikes y los días fueran más largos.
Y se preguntó si no equivocaría el camino, pues era él quien debía – ante la ausencia de su padre – guiar a la familia para que buscando el refugio de los malos tiempos, pudiera sobrevivir un año más y permitir que los cachorros crecieran,  y un día fueran ellos quienes guiaran la tribu en busca del refugio y de la caza.
En la oscuridad divisó la silueta del toldo vecino, el de su madre y de sus dos hermanas pequeñas y hacia allí se encaminó para ordenar también la preparación para abandonar las altas planicies y bajar a los cañadones del este.
Cuando volvió a su resguardo, la mujer había desmantelado los cueros y los troncos  y había envuelto el niño para que siguiera durmiendo en un hoyo en la tierra, contra las raíces de un calafate. El cuenco de arcilla que había sido de su madre y antes de ella de la madre de su madre, también fue envuelto,  quizás con más cuidado que el niño,  junto a otros utensilios de madera  y a varias piedras cortantes, que la mujer usaba para tratar los quillangos. Todo estaba listo para ser transportado  durante el viaje que emprenderían.
“Toma Chechelón – le dijo a la mujer – lleva en tu regazo este pasto seco y ramas finas, que necesitaremos de ellos para prender el fuego en el nuevo campamento” y le extendió un pequeño atado que había recogido bajo el quillango que le había servido de camastro duran te el verano.
Cuando el día comenzó a clarear, emprendieron la marcha. Adelante Oerr y le seguía Chechelón cargada con el niño y los elementos del toldo. Atrás la madre de Oerr, cargando el segundo toldo, y luego las dos niñas con los bultos y los utensilios de ambos  hogares. Atrás en la fila, una tía vieja, hermana de la madre de Oerr, viuda  y madre de dos hijos varones, desaparecidos en la nieve cuando cazaban hacía ya varios inviernos.
Para la tarde cuando empezó a ponerse oscuro en el cañadón por donde se encaminaban al valle Charkamak, Oerr decidió buscar refugio para su pequeño grupo al reparo de una pared rocosa que evitaba el viento del oeste. Comieron un trozo de carne de Choique cada uno y Chechelón dio el pecho al niño que pronto se durmió. Recostados en la arena, apretando  sus cuerpos uno contra otros y cubiertos con uno de los toldos, buscaron energías para proseguir al día siguiente el camino.
Al comenzar a clarear el día siguiente, Oerr volvió a poner en marcha a la comitiva. Lentamente sus huellas fueron marcándose en la arena del lecho seco del cañadón, que viboreaba mientras perdía altura. Cuando el sol estaba en posición cenital, llegaron muy abajo por donde corría el río Ecker Sus aguas, escasas pero límpidas, les permitió saciar la sed que había comenzado a molestarlos.
Mientras caminaba en el fondo del cañadón, Oerr sentía la sensación de incomodidad que lo asaltaba cuando no tenía posibilidades de ver a lo lejos. Probablemente no se daba cuenta, pero cuando se desplazaba por la estepa y el horizonte se extendía por distancias muy grandes, la situación de agobio desaparecía.
Cuando el sol estaba alto, el grupo detuvo su marcha a instancias de las señas que en silencio hacía su líder. Frente a ellos, sin percibir su cercanía y mordisqueando el corto pasto verde de la orilla del río, un grupo de seis guanacos y un chulengo recién nacido, ignoraban la cercanía del grupo tehuelche. El viento, que golpeaba la cara de los viajeros,  alejaba el olor de los humanos que se acercaban y no hubo señal que los alertara.
Oerr desprendió su bola que llevaba colgada de su cintura, atada de una tripa sobada. Hizo señas a las dos niñas para que se posicionaran sobre su flanco y evitar que los animales escapen por atrás. Apuntando al chulengo, revoleó la bola por encima de su cabeza y con fuerza la lanzó para adelante. El golpe sobre el costado del cuello del recién nacido lo volteó. Oerr pegó un saldo hacia adelante y rápidamente se tiró sobre el cuerpo que intentaba incorporarse. En la confusión los guanacos adultos se escabulleron, cruzando la línea de los humanos y corriendo rápidamente río arriba.
El cazador hizo señas a sus hermanas y estas se acercaron con una vasija y una piedra cortante. Tomó la piedra Oerr e indicó que acomodaran el recipiente. Con un movimiento firme y veloz, cortó la garganta del pequeño animal, brotando de la herida un chorro de sangre que cayó dentro de  la vasija. “Tómala vos, necesitas de leche para el niño” le dijo a Chechelón, alcanzándole la vasija. La mujer rápidamente  llevó el ofrecimiento a su boca y con ruido probó y luego tragó la sangre aún líquida y caliente.
Luego de esta acción, Oerr se incorporó y desapareció tras un bosquecillo de sauces siguiendo las huellas de los guanacos en fuga. A la vez las mujeres de más edad del grupo, con piedras afiladas, se arrodillaron  frente al chulengo muerto y comenzaron a retirar cuidadosamente la piel y despostar las patas traseras y quitar las vísceras. Todo fue envuelto en la piel fresca, para preservar la carne de la arena del suelo y de las moscas que, alentadas por el olor, ya habían llegado al lugar.
Las huellas corrían paralelas al río y al poco de andar, Oerr se encontró con una garganta en donde las formaciones rocosas de ambas orillas se aproximaban mucho a los bordes del agua; los guanacos pasaron por el lugar, pero debieron pisar el agua del cauce para poder superar el escollo. Oerr recordó haber pasado por allí durante la mañana, pero ahora se dio cuenta que la particular conformación allí del valle permitiría cerrar el espacio e impedir el paso de los animales.  Con un campamento de su gente río abajo, podría encerrar coiques y guanacos,  que luego serían fáciles de cazar.
Siguió las huellas, pero pronto se encontró que por un cañadón por el que corría en la primavera un afluente del pequeño río Ecker, los guanacos habían podido acceder arriba a la meseta. Desde allí ya no era posible perseguirlos y decidió volver con su familia.
Cuando llegó vio que las mujeres habían logrado prender fuego y se aprestaban a asar el cuerpo del chulengo. Al rato estaban todos  desgarrando con sus dientes la carne y las vísceras.  Un chulengo entre seis adultos no es una gran comida, pero se durmieron tapados por el toldo y sobre la arena de la orilla del río, sin hambre.
Fue recién a la mañana siguiente que vio, hacia arriba sobre el faldeo de gran pendiente, la caverna. Decidió explorarla y en compañía de las dos niñas, subió costosamente hasta que el río se veía pequeño y lejano. En dos oportunidades tuvo que auxiliar a una de las niñas que no había logrado hacer pie cuando la tierra arcillosa se desmoronó bajo su pequeño peso. Luego de un tiempo prolongado llegaron a la entrada de la cavidad que en realidad no lo era, sino más bien un espacio amplkio bajo un grueso sustrato basáltico.
Los tres inspeccionaron el lugar y llegaron a la conclusión de que era bueno para estacionarse y pasar el invierno y resolvieron volver a bajar para ayudar al resto del grupo que había quedado al costado del río,  subir e instalarse.
Esta tarea le costó toda la tarde, pero cuando las sombras se impusieron sobre la luz, habían llegado con los pocos bienes que traían y sin comer se acostaron sobre el suelo de la caverna a dormir.
A la mañana siguiente Oerr salió de la cueva, bajo el largo y peligroso faldeo y caminó aguas abajo, por la orilla sur del río. Volvió a la caída del sol con un choique grande y gordo y tres tucu tuco, colgados de la cintura.
En cuanto llegó, las mujeres prepararon la carne y con hambre y disputando  en la oscuridad de la noche las piezas más apreciadas, comieron.
Esa noche la caverna estaba más hogareña; la mujer había extendido un quillango sobre la roca del piso y se cubrieron con uno de los toldos. Unos metros más adentro el resto de las mujeres se agolparon en forma similar. Todos con el estómago hinchado con la carne ingerida, se ubicaron para dormir.
Pero antes de cerrar los ojos Oerr recordó las enseñanzas de la madre de su madre y como ella había indicado como había que hacer para dibujar en las paredes. Se despertó convencido de la necesidad de rendir un agradecimiento a Kóoch, dios creador de todas las cosas del Universo que se ponen a disposición de los hombres para que sobrevivan. Bajó con cierta premura el faldeo y antes de llegar al río tropezó dos veces.  Llegando a la orilla caminó aguas arriba algo más de dos mil pasos. Allí recordaba la existencia de dos barrancas: una de color rojo y otra de color amarillo intenso. Colocando arcillas de ambos colores en un cuero que había traído, volvió sobre sus pasos y cansado pero satisfecho, llegó a la caverna nuevamente. Una de las mujeres viejas le alcanzó un trozo de grasa de choique y dos recipientes de barro, con este y un puñado de cenizas,  mezcló con paciencia las arcillas. Interrumpió su tarea por la llegada de las sombras cerradas.
A la mañana siguiente apoyó su mano sobre la pared mas lisa, a la izquierda de la entrada. Con la mano siniestra inmóvil, pintó con amarillo el contorno de la palma y de los dedos. Al terminar, retiró la mano y observó su trabajo. A continuación dibujó con la mezcla roja, un guanaco. Ofrecía un flanco al observador, tenía la cabeza erguida y las manos y las piernas separadas, de esta manera quiso indicar que el animal estaba en fuga.
Se apartó de la pared y observo con satisfacción su obra. Kóoch estaría contento con la acción y seguramente lo ayudaría en el futuro en la búsqueda de alimentos para la familia a su cargo.
En lo que no pudo pensar fue en la gran cantidad de dibujos que otros hombres dejarían sobre esas paredes y en el interés que muchos años más tarde despertarían en los blancos que avanzaron sobre sus tierras, expulsando los suyos de los valles, las montañas y las mesetas.

Pedro Dobrée
Cipolletti, Agosto de 2014



Glosario:
Cañadón
Pequeño valle. Generalmente alberga un lecho de arroyo que solo tiene agua cuando llueve fuerte o en la época de los deshielos.
Charkamak
Valle del río Pinturas, en el noroeste de la Pcia. de Santa Cruz
Chechelón
Mariposa
Choique
Ñandú
Chulengo
Cría del guanaco
Ecker
Río Pinturas.
Kóoch
Dios creador del Universo, pero no de los hombres.
Quillango
Manta confeccionada con el cuero del guanaco
Oerr
Avutarda macho
Tucu - Tuco
Pequeño mamífero roedor; habita en túneles que construye bajo la superficie, en terrenos relativamente blandos.




lunes, 24 de febrero de 2014

Camionero

Cuando despertó dentro del camión, volvió a escuchar el fuerte viento que había soplado durante toda la noche. Más aún, recordaba que cuando aún estaba totalmente oscuro y solo se veía una débil luz en la puerta del hotel de Tres Cerros, el viento había sacudido el vehículo a pesar del peso de la carga de lana que llevaba desde Rio Gallegos hasta Madryn, y este movimiento lo había despertado
Cuando el sol ya había desaparecido tras el horizonte, pero permanecía la luz del atardecer patagónico de fines de Noviembre, había llegado al hotel, un edificio solitario en medio de la gran estepa sobre la Ruta Nacional 3 al norte de San Julián.  Allí atracó junto al surtidor y pidió que le llenaran el tanque de gasoil.  De la cocina del hotel le llegó el aroma de chuletas cocidas en una plancha, y esto lo convenció para entrar a cenar. En el comedor se encontró con el “Chato” Acuña y su hermano –siempre andaban juntos - y se sentó en la mesa con ellos. Intercambiaron chismes de la ruta, del oficio y de conocidos mutuos; como hacían cada vez que sus rutas camioneras coincidían. Los tres comieron enormes bifes a la plancha con una ensalada de lechuga, tomates y cebollas. El hermano de “Chato” pidió que le incluyeran dos huevos fritos. Tomaron vino, áspero y espeso, porque luego irían a sus camiones a dormir y recién mañana volverían a la ruta.  
Sobre una de las paredes del salón colgaba un televisor grande que en ese momento transmitía un partido entre dos equipos de la Liga Italiana de Futbol; la sala estaba llena y el rumor de las voces de los comensales hacía imposible escuchar al relator.
Terminaron de cenar y se refugió en su camión: un Renault modelo 2009, con una cabina cómoda y un camarote relativamente amplio y bien equipado. Sobre un lateral del tablero ancho y luminoso, estaba pegada una estampa de Ceferino Namuncurá, “El lirio de las Pampas”.
Por la calefacción del vehículo, mantuvo prendido el motor unos minutos. Escuchó  la radio de la cabina, aprovechando que allí se podía todavía captar a LU 12, radio Río Gallegos. Se le hacía un programa homenaje a Atahualpa Yupanqui, y prestó atención a algunos temas musicales, pero pronto notó que el sueño lo vencía. Apagó el motor y la radio, se tapó bien con el quillango, dio media vuelta en la cama, y se durmió. Luego había comenzado a soplar el viento.
Al despertar corrió la cortina del camarote y observó el inicio de la mañana fría: los álamos detrás del hotel vencidos por la fuerte brisa y unas pequeñas nubes de polvo originados en la gran playa de maniobras frente al hotel y a los surtidores de combustible.
Abrió la puerta y con un termo en la mano fue hasta el comedor a pedir agua caliente para tomar los primeros mates del día. Volvía hacia el camión y se le acercó una mujer relativamente joven, pelo rubio corto, pantalones de gabardina verde desteñido y una blusa amarilla, que no parecía encajar en el contexto de la estepa, el hotel y los camioneros. Tampoco parecía suficiente abrigo para la fría mañana.
“Adónde vas?” le preguntó ella.
“Al norte; al valle del Chubut y después a Puerto Madryn”
“Me podés llevar? No te molesto” como demoró en contestar, ella tomó su silencio por una aceptación de la propuesta; “voy a buscar un bolso que es chico, no te va a molestar”.
La mujer desapareció detrás del camión, él se encogió de hombros y subió a la cabina del vehículo. Llenó el mate con yerba, encajó la bombilla y lentamente vertió el agua caliente. Había empezado a sorber la amarga infusión, cuando escuchó un grito de mujer. Sin pensar en las posibles razones de la exclamación, bajó nuevamente al suelo y corrió hacia la parte trasera del camión. Allí se encontró con un hombre de baja estatura vestido con una campera negra. La mujer con que se había encontrado hacía solo unos instantes estaba de rodillas y el hombre la había tomado del pelo. Cuando ella lo vio, gritó nuevamente.
El grito fue un disparador; en dos trancos estaba junto a la pareja y le pegó un fuerte empujón al de la campera, apoyándose sobre sus hombros. Este cayó al suelo y la mujer trastabilló. “Subite al camión” le dijo. El petizo se levantó con tierra en la ropa. De algún lugar sacó un corto cuchillo y lo encaró. Desde la culata del camión aparecieron los hermanos Acuña; el más chico empuñando una vara metálica con que solía golpear a las cubiertas de su vehículo para apreciar la presión del aire en cada una de ellas. “Necesitas algo, Gringo?” le dijeron. El de la campera negra se escabulló entre los camiones que también esa mañana estaban estacionados en la playa de maniobras.
“Qué pasa?” le preguntó “Chato”. “Nada muchachos, no se preocupen… gracias por la ayuda”. Los Núñez dieron la vuelta y desaparecieron y el intentó subir a la cabina de su vehículo. No pudo hacerlo y golpeó la puerta para que le abrieran; la mujer adentro dudó, pero luego de unos instantes levantó la traba y la puerta pudo abrirse. Se sentó, abrochó y ajustó su cinturón de seguridad y puso en marcha el motor. Con una velocidad un poco mayor a la que hubiera empleado en otras circunstancias, salió de la playa y subió a la ruta nacional.
“Cómo te llamas?” le dijo a la mujer, luego de 10 kilómetros recorridos en silencio. ”Margarita… le contestó… aunque en Gallegos me decían Cecilia”.
Pasaron por Fitz Roy sin disminuir la velocidad y solo la redujo cuando comenzó a bajar hacia la costa del mar, mucho antes de Caleta Olivia y donde la ruta comienza a ser sinuosa y ondulada y peligrosa. El aire comprimido de los frenos del vehículo resonaba en la mañana soleada, compitiendo con el viento de los cañadones.  La mujer miraba por la ventanilla lateral y veía pasar presurosas, las barrancas de tierra gredosa cortadas a pique, donde se continuaban los naranjas, los marrones, el amarillo y los grises y los blancos. Algunos de estas barrancas pasaban cerca de la ventanilla del camión y otros a gran distancia. Y también los arbustos deslucidos y el pasto amarillo y duro e, intercaladas, las flores también amarillas del desierto.  
Curva a la izquierda, curva a la derecha, cuesta abajo, vuelta a subir y en la cresta de la loma, hacia el este, las primeras visiones del mar de azul intenso, pues a la distancia aún no se perciben las crestas blancas de las olas formadas por el viento que desde el continente ingresa al océano.
Pocos vehículos esa mañana en la ruta. Estimó que recién superada Caleta Olivia, se encontrarían con tráfico. Cada 5 minutos, casi con precisión miraba por el espejo retrovisor izquierdo e inspeccionaba la ruta por detrás de él. En un momento, y en un trecho recto, vio un vehículo que se aproximaba como para superarlo.
Por un corto tiempo el automóvil se estacionó detrás del camión. Se inquietó porque el pequeño automóvil, un Peugeot 206 verde, no parecía querer adelantarse. Pero luego de unos minutos se puso a la par del camión. Miró por la ventanilla y vio un hombre que le hacía señas de frenar. Sintió que la mujer se apoyaba en él y miraba también al otro vehículo. “Es el auto de Ramón…me están siguiendo” dijo ella. El reconoció al ocupante de campera negra del asiento derecho y apretó el acelerador, adelantándose algo al vehículo menor; estaban sobre una curva a la izquierda y el Peugeot tuvo que frenar para evitar ser encerrado contra la banquina.
Las sinuosidades de la carretera le permitieron mantener la delantera por algunos kilómetros, pero nuevamente ingresaron a un tramo recto. Fue entonces cuando el vehículo pequeño se volvió a poner a la par del camión y vio como ahora la mano que antes hacía señas de frenar, blandía una pistola.
Por mucho tiempo después podía recordar cómo, sin reflexionar, había volanteado hacia la izquierda y como el Peugeot golpeaba contra las ruedas duales del segundo eje. Recordó además, la visión que tuvo por el espejo retrovisor del vehículo pequeño,  cuando este ingresó en la zona de banquinas y dio, en una gran nube de polvo, dos vueltas sobre si mismo.
Miró nuevamente hacia adelante y corrigió el rumbo de su camión, que había entrado en el carril opuesto de la ruta. Tomó firmemente el volante y no miró más para atrás. Luego de veinte minutos y ya en las afueras de Caleta Olivia, bajó la velocidad hasta frenar en un descanso del camino, al reparo  de unos tamariscos.
Durante todo este tiempo, la mujer no había abierto la boca y pálida estaba como refugiada en el inmenso asiente del acompañante. “Quién es Ramón?  le preguntó. “ Es el amigo de Alberto, él que me hacía trabajar en Gallegos….se habrá muerto?” Su voz era apenas audible. “No lo sé - contestó también con susurros - espero que sí”.
Bajó del camión y observó la zona que había tomado contacto con el auto pequeño; casi no había daños, más allá de la rotura de un guardabarros y el color verde de unos raspones sobre la cubierta externa del lado izquierdo del semirremolque. Luego de aproximadamente diez minutos, sus manos se estabilizaron y volvió a poner en funcionamiento el motor. Colocó la primera marcha y con las luces del costado izquierdo destellando, ingresó nuevamente al camino pavimentado. Lentamente cruzaron la ciudad y volvieron a la ruta abierta. En el punto en que termina la provincia de Santa Cruz y comienza la del Chubut, la policía santacruceña le indicó parar. Pálido y nervioso le entregó, inclinando su cuerpo por la ventanilla, la documentación del vehículo y su permiso para conducir camiones de gran porte. El agente policial, con gesto de aburrido, le devolvió los documentos y le indicó proseguir.
Ya estaban transitando sobre la autovía entre Caleta y Comodoro Rivadavia, cuando encendió la radio y buscó una emisora local; pensó que podría escuchar alguna noticia sobre el auto volcado a la vera de la ruta.
Dejaron a su derecha al balneario de Rada Tilly e ingresaron a las primeras manifestaciones de la urbanización de Comodoro Rivadavia. Ciudad petrolera, su característica principal es la provisoriedad y el desorden; las casas pequeñas y las calles desprolijas, el cartón y las bolsas de nylon apretadas contra los cercos y aferradas a las ramas y espinas de los arbustos, los árboles inclinados hacia el este y los perros por todos lados, flacos y corriéndose sobre las laderas del cerro Chenque. Al pasar por las calles del centro comercial y portuario, el panorama cambia y la ciudad adquiere el aspecto de moderna, agitada y mundana, propia de una de las dos ciudades más importantes de la Patagonia. La salida al norte vuelve a parecerse a la entrada sur, nuevamente la pobreza y la provisoriedad. Kilómetro 3, Astra, General Mosconi y finalmente la larguísima subida del cañadón Ferré. Por el cañadón el camión avanzó muy lentamente y notó que cuando llegaron a la meseta arriba y pudo acelerar en forma más decidida, sintió un gran alivio y pudo sonreírle a la mujer sentada a su lado.
Ella parecía sentir lo mismo, pues entró en una etapa más conversadora. Le contó que había vivido cerca de General Alvear, en una pequeña población llamada Real del Padre, en la provincia de Mendoza, con sus padres y un hermano. Que su padre era peón rural y que su madre  planchaba ropa para las familias del centro de Alvear, hacia donde viajaba todas las mañanas. Su infancia y adolescencia fueron regularmente felices, si no contaba los días en que había poco de comer y las noches en que volvía borracho su padre. Que un día le contaron que en Río Gallegos había pocas mujeres y que podría conseguir trabajo en una gran tienda de ropa femenina cara. Que le iban a pagar bien y que podría retirar mensualmente lindos vestidos para ella misma. Contó también que al bajar del ómnibus que la llevó a Gallegos, le dijeron que hubo imprevistos y que no se podía realizar el proyecto, “pero igual podés usar ropa linda”, le dijo Ramón. Que esto había sido hacía ya varios años, que durante todo este tiempo le pegaban,  y la trataban mal. Supo que la habían estado buscando, su madre, y que por ello la habían escondido. Que comía mal, que se sentía humillada y que un día desesperada, vio la posibilidad de escapar hacia el norte, y que de esa manera fue que se encontraron en el Hotel Tres Cerros.
Cruzaron la Pampa de Salamanca, pasaron por Garayalde, por Uzcudún y finalmente por Florentino Ameghino, apenas del camino  tres puntos que albergaban cada uno de ellos, una estación de servicio, un hotel y una comisaría. Allí vio dos camiones estacionados que reconoció de amigos de Gallegos. Les tocó bocina y saludó con la mano, pero no supo si se habían dado cuenta de quién era.  Kilómetros y kilómetros por la ruta recta que solo de vez en cuando presentaba alguna curva.
Cuando escuchaba quienes se quejaban del paisaje monótono, el siempre intervenía diciendo que al andar en el desierto había que aprender a mirar y que entonces se descubría la riqueza de la aparente monotonía. Esa tarde vio dos zorros, un hurón, varios avestruces machos con un grupo de charitos cada uno, al menos diez guanacos que emprendieron un suave galope cuando les tocó fuerte la bocina del vehículo; maras, algunos caballos y muchas ovejas. Y luego de las cinco de la tarde, cuando la mujer había empezado a cebarle nuevamente mate desde el asiento del acompañante, una veintena de martinetas copetonas, que en distintos tramos del camino, buscaban semillas y otros alimentos en la banquina; “ …a esta hora salen las martinetas y hay que tener cuidado de no pisarlas, porque son muy mansas” le dijo a la mujer.
La tarde se le hizo corta y estaba cayendo el sol cuando bajaron al valle y vieron los álamos de las chacras que orillan al río Chubut. Su gusto por el desierto no le impedía encontrar, luego de largas horas de vegetación achaparrada, grisácea y espinosa, placer y alivio en el verde, el agua de los canales y los pequeños potreros de alfalfa o gramilla.
Preocupado por lo que había sucedido esa mañana, no fue a la estación de servicio grande de YPF, donde siempre paraba y donde encontraba amigos y conocidos que también recorrían la larga ruta 3. Decidió tomar una calle secundaria que corría paralela al río y buscó una estación pequeña y poco frecuentada. Allí estacionó el camión y bajó a comprar algo de pan, un pequeño saché de mayonesa y un cuarto kilo de queso. Esto y unos mates amargos fue la cena que compartió con la mujer. El cortaba el pan y aderezaba las porciones, mientras ella cebaba el mate.
Cuando terminaron le hizo una seña indicando el camarote. “Acomodate allí”  le dijo. Ella en  silencio paso para atrás, mientras él bloqueó bien las puertas y corría las cortinas de la cabina para evitar la molesta luz de la madrugada austral; luego se acomodó para dormir en el asiento del conductor. Ella alargó un brazo para delante y le acarició una mejilla “Me pareces un hombre bueno”.
“Te molesta la radio” le preguntó cuando lo prendió con la intención de escuchar unos minutos mientras le llegara el sueño. “No; pero vení acá, que hace frío … dijo en voz baja … pero llámame Margarita”. Dio media vuelta y la miró, estaba tapada con el quillango y desde allí le sonrió. Dudó unos instantes y luego se incorporó y también se acostó en el camarote. Ella lo abrigó con el quillango y lo abrazó.
A la mañana siguiente se despertó con la mujer durmiendo a su lado. Tratando de hacer el menor ruido posible se levantó para no despertarla. Abrió la puerta del vehículo y fue hasta la oficina de la estación a pedir agua caliente. Con el termo lleno volvió y cuando se sentó en el asiento del conductor, ella despertó y se sentó en el camarote. Por unos instantes sus pechos quedaron al desnudo, pero rápidamente los cubrió con la manta bajo el cual habían dormido. “Ya nos vamos?” preguntó. “Si, mejor que te vistas”  Lleno el mate con la yerba y lentamente volcó el agua en el recipiente. Tomó el primero y el segundo se lo alargó a la mujer, que se había vestido y que trataba de peinarse con los dedos.
Terminaron el agua del mate y él llevó el camión a que le llenen el tanque de combustible; no se había vaciado todavía, pero le gustaba mantenerlo lleno. Mientras hacía esto el playero, que entrecerraba sus ojos mal dormidos para ver el marcador de litros expendidos y el importe de la venta, controló el nivel del aceite en el motor, el agua del radiador y la presión del aire en las gomas. Al playero se le mejoró la vista cuando observó a la mujer bajarse de la cabina alta del camión, apretando piernas y nalgas contra la liviana tela de una pollera no diseñada para esa maniobra.
“Ahora vamos a Puerto Madryn, donde descargo estos fardos de lana y luego vuelvo al río Chubut, a Dolovan, a buscar rollos de alfalfa para la estancia Punta Loyola, cerca de Gallegos”.
“No vas más al norte? le preguntó ella.
“No; tengo que estar de vuelta en Santa Cruz para el domingo a la noche”.
Ella lo miró con tristeza y se acomodó en el asiento. “Ponete el cinturón” le dijo él, mientras ponía en marcha el motor del camión; lentamente salieron de la playa de la estación, buscando la ruta y el puente que le permitiera cruzar el río.
Una vez que se desembarazaron de Trelew, avanzaron con buen ritmo y pronto estaban al borde de la meseta mirando el azul del Golfo Nuevo y la ciudad de Puerto Madryn, que se extendía por la orilla de la playa,  intentando abrazar al mar.
En el gran patio de la empresa acopiadora, estacionó el camión y se bajó para observar la operación de descarga que se hizo con una grúa enorme. Los fardos se alineaban prolijamente y con el largo brazo de la grúa se fueron estibando como ladrillos de un juego de gigantes. Faltaban pocos fardos para colocar cuando vio cruzar la calle a la mujer; volvía de la estación de servicio que estaba al frente.
“Conseguí quien me lleva hasta Santa Rosa… allí veo como hago para seguir” le dijo.
“Tenés plata?  - metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete –tomá, esto seguro que te servirá” y se lo puso en la palma de la mano de la mujer.
Ella repitió la frase de la noche anterior “Me parecés un hombre bueno”. Se puso en puntas de pie y le dio un beso en la mejilla. “Gracias. Si andas algún día por Real del Padre, preguntá por mí. Me gustaría verte”.
Dio media vuelta y lentamente, con el bolso en la mano, volvió a cruzar la calle hacia la estación de servicio. Él la vio irse e hizo un ademán como para llamarla, pero bajó la mano que había levantado y quedó  expectante, mirando la figura que se alejaba.
Cipolletti, verano de 2014
Pedro Dobrée