Cuando despertó dentro del
camión, volvió a escuchar el fuerte viento que había soplado durante toda la
noche. Más aún, recordaba que cuando aún estaba totalmente oscuro y solo se
veía una débil luz en la puerta del hotel de Tres Cerros, el viento había
sacudido el vehículo a pesar del peso de la carga de lana que llevaba desde Rio
Gallegos hasta Madryn, y este movimiento lo había despertado
Cuando el sol ya había
desaparecido tras el horizonte, pero permanecía la luz del atardecer patagónico
de fines de Noviembre, había llegado al hotel, un edificio solitario en medio
de la gran estepa sobre la Ruta Nacional 3 al norte de San Julián. Allí atracó junto al surtidor y pidió que le
llenaran el tanque de gasoil. De la
cocina del hotel le llegó el aroma de chuletas cocidas en una plancha, y esto
lo convenció para entrar a cenar. En el comedor se encontró con el “Chato” Acuña
y su hermano –siempre andaban juntos - y se sentó en la mesa con ellos.
Intercambiaron chismes de la ruta, del oficio y de conocidos mutuos; como
hacían cada vez que sus rutas camioneras coincidían. Los tres comieron enormes
bifes a la plancha con una ensalada de lechuga, tomates y cebollas. El hermano
de “Chato” pidió que le incluyeran dos huevos fritos. Tomaron vino, áspero y
espeso, porque luego irían a sus camiones a dormir y recién mañana volverían a
la ruta.
Sobre una de las paredes del
salón colgaba un televisor grande que en ese momento transmitía un partido
entre dos equipos de la Liga Italiana de Futbol; la sala estaba llena y el
rumor de las voces de los comensales hacía imposible escuchar al relator.
Terminaron de cenar y se refugió
en su camión: un Renault modelo 2009, con una cabina cómoda y un camarote
relativamente amplio y bien equipado. Sobre un lateral del tablero ancho y
luminoso, estaba pegada una estampa de Ceferino Namuncurá, “El lirio de las
Pampas”.
Por la calefacción del vehículo, mantuvo
prendido el motor unos minutos. Escuchó
la radio de la cabina, aprovechando que allí se podía todavía captar a
LU 12, radio Río Gallegos. Se le hacía un programa homenaje a Atahualpa
Yupanqui, y prestó atención a algunos temas musicales, pero pronto notó que el
sueño lo vencía. Apagó el motor y la radio, se tapó bien con el quillango, dio
media vuelta en la cama, y se durmió. Luego había comenzado a soplar el viento.
Al despertar corrió la cortina
del camarote y observó el inicio de la mañana fría: los álamos detrás del hotel
vencidos por la fuerte brisa y unas pequeñas nubes de polvo originados en la
gran playa de maniobras frente al hotel y a los surtidores de combustible.
Abrió la puerta y con un termo en
la mano fue hasta el comedor a pedir agua caliente para tomar los primeros
mates del día. Volvía hacia el camión y se le acercó una mujer relativamente
joven, pelo rubio corto, pantalones de gabardina verde desteñido y una blusa
amarilla, que no parecía encajar en el contexto de la estepa, el hotel y los
camioneros. Tampoco parecía suficiente abrigo para la fría mañana.
“Adónde vas?” le preguntó ella.
“Al norte; al valle del Chubut y
después a Puerto Madryn”
“Me podés llevar? No te molesto”
como demoró en contestar, ella tomó su silencio por una aceptación de la
propuesta; “voy a buscar un bolso que es chico, no te va a molestar”.
La mujer desapareció detrás del
camión, él se encogió de hombros y subió a la cabina del vehículo. Llenó el
mate con yerba, encajó la bombilla y lentamente vertió el agua caliente. Había
empezado a sorber la amarga infusión, cuando escuchó un grito de mujer. Sin
pensar en las posibles razones de la exclamación, bajó nuevamente al suelo y
corrió hacia la parte trasera del camión. Allí se encontró con un hombre de
baja estatura vestido con una campera negra. La mujer con que se había
encontrado hacía solo unos instantes estaba de rodillas y el hombre la había
tomado del pelo. Cuando ella lo vio, gritó nuevamente.
El grito fue un disparador; en
dos trancos estaba junto a la pareja y le pegó un fuerte empujón al de la
campera, apoyándose sobre sus hombros. Este cayó al suelo y la mujer
trastabilló. “Subite al camión” le dijo. El petizo se levantó con tierra en la
ropa. De algún lugar sacó un corto cuchillo y lo encaró. Desde la culata del
camión aparecieron los hermanos Acuña; el más chico empuñando una vara metálica
con que solía golpear a las cubiertas de su vehículo para apreciar la presión
del aire en cada una de ellas. “Necesitas algo, Gringo?” le dijeron. El de la
campera negra se escabulló entre los camiones que también esa mañana estaban
estacionados en la playa de maniobras.
“Qué pasa?” le preguntó “Chato”.
“Nada muchachos, no se preocupen… gracias por la ayuda”. Los Núñez dieron la
vuelta y desaparecieron y el intentó subir a la cabina de su vehículo. No pudo
hacerlo y golpeó la puerta para que le abrieran; la mujer adentro dudó, pero
luego de unos instantes levantó la traba y la puerta pudo abrirse. Se sentó,
abrochó y ajustó su cinturón de seguridad y puso en marcha el motor. Con una
velocidad un poco mayor a la que hubiera empleado en otras circunstancias,
salió de la playa y subió a la ruta nacional.
“Cómo te llamas?” le dijo a la
mujer, luego de 10 kilómetros recorridos en silencio. ”Margarita… le contestó…
aunque en Gallegos me decían Cecilia”.
Pasaron por Fitz Roy sin disminuir
la velocidad y solo la redujo cuando comenzó a bajar hacia la costa del mar,
mucho antes de Caleta Olivia y donde la ruta comienza a ser sinuosa y ondulada
y peligrosa. El aire comprimido de los frenos del vehículo resonaba en la
mañana soleada, compitiendo con el viento de los cañadones. La mujer miraba por la ventanilla lateral y
veía pasar presurosas, las barrancas de tierra gredosa cortadas a pique, donde
se continuaban los naranjas, los marrones, el amarillo y los grises y los
blancos. Algunos de estas barrancas pasaban cerca de la ventanilla del camión y
otros a gran distancia. Y también los arbustos deslucidos y el pasto amarillo y
duro e, intercaladas, las flores también amarillas del desierto.
Curva a la izquierda, curva a la
derecha, cuesta abajo, vuelta a subir y en la cresta de la loma, hacia el este,
las primeras visiones del mar de azul intenso, pues a la distancia aún no se
perciben las crestas blancas de las olas formadas por el viento que desde el
continente ingresa al océano.
Pocos vehículos esa mañana en la
ruta. Estimó que recién superada Caleta Olivia, se encontrarían con tráfico.
Cada 5 minutos, casi con precisión miraba por el espejo retrovisor izquierdo e
inspeccionaba la ruta por detrás de él. En un momento, y en un trecho recto,
vio un vehículo que se aproximaba como para superarlo.
Por un corto tiempo el automóvil
se estacionó detrás del camión. Se inquietó porque el pequeño automóvil, un
Peugeot 206 verde, no parecía querer adelantarse. Pero luego de unos minutos se
puso a la par del camión. Miró por la ventanilla y vio un hombre que le hacía
señas de frenar. Sintió que la mujer se apoyaba en él y miraba también al otro
vehículo. “Es el auto de Ramón…me están siguiendo” dijo ella. El reconoció al
ocupante de campera negra del asiento derecho y apretó el acelerador, adelantándose
algo al vehículo menor; estaban sobre una curva a la izquierda y el Peugeot
tuvo que frenar para evitar ser encerrado contra la banquina.
Las sinuosidades de la carretera
le permitieron mantener la delantera por algunos kilómetros, pero nuevamente
ingresaron a un tramo recto. Fue entonces cuando el vehículo pequeño se volvió
a poner a la par del camión y vio como ahora la mano que antes hacía señas de
frenar, blandía una pistola.
Por mucho tiempo después podía
recordar cómo, sin reflexionar, había volanteado hacia la izquierda y como el
Peugeot golpeaba contra las ruedas duales del segundo eje. Recordó además, la
visión que tuvo por el espejo retrovisor del vehículo pequeño, cuando este ingresó en la zona de banquinas y
dio, en una gran nube de polvo, dos vueltas sobre si mismo.
Miró nuevamente hacia adelante y
corrigió el rumbo de su camión, que había entrado en el carril opuesto de la
ruta. Tomó firmemente el volante y no miró más para atrás. Luego de veinte
minutos y ya en las afueras de Caleta Olivia, bajó la velocidad hasta frenar en
un descanso del camino, al reparo de
unos tamariscos.
Durante todo este tiempo, la mujer
no había abierto la boca y pálida estaba como refugiada en el inmenso asiente
del acompañante. “Quién es Ramón? le
preguntó. “ Es el amigo de Alberto, él que me hacía trabajar en Gallegos….se
habrá muerto?” Su voz era apenas audible. “No lo sé - contestó también con
susurros - espero que sí”.
Bajó del camión y observó la zona
que había tomado contacto con el auto pequeño; casi no había daños, más allá de
la rotura de un guardabarros y el color verde de unos raspones sobre la
cubierta externa del lado izquierdo del semirremolque. Luego de aproximadamente
diez minutos, sus manos se estabilizaron y volvió a poner en funcionamiento el
motor. Colocó la primera marcha y con las luces del costado izquierdo destellando,
ingresó nuevamente al camino pavimentado. Lentamente cruzaron la ciudad y
volvieron a la ruta abierta. En el punto en que termina la provincia de Santa
Cruz y comienza la del Chubut, la policía santacruceña le indicó parar. Pálido
y nervioso le entregó, inclinando su cuerpo por la ventanilla, la documentación
del vehículo y su permiso para conducir camiones de gran porte. El agente
policial, con gesto de aburrido, le devolvió los documentos y le indicó proseguir.
Ya estaban transitando sobre la
autovía entre Caleta y Comodoro Rivadavia, cuando encendió la radio y buscó una
emisora local; pensó que podría escuchar alguna noticia sobre el auto volcado a
la vera de la ruta.
Dejaron a su derecha al balneario
de Rada Tilly e ingresaron a las primeras manifestaciones de la urbanización de
Comodoro Rivadavia. Ciudad petrolera, su característica principal es la
provisoriedad y el desorden; las casas pequeñas y las calles desprolijas, el
cartón y las bolsas de nylon apretadas contra los cercos y aferradas a las
ramas y espinas de los arbustos, los árboles inclinados hacia el este y los
perros por todos lados, flacos y corriéndose sobre las laderas del cerro
Chenque. Al pasar por las calles del centro comercial y portuario, el panorama
cambia y la ciudad adquiere el aspecto de moderna, agitada y mundana, propia de
una de las dos ciudades más importantes de la Patagonia. La salida al norte
vuelve a parecerse a la entrada sur, nuevamente la pobreza y la provisoriedad.
Kilómetro 3, Astra, General Mosconi y finalmente la larguísima subida del
cañadón Ferré. Por el cañadón el camión avanzó muy lentamente y notó que cuando
llegaron a la meseta arriba y pudo acelerar en forma más decidida, sintió un
gran alivio y pudo sonreírle a la mujer sentada a su lado.
Ella parecía sentir lo mismo,
pues entró en una etapa más conversadora. Le contó que había vivido cerca de
General Alvear, en una pequeña población llamada Real del Padre, en la
provincia de Mendoza, con sus padres y un hermano. Que su padre era peón rural
y que su madre planchaba ropa para las
familias del centro de Alvear, hacia donde viajaba todas las mañanas. Su
infancia y adolescencia fueron regularmente felices, si no contaba los días en
que había poco de comer y las noches en que volvía borracho su padre. Que un
día le contaron que en Río Gallegos había pocas mujeres y que podría conseguir
trabajo en una gran tienda de ropa femenina cara. Que le iban a pagar bien y
que podría retirar mensualmente lindos vestidos para ella misma. Contó también
que al bajar del ómnibus que la llevó a Gallegos, le dijeron que hubo
imprevistos y que no se podía realizar el proyecto, “pero igual podés usar ropa
linda”, le dijo Ramón. Que esto había sido hacía ya varios años, que durante
todo este tiempo le pegaban, y la
trataban mal. Supo que la habían estado buscando, su madre, y que por ello la
habían escondido. Que comía mal, que se sentía humillada y que un día
desesperada, vio la posibilidad de escapar hacia el norte, y que de esa manera
fue que se encontraron en el Hotel Tres Cerros.
Cruzaron la Pampa de Salamanca, pasaron
por Garayalde, por Uzcudún y finalmente por Florentino Ameghino, apenas del
camino tres puntos que albergaban cada
uno de ellos, una estación de servicio, un hotel y una comisaría. Allí vio dos
camiones estacionados que reconoció de amigos de Gallegos. Les tocó bocina y
saludó con la mano, pero no supo si se habían dado cuenta de quién era. Kilómetros y kilómetros por la ruta recta que
solo de vez en cuando presentaba alguna curva.
Cuando escuchaba quienes se
quejaban del paisaje monótono, el siempre intervenía diciendo que al andar en
el desierto había que aprender a mirar y que entonces se descubría la riqueza de
la aparente monotonía. Esa tarde vio dos zorros, un hurón, varios avestruces
machos con un grupo de charitos cada uno, al menos diez guanacos que
emprendieron un suave galope cuando les tocó fuerte la bocina del vehículo; maras,
algunos caballos y muchas ovejas. Y luego de las cinco de la tarde, cuando la
mujer había empezado a cebarle nuevamente mate desde el asiento del
acompañante, una veintena de martinetas copetonas, que en distintos tramos del
camino, buscaban semillas y otros alimentos en la banquina; “ …a esta hora
salen las martinetas y hay que tener cuidado de no pisarlas, porque son muy
mansas” le dijo a la mujer.
La tarde se le hizo corta y
estaba cayendo el sol cuando bajaron al valle y vieron los álamos de las
chacras que orillan al río Chubut. Su gusto por el desierto no le impedía
encontrar, luego de largas horas de vegetación achaparrada, grisácea y
espinosa, placer y alivio en el verde, el agua de los canales y los pequeños
potreros de alfalfa o gramilla.
Preocupado por lo que había
sucedido esa mañana, no fue a la estación de servicio grande de YPF, donde
siempre paraba y donde encontraba amigos y conocidos que también recorrían la
larga ruta 3. Decidió tomar una calle secundaria que corría paralela al río y
buscó una estación pequeña y poco frecuentada. Allí estacionó el camión y bajó
a comprar algo de pan, un pequeño saché de mayonesa y un cuarto kilo de queso.
Esto y unos mates amargos fue la cena que compartió con la mujer. El cortaba el
pan y aderezaba las porciones, mientras ella cebaba el mate.
Cuando terminaron le hizo una
seña indicando el camarote. “Acomodate allí”
le dijo. Ella en silencio paso
para atrás, mientras él bloqueó bien las puertas y corría las cortinas de la
cabina para evitar la molesta luz de la madrugada austral; luego se acomodó
para dormir en el asiento del conductor. Ella alargó un brazo para delante y le
acarició una mejilla “Me pareces un hombre bueno”.
“Te molesta la radio” le preguntó
cuando lo prendió con la intención de escuchar unos minutos mientras le llegara
el sueño. “No; pero vení acá, que hace frío … dijo en voz baja … pero llámame
Margarita”. Dio media vuelta y la miró, estaba tapada con el quillango y desde
allí le sonrió. Dudó unos instantes y luego se incorporó y también se acostó en
el camarote. Ella lo abrigó con el quillango y lo abrazó.
A la mañana siguiente se despertó
con la mujer durmiendo a su lado. Tratando de hacer el menor ruido posible se
levantó para no despertarla. Abrió la puerta del vehículo y fue hasta la
oficina de la estación a pedir agua caliente. Con el termo lleno volvió y
cuando se sentó en el asiento del conductor, ella despertó y se sentó en el
camarote. Por unos instantes sus pechos quedaron al desnudo, pero rápidamente
los cubrió con la manta bajo el cual habían dormido. “Ya nos vamos?” preguntó.
“Si, mejor que te vistas” Lleno el mate
con la yerba y lentamente volcó el agua en el recipiente. Tomó el primero y el
segundo se lo alargó a la mujer, que se había vestido y que trataba de peinarse
con los dedos.
Terminaron el agua del mate y él
llevó el camión a que le llenen el tanque de combustible; no se había vaciado
todavía, pero le gustaba mantenerlo lleno. Mientras hacía esto el playero, que
entrecerraba sus ojos mal dormidos para ver el marcador de litros expendidos y
el importe de la venta, controló el nivel del aceite en el motor, el agua del
radiador y la presión del aire en las gomas. Al playero se le mejoró la vista
cuando observó a la mujer bajarse de la cabina alta del camión, apretando
piernas y nalgas contra la liviana tela de una pollera no diseñada para esa
maniobra.
“Ahora vamos a Puerto Madryn,
donde descargo estos fardos de lana y luego vuelvo al río Chubut, a Dolovan, a buscar
rollos de alfalfa para la estancia Punta Loyola, cerca de Gallegos”.
“No vas más al norte? le preguntó
ella.
“No; tengo que estar de vuelta en
Santa Cruz para el domingo a la noche”.
Ella lo miró con tristeza y se
acomodó en el asiento. “Ponete el cinturón” le dijo él, mientras ponía en
marcha el motor del camión; lentamente salieron de la playa de la estación,
buscando la ruta y el puente que le permitiera cruzar el río.
Una vez que se desembarazaron de
Trelew, avanzaron con buen ritmo y pronto estaban al borde de la meseta mirando
el azul del Golfo Nuevo y la ciudad de Puerto Madryn, que se extendía por la
orilla de la playa, intentando abrazar
al mar.
En el gran patio de la empresa
acopiadora, estacionó el camión y se bajó para observar la operación de
descarga que se hizo con una grúa enorme. Los fardos se alineaban prolijamente
y con el largo brazo de la grúa se fueron estibando como ladrillos de un juego
de gigantes. Faltaban pocos fardos para colocar cuando vio cruzar la calle a la
mujer; volvía de la estación de servicio que estaba al frente.
“Conseguí quien me lleva hasta
Santa Rosa… allí veo como hago para seguir” le dijo.
“Tenés plata? - metió la mano en el bolsillo del pantalón y
sacó un billete –tomá, esto seguro que te servirá” y se lo puso en la palma de
la mano de la mujer.
Ella repitió la frase de la noche
anterior “Me parecés un hombre bueno”. Se puso en puntas de pie y le dio un
beso en la mejilla. “Gracias. Si andas algún día por Real del Padre, preguntá
por mí. Me gustaría verte”.
Dio media vuelta y lentamente,
con el bolso en la mano, volvió a cruzar la calle hacia la estación de
servicio. Él la vio irse e hizo un ademán como para llamarla, pero bajó la mano
que había levantado y quedó expectante, mirando
la figura que se alejaba.
Cipolletti, verano de 2014
Pedro Dobrée