lunes, 24 de febrero de 2014

Camionero

Cuando despertó dentro del camión, volvió a escuchar el fuerte viento que había soplado durante toda la noche. Más aún, recordaba que cuando aún estaba totalmente oscuro y solo se veía una débil luz en la puerta del hotel de Tres Cerros, el viento había sacudido el vehículo a pesar del peso de la carga de lana que llevaba desde Rio Gallegos hasta Madryn, y este movimiento lo había despertado
Cuando el sol ya había desaparecido tras el horizonte, pero permanecía la luz del atardecer patagónico de fines de Noviembre, había llegado al hotel, un edificio solitario en medio de la gran estepa sobre la Ruta Nacional 3 al norte de San Julián.  Allí atracó junto al surtidor y pidió que le llenaran el tanque de gasoil.  De la cocina del hotel le llegó el aroma de chuletas cocidas en una plancha, y esto lo convenció para entrar a cenar. En el comedor se encontró con el “Chato” Acuña y su hermano –siempre andaban juntos - y se sentó en la mesa con ellos. Intercambiaron chismes de la ruta, del oficio y de conocidos mutuos; como hacían cada vez que sus rutas camioneras coincidían. Los tres comieron enormes bifes a la plancha con una ensalada de lechuga, tomates y cebollas. El hermano de “Chato” pidió que le incluyeran dos huevos fritos. Tomaron vino, áspero y espeso, porque luego irían a sus camiones a dormir y recién mañana volverían a la ruta.  
Sobre una de las paredes del salón colgaba un televisor grande que en ese momento transmitía un partido entre dos equipos de la Liga Italiana de Futbol; la sala estaba llena y el rumor de las voces de los comensales hacía imposible escuchar al relator.
Terminaron de cenar y se refugió en su camión: un Renault modelo 2009, con una cabina cómoda y un camarote relativamente amplio y bien equipado. Sobre un lateral del tablero ancho y luminoso, estaba pegada una estampa de Ceferino Namuncurá, “El lirio de las Pampas”.
Por la calefacción del vehículo, mantuvo prendido el motor unos minutos. Escuchó  la radio de la cabina, aprovechando que allí se podía todavía captar a LU 12, radio Río Gallegos. Se le hacía un programa homenaje a Atahualpa Yupanqui, y prestó atención a algunos temas musicales, pero pronto notó que el sueño lo vencía. Apagó el motor y la radio, se tapó bien con el quillango, dio media vuelta en la cama, y se durmió. Luego había comenzado a soplar el viento.
Al despertar corrió la cortina del camarote y observó el inicio de la mañana fría: los álamos detrás del hotel vencidos por la fuerte brisa y unas pequeñas nubes de polvo originados en la gran playa de maniobras frente al hotel y a los surtidores de combustible.
Abrió la puerta y con un termo en la mano fue hasta el comedor a pedir agua caliente para tomar los primeros mates del día. Volvía hacia el camión y se le acercó una mujer relativamente joven, pelo rubio corto, pantalones de gabardina verde desteñido y una blusa amarilla, que no parecía encajar en el contexto de la estepa, el hotel y los camioneros. Tampoco parecía suficiente abrigo para la fría mañana.
“Adónde vas?” le preguntó ella.
“Al norte; al valle del Chubut y después a Puerto Madryn”
“Me podés llevar? No te molesto” como demoró en contestar, ella tomó su silencio por una aceptación de la propuesta; “voy a buscar un bolso que es chico, no te va a molestar”.
La mujer desapareció detrás del camión, él se encogió de hombros y subió a la cabina del vehículo. Llenó el mate con yerba, encajó la bombilla y lentamente vertió el agua caliente. Había empezado a sorber la amarga infusión, cuando escuchó un grito de mujer. Sin pensar en las posibles razones de la exclamación, bajó nuevamente al suelo y corrió hacia la parte trasera del camión. Allí se encontró con un hombre de baja estatura vestido con una campera negra. La mujer con que se había encontrado hacía solo unos instantes estaba de rodillas y el hombre la había tomado del pelo. Cuando ella lo vio, gritó nuevamente.
El grito fue un disparador; en dos trancos estaba junto a la pareja y le pegó un fuerte empujón al de la campera, apoyándose sobre sus hombros. Este cayó al suelo y la mujer trastabilló. “Subite al camión” le dijo. El petizo se levantó con tierra en la ropa. De algún lugar sacó un corto cuchillo y lo encaró. Desde la culata del camión aparecieron los hermanos Acuña; el más chico empuñando una vara metálica con que solía golpear a las cubiertas de su vehículo para apreciar la presión del aire en cada una de ellas. “Necesitas algo, Gringo?” le dijeron. El de la campera negra se escabulló entre los camiones que también esa mañana estaban estacionados en la playa de maniobras.
“Qué pasa?” le preguntó “Chato”. “Nada muchachos, no se preocupen… gracias por la ayuda”. Los Núñez dieron la vuelta y desaparecieron y el intentó subir a la cabina de su vehículo. No pudo hacerlo y golpeó la puerta para que le abrieran; la mujer adentro dudó, pero luego de unos instantes levantó la traba y la puerta pudo abrirse. Se sentó, abrochó y ajustó su cinturón de seguridad y puso en marcha el motor. Con una velocidad un poco mayor a la que hubiera empleado en otras circunstancias, salió de la playa y subió a la ruta nacional.
“Cómo te llamas?” le dijo a la mujer, luego de 10 kilómetros recorridos en silencio. ”Margarita… le contestó… aunque en Gallegos me decían Cecilia”.
Pasaron por Fitz Roy sin disminuir la velocidad y solo la redujo cuando comenzó a bajar hacia la costa del mar, mucho antes de Caleta Olivia y donde la ruta comienza a ser sinuosa y ondulada y peligrosa. El aire comprimido de los frenos del vehículo resonaba en la mañana soleada, compitiendo con el viento de los cañadones.  La mujer miraba por la ventanilla lateral y veía pasar presurosas, las barrancas de tierra gredosa cortadas a pique, donde se continuaban los naranjas, los marrones, el amarillo y los grises y los blancos. Algunos de estas barrancas pasaban cerca de la ventanilla del camión y otros a gran distancia. Y también los arbustos deslucidos y el pasto amarillo y duro e, intercaladas, las flores también amarillas del desierto.  
Curva a la izquierda, curva a la derecha, cuesta abajo, vuelta a subir y en la cresta de la loma, hacia el este, las primeras visiones del mar de azul intenso, pues a la distancia aún no se perciben las crestas blancas de las olas formadas por el viento que desde el continente ingresa al océano.
Pocos vehículos esa mañana en la ruta. Estimó que recién superada Caleta Olivia, se encontrarían con tráfico. Cada 5 minutos, casi con precisión miraba por el espejo retrovisor izquierdo e inspeccionaba la ruta por detrás de él. En un momento, y en un trecho recto, vio un vehículo que se aproximaba como para superarlo.
Por un corto tiempo el automóvil se estacionó detrás del camión. Se inquietó porque el pequeño automóvil, un Peugeot 206 verde, no parecía querer adelantarse. Pero luego de unos minutos se puso a la par del camión. Miró por la ventanilla y vio un hombre que le hacía señas de frenar. Sintió que la mujer se apoyaba en él y miraba también al otro vehículo. “Es el auto de Ramón…me están siguiendo” dijo ella. El reconoció al ocupante de campera negra del asiento derecho y apretó el acelerador, adelantándose algo al vehículo menor; estaban sobre una curva a la izquierda y el Peugeot tuvo que frenar para evitar ser encerrado contra la banquina.
Las sinuosidades de la carretera le permitieron mantener la delantera por algunos kilómetros, pero nuevamente ingresaron a un tramo recto. Fue entonces cuando el vehículo pequeño se volvió a poner a la par del camión y vio como ahora la mano que antes hacía señas de frenar, blandía una pistola.
Por mucho tiempo después podía recordar cómo, sin reflexionar, había volanteado hacia la izquierda y como el Peugeot golpeaba contra las ruedas duales del segundo eje. Recordó además, la visión que tuvo por el espejo retrovisor del vehículo pequeño,  cuando este ingresó en la zona de banquinas y dio, en una gran nube de polvo, dos vueltas sobre si mismo.
Miró nuevamente hacia adelante y corrigió el rumbo de su camión, que había entrado en el carril opuesto de la ruta. Tomó firmemente el volante y no miró más para atrás. Luego de veinte minutos y ya en las afueras de Caleta Olivia, bajó la velocidad hasta frenar en un descanso del camino, al reparo  de unos tamariscos.
Durante todo este tiempo, la mujer no había abierto la boca y pálida estaba como refugiada en el inmenso asiente del acompañante. “Quién es Ramón?  le preguntó. “ Es el amigo de Alberto, él que me hacía trabajar en Gallegos….se habrá muerto?” Su voz era apenas audible. “No lo sé - contestó también con susurros - espero que sí”.
Bajó del camión y observó la zona que había tomado contacto con el auto pequeño; casi no había daños, más allá de la rotura de un guardabarros y el color verde de unos raspones sobre la cubierta externa del lado izquierdo del semirremolque. Luego de aproximadamente diez minutos, sus manos se estabilizaron y volvió a poner en funcionamiento el motor. Colocó la primera marcha y con las luces del costado izquierdo destellando, ingresó nuevamente al camino pavimentado. Lentamente cruzaron la ciudad y volvieron a la ruta abierta. En el punto en que termina la provincia de Santa Cruz y comienza la del Chubut, la policía santacruceña le indicó parar. Pálido y nervioso le entregó, inclinando su cuerpo por la ventanilla, la documentación del vehículo y su permiso para conducir camiones de gran porte. El agente policial, con gesto de aburrido, le devolvió los documentos y le indicó proseguir.
Ya estaban transitando sobre la autovía entre Caleta y Comodoro Rivadavia, cuando encendió la radio y buscó una emisora local; pensó que podría escuchar alguna noticia sobre el auto volcado a la vera de la ruta.
Dejaron a su derecha al balneario de Rada Tilly e ingresaron a las primeras manifestaciones de la urbanización de Comodoro Rivadavia. Ciudad petrolera, su característica principal es la provisoriedad y el desorden; las casas pequeñas y las calles desprolijas, el cartón y las bolsas de nylon apretadas contra los cercos y aferradas a las ramas y espinas de los arbustos, los árboles inclinados hacia el este y los perros por todos lados, flacos y corriéndose sobre las laderas del cerro Chenque. Al pasar por las calles del centro comercial y portuario, el panorama cambia y la ciudad adquiere el aspecto de moderna, agitada y mundana, propia de una de las dos ciudades más importantes de la Patagonia. La salida al norte vuelve a parecerse a la entrada sur, nuevamente la pobreza y la provisoriedad. Kilómetro 3, Astra, General Mosconi y finalmente la larguísima subida del cañadón Ferré. Por el cañadón el camión avanzó muy lentamente y notó que cuando llegaron a la meseta arriba y pudo acelerar en forma más decidida, sintió un gran alivio y pudo sonreírle a la mujer sentada a su lado.
Ella parecía sentir lo mismo, pues entró en una etapa más conversadora. Le contó que había vivido cerca de General Alvear, en una pequeña población llamada Real del Padre, en la provincia de Mendoza, con sus padres y un hermano. Que su padre era peón rural y que su madre  planchaba ropa para las familias del centro de Alvear, hacia donde viajaba todas las mañanas. Su infancia y adolescencia fueron regularmente felices, si no contaba los días en que había poco de comer y las noches en que volvía borracho su padre. Que un día le contaron que en Río Gallegos había pocas mujeres y que podría conseguir trabajo en una gran tienda de ropa femenina cara. Que le iban a pagar bien y que podría retirar mensualmente lindos vestidos para ella misma. Contó también que al bajar del ómnibus que la llevó a Gallegos, le dijeron que hubo imprevistos y que no se podía realizar el proyecto, “pero igual podés usar ropa linda”, le dijo Ramón. Que esto había sido hacía ya varios años, que durante todo este tiempo le pegaban,  y la trataban mal. Supo que la habían estado buscando, su madre, y que por ello la habían escondido. Que comía mal, que se sentía humillada y que un día desesperada, vio la posibilidad de escapar hacia el norte, y que de esa manera fue que se encontraron en el Hotel Tres Cerros.
Cruzaron la Pampa de Salamanca, pasaron por Garayalde, por Uzcudún y finalmente por Florentino Ameghino, apenas del camino  tres puntos que albergaban cada uno de ellos, una estación de servicio, un hotel y una comisaría. Allí vio dos camiones estacionados que reconoció de amigos de Gallegos. Les tocó bocina y saludó con la mano, pero no supo si se habían dado cuenta de quién era.  Kilómetros y kilómetros por la ruta recta que solo de vez en cuando presentaba alguna curva.
Cuando escuchaba quienes se quejaban del paisaje monótono, el siempre intervenía diciendo que al andar en el desierto había que aprender a mirar y que entonces se descubría la riqueza de la aparente monotonía. Esa tarde vio dos zorros, un hurón, varios avestruces machos con un grupo de charitos cada uno, al menos diez guanacos que emprendieron un suave galope cuando les tocó fuerte la bocina del vehículo; maras, algunos caballos y muchas ovejas. Y luego de las cinco de la tarde, cuando la mujer había empezado a cebarle nuevamente mate desde el asiento del acompañante, una veintena de martinetas copetonas, que en distintos tramos del camino, buscaban semillas y otros alimentos en la banquina; “ …a esta hora salen las martinetas y hay que tener cuidado de no pisarlas, porque son muy mansas” le dijo a la mujer.
La tarde se le hizo corta y estaba cayendo el sol cuando bajaron al valle y vieron los álamos de las chacras que orillan al río Chubut. Su gusto por el desierto no le impedía encontrar, luego de largas horas de vegetación achaparrada, grisácea y espinosa, placer y alivio en el verde, el agua de los canales y los pequeños potreros de alfalfa o gramilla.
Preocupado por lo que había sucedido esa mañana, no fue a la estación de servicio grande de YPF, donde siempre paraba y donde encontraba amigos y conocidos que también recorrían la larga ruta 3. Decidió tomar una calle secundaria que corría paralela al río y buscó una estación pequeña y poco frecuentada. Allí estacionó el camión y bajó a comprar algo de pan, un pequeño saché de mayonesa y un cuarto kilo de queso. Esto y unos mates amargos fue la cena que compartió con la mujer. El cortaba el pan y aderezaba las porciones, mientras ella cebaba el mate.
Cuando terminaron le hizo una seña indicando el camarote. “Acomodate allí”  le dijo. Ella en  silencio paso para atrás, mientras él bloqueó bien las puertas y corría las cortinas de la cabina para evitar la molesta luz de la madrugada austral; luego se acomodó para dormir en el asiento del conductor. Ella alargó un brazo para delante y le acarició una mejilla “Me pareces un hombre bueno”.
“Te molesta la radio” le preguntó cuando lo prendió con la intención de escuchar unos minutos mientras le llegara el sueño. “No; pero vení acá, que hace frío … dijo en voz baja … pero llámame Margarita”. Dio media vuelta y la miró, estaba tapada con el quillango y desde allí le sonrió. Dudó unos instantes y luego se incorporó y también se acostó en el camarote. Ella lo abrigó con el quillango y lo abrazó.
A la mañana siguiente se despertó con la mujer durmiendo a su lado. Tratando de hacer el menor ruido posible se levantó para no despertarla. Abrió la puerta del vehículo y fue hasta la oficina de la estación a pedir agua caliente. Con el termo lleno volvió y cuando se sentó en el asiento del conductor, ella despertó y se sentó en el camarote. Por unos instantes sus pechos quedaron al desnudo, pero rápidamente los cubrió con la manta bajo el cual habían dormido. “Ya nos vamos?” preguntó. “Si, mejor que te vistas”  Lleno el mate con la yerba y lentamente volcó el agua en el recipiente. Tomó el primero y el segundo se lo alargó a la mujer, que se había vestido y que trataba de peinarse con los dedos.
Terminaron el agua del mate y él llevó el camión a que le llenen el tanque de combustible; no se había vaciado todavía, pero le gustaba mantenerlo lleno. Mientras hacía esto el playero, que entrecerraba sus ojos mal dormidos para ver el marcador de litros expendidos y el importe de la venta, controló el nivel del aceite en el motor, el agua del radiador y la presión del aire en las gomas. Al playero se le mejoró la vista cuando observó a la mujer bajarse de la cabina alta del camión, apretando piernas y nalgas contra la liviana tela de una pollera no diseñada para esa maniobra.
“Ahora vamos a Puerto Madryn, donde descargo estos fardos de lana y luego vuelvo al río Chubut, a Dolovan, a buscar rollos de alfalfa para la estancia Punta Loyola, cerca de Gallegos”.
“No vas más al norte? le preguntó ella.
“No; tengo que estar de vuelta en Santa Cruz para el domingo a la noche”.
Ella lo miró con tristeza y se acomodó en el asiento. “Ponete el cinturón” le dijo él, mientras ponía en marcha el motor del camión; lentamente salieron de la playa de la estación, buscando la ruta y el puente que le permitiera cruzar el río.
Una vez que se desembarazaron de Trelew, avanzaron con buen ritmo y pronto estaban al borde de la meseta mirando el azul del Golfo Nuevo y la ciudad de Puerto Madryn, que se extendía por la orilla de la playa,  intentando abrazar al mar.
En el gran patio de la empresa acopiadora, estacionó el camión y se bajó para observar la operación de descarga que se hizo con una grúa enorme. Los fardos se alineaban prolijamente y con el largo brazo de la grúa se fueron estibando como ladrillos de un juego de gigantes. Faltaban pocos fardos para colocar cuando vio cruzar la calle a la mujer; volvía de la estación de servicio que estaba al frente.
“Conseguí quien me lleva hasta Santa Rosa… allí veo como hago para seguir” le dijo.
“Tenés plata?  - metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete –tomá, esto seguro que te servirá” y se lo puso en la palma de la mano de la mujer.
Ella repitió la frase de la noche anterior “Me parecés un hombre bueno”. Se puso en puntas de pie y le dio un beso en la mejilla. “Gracias. Si andas algún día por Real del Padre, preguntá por mí. Me gustaría verte”.
Dio media vuelta y lentamente, con el bolso en la mano, volvió a cruzar la calle hacia la estación de servicio. Él la vio irse e hizo un ademán como para llamarla, pero bajó la mano que había levantado y quedó  expectante, mirando la figura que se alejaba.
Cipolletti, verano de 2014
Pedro Dobrée