martes, 19 de agosto de 2014

La Cueva de las Manos


Hace muchos inviernos, muchos antes de la llegada del caballo a las mesetas y a los valles y antes aún de la llegada de los hombres blancos que en sus enormes canoas, por el agua grande, llegaron desde el naciente, empezó a nevar indicando que el otoño ya promediaba y que se acercaba el invierno.  Oerr  despertó una madrugada con el frío de la nieve amenazando su toldo y escuchando el viento que bajaba de las laderas escarpadas de las altas montañas, que ya hacía días que veía blanquear arriba en sus cumbres. “Chechelón – gruñó – despierta, nos iremos hoy hacia el fondo de los valles; aquí hará mucho frío y ya no habrá caza para nosotros”.
La mujer se dio vuelta, mostrando entre sus pechos al pequeño varón que abrigaba y asintió. En silencio envolvió al niño con el cuero de guanaco que cubría parte del piso y se incorporó.
Desde que Oerr se separó de su familia para tener toldo propio, era la primera vez que tomaba la decisión anual de dejar las verdes laderas de las altas montañas. Antes era su padre que frente a la llegada del invierno, ordenaba a la familia a armar sus bultos y caminar hacia el levante del sol, buscando donde abrigarse de las frías nevadas y el viento helado.
Al salir a la mañana que aun estaba oscura, se envolvió en su quillango y sobre sus mejillas sintió la herida húmeda de los copos de nieve que lastimaban por la fuerza del viento. Intuía que el sol ya había rebasado al horizonte, pero las espesas nubes hacían imposible visualizarlo.
Hizo esfuerzos para recordar el camino que debían tomar para bajar al valle de Charkamak, por donde transcurría el rio Ecker, y llegar a la zona en donde invierno tras invierno, desde que él se acordara y aún antes, su familia armaba sus toldos y pasaba la época del frío y de las tormentas. Y allí estarían hasta que empezara a florecer el calafate y los pastos verdes llamaran la atención a los guanacos y  a los choikes y los días fueran más largos.
Y se preguntó si no equivocaría el camino, pues era él quien debía – ante la ausencia de su padre – guiar a la familia para que buscando el refugio de los malos tiempos, pudiera sobrevivir un año más y permitir que los cachorros crecieran,  y un día fueran ellos quienes guiaran la tribu en busca del refugio y de la caza.
En la oscuridad divisó la silueta del toldo vecino, el de su madre y de sus dos hermanas pequeñas y hacia allí se encaminó para ordenar también la preparación para abandonar las altas planicies y bajar a los cañadones del este.
Cuando volvió a su resguardo, la mujer había desmantelado los cueros y los troncos  y había envuelto el niño para que siguiera durmiendo en un hoyo en la tierra, contra las raíces de un calafate. El cuenco de arcilla que había sido de su madre y antes de ella de la madre de su madre, también fue envuelto,  quizás con más cuidado que el niño,  junto a otros utensilios de madera  y a varias piedras cortantes, que la mujer usaba para tratar los quillangos. Todo estaba listo para ser transportado  durante el viaje que emprenderían.
“Toma Chechelón – le dijo a la mujer – lleva en tu regazo este pasto seco y ramas finas, que necesitaremos de ellos para prender el fuego en el nuevo campamento” y le extendió un pequeño atado que había recogido bajo el quillango que le había servido de camastro duran te el verano.
Cuando el día comenzó a clarear, emprendieron la marcha. Adelante Oerr y le seguía Chechelón cargada con el niño y los elementos del toldo. Atrás la madre de Oerr, cargando el segundo toldo, y luego las dos niñas con los bultos y los utensilios de ambos  hogares. Atrás en la fila, una tía vieja, hermana de la madre de Oerr, viuda  y madre de dos hijos varones, desaparecidos en la nieve cuando cazaban hacía ya varios inviernos.
Para la tarde cuando empezó a ponerse oscuro en el cañadón por donde se encaminaban al valle Charkamak, Oerr decidió buscar refugio para su pequeño grupo al reparo de una pared rocosa que evitaba el viento del oeste. Comieron un trozo de carne de Choique cada uno y Chechelón dio el pecho al niño que pronto se durmió. Recostados en la arena, apretando  sus cuerpos uno contra otros y cubiertos con uno de los toldos, buscaron energías para proseguir al día siguiente el camino.
Al comenzar a clarear el día siguiente, Oerr volvió a poner en marcha a la comitiva. Lentamente sus huellas fueron marcándose en la arena del lecho seco del cañadón, que viboreaba mientras perdía altura. Cuando el sol estaba en posición cenital, llegaron muy abajo por donde corría el río Ecker Sus aguas, escasas pero límpidas, les permitió saciar la sed que había comenzado a molestarlos.
Mientras caminaba en el fondo del cañadón, Oerr sentía la sensación de incomodidad que lo asaltaba cuando no tenía posibilidades de ver a lo lejos. Probablemente no se daba cuenta, pero cuando se desplazaba por la estepa y el horizonte se extendía por distancias muy grandes, la situación de agobio desaparecía.
Cuando el sol estaba alto, el grupo detuvo su marcha a instancias de las señas que en silencio hacía su líder. Frente a ellos, sin percibir su cercanía y mordisqueando el corto pasto verde de la orilla del río, un grupo de seis guanacos y un chulengo recién nacido, ignoraban la cercanía del grupo tehuelche. El viento, que golpeaba la cara de los viajeros,  alejaba el olor de los humanos que se acercaban y no hubo señal que los alertara.
Oerr desprendió su bola que llevaba colgada de su cintura, atada de una tripa sobada. Hizo señas a las dos niñas para que se posicionaran sobre su flanco y evitar que los animales escapen por atrás. Apuntando al chulengo, revoleó la bola por encima de su cabeza y con fuerza la lanzó para adelante. El golpe sobre el costado del cuello del recién nacido lo volteó. Oerr pegó un saldo hacia adelante y rápidamente se tiró sobre el cuerpo que intentaba incorporarse. En la confusión los guanacos adultos se escabulleron, cruzando la línea de los humanos y corriendo rápidamente río arriba.
El cazador hizo señas a sus hermanas y estas se acercaron con una vasija y una piedra cortante. Tomó la piedra Oerr e indicó que acomodaran el recipiente. Con un movimiento firme y veloz, cortó la garganta del pequeño animal, brotando de la herida un chorro de sangre que cayó dentro de  la vasija. “Tómala vos, necesitas de leche para el niño” le dijo a Chechelón, alcanzándole la vasija. La mujer rápidamente  llevó el ofrecimiento a su boca y con ruido probó y luego tragó la sangre aún líquida y caliente.
Luego de esta acción, Oerr se incorporó y desapareció tras un bosquecillo de sauces siguiendo las huellas de los guanacos en fuga. A la vez las mujeres de más edad del grupo, con piedras afiladas, se arrodillaron  frente al chulengo muerto y comenzaron a retirar cuidadosamente la piel y despostar las patas traseras y quitar las vísceras. Todo fue envuelto en la piel fresca, para preservar la carne de la arena del suelo y de las moscas que, alentadas por el olor, ya habían llegado al lugar.
Las huellas corrían paralelas al río y al poco de andar, Oerr se encontró con una garganta en donde las formaciones rocosas de ambas orillas se aproximaban mucho a los bordes del agua; los guanacos pasaron por el lugar, pero debieron pisar el agua del cauce para poder superar el escollo. Oerr recordó haber pasado por allí durante la mañana, pero ahora se dio cuenta que la particular conformación allí del valle permitiría cerrar el espacio e impedir el paso de los animales.  Con un campamento de su gente río abajo, podría encerrar coiques y guanacos,  que luego serían fáciles de cazar.
Siguió las huellas, pero pronto se encontró que por un cañadón por el que corría en la primavera un afluente del pequeño río Ecker, los guanacos habían podido acceder arriba a la meseta. Desde allí ya no era posible perseguirlos y decidió volver con su familia.
Cuando llegó vio que las mujeres habían logrado prender fuego y se aprestaban a asar el cuerpo del chulengo. Al rato estaban todos  desgarrando con sus dientes la carne y las vísceras.  Un chulengo entre seis adultos no es una gran comida, pero se durmieron tapados por el toldo y sobre la arena de la orilla del río, sin hambre.
Fue recién a la mañana siguiente que vio, hacia arriba sobre el faldeo de gran pendiente, la caverna. Decidió explorarla y en compañía de las dos niñas, subió costosamente hasta que el río se veía pequeño y lejano. En dos oportunidades tuvo que auxiliar a una de las niñas que no había logrado hacer pie cuando la tierra arcillosa se desmoronó bajo su pequeño peso. Luego de un tiempo prolongado llegaron a la entrada de la cavidad que en realidad no lo era, sino más bien un espacio amplkio bajo un grueso sustrato basáltico.
Los tres inspeccionaron el lugar y llegaron a la conclusión de que era bueno para estacionarse y pasar el invierno y resolvieron volver a bajar para ayudar al resto del grupo que había quedado al costado del río,  subir e instalarse.
Esta tarea le costó toda la tarde, pero cuando las sombras se impusieron sobre la luz, habían llegado con los pocos bienes que traían y sin comer se acostaron sobre el suelo de la caverna a dormir.
A la mañana siguiente Oerr salió de la cueva, bajo el largo y peligroso faldeo y caminó aguas abajo, por la orilla sur del río. Volvió a la caída del sol con un choique grande y gordo y tres tucu tuco, colgados de la cintura.
En cuanto llegó, las mujeres prepararon la carne y con hambre y disputando  en la oscuridad de la noche las piezas más apreciadas, comieron.
Esa noche la caverna estaba más hogareña; la mujer había extendido un quillango sobre la roca del piso y se cubrieron con uno de los toldos. Unos metros más adentro el resto de las mujeres se agolparon en forma similar. Todos con el estómago hinchado con la carne ingerida, se ubicaron para dormir.
Pero antes de cerrar los ojos Oerr recordó las enseñanzas de la madre de su madre y como ella había indicado como había que hacer para dibujar en las paredes. Se despertó convencido de la necesidad de rendir un agradecimiento a Kóoch, dios creador de todas las cosas del Universo que se ponen a disposición de los hombres para que sobrevivan. Bajó con cierta premura el faldeo y antes de llegar al río tropezó dos veces.  Llegando a la orilla caminó aguas arriba algo más de dos mil pasos. Allí recordaba la existencia de dos barrancas: una de color rojo y otra de color amarillo intenso. Colocando arcillas de ambos colores en un cuero que había traído, volvió sobre sus pasos y cansado pero satisfecho, llegó a la caverna nuevamente. Una de las mujeres viejas le alcanzó un trozo de grasa de choique y dos recipientes de barro, con este y un puñado de cenizas,  mezcló con paciencia las arcillas. Interrumpió su tarea por la llegada de las sombras cerradas.
A la mañana siguiente apoyó su mano sobre la pared mas lisa, a la izquierda de la entrada. Con la mano siniestra inmóvil, pintó con amarillo el contorno de la palma y de los dedos. Al terminar, retiró la mano y observó su trabajo. A continuación dibujó con la mezcla roja, un guanaco. Ofrecía un flanco al observador, tenía la cabeza erguida y las manos y las piernas separadas, de esta manera quiso indicar que el animal estaba en fuga.
Se apartó de la pared y observo con satisfacción su obra. Kóoch estaría contento con la acción y seguramente lo ayudaría en el futuro en la búsqueda de alimentos para la familia a su cargo.
En lo que no pudo pensar fue en la gran cantidad de dibujos que otros hombres dejarían sobre esas paredes y en el interés que muchos años más tarde despertarían en los blancos que avanzaron sobre sus tierras, expulsando los suyos de los valles, las montañas y las mesetas.

Pedro Dobrée
Cipolletti, Agosto de 2014



Glosario:
Cañadón
Pequeño valle. Generalmente alberga un lecho de arroyo que solo tiene agua cuando llueve fuerte o en la época de los deshielos.
Charkamak
Valle del río Pinturas, en el noroeste de la Pcia. de Santa Cruz
Chechelón
Mariposa
Choique
Ñandú
Chulengo
Cría del guanaco
Ecker
Río Pinturas.
Kóoch
Dios creador del Universo, pero no de los hombres.
Quillango
Manta confeccionada con el cuero del guanaco
Oerr
Avutarda macho
Tucu - Tuco
Pequeño mamífero roedor; habita en túneles que construye bajo la superficie, en terrenos relativamente blandos.