viernes, 25 de diciembre de 2015

Rosalino Carmona y la muerte de una amante

Los aburridos días del Comisario Rosalino Carmona al frente de la Comisaría de Colonia Las Heras en el norte de la Provincia de Santa Cruz, cada tanto se interrumpen con algún hecho de sangre. El comisario, que es un consumidor fanático de las series de televisión con temática criminal, se siente protagonista de las investigaciones.
Orgulloso de su nuevo éxito, me ha contado lo que ocurrió hace no muchos días.


El comisario Rosalino Carmona miraba como se introducía el fino polvillo de la calle en el ambiente que él llamaba su despacho. Las muy pequeñas partículas se hacían evidentes cuando cruzaban por el rayo de luz que producía el sol mañanero que penetraba por la ventana, solo parcialmente opacada por una cortina raída. Miraba esto mientras abstraído, chupaba la bombilla del mate en la primera sesión de la mañana y escuchaba el ruido del viento en la calle y entre las ramas de los árboles de la vereda.
El espectáculo lo irritaba; el polvo sobre los muebles, sobre los papeles y expedientes de la oficina y sobre el piso, que lo notaba aún con los toscos borceguíes del uniforme. Este polvillo lo irritaba y lo ponía de mal humor durante el resto del día. Ayer había estado la mujer que había contratado para hacer la limpieza de la Comisaría de Colonia Las Heras y ahora la tendría que llamar nuevamente. Con los fondos de la Caja Chica, que le había dispuesto las autoridades de Río Gallegos, podía llamarla una vez por semana. Pero él la hacía venir dos y hasta tres veces en la semana, y el trabajo extra que le encargaba, lo pagaba él de su propio sueldo “…de no ser así, esto sería una mugre permanente” explicaba ante los sorprendidos agentes de la dotación.
Porque no era ese día solo, ni varios repartidos en una época del año. Solían pasar muchas jornadas seguidas en los cuales el viento no cesaba; de día y de noche, siempre lo mismo. Probablemente algo más en las épocas de “los deshielos” y “del pasto nuevo” como su abuela le decía a la primavera que los tehuelches desdoblaban en dos: una primera parte de fin del invierno e inicio de primavera y una segunda que empezaba a mediados de Octubre y que finalizaba temprano en Diciembre. Tampoco cesaba en la “del huevo de avestruz y de los chulengos” y en donde los días calmos solían aparecer más frecuentemente, sobre todo hacia el final, cuando se ingresaba a lo que los huincas llamaban otoño. Luego sí se espaciaban los días ventosos en la época del frío y de la nieve, pero en ese tiempo la molestia del viento era reemplazada por la del frío y, frecuentemente, por el hambre, porque disminuía la caza y los caballos estaban más débiles.
Se preguntaba a menudo si Colonia Las Heras era el destino más ventoso que había experimentado y se respondía que si; aún peor que Bajo Caracoles, donde había tanto o más viento, pero con menos tierra. Las Heras era mucho más polvoriento: por la gran cantidad de baldíos descuidados, por el desmonte de los campos aledaños a la ciudad, donde la gente que no tenía gas en sus hogares, cortaban leña para cocinar y para calefacción en los largos días fríos del invierno. Y por los vehículos en la zona urbana; Comodoro Rivadavia o Río Gallegos eran ciudades más grandes, con muchísimos más automóviles, pero en Las Heras había gran cantidad de camionetas que la gente del petróleo conducía a gran velocidad, lo que trituraba las capas arcillosas de las calles y que luego levantaban con facilidad el viento. Las arterias pavimentadas eran pocas y el servicio de riego municipal hacía algún esfuerzo, pero los resultados eran decididamente magros.
“Si me vieran los viejos indios, los padres de mi madre y los padres de ellos, se matarían de la risa, viendo como uno de su sangre se molesta con la tierra ingresando a su albergue”. Por momentos se imaginaba las risotadas de un grupo de indios, reunidos en algún lugar de los campos de El°al, mirándolo desde lo alto, burlándose.
“En que piensa Jefe?” preguntó el agente Mileson, que era quien cebaba el mate, ante la rara expresión en la cara del oficial.
“En lo que tenemos que hacer hoy – Rosalino Carmona cambio su cara y trató de adoptar la de un oficial de la Policía de Santas Cruz, concentrado en su deber – tú te vas ahora a la mañana con la camioneta y lo llevas al Jorge Bringas que tenemos acá atrás, a la alcaldía de Puerto Deseado, como ordenó el Juez Machado Molina. Llévate un agente contigo, pero lo eliges vos de entre los que hoy no estén de licencia. Mientras yo me quedo aquí y escribo el último informe sobre este tema del abigeato en los campos de veranada de La Campana; luego lo mando por mail al Fiscal. Y además poné más pilas en cebar mate, que no vamos a estar toda la mañana con este trámite”. A la par de hablar, hacía señas con su mano para que el ayudante se apurara en cebar otro mate de la pava negra que mantenía en el borde de la hornalla del anafe.
Mileson le entregó el mate a su superior y se levantó para comenzar con las actividades diarias. Cerró la puerta y Rosalino, girando su silla, enfrentó su notebook para proseguir con el informe que ya había empezado la tarde anterior.
No habían pasado 10 minutos cuando abrió la puerta el agente Lastreto “Jefe, hablaron por teléfono denunciando la aparición de un cadáver en la puerta de una vivienda de la calle Moreno”
“Quién es?”  Preguntó Rosalino, levantando la cabeza del teclado.
“No lo sé, pero es un femenino” volvió a hablar Lastreto, sin moverse de la puerta.
Detrás de Lastreto apareció Mileson, llevando del brazo a Bringas que estaba esposado “… lo acompaño al lugar de los hechos?”
“No …no. Llévate como te dije al prisionero; yo iré solo”  A Mileson se le notó la decepción en la cara pero calló y empujó a Bringas hacia la puerta que daba a la calle.
Con la gorra encajada para que no se vuele con el viento, Carmona salió tras ellos y subió a la segunda camioneta de la repartición. La mejor de las dos unidades era la que se había llevado Mileson. Era nueva y la guardaban para viajes largos, mientras que la que llamaban la segunda, ya tenía muchos kilómetros hechos, el motor gastaba aceite  y había momentos en que no arrancaba.
No le resultó difícil llegar al lugar donde se encontró el cuerpo, que aún estaba tendido sobre el piso de una cocina comedor, al cual se accedía por la puerta que daba a la calle.  La vivienda la identificó rápidamente porque la calle Moreno era una de las periféricas de la ciudad y en esa cuadra era la única. Había además cinco personas paradas en la vereda delante de la puerta que lo saludaron cuando llegó y le abrieron paso para que pudiera acercarse al cadáver.
En dos lugares tenía rota la blusa en el pecho y en ambas había brotado sangre en forma abundante, que luego había corrido por las juntas de los mosaicos amarillos del piso. De la cintura hasta los tobillos se cubría con un pantalón deportivo y los pies estaban desnudos; un par de chinelas raídas estaban en el piso cerca. La mujer era joven, de formas redondeadas sin ser obesa. El Comisario no quiso tocar el cuerpo hasta no llegara la gente de la ambulancia del hospital, a quienes él mismo había llamado. “No son gran cosa en materia forense – meditó Rosalino – pero no es cuestión de meterse en su trabajo”.
Se incorporó y miró a su alrededor. Una cocina pequeña con una mesada y usa sola canilla, cerca del horno y de las tres hornallas. Una alacena con la puerta abierta resguardando pocas cosas: alguna vajilla con buen uso y unos recipientes con algún alimento; el Comisario identificó un paquete de yerba y otro de tallarines secos, un frasco con azúcar y otro con, probablemente, arroz. En el centro de la sala una mesa con un viejo mantel amarillo y cuatro sillas.
Haciendo señas a los curiosos para que no se acercaran, el Comisario revisó el resto de la casa. Un dormitorio con una cama de plaza y media sin hacer y un baño con un inodoro sin tapa, un lavamanos y una ducha con una cortina sucia; al lado de la ducha, un calefón eléctrico que había conocido épocas mejores. Toda la casa necesitaba de ventilación y, para el gusto de Carmona, una buena limpieza.
A los pocos minutos apareció la ambulancia y las dos personas que llegaron con ella bajaron una camilla y la colocaron al lado del cuerpo. Antes de moverlo miraron al Comisario preguntando que debían hacer. “Llévenla pronto a la Morgue y díganle al Dr. Canosa que quiero un informe completo y una buena estimación de la hora de la muerte” Mientras cargaban el cadáver, el oficial sacó del bolsillo de su campera azul un celular “Che, Lastreto, hay alguien contigo en la Comisaría”. Como la respuesta fue positiva continuó “Venite para acá … te necesito”.
Cuando Lastreto llegó, le pidió que se pare en la puerta de la vivienda e impida que los curiosos ingresen. Y luego, sin curiosos y sin cadáver, Carmona  dedicó media hora a una cuidadosa inspección de la vivienda. La ropa de cama, un placar algo desvencijado, la mesa de luz, el botiquín del baño y la alacena en la cocina fueron revisados, sin resultados que llamaran la atención. Tomó nota en una pequeña libreta que guardaba en su bolsillo de algunas cosas. En la mesa de luz había encontrado el documento de identidad de la occisa y anotó: Cristina Huanquitreo, 32 años, nacida en Lago Posadas, soltera.
“Te quedás vigilando el lugar … yo luego te envío un recambio desde la Comisaría” Con esto como saludo para su subordinado, Carmona subió a la camioneta y volvió a su despacho. El tiempo seguía igual y al final de la primera cuadra tuvo que frenar momentáneamente, porque ráfagas de viento y tierra le impedía ver hacia adelante.
Durante el resto de la mañana terminó el informe y revisó papeles del funcionamiento interno de la Comisaría. Estaba por ir al bar de Bahamondes para almorzar, cuando lo llamó a su celular el Dr. Canosa.
“Uno de los cuchillazos le perforó el corazón y ese es el motivo de su muerte… el otro resbaló sobre las costillas … murió entre la una y las tres de la madrugada … tiene preguntas?”.
“No había rastros de piel de otra persona bajo las uñas? otros golpes en el cuerpo? algo que le llamara la atención?”  “Ni rastros ni golpes, pero – contestó el médico – la chica tenía un embarazo de 12 semanas”.
“Estará allí la madre del borrego? Le agradezco como siempre Doc; después páseme el informe por escrito como adjunto a un mail, que yo luego lo tendré que reenviar al fiscal de Caleta. Gracias nuevamente.”

Cuando volvió del Bar Bahamondes había llegado el agente Mileson. “Todo bien Jefe, entregamos el paquete; el Comisario Segura de Caleta, le manda saludos”
“Gracias – contestó Rosalino – vení sentate, qué sabes de Cristina Huanquitreo?”
“Poco Comisario –  Mileson le gustaba que le hicieran preguntas sobre sus conocimientos  del pueblo, pues sentía que esto era su especialidad – hace algún tiempo que vive aquí; llegó con su madre pero ella murió el invierno pasado … vive sola pero hay dos o tres novios que la visitan”.
Rosalino se enderezó en su silla “Dame la lista de los novios: nombre, ocupación, forma de contactarlos y otros datos que te parezcan interesantes.”
El cielo se había nublado y el viento seguía fuerte. Rosalino llenó su jarra enlosada con yerba y puso la pava a calentar; con lentitud introdujo la bombilla hasta el fondo de la jarrita y sacó la pava del fuego para verter delicadamente un fino chorro de agua caliente sobre la bombilla, en su intersección con el plano de la yerba más superficial. “Esto me ayuda a pensar … “, le ha sabido decir a quienes trabajan con él.
“Aquí le hice la lista Comisario; en la computadora para que me entienda la letra” entró hablando fuerte Mileson
Mayorino Valdez, peón de campo, unos 30 años, soltero, trabaja frecuentemente en la Estancia La Cruz del Sur y viene al pueblo una vez por mes, es borracho y pendenciero.
Juan Cruz Malow, comerciante de Colonia Las Heras, casado con dos hijos, debe tener cerca de 45 años, no creo que la esposa sepa de su amistad con Cristina.
Felipe Cancio, empleado de la Empresa Provincial de Servicios Públicos, 38 años, soltero, vive en una casa de la Provincia, dice que se quiere casar con Cristina, pero por el momento debe atender a su madre con quien vive, pues está muy enferma.
“Por lo que vi en la casa de la finada, no me parece que el robo sea motivo y me inclino más por lo que se sabe llamar un crimen pasional – le dijo el Comisario a su ayudante – Voy a interrogar a cada uno de ellos. Te pido que me averigües donde está Valdez”.
Como a las 4 de la tarde ambos uniformados subieron a la camioneta de la Comisaría y partieron para la estancia La Cruz del Sur. “Valdez está allí, pues están esquilando ojos y lo conchabaron para ayudar” había informado Mileson, siempre atento a las noticias de campo y ciudad que circularan en bares y almacenes.
Luego de andar por más de media hora por una huella que viboreaba entre la mata negra y el pasto coirón, llegaron al casco de la estancia y a los corrales en donde se estaban esquilando ojos a cerca de 1.000 capones. No era la primera vez que Rosalino veía realizar este trabajo, en el que admiraba la habilidad de las personas para agarrar las ovejas, sentarlas en el piso del corral, inmovilizarlas con las piernas y con una tijera de mano, cortarle la lana que rodeaba los ojos, sin producir una sola herida en una cabeza que intentaba escapar de la posición en que lo aprisionaba, todo en cuestiones de segundos. Esta tarea era de gran importancia porque la oveja cuya lana le cubre los ojos, no ve el pasto y baja de peso y hasta puede morir.
Cuando frenaron la camioneta delante del corral principal, Rosalino se bajó y saludó a Pipino Lamarca, el capataz de la estancia. “Venimos a conversar unos minutos con Valdez” Pipino se dio vuelta y gritó “Mayorino, te buscan”. En el centro del corral un hombre alto, vestido con una bombacha gris, sucia de tierra, alpargatas, boina vasca y una camisa de lanilla azul, se enderezó y caminó hacia los policías. “Como anda Comisario? y vos Mileson? Qué los trae por el campo?” y los tres ceremoniosamente se dieron la mano.
“Sabías de la muerte de Cristina Huanquitreo?” La cara sorprendida de Valdez parecía sincera. “Por Dios, no. Cómo murió?
“Dónde estabas anoche, desde la caída del sol hasta el amanecer?” lo interrumpió el Comisario.
“Acá, durmiendo. Nos acostamos temprano, cansados luego de un día entero de trabajo, pues salimos temprano a caballo a rodear el campo del alto y llegamos de vuelta cerca del medio día. Comimos y durante toda la tarde esquilamos ojos. El capataz puede decir si miento o no”.
La conversación duró poco más y luego Pipino confirmó los dichos de Valdez; Rosalino, diciendo que tenía cosas que hacer antes de que finalizara el día, se despidió y ambos policías subieron nuevamente a la camioneta.
Cuando llegaban nuevamente a Las Heras, Carmona miró su reloj. “Son las 9 de la noche; podemos pasar a visitar a Malow, debe estar por cerrar su negocio y me gustaría hablar con él antes de que llegara devuelta a la casa”.
Malow sabía de la muerta de la mujer. Cuando el Comisario preguntó donde había estado la noche anterior contestó “…en Caleta Olivia; acabo de llegar en el ómnibus de la Coop. Sportman: en el que llega a las 20.30 . Allí me fui antes de ayer en el que sale de Las Heras a las 20.45 y llega a Caleta a las 23 y 10. Estuve en el Hotel Guttero. Fui a hacer compras para el negocio y pueden decir que todo esto es cierto tanto la gente de la Cooperativa, como la del hotel”.
El comisario terminó la conversación apurado. “Vamos a lo de Cancio …“ le dijo a Mileson cuando subió a la camioneta cuando el viento había disminuido y la luz del día comenzó a faltar. Cruzaron el centro y llegaron pronto al Barrio Malaspina. Mileson preguntó en un almacén de la esquina de la calle Malvinas Argentinas donde vivía Cancio y le indicaron que estaba a mitad de la siguiente cuadra.  Golpearon las manos y entreabrió la puerta un hombre de mediana estatura, lentes y cuerpo delgado.
Cancio pidió que se sentaran en la cocina y pidió que se hablara en voz baja “…la vieja acaba de dormirse… hoy ha tenido un mal día”. Se sorprendió cuando le dijeron que se había muerto Cristina “ …hoy no salí … y no hablé con nadie. En la empresa estoy de licencia.”
“Qué donde estuve? Pues aquí. Mamá tosió toda la noche y yo casi no he dormido”. “Yo a Cristina la quería pero no podía casarme con ella, me debo a mi madre y no puedo dedicarme a otra cosa”
Rosalino se puso incómodo cuando vio que el hombre comenzaba a llorar. Le hizo señas a Mileson y ambos se levantaron y salieron a la calle.
Mas tarde en el despacho del Comisario, mientras comían un sándwich de mortadela y queso en remedo de una cena, repasaban la información obtenida hasta ese momento.
“De los tres – dijo Carmona – el que menos pinta de candidato tiene, para mi, es Valdez; no lo veo viniendo al pueblo a caballo, matando la chica y luego volviendo. El que le sigue es Malow, cuyo motivo podría ser que su esposa no lo descubra como padre del embarazo de Cristina”
“Pero tiene una buena coartada” apuntó Mileson.
“Es cierto, pero el que no tiene una buena coartada y podría tener motivos si Cristina lo hubiera apurado, es Cancio. La figura de la madre, dominante estimo, le está provocando problemas. Bueno, ahora cada uno a descansar: no se vos, pero yo no puedo pensar si estoy con sueño”.
A la mañana siguiente Rosalino caminó hasta la Comisaría, Durante la noche el viento había calmado y la mañana era hermosa. Cuando llegó y saludó al agente en la sala de guardia preguntó por Mileson. “Aca estoy Jefe” le contestaron y vio que el agente nombrado  sacaba la cabeza de un mueble que destinaban al archivo de expedientes. “Decime che, tiene auto el comerciante Malow?
“Si, un Gol modelo 2014, color gris oscuro. Lo compró hace pocos meses”.
“Y porque no lo uso para ir a Caleta? Se lo dejó a la esposa? Estaba descompuesto?
Mileson pensó unos instantes “Me parece que ella no maneja”
Carmona se mostraba agitado. “Vamos a visitarlo, estará ya en el negocio?”
“Queremos hacerle una pregunta y nos llevará poco tiempo – le dijo Rosalino al ser recibido por Malow – cuándo fue a Caleta, porque no fue en su auto?
“Lo había llevado hace unos días para hacerle hacer  una revisión general y pensaba traerlo cuando volví ahora, pero a último momento no me sentí bien y decidí dejarlo. Este fin de semana lo voy a buscar”. La explicación parecía lógica, pero al Comisario le quedó dudas que no supo definir.
“Donde lo dejó en Caleta?”
“En el taller de Málaga y Simestrone, siempre lo llevo allí” fue la respuesta.
Carmona saludó y en compañía de Mileson se volvió a la calle. Ya en su despacho, Carmona llamó al teléfono de la Comisaría de Caleta y pidió hablar con el Oficial a cargo, a quien conocía de la época de la Escuela de Policía de Río Gallegos. “Necesito un gran favor, podés averiguarme a que día y a qué hora, entregaron en el taller de Málaga y Simestrone un auto Gol, gris oscuro a su dueño, Juan Cruz Malow?”
A la tarde tuvo la respuesta: la habían entregado la mañana siguiente a la noche en que su propietario llegara a Caleta Olivia.
O sea que Malow tenía el auto y bien pudo viajar la noche del asesinato a Las Heras cometer el femicidio contra su amante y volver. El trayecto de punta a punta no podía llevar mas de 2 horas pues hasta Pico Truncado la calzada estaba en buen estado y luego desde allí hasta Caleta Olivia el camino era malo, pero con cuidado se podía transitar bien. En el hotel no registrarían la salida de Malow y si lo hicieran, no llamaría la atención la ausencia nocturna de un pasajero que está sin familia, por unos pocos días en Caleta. Esta teoría Rosalino la desplegó en beneficio de Mileson y este no hizo otra cosa que asentir con la cabeza y decir “… Ud. es un genio Jefe”.
“Tenemos una explicación de lo que podría haber pasado, pero no tenemos pruebas; llamá al Comisario de Caleta de mi parte y pedile que le averigüen con que kilometraje salió el auto del taller y que lo busquen y lo revisen”
Era ya tarde cuando desde la Comisaría de Caleta enviaron un correo electrónico avisando que habían encontrado el auto y que lo abrieron. En su interior descubrieron una camisa de hombre con manchas de sangre. El kilometraje marcaba 290 kilómetros desde que fue entregado desde el taller “…justa la cantidad necesaria para ir de una ciudad a otra, ida y vuelta - pensó Carmona – y me juego que cuando analicemos la sangre de la camisa, encontraremos que es de la finada”.
Abrumado, Malow confesó. Cristina lo amenazaba con hacer conocer su paternidad e inventó todo el mecanismo para poder llevar a cabo el asesinato, pero teniendo una coartada con abundantes testigos.
Rosalino hizo un extenso informe para el fiscal y cruzó los dedos, esperando que la apertura del automóvil de Malow sin orden judicial, no fuera percibido como una falta de disciplina.

Cipolletti, Diciembre de 2015

miércoles, 2 de septiembre de 2015

El Frigorífico




Por muchos años en Patagonia, el frigorífico fue un protagonista de la vida económica y social de la región.
Una vez lograda una eficiente tecnología en la industria de la carne enfriada - que en Argentina se manifestó en la compra de las industrias anglo argentinas por parte de capitales estadounidenses - aparecieron en el Litoral, en el eje La Plata - Buenos Aires - Rosario y en la Patagonia, una importante cantidad de establecimientos que se destinaron a la faena, el congelamiento y el embarque de carne bovina y ovina.
En la segunda década del siglo XX se construyeron y habilitaron frigoríficos en Puerto Deseado, San Julián, Río Gallegos y Puerto Santa Cruz; en este último caso de la firma Armour. Se construyó en la punta Beagle, que es la costa limitada por la llegada del Chico y del Santa Cruz, a la ría que luego vuelca el agua de ambos ríos al mar. Las obras se hicieron a pocos metros de la línea de la marea alta, lo que permitió la llegada de los barcos que luego trasladaban la carne y la lana a los distintos mercados internacionales, para su comercialización.
Sabían decir que fue el Frigorífico más moderno de los que se construyeron en la Argentina en esa época y rápidamente cobró gran importancia por el volumen de hacienda incluida en sus procesos. María Eugenia Valle, en la Revista La Argentina Austral, señala que en 1921, en el Frigorífico de Puerto Santa Cruz, se faenaron 268.000 ovinos y que se despacharon en barco 4.000 toneladas de carne incluyendo cebo y menudencias, más 35 toneladas de cueros y aproximadamente 940 de lana. Para quienes terminaban la temporada de esquila, esto fue una posibilidad de ampliar su período laboral y se llegaron a contabilizar 700 personas trabajando hasta el final del otoño.
Los frigoríficos fueron una consecuencia de los buenos años para la cría de lanares y los campos que inicialmente eran productores de lana y cueros, incorporaron también, como complemento importante a sus ingresos, la producción de carne. De esta manera se evitaba el sobre poblamiento de los potreros, con la venta anual de ovejas viejas y capones.
Una vez acordado con el Frigorífico las cantidades de animales a entregar, los propietarios enviaban la hacienda, que en algunos casos suponían arreos por distancias de 100 a 150 kilómetros. . Para los campos ubicados al sur del río Santa Cruz había una dificultad adicional: el cruce del segundo río más caudaloso de la Patagonia, pues el Frigorífico estaba ubicado sobre la margen norte.
La temporada de envíos al frigorífico se iniciaba hacia fin del verano, luego de que las estancias terminaran con la esquila de sus animales, pudiendo así vender por separado los dos productos de su actividad anual: la lana y la carne. En Febrero y Marzo entonces se producía una gran actividad por de arrieros que, pasando de campo en campo, seguían la trayectoria del río en su derrotero hacia el mar. Estos arreos duraban muchos días y suponían el uso de caballos para montar y pilcheros y muchos perros
En Doraike, a menos de 50 kilómetros del destino, el arreo se hacía en poco tiempo. Pero por la estancia pasaban los piños que provenían del oeste, provocando interrupciones en el curso aburrido de los días. Las costumbres suponían en esos años y ante la llegada de las visitas, brindar corrales para la hacienda, pasto para caballos y albergue para humanos.
Me acuerdo particularmente de una oportunidad en la que coincidió la llegada de dos arreos grandes al casco de la estancia. Uno de más de 1.500 ovejas y el otro de una cifra aún superior – probablemente cerca de 2.500 – . A este conjunto había que agregar cerca de 1.000 animales propios que mi padre tenía en los corrales, no recuerdo porque razón.
O sea que esa noche, encerradas en los corrales, había aproximadamente 5.000 ovejas y, entre arrieros y personal propio de la estancia, más de 20 personas cenando en el estrecho comedor. En el potrero de los caballos había una cantidad inusitada de animales y - me acuerdo perfectamente por el batifondo que hicieron durante toda la noche - 25 perros se ataron bajo los sauces.
A la mañana siguiente ambos piños se alejaron hacia el este, con aproximadamente una hora de diferencia para evitar la mezcla de hacienda.
Hasta la década del 50, el cruce del río Santa Cruz, se hacía por balsa “a maroma” frente a la localidad de Comandante Luis Piedrabuena; que la gente en esos tiempos todavía llamaba Paso Ibáñez. Allí se había instalado Gregorio Ibáñez con una balsa, en la época en que Piedrabuena arribó a la Isla Pavón.
La operación de cruce era lenta ya que la barcaza solo admitía una pequeña cantidad de animales por vez y porque también había que hacer lugar a los pocos vehículos que transitaban por la Ruta 3.
Pero al iniciarse la segunda mitad del siglo anterior, se corrió un Gran Premio de Turismo Carretera (Buenos Aires - Río Gallegos) y el ejército colocó, unos 10 kilómetros aguas arriba de la Isla Pavón, un puente de pontones. Pasados los autos, para el sur y luego volviendo para el norte, lo que provocó gran revuelo entre la población de las localidades costeras, el ejército decidió no retirar las instalaciones y esto, por muchos años, facilitó el cruce de la hacienda.
Finalmente, en Mayo de 1966 y con la presencia del entonces Presidente de la Nación, Don Arturo Illia, se inauguró el puente de la Ruta 3 sobre el río Santa Cruz en la Isla Pavón. Esta gran obra, que significó mejorar notoriamente la conexión del sur de la Provincia de Santa Cruz y de Tierra del Fuego, con el resto del país, colaboraría con el traslado del ganado de una orilla a la otra, de este frío y turbulento río.
Pero el Frigorífico, que nació al reparo de la rentabilidad de la cría de ovinos, luego de varios años de extrema sequía y deterioro de los campos por sobrepastoreo, de la caída del precio internacional de la lana y de la carne y del atraso tecnológico que empezó a padecer, tras un período de agonía, cerró, para nunca más volver a operar.

martes, 25 de agosto de 2015

Don Ceballos


Había llegado al sur del río Santa Cruz en la década del 20 del siglo pasado. Venía de Rosario del Tala, provincia de Entre Ríos, desde donde migró por razones que yo nunca supe.
Encarnó, en mi opinión al menos, la quintaesencia del gaucho idealizado argentino.
En realidad lo conocí más por los relatos de mi padre, que por vivencias propias. Cuando era pequeño, él ya era un hombre viejo y falleció cuando yo estaba en el colegio en Córdoba, en el sesenta y pico.
Papá siempre decía que todo lo que sabía de la actividad en el campo era gracias a Don Ceballos.
A caballo era inigualable: excelente jinete y cuidadoso y paciente domador de potros; sabía herrar, y al curar heridas y enfermedades en caballos, ovejas y perros, parecía un experimentado ayudante de veterinario.
Era orgulloso de su apero, cuya fabricación era propia. Gran artesano, cortaba largas lonjas de cueros de yegua y fabricaba con ellas cinchas, maneas, cabestros, riendas, bozales y lazos. Con su cuchillo muy afilado cortaba tientos finísimos, que luego utilizaba para coser capas y cojinillos, cubrir el mango de un cuchillo o fabricar una vaina, asegurar el aro de hierro de un lazo o atar las bolas de la boleadora. Luego de un día de trabajo se lo veía a la tardecita esperando que lo llamaran a cenar, sentado sobre un corto banco de madera, con sus pacientes manos sobando cueros, cortando o trenzando tientos o cociendo gastados faldones de una montura.
Fue buen alambrador, construyendo líneas rectísimas por planicies y cañadones, con alambre, “piquetes” y postes. Carpintero y herrero elemental, las piezas que construía tenían las virtudes de la funcionalidad y la fortaleza.
Atildado en su apariencia personal, vestía siempre bombachas y alpargatas o botas de media caña. A la cintura una faja tehuelche de vivos colores. Siempre una camisa limpia y un pañuelo al cuello, todo cubierto con una campera negra si era invierno. Con una gorra de vasco cubría una calvicie parcial. Pero aún luego de largo día de arreo de ovejas o de trabajos con ellas en los corrales, con viento, polvillo y sudor, Don Ceballos llegaba a la tarde con prolijidad y buen gusto en su atuendo.
Era de altura mediana y algo corpulento, pelo grisáceo y con piernas arqueadas, por donde podía pasar “dos perros peleando” de tanto tiempo a caballo.
Gran tomador de mate, recuerdo aún sus dedos gruesos, algo deformados por añosos, sosteniendo un mate grande, mientras que con la otra mano volcaba una pava, oscura de calentarse tantas veces en el fogón.
Hábil con su facón, que estaba eternamente muy afilado, se enorgullecía de ser un carnicero de primera agua. Llamaba la atención la rapidez con que cuereaba una oveja que encontrara muerta en pleno campo y la perfección luego del cuero que quitaba, sin tajos ni desgarros.
Como todos los de su clase, era gran comedor de carne. En un asado que comíamos luego de finalizar la esquila, circulaba la bota de vino de comensal en comensal y la carne se comía cortando del asador una porción, que luego se tomaba entre los dedos con la ayuda de un pedazo de pan o de galleta campera. Para comer se mordía un extremo de la carne y con el cuchillo se lo cortaba, separando la parte a masticar. Se recordaba por años en la zona, que Don Ceballos, en pleno almuerzo, calculó mal el movimiento de su facón y, además de cortar la carne como pretendía, cercenó la punta de su nariz. La pequeña cicatriz lo acompañó por el resto de sus días y con gran humor repetía la anécdota, comentando que nunca encontró el pedazo que le faltaba, no sabiendo si se había caído al suelo o si se lo había comido, junto al sabroso pedazo de costillar.
Tenía una docena de caballos de raza criolla y una hermosa yegua madrina tobiana.; todos muy prolijos y mansos de agarrar y montar. Sus tres perros “Cuatro”. “Turco” y “Laucha”, habían sido muy bien entrenados para arriar ovejas.
Siempre estaba de buen humor con un estilo finamente irónico y, sin ser muy locuaz, era buen conversador. Sus comentarios frecuentemente estaban cargados de la sensatez de quien es un callado y reflexivo observador de lo que ocurre a su alrededor.
En mi juventud leí y disfruté uno de los libros de la literatura argentina que aún hoy más me seduce: “Don Segundo Sombra”. Lo imaginaba a Don Ceballos muy parecido a los gauchos que tuvo en mente Ricardo Güiraldes cuando, desde la pampa bonaerense, escribía para crear ese extraordinario personaje que es Sombra.
pdobree@neunet.com.ar

viernes, 14 de agosto de 2015

La chacra asfaltada Recuerdos de Osvaldo Soriano



Se despertó cuando la voz del comandante anuncio el inicio de las operaciones de descenso hacia el aeropuerto de Neuquén. Estaba próximo a la ventanilla del lado izquierdo de la nave y cuando miró hacia abajo pudo ver los reflejos intermitentes del sol sobre los meandros del río Negro y una urbanización entre las cuadrículas verdes de los álamos, que supuso que podría ser el pueblo de Allen.

Pocos segundos después vio lo que seguramente era Cipolletti, pues podía identificar la confluencia de los dos grandes ríos: el Limay y el Neuquén, y más allá, los altos edificios de la capital neuquina lo sorprendieron. Intentó encontrar, entre las chacras, la cancha del viejo club Confluencia donde supo jugar al fútbol, pero, contrariado, no pudo reconocer nada.

Ver Cipolletti desde el aire, tratando de adivinar lugares, esquinas y cuadras, le produjo una rara emoción y pensó en lo que escribiría más tarde en un relato que llamó “Rosebud” y que junto a otros cuentos, publicó la editorial Sudamericana en 1993 bajo el nombre de Cuentos de los Años Felices: “He vivido en tantos lugares y tan distintos que me cuesta elegir uno en el momento de responder de donde soy. Creo que uno es del lugar donde lo quieren. Después de muchos años volví a mi Mar del Plata natal, Tan mal lo conocía que tuve que abordar a un cartero para preguntarle como se hacía para llegar al bosque. Nadie me aceptaría puntano en San Luís, ni cordobés en Río Cuarto ni riojano en Chilecito, y no hay nadie en Tandil que me confunda con uno de los suyos. En Cipolletti si se acuerdan de mí. Por aquella historia del penal más largo del mundo y por las correrías de mi padre que dejaron huellas en los parajes.”

El algo brusco aterrizaje lo devolvió al presente. En cuanto se pudo levantar del asiento, tomó un pequeño portafolio en el que traía de Bs. Aires algunas rápidas notas escritas y se ganó la puerta y luego la plataforma de la escalerilla de descenso, saliendo al aire diáfano y calmo y al sol de media mañana. Luego de 33 años, sus mejillas y sus orejas, y no tanto sus manos, recordaron la sensación del frío de los últimos días del otoño, cuando caminaba, mochila al hombro, rumbo a la escuela.

Llegaba para participar en una Mesa Redonda sobre Exilio y Literatura, invitado por un amigo que en ese momento era docente en la Universidad y le habían comprado un pasaje para volver a Buenos Aires en el último avión de la tarde. Lentamente bajo la escalerilla buscando la cara conocida, pues le había prometido buscarlo en el aeropuerto. 

“Osvaldo, Osvaldo!!!” lo llamaron desde atrás cuando ingresó a la sala donde debían esperar los que tenían equipaje en la bodega del avión. Se dio vuelta esperando ver la fisonomía recordada, pero era la de otro. “Yo soy Carlos y me mandó Cuqui, que tuvo que quedarse en el centro para terminar algunos detalles de la Mesa. Empieza a las 3 de la tarde”. Apretó la mano que vio extendida y con cierta confusión barbulló un “mucho gusto”.

Carlos lo tomó por el brazo y lo encaminó para donde estaba la puerta de salida. Una vez afuera, se dirigieron a la playa de estacionamiento “…allí tengo mi auto”, le dijo.  Arrancaron y observó las afueras de una ciudad que le resultó totalmente desconocido, porque había inmensos espacios que anteriormente debían ser chacras con frutales y viñedos y ahora eran casas cuadradas y feas, terrenos baldíos, kioscos, fruterías, perros flacos y almacenes.

Carlos hablaba y él escuchaba a medias, aturdido por los recuerdos de su adolescencia junto a una ciudad que le era ajena.  “Me acuerdo como hoy – le dijeron – de un partido en Barda del Medio, en donde yo jugaba allí como back derecho y vos integrabas el equipo de Confluencia; recuerdo como hoy, que te crucé fuerte en una avanzada de ustedes hacia nuestra área. Vos luego lo has relatado en un cuento que llamastes Gallardo Pérez, referí”

No supo que contestar. Pocas veces, pensó, he obtenido un ejemplo tan nítido de la forma en que la ficción relatada, se convierte en una realidad para otros y se escapa de la voluntad de su autor. “El partido nunca existió, mas allá de mi imaginación”, tuvo ganas de decirle, pero no se animó, a pesar de estar seguro de su memoria; la situación dentro del auto iba a ser muy incómoda y prefirió el silencio, con la esperanza centrada en que la conversación – más monólogo que conversación – rumbeara para otras zonas y se alejara del resbaloso terreno de los recuerdos que aspiran a convertirse en realidades vividas.  Hasta jugueteó con la intención de usar la anécdota en su intervención de la tarde, pero luego se decidió por callar, temeroso nuevamente de provocar, hasta donde?, una agresión cuyas consecuencias no lograba medir. Sentía que si descubría la farsa, lastimaría a su protagonista y no creía tener derecho; o al menos, no tenía deseo de ello.

Aunque su guía siguió hablando con entusiasmo, sin importarle las faltas de respuestas de su oyente, prosiguió en silencio hasta que llegaron a destino. Un alto edificio sobre la avenida central de la ciudad sería el lugar en donde se desarrollaría el evento, Asombrado ingresó y allí vio al Cuqui Cayunao que lo buscaba para abrazarlo.

Más tarde se escapó; cuando todo había terminado y en el salón mismo, cerca de las butacas, había contestado preguntas de alguna gente que se acercó, firmado autógrafos para otros y participado de una entrevista con un periodista del canal de televisión local.

Le había avisado a Cuqui que quería irse a Cipolletti para ver su vieja casa y probablemente caminar un poco por algunas de las calles del pueblo. “No es tan pueblo ahora – escuchó - pero no te olvides que tienes que tomar el avión de vuelta”.

Subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Cipolletti “…a la esquina de las Avenidas Mengelle y Alem” Mientras viajaban mantuvo silencio: cruzó por el viejo puente sobre el río Neuquén y el taxista se internó en la ciudad por – ahora recordaba al ver los carteles que señalaban el nombre de la calle – la Av. Pacheco. Estaba asfaltada y también lo estaba la ancha avenida frente a lo que había sido su casa. Se hizo dejar a media cuadra y se bajó del auto; con pasos lentos cruzó la calle y se paró delante de la entrada al jardín de lo que había sido su hogar. La casa no estaba como el la recordaba, pero sí el jardín y en el medio, rodeado por un pasto ralo y mal cuidado, el peral que lo sostuvo tantas veces, cuando necesitó silencio, disimular una turbación o tranquilizar una rabieta. Sintió deseos de subirse, como se había subido tantas veces, pero los pasos de dos personas en la vereda que venían del lado de la plaza, lo inhibieron y no lo hizo.

Alguien se asomó a la puerta y le preguntó si necesitaba algo. Le contestó que había vivido allí muchos años antes. Fue invitado a pasar e hizo un recorrido rápido por la casa – vuelto en Buenos Aires se arrepintió de esta rapidez - Ahora eran oficinas provinciales. y cuando entró a lo que había sido su dormitorio, le pareció que los fantasmas de su madre y luego de su padre, enfundado en el traje gris de siempre, lo miraban desde la puerta.

Expresó las gracias y preguntó donde podría obtener un taxi para volver a Neuquén y al aeropuerto. Le indicaron una parada cercana y se encaminó hacia allí. Sobre el automóvil, le pidió al chófer que pasaran por la calle Belgrano y allí, sin detenerse, pudo reconocer el frente y el zaguán de la casa de la chica de pelo muy negro que recordaba como su primera novia. No se atrevió a preguntar quien vivía allí y se sintió cobarde.

En el aeropuerto lo esperaba Cuqui. “Me sorprendió la gran cantidad de calles pavimentadas que tiene Cipolletti; en mi época para ver pavimento había que salir a la ruta que unía Roca con Neuquén”. Cuqui le tomó de los hombros y caminaron a la Sala de Espera. “Yo vivo allí con la Malena y los chicos. Después que te fuiste, se terminó de pavimentar todo la zona del centro. Mirá como habrá sido, que aún ahora, los pueblos vecinos que tienen todos mayores proporciones de calles de puro ripio, imposibilitados de superar sus envidias lugareñas, nos dicen que vivimos en la chacra asfaltada”.

Lo miró sonriendo. Luego se dieron un abrazo y le dijo que si necesitaba algo de Buenos Aires, que lo llamara. Subió trotando las escalerillas del avión y se sentó junto a una ventanilla. Cuando miró hacia fuera, se dio cuenta que la oscuridad ya ganaba su diaria batalla con la luz y que no podría volver a ver, al despegar, las calles, las cuadrículas y las largas alamedas. Con tristeza hurgó entre sus papeles para encontrar que leer en el viaje.

pdobree@neunet.com.ar

Esto fue escrito para el Diario Río Negro algunos años atrás; con algunos retoques lo he preparado para mi próximo libro.
Osvaldo Soriano, autor argentino de varias novelas de gran repercusión (por ejemplo "No habrá más penas ni olvidos" o "Cuarteles de Invierno") ya fallecido, vivió varios años de su adolescencia en la ciudad de Cipolletti, en la casa que hoy es la oficina de Aguas rionegrinas.






lunes, 13 de julio de 2015

casa de chapa



En la punta de la huella yerma
que vivorea entre las matas
y saluda al molino del potrero,
esta, vieja y digna, la casa de chapa

Paredes de chapa
que silban en el viento,
que cobijan al sauco
y enfrentan al frío.
Techo de chapa
que resiste la nieve
y las aguas  tormentosas,
y acompañan la calandria.
Ventanas de madera vieja
y vidrios gruesos.
Puertas pesadas que rechinan
cuando se las empuja para abrir.
Pisos cubiertos de hule
que  brillan en la media luz,
con alfombras gastadas
y olor a cera y a polvo.
Cómodos y viejos sillones
de altos respaldos y áspera tela,
visillos de lino
que median la luz

El gas de la estufa a kerosene y el humo del hogar,
recuerdan los cuadros colgados sobre las paredes forradas
y los libros leídos, que uno tras otro,
se alinean en la biblioteca del pasillo.


miércoles, 1 de julio de 2015

Ganso Verde

El cuento que sigue toma de modelo a un cuento de Julio Cortazar llamado Apocalipsis de Solantiname.  Espero que Cortazar me perdone esta apropiación de su idea que ha sido, se lo podría asegurar si se presentara ante mí, hecho con buena onda y con fines que seguramente aprobaría.


Federico “Freddy” Villacorta, volvió tarde esa noche a su departamento, sobre la Av. Costanera, al borde de la ría, en Río Gallegos. Abrió la puerta con la llave que mantenía junto a la del auto y subió lentamente las escaleras hasta el primer piso. Venía del bar “Patagonia Vieja” un lugar donde se reunían los miembros de la burguesía profesional de la ciudad y donde era considerado un parroquiano frecuente. Allí, sentados todos en una mesa amplia, sus amigos le habían deseado un buen viaje y le habían manifestado deseos de verlo nuevamente a la vuelta, esperando que les contara las anécdotas de una experiencia no muy frecuente para argentinos.
Al día siguiente Freddy viajaría a Punta Arenas para tomar allí un avión de LAN Chile que lo llevaría a las Islas Malvinas.
Había conseguido la posibilidad de viajar mediante sus contactos con la embajada Británica en Buenos Aires. Estos contactos los debía a su pertenencia al Club Inglés de Río Gallegos y a las influencias de miembros de la familia de su madre, que era una Miller de tradición ganadera con campos al sur oeste de la ciudad.
Cuando el gobierno argentino invadió las islas, Villacorta estaba haciendo el servicio miliar. Era algo mayor que los pibes soldados de ese año, porque había pedido una prórroga en atención a que estaba en plena actividad universitaria. Al final de esta se recibió de abogado en la Universidad Nacional de La Plata y con el título en trámite, fue incorporado al ejército.
Pero este título no le sirvió para evitar estar en el campo de batalla; al contrario, durante varios días estuvo bajo fuego enemigo hasta que las tropas argentinas se rindieron y, como prisionero de guerra, fue puesto sobre un barco y depositado en el continente.
30 años después de esos hechos había sentido un intenso impulso de volver y recorrer los lugares en donde muchos de sus compañeros habían muerto y todos habían sufrido. Donde habían sido envueltos por la sensación del terror y la desesperación y por la de la soledad y el desapego Donde el ruido de las ametralladoras, el silbido de los proyectiles y el estallido de las bombas, mezclados con los gritos del dolor y los sollozos de quienes lloraban desconsoladamente, compusieron los recuerdos y las pesadillas de los sobrevivientes.
A la mañana siguiente en la Terminal de Ómnibus de Río Gallegos, entregó su valija al maletero y se sentó en el asiento asignado para su  viaje a Punta Arenas. Al salir de la ciudad, los primeros rayos de sol inundaron el vehículo desde las ventanillas traseras.
Hasta que volviera, 7 días después, su mente estaría exclusivamente ocupada con la experiencia de la guerra y los recuerdos que con ella se relacionaban. No habría lugar para los numerosos expedientes que su estudio tramitaba ante los juzgados de la ciudad. Tampoco habría lugar para reflexionar sobre su relación intermitente con Gabriela, una médica del Hospital de Río Gallegos, con quien mantenía una situación de atracción y rechazo, producto de, confesaba a si mismo, su inestabilidad emocional, común a la mayoría de los excombatientes. Tampoco volvería con su pensamiento a su madre, viuda, y a su hermana. Eran ellas las que le ofrecían un espacio de paz en sus hogares y cuando jugaba con sus pequeños sobrinos, lograba que los demonios de la guerra y el sufrimiento mantuvieran distancia.
Mientras observaba la estepa amarilla sin fin con sus manchas oscuras de mata negra que se repetían en la ventanilla más cercana a su asiento, Freddy, como en muchas otras oportunidades, reflexionaba sobre el sentido de las guerras. Tenía claro que en la que él participó el objetivo de recuperar una porción del territorio nacional era solo “pour la galerie”. El objetivo verdadero fue tratar de salvar un proyecto político de las Fuerzas Armadas, que en esa época gobernaban el país. Es decir un objetivo que de ninguna manera lograba justificar tantos sufrimientos y muertes de los soldados. Pero tampoco podía coincidir con uno de sus autores favoritos, Ernesto Hemingway: No hay guerras buenas, supo decir el gran autor. Y Freddy tenía sus dudas respecto a la Segunda Guerra Mundial. Se preguntaba cómo sería el mundo hoy si Inglaterra primero y el resto de los Aliados después, no hubieran podido frenar las ambiciones políticas de Hitler? Y en la misma guerra que sirve de escenario para la novela que estaba actualmente releyendo, “Por quién doblan las campanas”, participan soldados de diversos países en ayuda de las tropas republicanas. Esta acción de las brigadas extranjeras, no era moralmente aceptable?
La llegada al límite territorial y la necesidad de mostrar sus documentos a los guardias de ambas naciones, hizo que el razonamiento se interrumpiera.
En Punta Arenas y habiendo recuperado su equipaje, se dirigió al hotel donde dormiría esa noche para partir a la mañana siguiente. Luego, mirando las aguas grises del océano desde la ventanilla del avión, trató de imaginarse la situación cuando, 30 años antes e incómodamente sentado junto a un contingente de soldados, fue transportado a un destino que ni él ni ninguno de sus circunstanciales compañeros, lograban adivinar.
Desde los altavoces del avión se anunció la llegada a Puerto Stanley; Freddy miró por la ventanilla y pudo ver una costa, las crestas de las olas rompiendo contra unos acantilados y luego los techos rojos, los jardines prolijos y las calles de la pequeña población.
Del aeropuerto lo llevaron en un taxi, junto a un matrimonio de avanzada edad y un hombre con aspecto de campesino, al hotel Waterfront, donde se acomodó en una pequeña habitación sin baño privado; luego bajó a cenar. Desde su llegada hasta volver al continente notó en los isleños una actitud de cortesía pero acotada a brindar solo información necesaria.
Al día siguiente pudo hacer una visita por mar a varias islas pequeñas y puntos de la costa de la Isla Soledad. Y luego hizo una excursión a lo que los isleños llaman Hill Cove, en la costa oeste de la Isla Gran Malvina. El día era bueno, con algo de neblina a la mañana temprano pero luego con mucho sol y, aunque el aire estaba algo frío, todo estaba calmo y las playas visitadas mostraban un aspecto hermoso. En Hill Cove, durante el conflicto, había estado apostado por varios días con un pelotón del Ejército; recordó esto mientras caminaba por la orilla del agua, tirabas piedras al mar y asustaba a las gaviotas que estaban en el lugar. Esa noche durmió en la casa de un matrimonio amigo de los propietarios del hotel, pues era imposible volver con luz de sol.
Otra mañana la dedicó a caminar por la pequeña población y se paró frente a la casa donde varios oficiales del Ejército y de la Marina se habían instalado y en donde él también fue destinado para hacer tareas de traductor en los últimos días de la contienda. Pero no se animó a tocar el timbre y hablar con alguien de la casa, pues no tenía nada para decirles.
El dueño del hotel se ofreció llevarlo hasta el Cementerio de Darwin y por ello pudo pasear lentamente entre las tumbas. Muchas de ellas no tenían nombre y de los que si lo tenían, recordaba solo unos pocos. El viento frío de la tarde hizo que se alegrara cuando quien lo había llevado volvió, luego de hacer un trámite en las cercanías. Vuelto al hotel, esperó la hora de la cena con una copa de ron en la mano y sentado cerca del fuego encendido en la antesala del comedor.
Finalmente y en el último día de su estadía en el archipiélago, se hizo llevar a Pradera del Ganso, algo más de 70 kilómetros al suroeste de la pequeña capital. Mientras viajaba en el taxi que contrató, pensaba en el nombre del lugar que estaba por visitar. Sonrió amargamente mientras reflexionaba respecto al muy precario inglés del Ejercito o del periodismo argentino – no sabía a quién imputar el error -, que no percibieron que la palabra green era verde, y de allí el erróneo Ganso Verde que tanto se utilizó en el continente, pero también pradera y que esta última acepción, daba lugar a la traducción correcta de Pradera del Ganso.
Cuando llegó al lugar, la base de un faldeo suave cubierto de vegetación tupida y de muy escasa altura, producto del intenso pastoreo al que era sometido por las ovejas de la zona, le indicó al taxista la hora en que debía volver para buscarlo. La cercanía al mes de Diciembre, aseguraba luz de día hasta tarde.
De su mochila sacó una “tablet” con la que sacaría fotos del lugar. Comenzó a caminar hacia el sur y pronto creyó reconocer un paraje con una hondonada donde supo estar estirado cuerpo a tierra y con un fusil en la mano, mas de 24 horas; recordó el nombre de los dos soldados, Mendoza y Calfuquén, que lo acompañaron siguiendo las instrucciones del sargento Becerra, quien les había dicho que “…disparen sobre cualquier bulto que vean moverse sobre el filo de la loma”.  Le pareció recordar en la saliva de su boca, el gusto del chocolate con que se había alimentado durante el tiempo que allí estuvo. Con la aplicación de fotografías, capturó el encuadre que aparecía por el visor; se sabía un fotógrafo mediocre, pero la facilidad del sistema de su computadora le aseguraba un mínimo de calidad.
Por cinco minutos siguió caminando hasta que, sobre la superficie de un mallín, vio los restos oxidados de un cañón antiaéreo. Como un monumento al pasado absurdo, todavía apuntaba hacia el cielo, esperando la aparición de los aviones ingleses, que con sus ametralladoras barrían el suelo donde él y el resto de los soldados pretendían frenar el avance de las tropas enemigas. Ahora mirando los restos de aquel día, pensó en la inutilidad de los esfuerzos y sufrimientos brindados y la sensación amarga de la frustración volvió a inundar su boca. Dos fotos obtuvo del cañón, una primera con el monumento en primer plano y la otra tratando de incluir la pradera circundante.
Hacia el mediodía había logrado subir al promontorio, el punto más alto de la Pradera. Allí se sentó sobre una piedra a descansar y sacó nuevamente la “tablet” para obtener nuevas fotografías. Fotografió la playa, abajo a su izquierda, dos ovejas y un cordero que pastaban sobre el faldeo sin interesarse demasiado con su presencia y una “panorámica” de la pradera que incluía el camino por donde lo había traído el taxi y unas colinas en el fondo.
Era consciente de que sacaba fotos con el criterio de las antiguas máquinas, las que usaban rollos de película y que había luego que llevarlas a revelar a un negocio especializado en ese servicio. Sabía que ahora la capacidad de capturar y almacenar cuadros era, en la práctica, casi infinita, pero de igual manera limitaba su cantidad, para luego no marearse con la maraña de imágenes.
De la mochila que llevaba sacó un par de sándwiches que le habían preparado en el hotel. De allí también obtuvo un termo con agua caliente, yerba mate, un mate y una bombilla. En total estuvo aproximadamente una hora sentado en la piedra, con la brisa del sur en cara. Finalmente se levantó y caminó faldeo abajo, pero en dirección suroeste, es decir alejándose de la capital de las islas.
Caminó entre dos y tres horas y no reconoció ningún punto en particular; al caminar sacó varias fotos más del paisaje. Durante todo este tiempo tuvo una rara sensación de estar oyendo la estridencia de los aviones de guerra que volaban a escasa distancia sobre los refugios y las trincheras, las explosiones de las bombas y los disparos de los fusiles y ametralladoras, luego escucho voces, lamentos de heridos y el llanto de un soldado que clamaba por su madre. A pesar de la campera de duvet y las botas forradas, sintió frío en las manos, en la cara, en los pies y en la espalda, donde suponía debían estar los riñones; un frío similar al de las horas bajo fuego durante la guerra.
De golpe miró el reloj y se dio cuenta que faltaba poco  que llegara el taxi para llevarlo de vuelta al hotel. Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el punto de encuentro acordado.
Vuelto al hotel se bañó y cambió su ropa y luego, atento a la hora, se acercó al comedor para cenar. Al terminar, pidió un vaso de whisky y con él se fue a su habitación.
Cuando cerró la puerta y antes de cambiarse, decidió mirar las fotos del día. Abrió la tablet, apretó la tecla de encendido y ya en la galería fotográfica, llamó a la pantalla a la primera foto del día. Cuando la vio se sorprendió. Mostraba, al borde de una pequeña trinchera, a un soldado extendido de espaldas sobre la gramilla, tenía aspecto muy joven y parecía estar inmóvil como muerto; una gran mancha de sangre le empapaba la chaqueta en el hombro izquierdo y el tórax del mismo lado. Se quedó varios minutos observando detalles de la imagen: un fusil caído sobre la bota del soldado, las hebras de gramilla aplastadas en cercanías del cuerpo, la sangre en la chaqueta, la cara recién afeitado o lampiña, las manos desnudas.
La segunda foto fue tan impactante como la primera. Nuevamente un soldado de espaldas sobre el suelo, pero estaqueado. Tanto sus muñecas como sus tobillos, estaban atadas a pequeñas estacas clavadas en el suelo. Su cara lívida expresaba el sufrimiento del momento, a pocos metros se había amontonado algo de nieve y parado cerca con un fusil en la mano, un suboficial cuyo semblante no se apreciaba porque no miraba hacia la cámara.
Las manos de Freddy temblaban y tomó un profundo trago de su vaso. Decidió poner en pantalla la imagen siguiente. Cerró los ojos ante la aparición de esta pero los volvió a abrir.  Era un primer plano del rostro de  un soldado al que le faltaba una oreja y cuya sangre le cubría prácticamente la totalidad de la cara. La boca abierta seguramente sugería un grito de dolor.
La cuarta foto era de dos soldados acurrucados en el fondo de un pozo, de los que se abrían para refugio. Estaban arrodillados y abrazados como dándose abrigo uno a otro. Sus caras estaban dadas vueltas contra la pared de tierra y no eran visibles para quien estuviera mirando. Uno de ellos carecía del botín de su pie izquierdo. Las rodillas y los pies de ambos estaban en el agua barrosa del pozo.
Con temblor en los dedos puso en la pantalla la quinta. 9 soldados argentinos bajaban un faldeo de piedras y pasto, similar al que había transitado durante esa misma tarde. Los soldados caminaban en una irregular fila india. El primero y el tercero tenían el brazo derecho en cabestrillo y el segundo de estos no llevaba sombrero y una venda sucia lo reemplazaba. El quinto soldado caminaba con la ayuda de una muleta sobre su lado izquierdo. Al contingente de prisioneros de guerra los custodiaba 3 miembros de la marina británica.
Las fotos en sexto y séptimo lugar eran panorámicas. La primera incluía un avión de caza inglés que volaba a muy escasa altura sobre los peñascos del paisaje y la segunda mostraba a un conjunto de soldados enemigos que avanzaban sobre el fotógrafo. La octava foto mostraba un cadáver que solo contaba con una pierna y de la otra no había indicios. La cara del soldado estaba semienterrado en el barro y en el charco que rodeaba el cuerpo era evidente que llovía.
Freddy cerró nervioso la tapa de su pequeña computadora portátil y esta se apagó, cancelando en un instante tanto horror. Finalizó el whisky del fondo del vaso y se puso rápidamente el piyama para meterse en la cama. Durmió mal y dos veces durante la noche tuvo que prender la luz y acomodar sus sábanas y frazadas.
Al día siguiente, luego de almorzar subió al avión para volver a Punta Arenas. Esa noche tomó el último coche y llegó a Río Gallegos a la madrugada, cuando aparecían las primeras luces del día. Se sorprendió al encontrar a su hermana esperándolo. “Porque a veces a esta hora no hay taxi…” le dijo, pero sabía que era porque estaban todos preocupados por él, por su carácter que manifestaba frecuentes ataques de irritabilidad y depresión. En silencio agradeció el gesto.
Frente a su departamento se bajaron y el retiró del baúl su valija y mochila. “Querés un café?” le preguntó y ella asintió. Cuando llegaron al primer piso él guardó la valija en la habitación y sacó las pocas cosas de la mochila; la “tablet” quedó sobre la mesa del comedor. Estaba en la cocina calentando el agua para el café cuando ella le preguntó si había sacado fotos y si podía verlas. Casi le dijo que no, pero no supo como hacerlo.
Al volver de la cocina con dos tazas de café y una azucarera sobre una bandeja, ella  las había terminado de ver. “Son lindas … dijo con una sonrisa … luego que las vean tus sobrinos”.


sábado, 6 de junio de 2015

Rosalino Carmona y uno de los suicidios del fin del mundo



Cuando puso en marcha el pequeño Fiat 600, sintió la tranquilidad de estar seguro de lo que estaba por hacer. Hubo varias situaciones anteriores similares, pero no llegaron a concretarse. En cada caso tuvo miedo y en los últimos momentos, se echaba atrás. El viento movía el auto, pero arrancó rápidamente y en cuanto supuso que su motor había calentado un poco, lo puso en movimiento calle abajo.
Entró a la playa de la YPF y le pidió al Beto Montenegro que llenara el tanque. “Te vas de viaje?” le preguntó el playero. Dudó un poco, y luego le contestó afirmativamente con la cabeza y volvió a poner el vehículo en marcha.
Si lo concretaba ahora, sería la segunda vez que su familia experimentaba similar situación. No podría decirse que estarían acostumbrados, porque eso sería una exageración que excedía la realidad, pero si de alguna manera familiarizada con las circunstancias. Alberto, el hermano mayor había definido este camino en 1999, hace ya algunos años. Había admirado mucho a su hermano, y cuando murió, él era un pibe que recién llegaba a la adolescencia. Ahora tenía 30 años y nunca había podido olvidar el hecho y la forma en que su hermano logró desembarazarse de sus preocupaciones, de sus tristezas y de la realidad opaca que lo rodeaba.  En su casa no se tocaba este tema y ambos padres mantenían sobre los últimos meses de vida de Alberto un silencio irrompible. A escondidas compró el libro sobre las muertes de su hermano y de los otros. Se acordaba todavía de cuando estuvo Leila Guerriero haciendo las entrevistas. “Los Suicidas del Fin del Mundo”, se había convertido en una especie de “best seller” del pueblo de Colonia Las Heras y él sabía de varios que lo leyeron y que lo comentaron en voz baja, en noches largas en el Bar de Mingo, pero con personas con quien tuvieran una relación amistosa.
 Siempre lo había admirado a Alberto y no podía eliminar de su cabeza la forma en que había logrado zafar de los problemas que lo sitiaban. No poder conseguir trabajo en un pueblo en donde no había esperanzas, donde las empresas petroleras se estaban alejando desalentadas por los bajos precios internacionales del petróleo y las escasísimas perspectivas de mejora en el futuro, donde la actividad en las estancias de ovejas, cubiertas de cenizas del volcán, prácticamente era nula y mucha gente habían emigrado al mismo pueblo o a ciudades más grandes como Caleta o Comodoro.  Varias noches antes de que lo encontraran colgando frio en el galpón de atrás, se había enterado que la Graciela estaba preñada y que le reclamaba que se hiciera cargo de la nueva situación.
Se preguntaba - muchas veces lo hizo - si en los escasos segundos entre el paso que dio para separarse de la mesa sobre la que estaba parado  y la oscuridad y la inconsciencia, se había arrepentido. Si había intentado introducir desesperadamente sus dedos entre su garganta y la cuerda de la que colgaba, para permitir el ingreso de una pequeña columna de aire que le prolongara la vida y cuan insoportable era la sensación del ahogo, aunque durara solo unos segundos. Sabía que nunca tendría una respuesta a estos interrogantes, pero igualmente los reiteraba.
De lo que estaba seguro era de la llegada de la oscuridad y el olvido. Graciela se había ido a Comodoro Rivadavia donde tuvo su bebé y nunca más volvió, el pueblo siguió siendo el conjunto de casas  feas y aburridas sin futuro que era, la pobreza de las familias no se modificaba y el viento, la tierra seca y la basura se arremolinaban en las calles como siempre lo hicieron.  En su casa todos, sobretodo su madre y él, lo lloraron por meses, pero luego parecía que  su recuerdo se hacía menos agudo y menos irritante. Pero Alberto ya no estaba. Su cuerpo se estaba descomponiendo en el cajón en el cual lo había prolijamente guardado la funeraria y este estaba colocado en un nicho del cementerio de Colonia Las Heras, al lado del cuerpo de la abuela y bajo el nivel en donde estaba el tío Juan.
Y esa situación de su hermano era lo que necesitaba hoy. Que todos los problemas desaparecieran y pudiera hundirse en la ignorancia de lo que sucediera a su alrededor. Que pudiera obviar tomar decisiones y no sentirse responsable de las consecuencias de los caminos que pudiera encarar. Que pudiera hundirse en la nada, como si se durmiera, pero sin tener que despertar y enfrentar nuevamente los problemas.
Estuvo esperando la llamada de Y.P.F. desde hace ya varios días. Había llenado la solicitud de empleo y lo había enviado por internet, siguiendo las instrucciones del folleto. Por fin esa mañana lo habían llamado por teléfono. Una voz grabada le había informado de la imposibilidad de reconocer su pedido, porque no registraba haber completado el secundario.
No le había pasado lo mismo a “el Rulo” que fue a presentarse a Comodoro Rivadavia a una entrevista y ahora esperaba que le dijeran que debía volver allí para un examen pre ocupacional;  y luego le dirían cual era la fecha en que debería presentarse en la Base para que le dieran el mameluco, el casco y las botas de seguridad y empezar a trabajar.
Cuánto tiempo más aguantaría Sofía? Qué hacía una chica joven y bonita en Las Heras, de novia con alguien que ni siquiera era un “boca de pozo”? El ya había notado la presencia alrededor de ellos de otros varones solteros y la forma que se reían con Sofía y los ojos de ella que chispeaban en la noche en lo de Mingo.  Varios tenían una edad similar a la suya y uno de ellos era de Río Gallegos y era Ingeniero y había estudiado en Bahía Blanca.
Cuando llegó a la esquina de la calle de la casa de Sofía tuvo que frenar, porque un remolino de viento y tierra le impidió ver por el parabrisas del Fiat. Esperó que amainara la tormenta y luego dobló la esquina para apagar el motor a mitad de la cuadra, frente a la casa.
“Subí, vamos a dar una vuelta que quiero hablar contigo de una cosa importante” le dijo a Sofía cuando ella abrió la puerta.
“De qué cosa”” preguntó ella.
“Te lo diré cuando estemos en el Mirador;  ahora ponete el cinturón de seguridad y pórtate bien” le contestó y puso nuevamente en marcha el Fiat.
En silencio  iban rumbo al Mirador, en las afueras del pueblo, y recordó la duda que supo tener reiteradamente en los últimos días. Ella también tenía que terminar su vida de la misma forma?. Pero esto ya estaba resuelto: si no lo hacía así, no haría nada, pues le resultaba insoportable que ella viviera sin él.
Aceleró en los últimos metros y dobló fuerte, ingresando al camino auxiliar; la arenilla golpeaba el vidrio de la puerta derecha, empujada por el viento del oeste que ahora bramaba. Sofía se dio cuenta de la anormalidad cuando sintió que aceleraba en lugar de frenar, a pesar de que estaban llegando al borde del barranco.
Ella quiso abrir la puerta, pero el cinturón de seguridad la inmovilizaba. Ya en el borde del quiebre del terreno, le arañó el brazo derecho y quiso manotear el volante. Ambos dentro del vehículo escucharon como las revoluciones del motor se incrementaron extraordinariamente, cuando las ruedas traseras dejaron de estar en contacto con el terreno pedregoso. Parecía que el pequeño automóvil volaba por fracciones de segundo y luego hubo un terrible ruido y ambos sintieron gran dolor. Después nada.
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Rosalino Carmona resoplaba por el esfuerzo de volver a subir la pendiente luego de bajar junto al agente Mileson a inspeccionar el auto destruido en el fondo del cañadón. Había dado más de media docena de tumbos completos y luego, al llegar al cauce seco del arroyo,  se prendió fuego. Adentro dos cadáveres carbonizados, un masculino y otro femenino, que ahora sacarían la gente de Bomberos para trasladar a la morgue del hospital.
Cuando faltaba solo metro y medio para llegar al borde, tuvo que agarrarse de un tallo de mata negra y tirar ayudándose en el último envión. Las palmas de sus manos mostraban los raspones de las fibras ásperas de las ramas de las que se agarró. Ya arriba, abrió la puerta izquierda de la camioneta y se sentó en el estribo, abriendo la boca para que ingrese aire a sus pulmones.
“Qué habrá pasado jefe?” preguntó Mileson, en mejor estado físico que su oficial.
“Difícil saberlo; los cadáveres están demasiado estropeados”… Rosalino demoró unos segundos aún recuperando aliento …”para saber si hubo un pacto entre ambos o si fue un accidente provocado” …  “un accidente común, no creo que fuera, porque no vimos señas de frenado en el borde arriba”...”o podría ser un asesinato, donde el conductor es el asesino y el acompañante la víctima”
El Comisario volvió al silencio, pero su respiración se serenaba. “Ahora nos queda la fea tarea de interrogar a miembros de ambas familias,  a los amigos y a conocidos. Nuestra investigación se ha de basar en esto y no creo que mucho más …” confesó. “Vamos Mileson, tenemos que hacer”.





miércoles, 13 de mayo de 2015

Ríos en la estepa patagónica



Como tajos sobre una panza tensa, titubeantes, indecisas,
esquivos, meandrosos, turbulentos,
buscando con dificultad su confluencia con las restantes aguas del universo,
corren los ríos de mi tierra hacia el oriente.

El corte en la plana estepa es profundo,
provocado por miles de años de deshielos y de lluvias furiosas
que arrastran la arcilla y desmoronan las altas paredes de piedra.

Cubren  los fondos de los valles con el limo
que traen sus aguas turbulentas desde las altas montañas del oeste;
donde entregan su tierra oscura, luego que desde hace cientos y cientos de años,  
se maceran los restos de los coihues, de los ñires y las flores de amancay.

Meandros silenciosos que brillan alternativamente al sol,
aguas de plata escondidas tras los sauces,
que lloran y lloran a su paso,
porque nunca las volverán a ver.

Islas que se forman en los estíos,
para desaparecer bajo las aguas turbulentas
de los deshielos primaverales siguientes.

Banquinas verdes donde anida el caiquén,
descanso  de las garzas y de los cisnes de largo cuello negro,
nidos del pato y del macá tobiano
en los verdes juncales apretados de las orillas.

Salta una trucha tras el vuelo rasante de un moscardón
y sobre el ruido de su caída, se mezcla el canto de la calandria,
que desde la orilla quiere romper el silencio
del agua que eternamente pasa.


Cipolletti, Mayo 2015
pdobree@neunet.com.ar


sábado, 4 de abril de 2015

Rosalino Carmona y la jauría de perros


Caminaba sin apuro por entre las jarillas, volviendo de escalar un faldeo a pique que permitía subir a la meseta alta detrás del pueblo. No era andinismo, pero le permitía ejercitar piernas, brazos y pulmones que últimamente permanecían, pensaba todo esto al caminar, demasiado quietos. Desde que lo habían nombrado comisario en Las Heras, había iniciado un sedentarismo que lo preocupaba.
Este fin de semana no había podido viajar a Comandante Luis Piedrabuena, donde vivía su hijo con la madre. Y quedarse en el bar de Chelo, sobre la plaza central, no lo atraía para nada. Se imaginaba sentarse en una de las mesas e inmediatamente encontrarse rodeado con uno o dos o hasta tres personas, que no tendrían otro objetivo que el ser vistos tomando un café con el Comisario del pueblo. Con charlas insulsas sobre temas que no le interesaban; pretendiendo saber detalles de la muerte de los dos albañiles en la fonda de Millamil o de chismes sobre la vida de las chicas que frecuentaban la whiskería “Oasis”.
Mucho más atractivo le resultaba salir a caminar por el desierto, particularmente esta tarde, inusualmente agradable; solo una brisa cálida, un cielo con pocas nubes que proveía de buena luz y, ahora que regresaba, un atardecer que proyectaba largas sombras y daba varios colores azules a las bardas que se destacaban sobre el horizonte y cuya intensidad del color dependía de su lejanía. Había escuchado el canto de al menos cinco calandrias y un par de martinetas levantaron su  esforzado vuelo cuando pasó por el lugar donde estaban refugiadas. Había almorzado un par de sándwiches sentado sobre el pasto, a orillas de un menuco, en un valle ancho que bajaba suavemente hacia el río Deseado.
Cuando ya estaba aproximándose a las primeras construcciones del acceso desde Perito Moreno al pueblo, vio la camioneta de la repartición acercarse. “Levanta demasiada tierra - pensó para si - debe viajar a una velocidad superior a la permitida en el radio urbano”. Cuando el vehículo se puso a la par, frenó demasiado violentamente para el gusto de Rosalino y se bajó el agente Mileson, con cara que denotaba excitación,.
“Comisario, apareció un muerto”
El oficial demoró unos instantes para contestar, como esperando que el otro se calme. “Quién es y dónde fue?”
“Leandro Sevilla, el hijo más chico de la dueña del video club de la plaza San Martín ... encontraron el cuerpo a dos kilómetros del pueblo, camino a Caleta Olivia”.
“Quién lo encontró?”
“Llegaron unos chicos corriendo a la comisaría; habían estado cazando pájaros…” contestó Mileson “Yo subí a la camioneta y fui con ellos al lugar. Fue difícil reconocerlo, porque estás muy mordido por perros.”
“Los perros lo mataron?” pregunto Carmona y Mileson asintió moviendo la cabeza. “Llamastes a la ambulancia? donde está el cuerpo ahora?”
“Llamé a la ambulancia y el cuerpo debe estar ahora en la morgue del hospital; deben estar esperando sus indicaciones”. Mileson puso cara de estar satisfecho consigo mismo y sonrió a su superior.
Carmona fue hasta la puerta del acompañante y se sentó en la camioneta, Mileson hizo lo mismo, pero del lado del volante. Sin palabras, puso en marcha el motor y rumbearon para la calle del hospital.
Cuando el comisario ingresó al edificio y se acercó a la morgue, el Dr. Canosa salió a recibirlo. “Es un desastre, está todo mordido y desfigurado” le informó el médico luego de haberlo saludado.
Carmona miró rápidamente al cuerpo tendido en la camilla; estaba desnudo, tapado solo con una sábana. Le faltaba una porción importante del muslo izquierdo y del antebrazo del mismo lado. Ese lado de la cara, el cuello y el pecho estaban también muy dañados. En las partes indicadas, como el médico hacía notar, la piel y los músculos faltantes habían sido arrancados, evidentemente, por los dientes de animales carnívoros.
“Causa de la muerte?”  El Doctor Canosa lo miró extrañado. “Mordeduras reiteradas por varios perros, una jauría. Le abrieron la yugular” informó. “Ha muerto anoche, alrededor de la medianoche”.
“Qué raro – comentó Rosalino – nunca vi una cosa así; será que soy un comisario joven”. Volviendo hacia el médico: “Espero su informe escrito y si le parece, entregue el cuerpo a la familia, que deben querer comenzar el velorio”.
Con algo de apuro, volvió a la calle donde la noche ya se había instalado. Mileson charlaba con una enfermera en la vereda y cuando vio a su jefe se despidió y subió al vehículo de la repartición.  ¡Feo morir así” comentó cuando el oficial ya estaba sentado a su lado.
“Cómo?” preguntó el comisario.
“Así, mordido por perros salvajes… deben ser los mismos que denunció Antinao la semana pasada, pues le mataron varios capones en un potrero que tiene para ese lado …Antinao – explicó - es el indio que tiene una chacra a la salida del pueblo”
Carmona permaneció en silencio por algunos minutos. “Te parece?  Te parece que una jauría de perros, por más salvajes que sean, atacan y matan a un joven en buen estado físico? … No es este el que solía jugar  pelota paleta en el club?” Qué edad tenía?”
“Si, era él… -Mileson respondió inmediatamente -cumpliría 29 años este invierno que viene”
“Frená y da la vuelta …volvemos al hospital”, le ordenó Carmona.
Con trancos largos, apurado porque al entrar habían visto el furgón de la funeraria y se imaginaron que ya estaban preparando el cuerpo, Carmona seguido por Mileson, buscaron con la vista al Dr. Canosa. “Doctor … Doctor, hágame un favor…revise nuevamente el cuerpo e infórmeme si encuentra alguna herida que no le parezca originado por los dientes de los perros … le dijo excitado Carmona  …”si encuentra algo con una bala, o mejor …un cuchillo … coméntemelo enseguida”
“Como no Comisario, quédese tranquilo”, pero Canosa lo miró con extrañeza.
Los dos policías volvieron al vehículo y con este a la comisaría. Mileson pidió permiso para retirarse y Carmona, lentamente caminó – ahora sí - hasta el bar de Chelo, a pocos metros del negocio de la madre del nuevo muerto del pueblo. Se sentó en una mesa en el interior del salón, cerca de la ventana para poder observar a la gente que pasaba por la calle y cuando el propietario lo saludó desde el mostrador, le indicó que quería un café chico cortado y un vaso de soda grande y bien fría “ …y si hace falta, agregale un cubito de hielo”.
No bien se sentó apareció Miguel Bermúdez, el panadero, que todas las tardes de sus últimos 30 años, cruzaba la plaza y le pedía a Chelo un café. Si era una tarde linda de verano, ocupaba una silla en la vereda; si era una tarde ventosa o fría, se instalaba en una de las mesas del pequeño salón.
Ahora, a pesar de lo agradable que estaba la noche, eligió el interior del café y sin pedir permiso se sentó en la mesa de Carmona. “Hola Jefe, como anda?” Carmona saludó con un movimiento de cabeza.
“Hubo un muerto hoy?” “Ya empezamos - se dijo para si el policía – no tendría que haber venido” En voz alta contestó al interrogante “Si; el hijo menor de la señora del video club, lo encontraron sobre la ruta a Caleta”.
“Qué perdida – le contestaron – era un grande ese pibe; tenía mucha fama con las mujeres. Solteras y casadas, no le hacía asco a ninguna. Con él se va una gran fuente de anécdotas para Las Heras”.
Rosalino depositó su pocillo sobre el plato y lo miró a Bermúdez. “Cuál habrá sido la última?.
“No lo sé – contestó el panadero – pero si sé que hace quince o veinte días, la chica casada con Werner recibió del marido una paliza terrible y dicen que Leandro tuvo algo que ver con ese conflicto. A Ud. no le llegó ninguna denuncia?”
El comisario negó con la cabeza e hizo una seña a Chelo para que se acercara; a la vez metió una mano en el bolsillo y sacó una muy ajada billetera y depositó sobre la mesa, el valor del café. Ya en pié, saludo a Chelo,  a Bermúdez y a los cuatro o cinco parroquianos que estaban sentados en las pocas mesas restantes del salón.
Lentamente, mirando con cuidado donde ponía los pies sobre la vereda despareja, se dirigió al modesto edificio donde estaba el departamento que alquilaba. Cansado, buscó en la heladera un pedazo de tarta de acelga fría que había quedado de la noche anterior y lo acompañó con una pequeña botella de cerveza que también encontró. Rápidamente se acostó sobre una cama que le enprolijaba todas las mañanas Doña Azucena Antical, contratada para limpiar los tres ambientes del departamento y lavar y planchar la ropa que diariamente se cambiaba.
Unos pocos minutos antes de las 8 de la mañana el comisario Rosalino Carmona ingresó a su despacho de la Comisaría de Las Heras. Pasó frente al mueble sobre el cual estaba el pequeño anafe, prendió la llama del gas y colocó sobre la hornalla una pava para calentar agua. Luego  saco de la alacena detrás de su escritorio, la jarrita de latón enlosada y la bombilla; llenó tres cuartos de la jarrita con yerba mate y con meticulosidad que alguno podría catalogar como excesiva, colocó jarrita y la bombilla sobre el amplio tablero de su escritorio y en una línea imaginaria paralela al borde. El tarro con la yerba sobrante fue colocado dentro del cajón de la izquierda del mismo escritorio. Unos segundos más tarde la pava hizo el ruido que el comisario conocía como el que indicaba que el agua estaba en el punto de temperatura ideal.
Tomó el primer mate, fuerte y amargo como a él le gustaba, y sonó el teléfono.
“Comisaría, buen día – le gustaba decir – habla el Comisario Carmona”.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               Del otro lado le contestaron “Buen día” y reconoció la voz del Dr. Canosa.
“Comisario, tengo novedades para Ud. En unos minutos si quiere mandar a alguien al hospital, le envío el informe escrito de la autopsia. Pero ahora he cambiado de opinión y le adelanto mis conclusiones por teléfono, si a Ud. le parece bien”.
“Métale”, le contestó.
“No parece que la causa de la muerte sea las múltiples heridas provocadas por los perros... me inclino a pensar que cayó entre ellos muerto de antemano.” Canosa calló por unos instantes y luego prosiguió “Resulta que encontré una pequeña herida, hecha por algo con filo, que produjo un corte limpio en la pared del corazón. Pero luego no encuentro sobre el pecho nada que me permita decir que por allí entró un cuchillo, o lo que sea, que produjo la herida que le comento; pero claro, el pecho está superficialmente destruido por las dentelladas”.
“Gracias Doc. Hizo un aporte invalorable. Ya le mando alguien a buscar el informe” Carmona colgó el tubo y sonrió satisfecho. Antes de volver a su silla, se asomó por la puerta de la oficina y llamó a su colaborador inmediato “Mileson, vení un momento; necesito que hablemos”
Cuando Mileson entró, le alcanzó un mate recién cebado. “Buen día. Esto te ayudará a despertarte” le dijo. El otro lo miró, contestó al saludo y se sentó. “Qué necesita?”
“Primero que me cuentes las novedades. Y luego que digas lo que sabes de la vida mujeriega del muerto en estos últimos días” Carmona también se sentó y esperó la respuesta de su subalterno.
“Esta mañana temprano encontraron la moto de Sevilla: estaba escondida entre unos tamariscos a la salida oeste del pueblo. Sobre el segundo punto no se mucho, pero fueron muy comentadas sus aventuras con chicas y con la mujer de Werner. Marcelita Werner es muy bonita y está casada desde hace algo más de 2 años. Werner es esquilador y se ausenta de Las Heras entre los meses de Setiembre a Febrero; trae a la casa buena plata, pero luego deja parte de ella en varios boliches del pueblo. Dicen que Leandro visitaba a Marcela cuando Werner estaba esquilando con una comparsa por la zona de Gûer Aike y cuando volvió, alguien le habrá ido con el cuento”. “Pero para que quiere saber esto, Comisario?”
Rosalino chupo de la bombilla y con cierto aire pomposo dijo: ”Cuando alguien muere violentamente, las razones son tres: accidente, suicidio o asesinato. En este caso estoy convencido que ha sido la última razón la que da cuenta del hecho. Me resta ahora saber – y levantó un dedo de su mano derecha - a) quién y – levantó un segundo dedo - b) porqué.  Ahora terminá con ese mate y vení conmigo; nos vamos de gira ”.
“Vamos a lo de Werner” dijo el oficial al agente Mileson, cuando este ya había puesto en marcha el motor. El viento había amanecido y ahora estaba más fuerte aún. La arenilla de la calle golpeaba contra el parabrisas del vehículo.
La casa de Werner estaba en la salida hacia Perito Moreno, a dos cuadras de la ruta.  Las calles son de tierra y los perros creen que son sus dueños. El viento siempre está levantando polvo porque los camiones regadores de la Municipalidad no tienen esas calles en sus rutas diarias. Algunas casas tienen veredas de cemento construidas y solo en pocas hay algún árbol que intenta crecer, pero con dificultades. Todas tienen un frente cuadrado o rectangular y es constante su monotonía; los techos no se ven desde la calle, se inclinan en un solo plano y su falta de gracia es la característica general.
Antes de presentarse en la casa del esquilador, Rosalino, con Mileson a la zaga, golpeó las manos en la puerta de Doña Guillermina Arzuaga, vecina ilustre del barrio y conocida del Comisario de circunstancias anteriores en las cuales Doña Guillermina le había hecho llegar buenos datos al investigador.
“Qué lo trae por aquí Comisario?”
“Buen día Doña Guillermina, el olor de tortas fritas”
“Ja!! no me mienta, que con el viento de hoy, no se huele ninguna torta; pero igual ha de comer, si gusta. Qué necesita?
“Necesito saber si vio algo que le llamara la atención anteanoche”.
“Comisario, Ud. sabe que yo cierro cuando está comenzando a anochecer y no sé nada hasta la mañana siguiente que me levanto y riego las plantas del porche … pero sí escuche ruidos en la casa de Werner, porque lo vi golpeando la puerta del patio atrás al pibe de Sevilla y poco más tarde llegó Werner mismo y entró por la puerta de calle. Un poco más tarde escuché la camioneta de Werner que salía; luego me dormí”.
La cara pétrea del Comisario no se modificó, a excepción de a ceja derecha que se elevó. “A que hora fue esto Doña?” le dijo a la mujer, mientras aceptaba un mate que ella le ofrecía.
“Cerca de las 12, porque justo era cuando terminaba el noticiero en la tele”
“Muchas gracias” devolvió el mate y se incorporó. “Vamos Mileson, que tenemos mucho que hacer”.
La casa de Werner estaba construida sobre la línea municipal y se golpeaba la despintada puerta de ingreso desde la vereda misma. Mileson hizo justamente eso, luego de buscar sin éxito un timbre. Ambos funcionarios policiales esperaron que alguien les contestara la llamada.
Cuando finalmente se abrió la puerta, apareció una morocha bonita de cerca de 30 años, vestida con una falda negra corta y una blusa verde, que ponía en evidencia pechos de tamaño considerable; en una cara redonda y simpática, tenía ojos oscuros, grandes y asustados . Detrás de la chica, un perro marrón y orejas puntiagudas les ladró.
“Está tu marido?” preguntó Mileson  y ella contestó negativamente moviendo la cabeza.
“Entonces queremos hacerte unas preguntas a ti” intervino Carmona por primera vez. “Donde está tu marido?”
La chica se agachó y le paso la mano por la cabeza del perro “Se fue al bar de Ulloa, me dijo. No me supo decir si volvía para almorzar.”
“Anteanoche donde estaba?”  La mujer dudó “También en el bar de Ulloa, volvió tarde y yo estaba durmiendo; no sé a qué hora llegó”.
“Cómo te llamas?”
“Maite” le contestó. “Maite Huenul de Werner”
“Gracias Maite – le dijo el Comisario – volveremos si nos hace falta más información. Decile a tu marido que queremos hablar con él”. Ambos policías dieron vuelta y caminaron hasta donde habían dejado la camioneta. “Ahora vamos a lo de Ulloa” ordenó Rosalino.
Cuando entraron al bar había poca gente. En una mesa cuatro hombres jugaban al truco casi en silencio y a la derecha de la entrada ocupaba una silla un hombre de aspecto rudo, tomaba vino tinto de un vaso y cada tanto se ponía en la boca uno o dos maníes, que estaban en un plato sucio sobre la mesa. Sobre la izquierda al entrar, había un mostrador de unos tres metros de largo y sobre este una máquina para hacer café exprés. Detrás del mostrador y colgando de la pared un espejo grande.  
“Anda Werner por aquí?” preguntó el Comisario. “Estuvo – le contestó el que estaba detrás del mostrador – pero se ha ido”.
“Viene seguido? – insistió el policía – estuvo anteanoche aquí?
“Si; estuvo hasta muy tarde. Se armó una mesa de truco que no se terminó hasta medianoche. Yo luego me pude ir a la cama a las dos y no podía más con el sueño que tenía”.
Rosalino dio las gracias y lo miró a su lugarteniente. “Vamos a la camioneta”.
Una vez sentado nuevamente en el vehículo, Rosalino, adivinando la pregunta de Mileson, le explicó “Creo que lo mató Werner a Leandro. Lo encontró cerca de la casa o dentro de ella. Pelearon y le hundió un cuchillo en el corazón. Luego para disimular la causa de la muerte, lo llevó a la ruta pero del otro lado, donde sabe que hay perros cimarrones que no le hacen asco a nada y allí tiró el cadáver. Ahora llevame a la comisaría y luego salí a buscar a Werner y traemeló. Que te acompañe otro agente.”
No había pasado una hora y Mileson volvía con Werner esposado, y a quien llevaba de un brazo. “Acá lo tiene, mi Comisario!”.
“Sentate Werner, explicame como lo matastes a Leandro” Werner no contestó, ni lo hizo durante todas la mañana, sentado frente al escritorio del Comisario, con las manos esposadas a su espalda. “Sabemos que lo matastes; llegastes a tu casa y estaba él adentro con tu esposa” le dijo mientras Werner mantenía silencio.
“Mi hipótesis – comentó Rosalino a Mileson, mientras comían cada uno un sándwiches de mortadela, sentados en unas banquetas en una celda, en los fondos de la Comisaría – es que Werner al volver a su casa, se encontró que allí estaba Leandro. Pelearon y Werner le clavó un cuchillo en el corazón. Un cuchillo angosto y filoso hiere y mata, pero no produce una herida que haga fluir mucha sangre … él es duro y no confiesa”.
Estaban terminando su almuerzo, cuando el agente de guardia en la entrada se presentó ante ellos: “Mi comisario, la esposa de Werner quiere hablar con Ud.”
“Hacela pasar aquí. que el marido no la vea” Rosalino pasó su mano por el frente de la camisa reglamentaria y se sacudió las migas. De pié espero la llegada de la mujer “Qué necesita señora?”
Ella lo miró en silencio y su linda cara denotaba un sufrimiento interior. Por prolongados segundos mantuvo silencio y luego de sentarse sobre una silla, como borbotones, salieron unas pocas palabras  “Werner no mató a Leandro…él es inocente”.
“Y si no lo mató Werner …quién lo mató? preguntó Rosalino Carmona.
La mujer siguió en silencio.  “Si no me contestas a esto yo me veo obligado a mantener encarcelado a Werner, porque yo creo que ha sido él” Haciéndole una seña con la cabeza a Mileson, Rosalino dio media vuelta, se encaminó hacia su despacho, que se mantenía con la puerta cerrada, y dejó a la mujer sola.
Hacia el medio día golpeó la puerta de Rosalino el agente Lastreto “La esposa de Werner quiere hablar nuevamente con Ud.”
“Que pase” le contestó el oficial.
La mujer lloraba “Yo fui comisario. “Esa noche Leandro entró a mi casa por la puerta de la cocina. Yo le dije que se fuera, pero el quiso agarrarme y besarme. Yo tenía mucho miedo y sabía que mi marido volvía en cualquier momento. Saqué un cuchillo de arriba de la mesada y lo amenacé para que me dejara en paz, pero él no quiso parar. No sé como hice pero Leandro cayó al suelo con el cuchillo clavado en el pecho. En ese momento llegó Werner y no hizo falta contarle lo que pasó. Me mandó a callarme y cargó el cuerpo en la camioneta. Había muy poca sangre y yo la limpié…no sé que hizo luego con el cadáver”
Rosalino Carmona lo miró a Mileson y le dio varias órdenes. “Encerrala en el calabozo de la derecha, llamá al Fiscal a Puerto Deseado para que se venga esta tarde misma, decile a Werner que su mujer a confesado y que él puede ir, pero que a ella no la puede ver hasta que no llegue el fiscal” y poné la pava, que tengo ganas de tomar mate.

Luego, cuando ya estaban terminando la pava , Mileson le dijo a su jefe que estaba satisfecho porque habían descubierto el asesino. “No estés tan seguro de que nuestra verdad sea la verdadera” le contestó este  se quedó en silencio por unos instantes. “ Y si Marcela inventó el cuento para salvar a su marido, atento que ella le tiene mucho miedo y está amenazada por él? Le comentaré mis dudas al fiscal, porque él tiene la responsabilidad desde ahora”.