lunes, 13 de julio de 2015

casa de chapa



En la punta de la huella yerma
que vivorea entre las matas
y saluda al molino del potrero,
esta, vieja y digna, la casa de chapa

Paredes de chapa
que silban en el viento,
que cobijan al sauco
y enfrentan al frío.
Techo de chapa
que resiste la nieve
y las aguas  tormentosas,
y acompañan la calandria.
Ventanas de madera vieja
y vidrios gruesos.
Puertas pesadas que rechinan
cuando se las empuja para abrir.
Pisos cubiertos de hule
que  brillan en la media luz,
con alfombras gastadas
y olor a cera y a polvo.
Cómodos y viejos sillones
de altos respaldos y áspera tela,
visillos de lino
que median la luz

El gas de la estufa a kerosene y el humo del hogar,
recuerdan los cuadros colgados sobre las paredes forradas
y los libros leídos, que uno tras otro,
se alinean en la biblioteca del pasillo.


miércoles, 1 de julio de 2015

Ganso Verde

El cuento que sigue toma de modelo a un cuento de Julio Cortazar llamado Apocalipsis de Solantiname.  Espero que Cortazar me perdone esta apropiación de su idea que ha sido, se lo podría asegurar si se presentara ante mí, hecho con buena onda y con fines que seguramente aprobaría.


Federico “Freddy” Villacorta, volvió tarde esa noche a su departamento, sobre la Av. Costanera, al borde de la ría, en Río Gallegos. Abrió la puerta con la llave que mantenía junto a la del auto y subió lentamente las escaleras hasta el primer piso. Venía del bar “Patagonia Vieja” un lugar donde se reunían los miembros de la burguesía profesional de la ciudad y donde era considerado un parroquiano frecuente. Allí, sentados todos en una mesa amplia, sus amigos le habían deseado un buen viaje y le habían manifestado deseos de verlo nuevamente a la vuelta, esperando que les contara las anécdotas de una experiencia no muy frecuente para argentinos.
Al día siguiente Freddy viajaría a Punta Arenas para tomar allí un avión de LAN Chile que lo llevaría a las Islas Malvinas.
Había conseguido la posibilidad de viajar mediante sus contactos con la embajada Británica en Buenos Aires. Estos contactos los debía a su pertenencia al Club Inglés de Río Gallegos y a las influencias de miembros de la familia de su madre, que era una Miller de tradición ganadera con campos al sur oeste de la ciudad.
Cuando el gobierno argentino invadió las islas, Villacorta estaba haciendo el servicio miliar. Era algo mayor que los pibes soldados de ese año, porque había pedido una prórroga en atención a que estaba en plena actividad universitaria. Al final de esta se recibió de abogado en la Universidad Nacional de La Plata y con el título en trámite, fue incorporado al ejército.
Pero este título no le sirvió para evitar estar en el campo de batalla; al contrario, durante varios días estuvo bajo fuego enemigo hasta que las tropas argentinas se rindieron y, como prisionero de guerra, fue puesto sobre un barco y depositado en el continente.
30 años después de esos hechos había sentido un intenso impulso de volver y recorrer los lugares en donde muchos de sus compañeros habían muerto y todos habían sufrido. Donde habían sido envueltos por la sensación del terror y la desesperación y por la de la soledad y el desapego Donde el ruido de las ametralladoras, el silbido de los proyectiles y el estallido de las bombas, mezclados con los gritos del dolor y los sollozos de quienes lloraban desconsoladamente, compusieron los recuerdos y las pesadillas de los sobrevivientes.
A la mañana siguiente en la Terminal de Ómnibus de Río Gallegos, entregó su valija al maletero y se sentó en el asiento asignado para su  viaje a Punta Arenas. Al salir de la ciudad, los primeros rayos de sol inundaron el vehículo desde las ventanillas traseras.
Hasta que volviera, 7 días después, su mente estaría exclusivamente ocupada con la experiencia de la guerra y los recuerdos que con ella se relacionaban. No habría lugar para los numerosos expedientes que su estudio tramitaba ante los juzgados de la ciudad. Tampoco habría lugar para reflexionar sobre su relación intermitente con Gabriela, una médica del Hospital de Río Gallegos, con quien mantenía una situación de atracción y rechazo, producto de, confesaba a si mismo, su inestabilidad emocional, común a la mayoría de los excombatientes. Tampoco volvería con su pensamiento a su madre, viuda, y a su hermana. Eran ellas las que le ofrecían un espacio de paz en sus hogares y cuando jugaba con sus pequeños sobrinos, lograba que los demonios de la guerra y el sufrimiento mantuvieran distancia.
Mientras observaba la estepa amarilla sin fin con sus manchas oscuras de mata negra que se repetían en la ventanilla más cercana a su asiento, Freddy, como en muchas otras oportunidades, reflexionaba sobre el sentido de las guerras. Tenía claro que en la que él participó el objetivo de recuperar una porción del territorio nacional era solo “pour la galerie”. El objetivo verdadero fue tratar de salvar un proyecto político de las Fuerzas Armadas, que en esa época gobernaban el país. Es decir un objetivo que de ninguna manera lograba justificar tantos sufrimientos y muertes de los soldados. Pero tampoco podía coincidir con uno de sus autores favoritos, Ernesto Hemingway: No hay guerras buenas, supo decir el gran autor. Y Freddy tenía sus dudas respecto a la Segunda Guerra Mundial. Se preguntaba cómo sería el mundo hoy si Inglaterra primero y el resto de los Aliados después, no hubieran podido frenar las ambiciones políticas de Hitler? Y en la misma guerra que sirve de escenario para la novela que estaba actualmente releyendo, “Por quién doblan las campanas”, participan soldados de diversos países en ayuda de las tropas republicanas. Esta acción de las brigadas extranjeras, no era moralmente aceptable?
La llegada al límite territorial y la necesidad de mostrar sus documentos a los guardias de ambas naciones, hizo que el razonamiento se interrumpiera.
En Punta Arenas y habiendo recuperado su equipaje, se dirigió al hotel donde dormiría esa noche para partir a la mañana siguiente. Luego, mirando las aguas grises del océano desde la ventanilla del avión, trató de imaginarse la situación cuando, 30 años antes e incómodamente sentado junto a un contingente de soldados, fue transportado a un destino que ni él ni ninguno de sus circunstanciales compañeros, lograban adivinar.
Desde los altavoces del avión se anunció la llegada a Puerto Stanley; Freddy miró por la ventanilla y pudo ver una costa, las crestas de las olas rompiendo contra unos acantilados y luego los techos rojos, los jardines prolijos y las calles de la pequeña población.
Del aeropuerto lo llevaron en un taxi, junto a un matrimonio de avanzada edad y un hombre con aspecto de campesino, al hotel Waterfront, donde se acomodó en una pequeña habitación sin baño privado; luego bajó a cenar. Desde su llegada hasta volver al continente notó en los isleños una actitud de cortesía pero acotada a brindar solo información necesaria.
Al día siguiente pudo hacer una visita por mar a varias islas pequeñas y puntos de la costa de la Isla Soledad. Y luego hizo una excursión a lo que los isleños llaman Hill Cove, en la costa oeste de la Isla Gran Malvina. El día era bueno, con algo de neblina a la mañana temprano pero luego con mucho sol y, aunque el aire estaba algo frío, todo estaba calmo y las playas visitadas mostraban un aspecto hermoso. En Hill Cove, durante el conflicto, había estado apostado por varios días con un pelotón del Ejército; recordó esto mientras caminaba por la orilla del agua, tirabas piedras al mar y asustaba a las gaviotas que estaban en el lugar. Esa noche durmió en la casa de un matrimonio amigo de los propietarios del hotel, pues era imposible volver con luz de sol.
Otra mañana la dedicó a caminar por la pequeña población y se paró frente a la casa donde varios oficiales del Ejército y de la Marina se habían instalado y en donde él también fue destinado para hacer tareas de traductor en los últimos días de la contienda. Pero no se animó a tocar el timbre y hablar con alguien de la casa, pues no tenía nada para decirles.
El dueño del hotel se ofreció llevarlo hasta el Cementerio de Darwin y por ello pudo pasear lentamente entre las tumbas. Muchas de ellas no tenían nombre y de los que si lo tenían, recordaba solo unos pocos. El viento frío de la tarde hizo que se alegrara cuando quien lo había llevado volvió, luego de hacer un trámite en las cercanías. Vuelto al hotel, esperó la hora de la cena con una copa de ron en la mano y sentado cerca del fuego encendido en la antesala del comedor.
Finalmente y en el último día de su estadía en el archipiélago, se hizo llevar a Pradera del Ganso, algo más de 70 kilómetros al suroeste de la pequeña capital. Mientras viajaba en el taxi que contrató, pensaba en el nombre del lugar que estaba por visitar. Sonrió amargamente mientras reflexionaba respecto al muy precario inglés del Ejercito o del periodismo argentino – no sabía a quién imputar el error -, que no percibieron que la palabra green era verde, y de allí el erróneo Ganso Verde que tanto se utilizó en el continente, pero también pradera y que esta última acepción, daba lugar a la traducción correcta de Pradera del Ganso.
Cuando llegó al lugar, la base de un faldeo suave cubierto de vegetación tupida y de muy escasa altura, producto del intenso pastoreo al que era sometido por las ovejas de la zona, le indicó al taxista la hora en que debía volver para buscarlo. La cercanía al mes de Diciembre, aseguraba luz de día hasta tarde.
De su mochila sacó una “tablet” con la que sacaría fotos del lugar. Comenzó a caminar hacia el sur y pronto creyó reconocer un paraje con una hondonada donde supo estar estirado cuerpo a tierra y con un fusil en la mano, mas de 24 horas; recordó el nombre de los dos soldados, Mendoza y Calfuquén, que lo acompañaron siguiendo las instrucciones del sargento Becerra, quien les había dicho que “…disparen sobre cualquier bulto que vean moverse sobre el filo de la loma”.  Le pareció recordar en la saliva de su boca, el gusto del chocolate con que se había alimentado durante el tiempo que allí estuvo. Con la aplicación de fotografías, capturó el encuadre que aparecía por el visor; se sabía un fotógrafo mediocre, pero la facilidad del sistema de su computadora le aseguraba un mínimo de calidad.
Por cinco minutos siguió caminando hasta que, sobre la superficie de un mallín, vio los restos oxidados de un cañón antiaéreo. Como un monumento al pasado absurdo, todavía apuntaba hacia el cielo, esperando la aparición de los aviones ingleses, que con sus ametralladoras barrían el suelo donde él y el resto de los soldados pretendían frenar el avance de las tropas enemigas. Ahora mirando los restos de aquel día, pensó en la inutilidad de los esfuerzos y sufrimientos brindados y la sensación amarga de la frustración volvió a inundar su boca. Dos fotos obtuvo del cañón, una primera con el monumento en primer plano y la otra tratando de incluir la pradera circundante.
Hacia el mediodía había logrado subir al promontorio, el punto más alto de la Pradera. Allí se sentó sobre una piedra a descansar y sacó nuevamente la “tablet” para obtener nuevas fotografías. Fotografió la playa, abajo a su izquierda, dos ovejas y un cordero que pastaban sobre el faldeo sin interesarse demasiado con su presencia y una “panorámica” de la pradera que incluía el camino por donde lo había traído el taxi y unas colinas en el fondo.
Era consciente de que sacaba fotos con el criterio de las antiguas máquinas, las que usaban rollos de película y que había luego que llevarlas a revelar a un negocio especializado en ese servicio. Sabía que ahora la capacidad de capturar y almacenar cuadros era, en la práctica, casi infinita, pero de igual manera limitaba su cantidad, para luego no marearse con la maraña de imágenes.
De la mochila que llevaba sacó un par de sándwiches que le habían preparado en el hotel. De allí también obtuvo un termo con agua caliente, yerba mate, un mate y una bombilla. En total estuvo aproximadamente una hora sentado en la piedra, con la brisa del sur en cara. Finalmente se levantó y caminó faldeo abajo, pero en dirección suroeste, es decir alejándose de la capital de las islas.
Caminó entre dos y tres horas y no reconoció ningún punto en particular; al caminar sacó varias fotos más del paisaje. Durante todo este tiempo tuvo una rara sensación de estar oyendo la estridencia de los aviones de guerra que volaban a escasa distancia sobre los refugios y las trincheras, las explosiones de las bombas y los disparos de los fusiles y ametralladoras, luego escucho voces, lamentos de heridos y el llanto de un soldado que clamaba por su madre. A pesar de la campera de duvet y las botas forradas, sintió frío en las manos, en la cara, en los pies y en la espalda, donde suponía debían estar los riñones; un frío similar al de las horas bajo fuego durante la guerra.
De golpe miró el reloj y se dio cuenta que faltaba poco  que llegara el taxi para llevarlo de vuelta al hotel. Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el punto de encuentro acordado.
Vuelto al hotel se bañó y cambió su ropa y luego, atento a la hora, se acercó al comedor para cenar. Al terminar, pidió un vaso de whisky y con él se fue a su habitación.
Cuando cerró la puerta y antes de cambiarse, decidió mirar las fotos del día. Abrió la tablet, apretó la tecla de encendido y ya en la galería fotográfica, llamó a la pantalla a la primera foto del día. Cuando la vio se sorprendió. Mostraba, al borde de una pequeña trinchera, a un soldado extendido de espaldas sobre la gramilla, tenía aspecto muy joven y parecía estar inmóvil como muerto; una gran mancha de sangre le empapaba la chaqueta en el hombro izquierdo y el tórax del mismo lado. Se quedó varios minutos observando detalles de la imagen: un fusil caído sobre la bota del soldado, las hebras de gramilla aplastadas en cercanías del cuerpo, la sangre en la chaqueta, la cara recién afeitado o lampiña, las manos desnudas.
La segunda foto fue tan impactante como la primera. Nuevamente un soldado de espaldas sobre el suelo, pero estaqueado. Tanto sus muñecas como sus tobillos, estaban atadas a pequeñas estacas clavadas en el suelo. Su cara lívida expresaba el sufrimiento del momento, a pocos metros se había amontonado algo de nieve y parado cerca con un fusil en la mano, un suboficial cuyo semblante no se apreciaba porque no miraba hacia la cámara.
Las manos de Freddy temblaban y tomó un profundo trago de su vaso. Decidió poner en pantalla la imagen siguiente. Cerró los ojos ante la aparición de esta pero los volvió a abrir.  Era un primer plano del rostro de  un soldado al que le faltaba una oreja y cuya sangre le cubría prácticamente la totalidad de la cara. La boca abierta seguramente sugería un grito de dolor.
La cuarta foto era de dos soldados acurrucados en el fondo de un pozo, de los que se abrían para refugio. Estaban arrodillados y abrazados como dándose abrigo uno a otro. Sus caras estaban dadas vueltas contra la pared de tierra y no eran visibles para quien estuviera mirando. Uno de ellos carecía del botín de su pie izquierdo. Las rodillas y los pies de ambos estaban en el agua barrosa del pozo.
Con temblor en los dedos puso en la pantalla la quinta. 9 soldados argentinos bajaban un faldeo de piedras y pasto, similar al que había transitado durante esa misma tarde. Los soldados caminaban en una irregular fila india. El primero y el tercero tenían el brazo derecho en cabestrillo y el segundo de estos no llevaba sombrero y una venda sucia lo reemplazaba. El quinto soldado caminaba con la ayuda de una muleta sobre su lado izquierdo. Al contingente de prisioneros de guerra los custodiaba 3 miembros de la marina británica.
Las fotos en sexto y séptimo lugar eran panorámicas. La primera incluía un avión de caza inglés que volaba a muy escasa altura sobre los peñascos del paisaje y la segunda mostraba a un conjunto de soldados enemigos que avanzaban sobre el fotógrafo. La octava foto mostraba un cadáver que solo contaba con una pierna y de la otra no había indicios. La cara del soldado estaba semienterrado en el barro y en el charco que rodeaba el cuerpo era evidente que llovía.
Freddy cerró nervioso la tapa de su pequeña computadora portátil y esta se apagó, cancelando en un instante tanto horror. Finalizó el whisky del fondo del vaso y se puso rápidamente el piyama para meterse en la cama. Durmió mal y dos veces durante la noche tuvo que prender la luz y acomodar sus sábanas y frazadas.
Al día siguiente, luego de almorzar subió al avión para volver a Punta Arenas. Esa noche tomó el último coche y llegó a Río Gallegos a la madrugada, cuando aparecían las primeras luces del día. Se sorprendió al encontrar a su hermana esperándolo. “Porque a veces a esta hora no hay taxi…” le dijo, pero sabía que era porque estaban todos preocupados por él, por su carácter que manifestaba frecuentes ataques de irritabilidad y depresión. En silencio agradeció el gesto.
Frente a su departamento se bajaron y el retiró del baúl su valija y mochila. “Querés un café?” le preguntó y ella asintió. Cuando llegaron al primer piso él guardó la valija en la habitación y sacó las pocas cosas de la mochila; la “tablet” quedó sobre la mesa del comedor. Estaba en la cocina calentando el agua para el café cuando ella le preguntó si había sacado fotos y si podía verlas. Casi le dijo que no, pero no supo como hacerlo.
Al volver de la cocina con dos tazas de café y una azucarera sobre una bandeja, ella  las había terminado de ver. “Son lindas … dijo con una sonrisa … luego que las vean tus sobrinos”.