sábado, 6 de junio de 2015

Rosalino Carmona y uno de los suicidios del fin del mundo



Cuando puso en marcha el pequeño Fiat 600, sintió la tranquilidad de estar seguro de lo que estaba por hacer. Hubo varias situaciones anteriores similares, pero no llegaron a concretarse. En cada caso tuvo miedo y en los últimos momentos, se echaba atrás. El viento movía el auto, pero arrancó rápidamente y en cuanto supuso que su motor había calentado un poco, lo puso en movimiento calle abajo.
Entró a la playa de la YPF y le pidió al Beto Montenegro que llenara el tanque. “Te vas de viaje?” le preguntó el playero. Dudó un poco, y luego le contestó afirmativamente con la cabeza y volvió a poner el vehículo en marcha.
Si lo concretaba ahora, sería la segunda vez que su familia experimentaba similar situación. No podría decirse que estarían acostumbrados, porque eso sería una exageración que excedía la realidad, pero si de alguna manera familiarizada con las circunstancias. Alberto, el hermano mayor había definido este camino en 1999, hace ya algunos años. Había admirado mucho a su hermano, y cuando murió, él era un pibe que recién llegaba a la adolescencia. Ahora tenía 30 años y nunca había podido olvidar el hecho y la forma en que su hermano logró desembarazarse de sus preocupaciones, de sus tristezas y de la realidad opaca que lo rodeaba.  En su casa no se tocaba este tema y ambos padres mantenían sobre los últimos meses de vida de Alberto un silencio irrompible. A escondidas compró el libro sobre las muertes de su hermano y de los otros. Se acordaba todavía de cuando estuvo Leila Guerriero haciendo las entrevistas. “Los Suicidas del Fin del Mundo”, se había convertido en una especie de “best seller” del pueblo de Colonia Las Heras y él sabía de varios que lo leyeron y que lo comentaron en voz baja, en noches largas en el Bar de Mingo, pero con personas con quien tuvieran una relación amistosa.
 Siempre lo había admirado a Alberto y no podía eliminar de su cabeza la forma en que había logrado zafar de los problemas que lo sitiaban. No poder conseguir trabajo en un pueblo en donde no había esperanzas, donde las empresas petroleras se estaban alejando desalentadas por los bajos precios internacionales del petróleo y las escasísimas perspectivas de mejora en el futuro, donde la actividad en las estancias de ovejas, cubiertas de cenizas del volcán, prácticamente era nula y mucha gente habían emigrado al mismo pueblo o a ciudades más grandes como Caleta o Comodoro.  Varias noches antes de que lo encontraran colgando frio en el galpón de atrás, se había enterado que la Graciela estaba preñada y que le reclamaba que se hiciera cargo de la nueva situación.
Se preguntaba - muchas veces lo hizo - si en los escasos segundos entre el paso que dio para separarse de la mesa sobre la que estaba parado  y la oscuridad y la inconsciencia, se había arrepentido. Si había intentado introducir desesperadamente sus dedos entre su garganta y la cuerda de la que colgaba, para permitir el ingreso de una pequeña columna de aire que le prolongara la vida y cuan insoportable era la sensación del ahogo, aunque durara solo unos segundos. Sabía que nunca tendría una respuesta a estos interrogantes, pero igualmente los reiteraba.
De lo que estaba seguro era de la llegada de la oscuridad y el olvido. Graciela se había ido a Comodoro Rivadavia donde tuvo su bebé y nunca más volvió, el pueblo siguió siendo el conjunto de casas  feas y aburridas sin futuro que era, la pobreza de las familias no se modificaba y el viento, la tierra seca y la basura se arremolinaban en las calles como siempre lo hicieron.  En su casa todos, sobretodo su madre y él, lo lloraron por meses, pero luego parecía que  su recuerdo se hacía menos agudo y menos irritante. Pero Alberto ya no estaba. Su cuerpo se estaba descomponiendo en el cajón en el cual lo había prolijamente guardado la funeraria y este estaba colocado en un nicho del cementerio de Colonia Las Heras, al lado del cuerpo de la abuela y bajo el nivel en donde estaba el tío Juan.
Y esa situación de su hermano era lo que necesitaba hoy. Que todos los problemas desaparecieran y pudiera hundirse en la ignorancia de lo que sucediera a su alrededor. Que pudiera obviar tomar decisiones y no sentirse responsable de las consecuencias de los caminos que pudiera encarar. Que pudiera hundirse en la nada, como si se durmiera, pero sin tener que despertar y enfrentar nuevamente los problemas.
Estuvo esperando la llamada de Y.P.F. desde hace ya varios días. Había llenado la solicitud de empleo y lo había enviado por internet, siguiendo las instrucciones del folleto. Por fin esa mañana lo habían llamado por teléfono. Una voz grabada le había informado de la imposibilidad de reconocer su pedido, porque no registraba haber completado el secundario.
No le había pasado lo mismo a “el Rulo” que fue a presentarse a Comodoro Rivadavia a una entrevista y ahora esperaba que le dijeran que debía volver allí para un examen pre ocupacional;  y luego le dirían cual era la fecha en que debería presentarse en la Base para que le dieran el mameluco, el casco y las botas de seguridad y empezar a trabajar.
Cuánto tiempo más aguantaría Sofía? Qué hacía una chica joven y bonita en Las Heras, de novia con alguien que ni siquiera era un “boca de pozo”? El ya había notado la presencia alrededor de ellos de otros varones solteros y la forma que se reían con Sofía y los ojos de ella que chispeaban en la noche en lo de Mingo.  Varios tenían una edad similar a la suya y uno de ellos era de Río Gallegos y era Ingeniero y había estudiado en Bahía Blanca.
Cuando llegó a la esquina de la calle de la casa de Sofía tuvo que frenar, porque un remolino de viento y tierra le impidió ver por el parabrisas del Fiat. Esperó que amainara la tormenta y luego dobló la esquina para apagar el motor a mitad de la cuadra, frente a la casa.
“Subí, vamos a dar una vuelta que quiero hablar contigo de una cosa importante” le dijo a Sofía cuando ella abrió la puerta.
“De qué cosa”” preguntó ella.
“Te lo diré cuando estemos en el Mirador;  ahora ponete el cinturón de seguridad y pórtate bien” le contestó y puso nuevamente en marcha el Fiat.
En silencio  iban rumbo al Mirador, en las afueras del pueblo, y recordó la duda que supo tener reiteradamente en los últimos días. Ella también tenía que terminar su vida de la misma forma?. Pero esto ya estaba resuelto: si no lo hacía así, no haría nada, pues le resultaba insoportable que ella viviera sin él.
Aceleró en los últimos metros y dobló fuerte, ingresando al camino auxiliar; la arenilla golpeaba el vidrio de la puerta derecha, empujada por el viento del oeste que ahora bramaba. Sofía se dio cuenta de la anormalidad cuando sintió que aceleraba en lugar de frenar, a pesar de que estaban llegando al borde del barranco.
Ella quiso abrir la puerta, pero el cinturón de seguridad la inmovilizaba. Ya en el borde del quiebre del terreno, le arañó el brazo derecho y quiso manotear el volante. Ambos dentro del vehículo escucharon como las revoluciones del motor se incrementaron extraordinariamente, cuando las ruedas traseras dejaron de estar en contacto con el terreno pedregoso. Parecía que el pequeño automóvil volaba por fracciones de segundo y luego hubo un terrible ruido y ambos sintieron gran dolor. Después nada.
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Rosalino Carmona resoplaba por el esfuerzo de volver a subir la pendiente luego de bajar junto al agente Mileson a inspeccionar el auto destruido en el fondo del cañadón. Había dado más de media docena de tumbos completos y luego, al llegar al cauce seco del arroyo,  se prendió fuego. Adentro dos cadáveres carbonizados, un masculino y otro femenino, que ahora sacarían la gente de Bomberos para trasladar a la morgue del hospital.
Cuando faltaba solo metro y medio para llegar al borde, tuvo que agarrarse de un tallo de mata negra y tirar ayudándose en el último envión. Las palmas de sus manos mostraban los raspones de las fibras ásperas de las ramas de las que se agarró. Ya arriba, abrió la puerta izquierda de la camioneta y se sentó en el estribo, abriendo la boca para que ingrese aire a sus pulmones.
“Qué habrá pasado jefe?” preguntó Mileson, en mejor estado físico que su oficial.
“Difícil saberlo; los cadáveres están demasiado estropeados”… Rosalino demoró unos segundos aún recuperando aliento …”para saber si hubo un pacto entre ambos o si fue un accidente provocado” …  “un accidente común, no creo que fuera, porque no vimos señas de frenado en el borde arriba”...”o podría ser un asesinato, donde el conductor es el asesino y el acompañante la víctima”
El Comisario volvió al silencio, pero su respiración se serenaba. “Ahora nos queda la fea tarea de interrogar a miembros de ambas familias,  a los amigos y a conocidos. Nuestra investigación se ha de basar en esto y no creo que mucho más …” confesó. “Vamos Mileson, tenemos que hacer”.