martes, 25 de agosto de 2015

Don Ceballos


Había llegado al sur del río Santa Cruz en la década del 20 del siglo pasado. Venía de Rosario del Tala, provincia de Entre Ríos, desde donde migró por razones que yo nunca supe.
Encarnó, en mi opinión al menos, la quintaesencia del gaucho idealizado argentino.
En realidad lo conocí más por los relatos de mi padre, que por vivencias propias. Cuando era pequeño, él ya era un hombre viejo y falleció cuando yo estaba en el colegio en Córdoba, en el sesenta y pico.
Papá siempre decía que todo lo que sabía de la actividad en el campo era gracias a Don Ceballos.
A caballo era inigualable: excelente jinete y cuidadoso y paciente domador de potros; sabía herrar, y al curar heridas y enfermedades en caballos, ovejas y perros, parecía un experimentado ayudante de veterinario.
Era orgulloso de su apero, cuya fabricación era propia. Gran artesano, cortaba largas lonjas de cueros de yegua y fabricaba con ellas cinchas, maneas, cabestros, riendas, bozales y lazos. Con su cuchillo muy afilado cortaba tientos finísimos, que luego utilizaba para coser capas y cojinillos, cubrir el mango de un cuchillo o fabricar una vaina, asegurar el aro de hierro de un lazo o atar las bolas de la boleadora. Luego de un día de trabajo se lo veía a la tardecita esperando que lo llamaran a cenar, sentado sobre un corto banco de madera, con sus pacientes manos sobando cueros, cortando o trenzando tientos o cociendo gastados faldones de una montura.
Fue buen alambrador, construyendo líneas rectísimas por planicies y cañadones, con alambre, “piquetes” y postes. Carpintero y herrero elemental, las piezas que construía tenían las virtudes de la funcionalidad y la fortaleza.
Atildado en su apariencia personal, vestía siempre bombachas y alpargatas o botas de media caña. A la cintura una faja tehuelche de vivos colores. Siempre una camisa limpia y un pañuelo al cuello, todo cubierto con una campera negra si era invierno. Con una gorra de vasco cubría una calvicie parcial. Pero aún luego de largo día de arreo de ovejas o de trabajos con ellas en los corrales, con viento, polvillo y sudor, Don Ceballos llegaba a la tarde con prolijidad y buen gusto en su atuendo.
Era de altura mediana y algo corpulento, pelo grisáceo y con piernas arqueadas, por donde podía pasar “dos perros peleando” de tanto tiempo a caballo.
Gran tomador de mate, recuerdo aún sus dedos gruesos, algo deformados por añosos, sosteniendo un mate grande, mientras que con la otra mano volcaba una pava, oscura de calentarse tantas veces en el fogón.
Hábil con su facón, que estaba eternamente muy afilado, se enorgullecía de ser un carnicero de primera agua. Llamaba la atención la rapidez con que cuereaba una oveja que encontrara muerta en pleno campo y la perfección luego del cuero que quitaba, sin tajos ni desgarros.
Como todos los de su clase, era gran comedor de carne. En un asado que comíamos luego de finalizar la esquila, circulaba la bota de vino de comensal en comensal y la carne se comía cortando del asador una porción, que luego se tomaba entre los dedos con la ayuda de un pedazo de pan o de galleta campera. Para comer se mordía un extremo de la carne y con el cuchillo se lo cortaba, separando la parte a masticar. Se recordaba por años en la zona, que Don Ceballos, en pleno almuerzo, calculó mal el movimiento de su facón y, además de cortar la carne como pretendía, cercenó la punta de su nariz. La pequeña cicatriz lo acompañó por el resto de sus días y con gran humor repetía la anécdota, comentando que nunca encontró el pedazo que le faltaba, no sabiendo si se había caído al suelo o si se lo había comido, junto al sabroso pedazo de costillar.
Tenía una docena de caballos de raza criolla y una hermosa yegua madrina tobiana.; todos muy prolijos y mansos de agarrar y montar. Sus tres perros “Cuatro”. “Turco” y “Laucha”, habían sido muy bien entrenados para arriar ovejas.
Siempre estaba de buen humor con un estilo finamente irónico y, sin ser muy locuaz, era buen conversador. Sus comentarios frecuentemente estaban cargados de la sensatez de quien es un callado y reflexivo observador de lo que ocurre a su alrededor.
En mi juventud leí y disfruté uno de los libros de la literatura argentina que aún hoy más me seduce: “Don Segundo Sombra”. Lo imaginaba a Don Ceballos muy parecido a los gauchos que tuvo en mente Ricardo Güiraldes cuando, desde la pampa bonaerense, escribía para crear ese extraordinario personaje que es Sombra.
pdobree@neunet.com.ar

viernes, 14 de agosto de 2015

La chacra asfaltada Recuerdos de Osvaldo Soriano



Se despertó cuando la voz del comandante anuncio el inicio de las operaciones de descenso hacia el aeropuerto de Neuquén. Estaba próximo a la ventanilla del lado izquierdo de la nave y cuando miró hacia abajo pudo ver los reflejos intermitentes del sol sobre los meandros del río Negro y una urbanización entre las cuadrículas verdes de los álamos, que supuso que podría ser el pueblo de Allen.

Pocos segundos después vio lo que seguramente era Cipolletti, pues podía identificar la confluencia de los dos grandes ríos: el Limay y el Neuquén, y más allá, los altos edificios de la capital neuquina lo sorprendieron. Intentó encontrar, entre las chacras, la cancha del viejo club Confluencia donde supo jugar al fútbol, pero, contrariado, no pudo reconocer nada.

Ver Cipolletti desde el aire, tratando de adivinar lugares, esquinas y cuadras, le produjo una rara emoción y pensó en lo que escribiría más tarde en un relato que llamó “Rosebud” y que junto a otros cuentos, publicó la editorial Sudamericana en 1993 bajo el nombre de Cuentos de los Años Felices: “He vivido en tantos lugares y tan distintos que me cuesta elegir uno en el momento de responder de donde soy. Creo que uno es del lugar donde lo quieren. Después de muchos años volví a mi Mar del Plata natal, Tan mal lo conocía que tuve que abordar a un cartero para preguntarle como se hacía para llegar al bosque. Nadie me aceptaría puntano en San Luís, ni cordobés en Río Cuarto ni riojano en Chilecito, y no hay nadie en Tandil que me confunda con uno de los suyos. En Cipolletti si se acuerdan de mí. Por aquella historia del penal más largo del mundo y por las correrías de mi padre que dejaron huellas en los parajes.”

El algo brusco aterrizaje lo devolvió al presente. En cuanto se pudo levantar del asiento, tomó un pequeño portafolio en el que traía de Bs. Aires algunas rápidas notas escritas y se ganó la puerta y luego la plataforma de la escalerilla de descenso, saliendo al aire diáfano y calmo y al sol de media mañana. Luego de 33 años, sus mejillas y sus orejas, y no tanto sus manos, recordaron la sensación del frío de los últimos días del otoño, cuando caminaba, mochila al hombro, rumbo a la escuela.

Llegaba para participar en una Mesa Redonda sobre Exilio y Literatura, invitado por un amigo que en ese momento era docente en la Universidad y le habían comprado un pasaje para volver a Buenos Aires en el último avión de la tarde. Lentamente bajo la escalerilla buscando la cara conocida, pues le había prometido buscarlo en el aeropuerto. 

“Osvaldo, Osvaldo!!!” lo llamaron desde atrás cuando ingresó a la sala donde debían esperar los que tenían equipaje en la bodega del avión. Se dio vuelta esperando ver la fisonomía recordada, pero era la de otro. “Yo soy Carlos y me mandó Cuqui, que tuvo que quedarse en el centro para terminar algunos detalles de la Mesa. Empieza a las 3 de la tarde”. Apretó la mano que vio extendida y con cierta confusión barbulló un “mucho gusto”.

Carlos lo tomó por el brazo y lo encaminó para donde estaba la puerta de salida. Una vez afuera, se dirigieron a la playa de estacionamiento “…allí tengo mi auto”, le dijo.  Arrancaron y observó las afueras de una ciudad que le resultó totalmente desconocido, porque había inmensos espacios que anteriormente debían ser chacras con frutales y viñedos y ahora eran casas cuadradas y feas, terrenos baldíos, kioscos, fruterías, perros flacos y almacenes.

Carlos hablaba y él escuchaba a medias, aturdido por los recuerdos de su adolescencia junto a una ciudad que le era ajena.  “Me acuerdo como hoy – le dijeron – de un partido en Barda del Medio, en donde yo jugaba allí como back derecho y vos integrabas el equipo de Confluencia; recuerdo como hoy, que te crucé fuerte en una avanzada de ustedes hacia nuestra área. Vos luego lo has relatado en un cuento que llamastes Gallardo Pérez, referí”

No supo que contestar. Pocas veces, pensó, he obtenido un ejemplo tan nítido de la forma en que la ficción relatada, se convierte en una realidad para otros y se escapa de la voluntad de su autor. “El partido nunca existió, mas allá de mi imaginación”, tuvo ganas de decirle, pero no se animó, a pesar de estar seguro de su memoria; la situación dentro del auto iba a ser muy incómoda y prefirió el silencio, con la esperanza centrada en que la conversación – más monólogo que conversación – rumbeara para otras zonas y se alejara del resbaloso terreno de los recuerdos que aspiran a convertirse en realidades vividas.  Hasta jugueteó con la intención de usar la anécdota en su intervención de la tarde, pero luego se decidió por callar, temeroso nuevamente de provocar, hasta donde?, una agresión cuyas consecuencias no lograba medir. Sentía que si descubría la farsa, lastimaría a su protagonista y no creía tener derecho; o al menos, no tenía deseo de ello.

Aunque su guía siguió hablando con entusiasmo, sin importarle las faltas de respuestas de su oyente, prosiguió en silencio hasta que llegaron a destino. Un alto edificio sobre la avenida central de la ciudad sería el lugar en donde se desarrollaría el evento, Asombrado ingresó y allí vio al Cuqui Cayunao que lo buscaba para abrazarlo.

Más tarde se escapó; cuando todo había terminado y en el salón mismo, cerca de las butacas, había contestado preguntas de alguna gente que se acercó, firmado autógrafos para otros y participado de una entrevista con un periodista del canal de televisión local.

Le había avisado a Cuqui que quería irse a Cipolletti para ver su vieja casa y probablemente caminar un poco por algunas de las calles del pueblo. “No es tan pueblo ahora – escuchó - pero no te olvides que tienes que tomar el avión de vuelta”.

Subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Cipolletti “…a la esquina de las Avenidas Mengelle y Alem” Mientras viajaban mantuvo silencio: cruzó por el viejo puente sobre el río Neuquén y el taxista se internó en la ciudad por – ahora recordaba al ver los carteles que señalaban el nombre de la calle – la Av. Pacheco. Estaba asfaltada y también lo estaba la ancha avenida frente a lo que había sido su casa. Se hizo dejar a media cuadra y se bajó del auto; con pasos lentos cruzó la calle y se paró delante de la entrada al jardín de lo que había sido su hogar. La casa no estaba como el la recordaba, pero sí el jardín y en el medio, rodeado por un pasto ralo y mal cuidado, el peral que lo sostuvo tantas veces, cuando necesitó silencio, disimular una turbación o tranquilizar una rabieta. Sintió deseos de subirse, como se había subido tantas veces, pero los pasos de dos personas en la vereda que venían del lado de la plaza, lo inhibieron y no lo hizo.

Alguien se asomó a la puerta y le preguntó si necesitaba algo. Le contestó que había vivido allí muchos años antes. Fue invitado a pasar e hizo un recorrido rápido por la casa – vuelto en Buenos Aires se arrepintió de esta rapidez - Ahora eran oficinas provinciales. y cuando entró a lo que había sido su dormitorio, le pareció que los fantasmas de su madre y luego de su padre, enfundado en el traje gris de siempre, lo miraban desde la puerta.

Expresó las gracias y preguntó donde podría obtener un taxi para volver a Neuquén y al aeropuerto. Le indicaron una parada cercana y se encaminó hacia allí. Sobre el automóvil, le pidió al chófer que pasaran por la calle Belgrano y allí, sin detenerse, pudo reconocer el frente y el zaguán de la casa de la chica de pelo muy negro que recordaba como su primera novia. No se atrevió a preguntar quien vivía allí y se sintió cobarde.

En el aeropuerto lo esperaba Cuqui. “Me sorprendió la gran cantidad de calles pavimentadas que tiene Cipolletti; en mi época para ver pavimento había que salir a la ruta que unía Roca con Neuquén”. Cuqui le tomó de los hombros y caminaron a la Sala de Espera. “Yo vivo allí con la Malena y los chicos. Después que te fuiste, se terminó de pavimentar todo la zona del centro. Mirá como habrá sido, que aún ahora, los pueblos vecinos que tienen todos mayores proporciones de calles de puro ripio, imposibilitados de superar sus envidias lugareñas, nos dicen que vivimos en la chacra asfaltada”.

Lo miró sonriendo. Luego se dieron un abrazo y le dijo que si necesitaba algo de Buenos Aires, que lo llamara. Subió trotando las escalerillas del avión y se sentó junto a una ventanilla. Cuando miró hacia fuera, se dio cuenta que la oscuridad ya ganaba su diaria batalla con la luz y que no podría volver a ver, al despegar, las calles, las cuadrículas y las largas alamedas. Con tristeza hurgó entre sus papeles para encontrar que leer en el viaje.

pdobree@neunet.com.ar

Esto fue escrito para el Diario Río Negro algunos años atrás; con algunos retoques lo he preparado para mi próximo libro.
Osvaldo Soriano, autor argentino de varias novelas de gran repercusión (por ejemplo "No habrá más penas ni olvidos" o "Cuarteles de Invierno") ya fallecido, vivió varios años de su adolescencia en la ciudad de Cipolletti, en la casa que hoy es la oficina de Aguas rionegrinas.