martes, 27 de diciembre de 2016

Conversaciones con mi padre



Parece tonto, padre.
Pero aquí estoy conversando contigo
a pesar de saber que ya no existes
desde hace un montón de años.
Si me pudieras contestar, me dirías que estás de acuerdo conmigo.
 Que hablo en vano y el que muere desaparece,
solo quedan y por un tiempo, los restos de su carne y de sus huesos.

Pero igualmente lo hago,
aunque el peso mayor de la conversación lo llevo yo.
Pues además de mis comentarios y de mis preguntas,
me hago cargo de tus respuestas y de tus recomendaciones;
y de tus gestos, tus cejas enarcadas y tus ojos grandes,
mostrando la sorpresa que te ocasionan mis palabras.
Me hago cargo también de tu sonrisa burlona e incrédula,
cuando te cuento algunas cosas que en tu época solo eran ciencia ficción.

Cuando te cuento que ahora se puede hablar por teléfono casi desde cualquier parte.
Que ya no es necesario levantarse temprano en el campo
e ir al pueblo, porque el puerto de Santa Cruz tenía solo unas horas para hablar con Buenos Aires
y que luego le tocaba a Piedrabuena o a San Julián.
Más te digo: hoy se puede hablar viendo en una pantalla la cara y los gestos de la otra persona,
como decías tu que algún día se podría.

Tardábamos una hora, u hora y media cuando el camino era malo,
para ir del campo al pueblo,
pero ahora yo mismo lo he hecho en 20 minutos sobre una carretera asfaltada.
Los automóviles también ayudan, pues han cambiado mucho.
Te acuerdas de la vez que en medio de la meseta arreglaste un juego de platinos
con el papel metalizado de un atado de cigarrillos?
Ahora eso no es posible, porque ya no hay platinos ni condensadores, ni carburador.
Y los autos solo pueden arreglarse si uno tiene una computadora
que indique las fallas que puede presentar.

Me acuerdo de ese libro que quisiste escribir
pero que la vida no te dio tiempo para ello.
Estoy seguro que si tuvieras los procesadores de texto que yo uso ahora,
lo hubieras escrito.

Te sorprendería también la televisión
y la posibilidad de ver en tiempo real lo que sucede del otro lado del mundo.
Te gustaría ver golf jugado en Edimburgo
o futbol en Barcelona, donde juega el mejor futbolista del mundo,
que es un muchacho que nació en Rosario.
Los noticieros te mostrarían los hechos,
mientras suceden en cualquier región del planeta.

Me daría tanto placer poder contarte estas cosas,
y no tener solo que imaginar tus palabras y tus gestos.
Decirte que ahora se pueden comprar grandes garrafones de gas,
y que con uno de ellos se calefacciona la casa donde vivíamos contigo y con mamá,
y que en invierno era tan fría,
y ahora, te lo aseguro, es tibia y acogedora.

Decirte que tienes un montón de nietos y bisnietos,
que todos son buenos chicos y chicas,
te gustaría estar con ellos y conocerlos.
Te los mencionaría uno por uno
y contarte quienes son hoy y que es lo que hacen.

Con que alegría usarías  los buscadores de internet,
tu que sentías curiosidad por todo lo que pasaba a tu alrededor
y eras un lector incansable, hasta que tu vista te traicionó.
Quisiera explicarte que es Google,
y como se usa y que fácil resulta.

Conversar contigo alivia mi angustia
y suaviza el dolor de tu ausencia.
Es esta una terapia para los dolores del espíritu
pues como otros hijos,
busco en mis padres el remedio para el dolor.


Cipolletti, Diciembre 2016

viernes, 25 de noviembre de 2016

Adaptación de una leyenda


Manuel Quilapán se sostenía escasamente sobre l apero del zaino. El viento lo quería tumbar al suelo y el frío le agarrotaba las manos que sostenían riendas, la izquierda, y el cojinillo, la derecha. El zaino no rumbeaba hacia el noroeste como el jinete quería, sino desviaba un poco hacia el norte tratando que el aire violento y el polvo, no le entraran tanto en los ojos. Luego de unos minutos en esa dirección,  Manuel  corregía el rumbo y dirigía por un rato el caballo hacia el oeste. Sin saberlo, Manuel utilizaba la técnica de los viejos marinos que en zigzag lograban que sus veleros avanzaran hacia el puerto previsto, cuando el viento desde el frente.
Con su edad avanzada se daba cuenta que confundía lugares. Frecuentemente le preguntaban “Che indio, donde naciste, en Chile o en Argentina?” y él no contestaba, porque no se acordaba. Tenía recuerdos de su madre y también de su padre,  recordaba jugar con otros niños, que habrán sido sus hermanos, pero no podía ubicar el lugar donde esto sucedía. Junto con estas imágenes estaban las del toldo, su ambiente abrigado y su oferta de reparo, pero tampoco sabía donde se erigía. Cerca de un arroyo, pero qué arroyo?  Vaya uno a saber.
Tampoco recordaba cual era la última estancia donde había pasado, probablemente la semana anterior. Desde hacía un tiempo largo Manuel recorría una extensión grande de la estepa santacruceña, yendo de estancia en estancia, antes pidiendo algunos días de trabajo en cada una, ahora simplemente un plato de comida y un refugio donde pasar la noche. Los trabajos que sabía pedir eran los de arriero, de esquilador, de domador – cuando era joven – o de peón general en los corrales, en las temporadas de esquila, de marcación o de baño. Poca paga, pero por unos días comía bien, él y Negro, el perro que desde hace años lo acompañaba y el zaino descansaba en algún potrero cercano a las casas.
Pero ahora sabía dónde iba. Iba a las orillas del lago grande, que los blancos llamaban Buenos Aires, a un lugar en donde los antiguos llegaban a morir. Porque presentía que la hora se le acercaba. Sentía urgencia de llegar, pues no quería quedar en el camino y por eso peleaba contra el viento y el frío, sabiendo que si se caía no se levantaría más.
Detrás de él con el zaino, venía el Negro. Viejo también pero todavía milagrosamente ágil. Olía al pasar, cada pasto coirón, cada mata negra, cada calafate. Y cuando se atrasaba, ocupado con esta tarea, aligeraba el paso para volver a alcanzar al caballo y su jinete. Ya no podía cazar liebres, como lo supo hacer por centenas cuando era más joven, pero al atardecer cuando las martinetas salían a buscar alimentos, sabía todavía acercarse sigilosamente y si el pájaro era algo distraído, saltarle encima y llevárselo al indio como prueba de su amistad para luego, entre ambos, comerla asado.
Formaban el hombre, el caballo y el perro, un trío inseparable. Recordaba Manuel – esto sí lo recordaba – que unas cuantas primaveras atrás, quiso cruzar el río Chalía, que venía hinchado con el deshielo de los primeros días de calor. Estaban por la mitad del cauce cuando un remolino desestabilizó al animal y él se cayó del apero. Sintió el agua helada como agujas que perforaban la carne de sus piernas e inmovilizaban su espalda, a la altura de la riñonada. Rápidamente la fuerte corriente lo arrastró rio abajo y se sintió morir.
Pero cuando ya creyó que nada lo salvaba, apareció el zaino nadando en la corriente hacia donde él intentaba agarrarse de las ramas de un sauce llorón. Manoteó las crines del pingo y este empezó a nadar enérgicamente hacia la orilla. Allí los esperaba Negro que, con ladridos, manifestaba su alegría.
Hacia la tarde el viento del oeste se puso más fuerte, pero el frío amainó. Esto permitió que comenzara una nevisca que a medida que se avanzaba hacia la noche fue intensificándose. Manuel Quilapán sintió un dolor importante en el pecho y un mareo que lo obligó a largar las riendas y aferrarse del cojinillo con ambas manos. Cuando levantó la vista hacia el horizonte se sorprendió al ver un toldo grande a unos cien metros de donde estaban. Sin que le tuviera que dar órdenes, el zaino se encaminó hacia el lugar. Ya cerca Manuel empezó a sentir un olor a puchero que lo embriagaba. Un buen pedazo de carne de capón hervido junto a unos nabos, cebollas y un puñado de pimentón, se dejaba adivinar en el aroma.
Cuando el zaino paró frente al quillango de guanaco que oficiaba de portón y Manuel se apeó, el toldo se abrió y apareció un tehuelche alto con boleadoras en la mano. Manuel pudo ver tras la figura del guardián, una luz brillante y sintió un aire templado.
“Permiso, se podrá pasar?” preguntó el indio viejo.
“Como no” le contestaron y el guardián hizo un paso al costado para franquearle la entrada.
Manuel tomó las riendas del zaino, le silbó al Negro e inició el camino de ingreso.
“No – dijo el guardián – solo puede entrar Ud. Los animales deberán quedar afuera”
“Pero yo no quiero entrar solo, ellos me deben acompañar”
El guardián no contestó y quedó inmóvil frete a la puerta del toldo.
Con la cara apesadumbrada y la espalda encorvada, Manuel dio media vuelta y con dificultad volvió a montar.
No habían hecho más que un par de cientos de metros, cuando visualizó con la dificultad de la creciente oscuridad y la nevisca que ya era intensa, otro toldo.  Nuevamente se acercaron a la entrada y otra vez salió un tehuelche enorme a recibirlos. Otra vez Manuel olió en el aire el puchero, sintió el aire cálido y vio la luz.
“Se puede pasar?” preguntó.
“Pasen” contestó el guardián e hizo señas para que lo hagan.
Con miedo de ser nuevamente rechazado, Manuel tomó las riendas del zaino y silbó al perro. Y los tres penetraron en el toldo.
Sorprendido, Manuel se enfrentó con el guardián y le preguntó porque había sido rechazado en el otro toldo.
“Es que el otro toldo - contestó el custodio - es lo que los blancos llaman Infierno. Y allí se permanece solo, sin amigos”.
Cipolletti, Noviembre de 2016


lunes, 31 de octubre de 2016

Rosalino Carmona y un crimen doméstico


Me senté en una mesa en la vereda del Sorocabana, en una de las esquinas de la vieja Plaza San Martín, buscando el aire todavía fresco de la mañana a la sombra de sus árboles. Pensé que podrían ser las mismas mesas y los mismos árboles de cuando vivía en Córdoba y había adquirido la costumbre de desayunar allí todas las mañanas de la semana laboral con un café y un criollito, que es ese biscocho que solo se consigue en Córdoba y que el bar compraba en una panadería a no más de una cuadra por la calle San Jerónimo. Fui cordobés durante varias temporadas muy placenteras, mientras estudiaba en la Universidad y transitaba las hermosas épocas de la juventud.
Finalizados mis estudios retorné a mi Patagonia y cada tanto, probablemente una vez por año, volvía a la ciudad que fue tan amable conmigo, para visitar parientes y amigos o para simplemente recorrer calles de la ciudad y envolverme en un clima de nostalgia que me transportaba a mis épocas de estudiante, a las de las peñas, de las señoritas cordobesas, de la política partidaria y de los aprendizajes que me supieron transformar en un hombre, que luego se ha creído adulto, responsable y profesionalmente serio.
No bien me senté en la mesa, vi cruzar la calle desde la plaza y encaminar su voluminosa figura hacia la marquesina del Sorocabana, al Comisario de la Policía de la Provincia de Santa Cruz, Rosalino Carmona. La última vez que lo vi fue en Caleta Olivia, donde estaba en misión oficial por trámites de su Comisaría en la Colonia Las Heras y fue grande mi sorpresa verlo nuevamente en un escenario tan distinto al anterior. Sin el uniforme y con una remera verde, un pantalón bermuda de color claro y zapatillas, me había demorado unos segundos en reconocerlo.
Pero rápidamente me repuse de mi sorpresa, me levanté y me interpuse en su camino. Su cara expresó genuina gusto al reconocerme él también. Nos abrazamos y lo invité a sentarse conmigo en la mesa.
Cómo es que te encuentro aquí, comisario?” le pregunté, mientras le hacía una seña al mozo para que se acerque. Con Rosalino habíamos hecho amistad cuando yo vivía en Río Gallegos y él estaba en la Escuela Provincial de Policía.
Estoy haciendo un curso de capacitación, organizado por el Ministerio de Seguridad de la Nación. Se hace aquí en Córdoba y somos de todas las provincias del país. Estamos en el edificio de la Policía de Córdoba, en la Av. Colón”.
Me siguió explicando cómo había llegado también a Santa Cruz la onda de la capacitación con aparatología moderna y cómo el nuevo gobierno nacional estaba intentando mejorar a las policías provinciales, a la Gendarmería Nacional, a la Prefectura Naval y a los “federicos”.
Había un cupo de 5 para nuestra provincia y yo tuve suerte de ligar un lugar, no me preguntes como”.
Interrumpimos cuando llegaron nuestros cafés y los criollitos, que yo insistí para que probara.
Qué aventuras nuevas tienes para contar?” le pregunté a mi amigo.
No muchas, sabes que Las Heras no es un pueblo de grandes aventuras. De todas formas tuvimos una anécdota que vale recordarla
Con entusiasmo le pedí que me contara, mientras le puse un sobre de edulcorante a mi café.
En los primeros días de setiembre cayó una nevada grande. En las zonas de la pampa alta había cerca de 70 centímetros de nieve y hasta abajo, en los alrededores del pueblo, se puso todo blanco”.  Rosalino limpió sus labios de migas de criollito con la mano. “En una de las mañanas más frías de esa semana – prosiguió - llegó a la Comisaría a caballo y por el centro de la calle, la Porota Quintana, una mujer que tiene un pedazo de campo, para el lado de Perito Moreno, unas tres leguas de Las Heras. Parecía una escena de una película del Far West. Ató el animal en el fresno que hay sobre la vereda y entró por la puerta de la calle”.
“La atendió el agente Mileson, que luego vino a reportarme lo que le dijo la mujer. Que había sido atacada por una persona que baleó de muerte a su marido, Edgardo Viñas. Que ella había tomado un revolver que siempre tienen en las casas y había matado a su vez al asaltante. Que luego ensilló una yegua que tenían en el corral y que se vino para acá para hacer la denuncia. Que suponía que había querido robarles. Que no sabía quién era el asaltante”.
Rosalino levantó su taza de café, lo olió y probó un sorbo. “Café rico” me sonrió.
El problema inicial fue trasladarnos hacia la pequeña estancia, El Durazno, donde sucedieron los hechos. Tu sabes – me miró por encina del borde de la tasa – que cuando hay 30 a 40 centímetros de nieve, es complicado avanzar. Mircic, el chofer de la ambulancia del hospital que tendríamos que utilizar para buscar los cadáveres, se negó a conducir esa tarde. Por suerte pude conseguir de una comisión de YPF, el préstamo de una camioneta alta y con tracción en las cuatro ruedas. El plan era ir adelante con el vehículo de YPF y por detrás, en la misma huella del primero, la ambulancia del hospital.”
“Salimos a las 3 de la tarde, con dos termos para tomar mate y una bolsa de galletas que pasamos a buscar por la panadería del gallego Ardiles. En la ambulancia iba el chofer, un enfermero que siempre estaba dispuesto para estas cuestiones y la Porota Quintana. En la camioneta íbamos, el chofer de la empresa petrolera, el agente Mileson y yo”.
“Mientras viajábamos por el pavimento fuimos bien, No había mucha nieve y la ruta en ese tramo está pavimentada; la visibilidad era buena y había algo de tráfico. Los problemas comenzaron cuando nos bajamos de la ruta grande y empezamos a recorrer el camino vecinal que nos llevara a la estancia. En un momento paramos y yo le pedí a la Porota que pasara adelante con nosotros y mandé a la ambulancia a Mileson. La huella trepaba lentamente y a medida que lograba mayor altura la nieve caída era más. Recién a los 20 kilómetros de recorrer este tramo nos cruzamos con un camión de la empresa Total, que nos hizo un saludo de luces. A las cinco de la tarde comenzó a nevar nuevamente y la ambulancia iba despacio y en algunos sectores patinando. Porota nos fue indicando como sortear un par de bajos que se ponían feos cuando el tiempo estaba malo. Con alivio escuchamos ladridos de varios perros, indicando que habíamos llegado a las pocas edificaciones que conformaban el casco de la estancia”.
“Pedimos otro café?” me dijo Carmona. Yo asentí y le hice una seña al mozo.
“Cuando llegamos a la casa donde vivía el matrimonio, vimos la escena de sangre que la nieve tapaba solo parcialmente. Edgardo Viñas estaba cruzado de espaldas en la puerta, con agujero de bala pocos centímetros por arriba de la línea del cinto y cerca del ombligo. A pocos metros de la entrada de la casa y boca abajo, había otro cuerpo, caído de bruces y con una herida fea en la nuca. Los perros no habían dañado los cadáveres y solo habían lamido algo la nieve teñida de sangre”.
“Bueno, una buena! – dije yo – no tuviste que investigar mucho para explicar el asesinato”.
No creas; al principio pensaba como vos, pero llegando al pueblo con los dos vehículos y los  cadáveres, sentí una sensación que había algo que no podía ver de un hecho que en principio parecía claro. No lo podía explicar, pero me mantuvo intranquilo, inclusive esa noche luego de irnos a descansar”.
“Pero te cuento en orden. Luego de sacar una gran cantidad de fotos, la mayoría de Mileson pero algunas las tomé yo mismo, de colocar los cadáveres en las camillas y subirlos a la ambulancia, requisé dos armas de fuego: un revolver 38 y una carabina 22 largo, los puse en una bolsa plástica y también los subí a la ambulancia. Mandé desensillar el caballo del asaltante, un hermoso gateado oscuro de cabos negros, y que lo encerraran en un corral, cerca del pequeño galpón de esquila, y que se aseguraran que tuviera agua. Tomamos unos mates y emprendimos la vuelta, incluyendo a la Porota  Quintana, que dijo que quería quedarse, pero yo insistí en que vuelva con nosotros. Para esa hora ya la tarde se había convertido en noche muy oscura, porque estaba nublado y no había luna para iluminar el camino”.
“Había dejado de nevar y la temperatura subió un par de grados. Los bajos estaban más feos por la nieve derretida, por el paso del poco tráfico y por la oscuridad de la noche. En uno de ellos la ambulancia patinó y sus ruedas traseras se fueron a la banquina, donde daban vueltas, sin que el vehículo pudiera avanzar. Nos bajamos y chapaleamos en el barro frío. El chofer de la camioneta sacó una soga de la caja y con ella ató la ambulancia para poder tirarla y volverla a colocar en el centro de la calzada. Las manos embarradas nos permitieron sentir que la temperatura estaba cerca del punto de congelación”.
“Antes de volver a reanudar la marcha, el enfermero del hospital, Mircic y Mileson, acomodaron y ajustaron las ataduras los cadáveres en la parte trasera de la ambulancia, pues con los sacudones del camino se habían desacomodado y uno de ellos había caído al piso”.
Llegó el mozo y nos puso sobre la mesa los dos cafés pedidos. Yo miré a mi alrededor y reflexioné extrañado sobre la enorme diferencia entre el calor que se anunciaba para ese día, el rico olor del café y el aspecto cosmopolita de una ciudad moderna con sus edificios, su tráfico y su gente, con la soledad y el frío de la Patagonia que el comisario Carmona me estaba recordando.
“Cuando llegamos a Las Heras, fuimos primero al Hospital, donde los cadáveres fueron colocados en la pequeña morgue. Yo llamé a la casa del Dr. Canosa, el director y le informé de lo realizado. Aproveché para pedirle los resultados de la autopsia al día siguiente, lo antes posible, para yo luego reenviar la data a la fiscalía de Puerto Deseado. Cumplido esto la camioneta nos acercó a la comisaría a Mileson y a mí y a la Porota Quintana a una pensión de la calle Belgrano. Antes de dejarla allí, le pedí que se acercara por la mañana por mi despacho, para así le pudiéramos tomar su declaración sobre los hechos”.
“Eran como las 10 de la mañana siguiente y yo ya estaba intranquilo, … la Porota no aparecía. Cuando estaba por mandar a buscarla, entró por la puerta. Antes había recibido yo una llamada telefónica de Canosa que me adelantaba el informe de las dos autopsias; nada distinto a lo que pudiéramos sospechar el día anterior: ambas muertes se debían al único balazo que cada uno recibió. La bala que mató a Viñas fue la de la carabina y la del extraño, la calibre 38”.
“Pero quien era el asaltante? lo conocían?” interrumpí yo. Rosalino me contestó que esa mañana pudieron averiguar que se llamaba Avelino Giúdice, nativo de la zona de Los Menucos, en el sur de la Provincia de Río Negro. Lo buscaba la Policía de esa provincia por cuatrero.
“Carmela - la Porota - Quintana contó su versión de los hechos, repitiendo más formalmente lo expresado la tarde anterior. Dijo que en la madrugada escucho a los perros ladrar y sorprendida miró por una hendija de la ventana de la cocina. Dice que vio un caballo ensillado y atado a uno de los postes delante de la casa. Vio también un hombre acercándose a la casa con un arma en la mano. Que le avisó a Edgardo diciéndole que tuviera cuidado. Que este se levantó de la cama y se acercó a la puerta que abrió cuando escuchó la voz de quien estaba afuera. No bien oyó que la puerta se abrió escuchó un disparo y el quejido de su marido. Que tomó un revolver de la mesa de luz y salió de la casa por una puerta lateral y vio allí a su marido tirado en el suelo boca arriba y al extraño con una carabina apuntándolo, como si quisiera rematarlo. Que ella apuntó a la espalda del asaltante para impedir que volviera a dispararle a Edgardo. Que no sabe que hizo, pero sintió una gran explosión y un golpe en el brazo que sujetaba el arma y como resultado de eso el hombre se desplomó. A continuación corrió a socorrer al marido, pero se encontró con que este fallecía en sus brazos”.
“La versión sonaba bien – me siguió diciendo Rosalino – pero había algo que no me gustaba y yo no lo podía identificar. Me trataba de autoconvencer pensando que había muchos casos de esas características y que en los noticieros nacionales se podían ver uno o dos diarios, en donde se producía un asalto y uno de la familia mataba a un asaltante; con frecuencia también moría un miembro de la familia”. Durante la tarde hice mi informe y junto a la declaración de la Porota y las dos autopsias, envié todo por ómnibus a la Fiscalía en Puerto Deseado”.
“Eran las 6 de la tarde y había hecho todo lo que tenía a la vista para realizar. Decidí ir hasta el bar de Chelo y tomar un café; avisé al agente de guardia que me podían encontrar en el bar si me necesitaban y me encaminé hacia la plaza. El aire estaba frío y calmo y el cielo despejado, indicando así una helada fuerte hacia la madrugada. Elegí entonces una mesa en el interior del bar, pues como tú sabes, yo no fumo y no me hace falta congelarme para poder fumar un cigarrillo. Me había sentado no más de 5 minutos y cayó el Dr. Canosa que me sonrió y me comentó que me estaba buscando para preguntarme si me habían parecido bien los dos informes de autopsias que me mandó a la mañana.”
“El mozo me trajo el café cortado pedido y Canosa pidió uno para él. Estuvo la Porota- me dijo - y me pidió el certificado de defunción de su marido”.
“Demoré unos instantes para reaccionar: para que te pidió eso? había algún seguro de vida quizás?. Mi cabeza empezó lentamente a evaluar el dato y lo llamé a Mileson para que me consiguiera el celular de Carlitos Gómez Paz, el único vendedor de la única compañía de seguros en el pueblo”.
“No eran muchos los pobladores rurales que compraban seguros, me dijo Carlitos cuando lo llamé a los pocos minutos, y añadió que se había sorprendido cuando la Porota y su marido habían entrado a su oficina hace un tiempo, en Abril o Mayo y se aseguraron mutuamente por una cifra regularmente importante. Nos dijimos dos o tres cosas más, sin importancia, y le agradecí la información y corte la conversación”.
“Inmediatamente lo llamé nuevamente a Mileson para preguntarle si aún estaba en la comisaría; cuando me dijo que si, le pedi que esperara, que había cambiado de idea y que volvía para allí. Cuando llegué nos sentamos a conversar; a mí me gusta informarle de lo que yo estoy pensando, porque luego él me critica y me aporta nuevas ideas. Le dije que me parecía que el crimen que teníamos entre manos no era sencillo y aunque no tenía ninguna hipótesis, si tenía una idea: y que por ella pensaba que no fue un asalto, sino un crimen por encargo. Le conté también que me había enterado de la existencia de un seguro de vida. Mileson abrió los ojos, pero me di cuenta que asimilaba la idea. Búscame toda la información que este estado de investigación requiere le dije, sabiendo que el sabría interpretar correctamente la consigna”.
“Antes de salir de la comisaría para cenar y no volver hasta el día siguiente, le pedí - con sensación de culpa por no haberlo hecho antes - al agente Cayumán que era buen jinete, que ensillara temprano y a caballo se fuera a El Durazno para traer, a tiro, el caballo de Giúdice”.
En ese momento interrumpimos la charla. Por el costado de nuestra mesa y casi rozándola con sus cortas polleras, pasaron tres jóvenes y bonitas cordobesas conversando y riendo. Noté el desvío en los ojos de Rosalino que habrán tenido una equivalencia con los míos. En los breves instantes en que nos quedamos callados yo dudé en calificarlas o como estudiantes de la Universidad caminando hacia una clase tempranera, o jóvenes empleadas de alguna tienda de la zona céntrica o tres amigas que habían acordado salir de compras bien temprano, para evitar luego el calor del medio día. Pasaron sin vernos y cruzaron la calle hacia la plaza.
“A la mañana siguiente – prosiguió Rosalino Carmona – llegó Mileson con los ojos excitados. Tengo noticias jefe. El sábado a la noche en el Oasis había un gaucho que las chicas dicen no haber visto antes. Tenía mucha plata y pago champan para todos y luego se fue con la Violeta; dijo también que volvería pues le debían más plata. La descripción que me dan las chicas del hombre, coincide bastante con la de Avelino Giúdice”.
“No era mucho, pero yo empecé a atar cabos. De todas formas no quise adelantar nada al fiscal porque no me gusta desdecirme luego”.
“Estaba poniéndome la campera para ir a comer, cuando escucho la voz de Cayumán. Ya llegué Comisario, me dijo. Salí a la madrugada aún oscuro y ahora he llegado con el caballo de Giúdice a tiro. Tengo los dos, el mío y este otro, atados en la vereda. Ud. dirá que debo hacer”.
“Le pedí que los llevara al corralón que tenemos para guardar caballos sueltos en la ruta y que guardara el recado en un galpón que también tenemos allí… este tiene un candado que evita que cualquiera abra la puerta”.
“Salimos juntos a la vereda y nos paramos ambos a mirar al gateado. Era muy lindo animal, de esos criollos que están siempre en condiciones de recorrer largas distancias o de trabajar todo un día arreando un piño de ovejas. Estábamos allí cuando pasó el paisano Melicura. Flor de caballo tiene allí Comisario – me dijo, parándose al lado mío – lo vi el otro día”.
“Dónde lo vistes? le pregunté. En la ruta hacia Perito Moreno, yo volvía de cazar liebres con los dos galgos que tengo. La persona que lo montaba estaba hablando con la patrona de la Estancia El Durazno; ambos al costado del camino”.
“Cuándo? le volví a preguntar. El sábado por la tarde, me contestó con seguridad”.
“Gracias Melicura, sos un capo, le dije y le palmeé la espalda. Volví a la oficina y cambiando de idea, pedí que me trajeran un sándwich de milanesa y que me prepararan mate. Mientras tanto comencé a ubicar por teléfono al Fiscal Bongiorno en Puerto Deseado.
“Bueno mi gran amigo, esta es la historia. En cuanto lo ubique al fiscal y me aseguró estar esta tarde allí, la mandé a buscar a la Porota y la puse en discreta custodia. Cuando llegó el fiscal él la interrogó por un rato largo y finalmente ella se desmoronó. Contó que su vida era un calvario, que el marido le pegaba y que no le encontró otra salida. Ahora está a disposición del Juez”.
Rosalino se levantó de la silla y llamó al mozo. Discutimos y yo insistí en pagar la cuenta. El me dijo que lamentaba no poder verme de nuevo, pero que ahora debía estar en el acto de cierre de las jornadas de capacitación y a la tarde tomaba el avión que lo llevaría, luego de varios trasbordos, nuevamente a Comodoro Rivadavia y en ómnibus a Las Heras”.
Nos saludamos calurosamente asegurándonos que habría alguna otra oportunidad de volver a tomar café. Me dio un abrazo y se perdió entre la gente, que ya a esta hora llenaba las veredas del centro de la ciudad.
Cipolletti, Octubre 2016
Pedro Dobrée (pedrodobree@gmail.com)

viernes, 23 de septiembre de 2016

Primer riego en el valle del Chubut




Sentado sobre la angosta cubierta y apoyada su espalda contra la pared exterior de la cabina del contramaestre, Aarón Jenkins miraba hacia estribor, intentando escudriñar en la oscuridad señales de tierra firme, pues le habían dicho que estaban cerca de las costas del Brasil. Apretó contra si el saco de lana cruda que lo abrigaba y aún así el viento se colaba y enfriaba su flaca carne y los huesos de su larga figura. Solo una suave brisa llenaba las velas del barco y lo mantenían en movimiento con rumbo sudoeste. De noche dormía en la cubierta para dejar más espacio a su esposa con un embarazo llegando a término y a su pequeño hijo Richard. La mayoría de los hombres habían adoptado esa actitud para favorecer la situación de los niños y de las mujeres porque el barco era demasiado chico para transportar con cierta comodidad, a todo el contingente que había embarcado en Liverpool.
Hacía un mes, el 25 de Mayo, que habían abordado el velero Mimosa y ahora estaban en los últimos días de Junio. El viaje hasta el presente fue muy duro. Sufrieron una gran tormenta al segundo día de salir de Liverpool, las comodidades a bordo no eran satisfactorias, la higiene era deplorable y la comida era escasa y mala. Varios pasajeros estaban enfermos y dos niños habían fallecido; uno de ellos el pequeño James – de dos años – hijo de Aarón y de Rachel Evans, su esposa. El niño falleció con una infección en la boca, que fue relacionada con la desnutrición infantil.
Escuchó un ruido y al volver la cara, reconoció la figura de una mujer que se acercaba. “Felicitaciones Sr. Jenkins, su esposa acaba de darle una hija” le dijo.
“Cómo están?” preguntó nervioso.  “Bien - le contestaron – ahora Rachel está descansando, pero Ud. puede ir a verla y a su pequeña hija”.
Aarón se levantó y bajó a visitar a su esposa; con cuidado caminó entre los cuerpos dormidos de mujeres y de niños hasta llegar a ella. Rachel abrió sus ojos y le sonrió débilmente. “Mírala, es bonita” le dijo.
“La llamaremos Rachel, como a ti” le dijo y le pasó un dedo rugoso suavemente sobre su mejilla.
El 28 de Julio de 1865, poco más de dos meses desde que partieron de Europa, arribaron al Golfo Nuevo, que luego llamaron Puerto Madryn. Allí se encontraron con los dos delegados del grupo que se habían adelantado, y con caballos, vacunos y ovejas, semillas y provisiones obtenidas en Carmen de Patagones, por cuenta y orden del Gobierno Nacional. Rápidamente se pudieron a preparar la tierra, quitando las malezas y arbustos de una pequeña extensión elegida cercana a la playa. Sembraron el trigo, pero la inexperiencia de los colonos en materia de actividades agrícolas y lo inhóspito del terreno, pronto puso en evidencia la inutilidad del esfuerzo y decidieron trasladarse hasta las orillas del río Chubut, cerca de 60 kilómetros hacia el sur. Armaron tres grupos que salieron en fechas distintas; peregrinaron en el desierto sin agua y con rumbos zigzagueantes producto de su desorientación en el terreno. La marcha fue lenta porque había pocos caballos y a su vez pocos colonos que sabían montar.
Las  mujeres, los niños y las provisiones fueron enviados por barco hasta la desembocadura del río en el mar. Por problemas con el viento tardaron 17 días para hacer un viaje que habían estimado en uno o dos. Dos personas perecieron a bordo, uno de ellas la recién nacida hijita de Aarón.
Cuando todo el grupo estaba reunido en el valle, ya era el mes de Octubre y resultó tarde para la siembra de las semillas de trigo y cebada que traían consigo. La alimentación era absolutamente insuficiente y las viviendas construidas fueron, en el primer año, totalmente inadecuadas para albergar a las familias. Del gobierno porteño recibieron algunas provisiones y una bandera argentina que izaron junto a la del dragón rojo, símbolo de la lejana Gales.
Al invierno siguiente, cumplido un año de la llegada del contingente, la gran mayoría estaba decepcionada y resolvió dejar la colonia; algunos pocos para instalarse en Patagones y el resto en la Provincia de Santa Fe. Los dirigentes se resistieron a estos nuevos rumbos, porque veían en estos, mayores dificultades para mantener para la colonia los objetivos iniciales de conservar la cultura galesa, materializada principalmente en la religión y en el idioma. De todas formas hubo un compromiso de las distintas familias en hacer una última siembra para sobrevivir hasta la llegada del barco que los trasladaría al norte.
Aarón Jenkis y su familia se habían instalado en la chacra que les tocó por sorteo. Allí delante de la modesta vivienda que habían levantado y en una tierra que todos consideraban maldita, Rachel sembró unas pocas hortalizas. Todos los días traía un balde de agua del río y regaba su pequeña huerta. Zanahorias, nabos y papas crecían muy bien.
Rachel era una mujer observadora y metódica y se dio cuenta de la importancia de lo que había descubierto. “Esta tierra no es mala, solo le falta agua” le decía a su marido, tratando de convencerlo de no repetir las equivocadas decisiones del resto de la colonia.
En la chacra asignada Aarón tenía varias hectáreas de tierra absolutamente plana, negra y sin vegetación en absoluto; tierras que los galeses consideraban estériles. A instancias de Rachel y como pasa frecuentemente en los matrimonios, Aarón atendió los dichos de su esposa y desparramó su cuota de semillas sobre la pequeña planicie. Pasó luego en una dirección y en otra, una rastra hecha por alpatacos y otros arbustos espinosos, tirada por un caballo; con esto logró tapar lo sembrado.
 Cuando el río estaba crecido, a mediados de la primavera y comienzos del verano, por efecto de los deshielos en la cordillera, el nivel superior de agua estaba levemente por encima del de la tierra que había trabajado. Observando esto, Aarón abrió un pequeño canal que derivara agua del río hacia el plantío; con satisfacción estuvo casi todo el día contemplando como se inundaba la superficie seca y finalmente cuando la totalidad estaba empapada, tapó la zanja para que dejara de escurrir el agua.
Hacia fines de Diciembre volvió a abrir el canal y regó lo que ahora eran excelentes brotes verdes y en los primeros días de Febrero cortó y trilló un trigo excepcional.
Aunque la cantidad no era mucha, fue el asombro del resto de la colonia que pasaban por el lugar para admirar la cosecha. Al ver el éxito quisieron repetir la experiencia, pero solo podían hacerlo hacia fines del siguiente invierno, al iniciarse un nuevo ciclo.
En las distintas chacras había estimativamente 1.000 hectáreas de tierra en las condiciones de las de Jenkins y esto cambió el humor de los colonos y con esperanzas renovadas pidieron al gobierno argentino un año más de prueba. Este accedió al pedido y se volvieron a entregar semillas y animales que se trajeron desde la zona de Patagones.
En la primavera siguiente, correspondiente al año 1868, hubo una gran siembra de trigo y cebada en casi todas las chacras y se siguió para ello el método de Jenkins: tirar la semilla, rastrillar la tierra y regar con pequeños canales con agua proveniente del río Chubut. La cosecha fue buena y aunque luego se perdió gran parte porque inmediatamente de haberse recolectado, hubo 10 días de fuertes lluvias y tormentas de viento, el ánimo en la colonia era excelente y veían ahora los galeses un futuro promisorio.
En este año Rachel tuvo otro hijo que falleció a los dos meses de edad y en el mes de Julio ella misma, probablemente por problemas cardíacos, también falleció. Tenía 34 años y su partida provocó pesar en la comunidad del dragón rojo.
Jenkins se casó nuevamente con Margaret Jones, otra inmigrante del Mimosa.
Él se convirtió en un dirigente de la comunidad galesa que fue nominado para integrar la fuerza policial valletana que se constituyó con autorización del gobierno de Buenos Aires. 10 años más tarde, en 1879, uno de los evadidos del Penal chileno de Punta Arenas, lo asesinó durante una refriega cuando intentó cruzar el río en su ruta de escape hacia el norte.

Cipolletti, Septiembre de 2016

sábado, 3 de septiembre de 2016

La gran siete


Basado en publicación de Antonio Nizetich, el 11/9/2016 en página facebook de
 “Historia de la Patagonia”
En 1918 se estableció un record para recorrer en automóvil el camino desde la ciudad de Trelew hasta la de Comodoro Rivadavia. Unas 20 horas aproximadamente, saliendo de Trelew y llegando a Comodoro por el “camino de la costa”.
En ese tiempo no estaba aún la Ruta 3 que pasa por Garayalde y las tierras altas lejanas de la costa del mar y quienes se aventuraran por este camino costero, debían enfrentar una huella sinuosa, marcada en el siglo anterior por los carros que evitaban las abundantes jarillas y alpatacos que poblaban el terreno, con zonas pantanosas y gredosas luego de las lluvias y con otras donde el camino quedaba tapado por la arena fina que bajaba de las dunas cuando el viento soplaba fuerte del oeste. A estos inconvenientes se adicionaba la necesidad de abrir más de 100 tranqueras, para superar los alambrados que delimitaban los campos y potreros por donde pasaba el camino. La ética de la vida en aquellos parajes indicaba además que toda tranquera abierta, era cuidadosamente cerrada una vez que el vehículo había pasado.
Años más tarde estas tranqueras fueron reemplazadas por guardaganados que no requerían de su apertura y por donde el vehículo podía pasar sin disminuir sustancialmente su velocidad. Este avance tecnológico de la infraestructura vial fue una importante facilidad para los usuarios que le permitían acortar, en tiempos de viaje, las largas horas que las rutas patagónicas demandaban. El guardaganado consiste en la apertura de una trinchera de 60 a 80 centímetros de profundidad y aproximadamente de 1 metro de ancho, cruzando el camino de lado a lado y sobre el cual se construye un enrejado de madera o de hierro, que permita el paso del vehículo, pero a su vez impida el de los animales, que no quieren arriesgar sus patas en los espacios entre los tirantes. El guardaganado reemplazaba la porción del alambrado que cruzaba la ruta.
El día 6 de Enero del año 1918 poco después de mediodía, Tomás Owen, Gerente General de la Compañía Mercantil del Chubut, recibió un mensaje por el telégrafo desde Comodoro Rivadavia.
Esta Compañía era una cooperativa de agricultores, principalmente del Valle Inferior del río Chubut, que tenía por objeto el transporte y el comercio de los productos del valle chubutense a Buenos Aires y a Europa y el abastecimiento de las familias y las chacras de los asociados, con elementos de la vida doméstica e insumos de la producción. Tenía la casa central en Trelew y sucursales en Rawson, Gaiman, Trevelin, Comodoro Rivadavia, Puerto Madryn y otras localidades de lo que ahora es la Provincia del Chubut.
En esencia, el mensaje indicaba que para poder cumplir con un importante trámite para la Compañía referido a la posesión de unas tierras en la zona de Tecka, en el oeste del territorio, y para evitar un viaje a Buenos Aires, era necesario entregar documentación a un funcionario de la Dirección Nacional de Tierras, que volvía a la Capital con el barco que salía de Comodoro a media mañana del día 8.
Owen tomó nota y comenzó a imaginar cómo podía aprovechar esta oportunidad. Rápidamente pensó en la inutilidad del servicio de mensajería que unía las dos ciudades más importantes del Territorio del Chubut: Trelew y Comodoro Rivadavia. Pero mientras pensaba en esto, se le ocurrió una idea arriesgada. Mandó a llamar a Henry E. Jones un colaborador de confianza en la Cooperativa.
“Tenés que viajar urgente a Comodoro para llevar estos papeles y presentarlos el día 8, a media mañana” y le mostró un sobre a Jones, cuando este se sentó frente al escritorio de su jefe.
“Imposible - le contestó Jones – la mensajería sale recién mañana y llega a Comodoro el día 9 a la noche. Ud. sabe que  sale de Trelew a la mañana temprano tres veces por semana, hace noche en Cabo Raso, luego vuelve a parar a la noche en Malaspina y llega a Comodoro recién a la tarde del día siguiente”.
“Tengo una idea y quiero saber qué opinas al respecto de ella. Qué te parece ir en la “Gran Siete” con Roberto Saller de conductor y tu de acompañante? Si salen mañana a la madrugada, no podrán estar en Comodoro a la noche tarde?”
“”La Gran Siete” era un automóvil con motor de Ford T que había sido usado con éxito en algunas carreras en la zona; su nombre lo obtenía del número de la chapa patente municipal.  Roberto Saller era norteamericano y empleado de la compañía, piloto de cierta fama y mecánico de prestigio; era el encargado del garaje.
Jones abrió sus ojos con expresión de sorpresa y luego se quedó en silencio sopesando la alternativa. “Hablemos con Roberto y preguntémosle a él”.
Esa tarde prepararon el auto, cargaron dos latas de gasolina y dos de agua, asegurando todo muy bien junto a algo de ropa para los dos viajeros y comida para 24 horas. El norteamericano había aceptado con entusiasmo el reto.
A las 6 menos cuarto de la mañana del día 7 de Enero estaban cruzando el puente sobre el  Chubut y una vez en la orilla sur del río, empezaron a subir el faldeo para alcanzar la primera meseta que se entendía por varios kilómetros. El sol estaba apareciendo y el aire que rozaba las caras del piloto y del acompañante, pues el pequeño parabrisas no permitía ponerlos a reparo completamente, era suave y agradable. El olor de la jarilla penetraba fuerte en las narices de ambos y el espíritu de aventura los invadía y excitaba.
Los primeros 20 o 30 kilómetros fueron relativamente fáciles. Las huellas del camino tenían abundante ripio, lo que ayudaba a que se mantuvieran en buen estado a pesar de las lluvias, que esa primavera no habían sido muchas. Tampoco había demasiadas curvas porque el jarillal era poco denso y había pocas oportunidades para que los carros tuvieran que doblar hacia uno u otro lado con objeto de evitar las plantas que se les interpusieran.

Lo que si fue un inconveniente ya en este tramo y en el resto del viaje, fueron las tranqueras. Jones como ayudante, tenía la misión de abrir y cerrar cada una.   Su entrenamiento como contable de la cooperativa pronto lo impulsó a hacer una estimación del tiempo que se perdía en esta tarea. Supuso que habría que establecer el tiempo que él demoraba desde el momento en que luego de frenarse la marcha del automóvil, saltaba del vehículo y llegaba a la tranquera de alambre, luego el tiempo que demoraba en abrirla y esperar que el vehículo pasara, a continuación sumar el tiempo de cierre y volver hasta donde el Ford T que lo esperaba y finalmente subir y cerrar correctamente la puerta. Era consciente de la importancia, aunque no lo pudo cuantificar, del tiempo insumido en la desaceleración y frenado del vehículo antes de llegar y en la aceleración cuando partiera nuevamente. En total estimaba que cada apertura y cierre suponía en promedio 2 minutos; por lo que por las 100 tranqueras, se podían imputar más de 3 horas del viaje.
Eran pasadas las 7 de la mañana y el camino se ponía cada vez más difícil. Las curvas y contracurvas se intensificaban y era imposible adquirir velocidad. Pero además las tranqueras se seguían sucediendo a un ritmo de uno cada 5 a 6 kilómetros y el terreno, que se tornaba más gredoso mostraba huellones y pozones, producto de las lluvias recientes y los carros que habían transitado en los días anteriores.
Los carros eran de tamaños variados y la mayoría de ellos transportaban hacia la costa “Frutos del País”: cueros, plumas de avestruz y fundamentalmente lana. Hacia el oeste - el interland de cada puerto sobre el atlántico - se transportaban víveres, ropa y enseres domésticos varios. Al transportar lana solían llevar entre 2.000 y 3.000 kilogramos, tirados por asnos, bueyes o caballos. En oportunidades circulaban juntos entre 10 y 20 carros, tirados por 4 o 6 caballos.
Avanzando la mañana en el aire aún calmo, comenzaron a percibir el olor del océano. Cuando superaron la huella que llegaba a Punta Tombo, Jones le preguntó al norteamericano como se sentía “Bien – le contestó con una sonrisa y gritando para que su compañero lo pudiera escuchar – pero tengo hambre” Decidieron comer la primera vianda que habían preparado en Trelew.  Pararon unos minutos el vehículo, comieron carne fría y pan, tomaron abundante agua y ambos orinaron al borde del camino.
A las 8 horas de andar estaban llegando a Cabo Raso. Jones le preguntó a Saller como estaban de nafta. Cuando pararon, Saller colocó la vara medidora en el tanque de combustible y comentó “…con lo que tenemos en las latas y lo que hay en el tanque, podremos llegar a Comodoro. No me parece necesario cargar en el Cabo Raso, no perdamos tiempo”. Jones estuvo de acuerdo y pasaron frente al caserío que bordeaba el mar, como una exhalación.
Poco tiempo después pero todavía en cercanías de la playa, transitaron por una zona de dunas y en donde los fuertes vientos del poniente, arrastraban la arena tapando las huellas del camino. En una curva repentinamente vieron un grupo de martinetas que corrían sobre la arena. Todas levantaron su pesado vuelo, pero una de ellas despegó unos instantes tarde y murió, con un gran despliegue de plumas, contra el radiador del auto. Saller perdió un instante la atención y el vehículo embistió una loma de arena un poco mayor que las demás. El motor se aceleró y las ruedas traseras giraron en el aire. Ambos hombres se bajaron del auto y reconocieron que estaba “colgado”. Con los cuerpos contra el suelo y con la ayuda de una pequeña pala que transportaban, limpiaron de arena el trayecto y pudieron luego empujando colocar el vehículo en una posición en que las cuatro ruedas se apoyaran firmemente en el camino. Saller inspeccionó el radiador y viendo que no hubo daños por el golpe recibido, puso nuevamente el motor en marcha y reanudaron el viaje. Un poco más adelante atropellaron a un zorrino, pero ahora no hubo más inconvenientes que un terrible olor que, dijeron riendo ambos, los acompañaría por el resto del viaje y también por un buen tiempo, cuando el auto estuviera estacionado nuevamente en el taller en Trelew.
Torcieron hacia el oeste y se alejaron del mar, dejando hacia su izquierda a la Bahía Camarones. El terreno era cada vez más alto y esto se notaba en el motor que gastaba más nafta de lo originalmente previsto. “Llegamos a Malaspina?” preguntó Jones. “Si - contestó Saller – pero espero que podamos recargar allí. Si no es así, no llegamos a Comodoro” Era las 5 de la tarde cuando avistaron al pequeño caserío de Malaspina, que no era más que una Comisaría, un Almacén, una Estafeta Postal y dos viviendas de adobe y piedra. Todo en un pequeño valle con un mallín hacia abajo y tres álamos que apuntaban rectos y verdes hacia el cielo.
Le dejaron el auto al hombre que los recibió con la consigna de llenar el tanque de combustible y las latas que estaban atadas a la parte trasera. Aliviados con la noticia,  ambos entraron al Almacén. Jones preguntó si había mate, pues había adquirido la costumbre criolla. Sus padres habían llegado a Madryn en el Mimosa, con la primera ola de inmigrantes y él había nacido en una chacra de Gaiman. Le entregaron un mate con una bombilla y una pava con agua caliente. Saller pidió una taza de té. Comieron nuevamente pan con carne fría, que ahora era de gallina pues antes fue de capón. En 15 minutos estaban listos para volver a la huella.
Esta seguía buscando más altura y pronto llegaron a la Pampa de Salamanca. El camino era mejor allí, pues aunque se mantenía la presencia de gran cantidad de curvas y de tranqueras, que a Jones ya lo tenían a maltraer, el suelo nuevamente estaba bien enripiado y sin mayores irregularidades. En algunos cortos tramos rectos, la velocidad que lograba imprimir Saller al vehículo era notoria.
La luz del día empezó a disminuir cerca de las 10 de la noche y agradecieron estar en verano, pues recién habían pasado 15 días del más largo del año. En esos momentos arribaron a la larguísima bajada del cañadón Ferrays y el terreno comenzó a descender hacia las orillas del océano. Estaban a algo más de 20 kilómetros de la llegada y el día se había transformado, ahora sí, en noche. Afortunadamente una noche clara de luna llena, pues las luces del auto no iluminaban muy bien y hubiera sido una tortura para ojos y nervios, avanzar sin la ayuda del astro nocturno.
Cuando se acercaron a las primeras débiles luces y calles polvorientas de la ciudad de Comodoro Rivadavia, Jones buscó entre su ropa su reloj. “Es la 1 de la mañana con 15 minutos – y torciéndose un poco hacia su compañero de ruta, en el estrecho y no muy cómodo asiente del Ford T, le golpeó la espalda y gritó – lo logramos, carajo”. Luego golpeó el capot del auto “19 horas y 30 minutos; esto no nos han de creer”.
Buscaron el hotel que les habían indicado. Al somnoliento guardia de noche le preguntaron por el Dr. Horacio Martínez Longue, funcionario de la Dirección Nacional de Tierras, próximo a embarcar para Buenos Aires. “Está durmiendo” les contestaron.
Jones pidió una habitación para dos y que los despertaran cuando bajara de su habitación Martínez Longue.
A la mañana telegrafió a Trelew. “Misión cumplida, acabamos de entregar el sobre. Ningún contratiempo.”

Pedro Dobrée    Cipolletti, Agosto de 2016
pedrodobree@gmail.com


jueves, 18 de agosto de 2016

Un guaraní en Malvinas


Parado sobre la punta pedregosa, miraba hacia la otra isla que apenas se adivinaba entre la espesa niebla de la mañana. El frío lo sentía en sus piernas y en su espalda, a la altura de su cintura; apretó el poncho de lana que lo envolvía y dio vuelta para encarar la pendiente hacia la zona donde dejaba de haber piedras y comenzaban los pastizales. Mientras se alejaba de la costa seguía escuchando la llegada suave y rítmica de las olas que se arrastraban sobre la playa.
Se llamaba Pablo Areguatí y había nacido muchas millas al norte de esta isla perdida en el Atlántico, que se rodeada de viento, olas inmensas, lluvia y frío.
Miró hacia las escasas construcciones donde vivía la pequeña dotación que representaba al gobierno de Buenos Aires y recordaba las sombreadas galerías de la casa donde se había criado junto a su madre, sus hermanos y a su padre, Pascual Areguatí, cacique de la zona y Corregidor del pequeño poblado de San Miguel Arcángel, en tierras que hoy son brasileñas. Todo esto antes del principio de la Patria, que aparece treinta años más tarde que el naciera.
Rápidamente toda su familia se identificó con los grupos americanistas y cuando pasa el ejército de Belgrano rumbo a Asunción, el general lo nombró, en noviembre de 1811, comandante de milicias y alcalde de la nueva localidad de Mandisoví, a orillas del río Uruguay.
Llegó a la primera vivienda y abrió la puerta. En el interior de la estancia había poca luz, pues solo una ventana sucia y chica que miraba hacia el este, permitía su ingreso. Una salamandra daba calor y un poco de humo, mientras quemaba con entusiasmo pedazos de “mogote”, que eran trozos de turba secadas previamente al sol. Se sentó en silencio en una silla arrimada a la mesa de la sala y se sacó las botas húmedas, acercando los pies al fuego.
Se sentía triste y agobiado por la soledad y el clima; “esto no es para un indio guaraní” se sabía repetir, arrepentido de haber aceptado el nombramiento de Comandante Militar de la Isla Soledad que le propuso, en Enero de 1824, el Gobernador de Buenos Aires, General Martín Rodríguez.
Desde los primeros tiempos de la Patria se había enrolado en el partido de los porteñistas y combatió largos años contra el general oriental José Gervasio Artigas y sus tropas de Corrientes, al mando de otro indio: Andresito.
Antes fue educado por los jesuitas en las reducciones del norte del litoral y en 1783 fue enviado a Buenos Aires para estudiar en el Real Colegio de San Carlos. El proyecto de vida religiosa que sus mentores le habían propuesto, se frustró cuando decidió volver a su provincia y dedicarse a las actividades comerciales.
Pero nunca se desligó de sus actividades políticas y fue en esta provincia donde mantuvo su lealtad con los hombres con quien convivió en Buenos Aires.
Finalmente un amigo, el capitán retirado Jorge Pacheco y su socio Luis María Vernet, le ofrecieron una aventura comercial criando ovejas en las Islas Malvinas, donde ellos también harían inversiones. Fueron estos los que le sugirieron a Martín Rodríguez el nombramiento de Areguatí como el comandante de las Islas.
Ya hacía 4 meses que estaba en funciones y las cosas no rumbeaban bien. Los caballos que había traído no se adaptaron al terreno húmedo y anegado de las praderas isleñas y el zorro lobo, endémico en la región, había disminuido sustancialmente los rebaños ovinos.
La mañana calma y húmeda se transformó en una tarde fría y ventosa. Decidió ensillar su caballo y recorrer las lomas más cercanas para inspeccionar el estado de las ovejas pastando allí. Al salir se encontró con Jorge Ovando, peón español que se enganchó con su viaje cuando hizo una parada en el puerto de Carmen de Patagones.  “Nos estamos quedando sin veneno patrón; el que usamos paras matar los zorros”
“Habrá que usar solamente las trampas y recorrerlas día por día; difícilmente que tengamos una reposición de lo consumido hasta que no vuelva el clíper de los cazadores de lobos marinos desde el norte” le contestó.
El panorama que encontró más allá de las primeras lomadas cercanas al caserío, no fue alentador. En total contó 10 ovejas con abundante lana y 8 de ellas preñadas, muertas con evidentes signos de haber sido mordidas por los zorros. Se bajó del zaino que montaba y cuereó cuidadosamente la primera que encontró. Al terminar limpió su cuchillo en un manojo de pasto, dobló el cuero con la lana hacia afuera y lo colocó sobre el anca del caballo;  luego encontró a los demás. Resolvió no volver a cuerear y mandar los peones para que al día siguiente hagan esa tarea con cada una de las que encontraran. Los cueros luego serían colocados sobre los alambrados que formaban los pocos corrales que se usaban para trabajar con las ovejas. Suficientes días de sol secarían los cueros para luego poder embalarlos. Los fardos serían enviados con el primer velero que tuviera por destino el puerto de Buenos Aires.
Volvió en la hora en que comenzaba a oscurecer el cielo; cuando le quitó el apero al zaino y lo encerró en una precaria caballeriza, comenzó a caer un granizo de piedra chica y el frío recrudeció. Entró luego a la habitación y reavivó el fuego con dos pedazos de mogote; afuera las gaviotas insistían con su lastimero graznido.
Sentado en un sillón al lado del fuego, imaginó que en sus tierras los brotes de los árboles ya se empezaban a notar y los días soleados se sucedían, anunciando que del invierno habían pasado los más duros.
Esa noche decidió renunciar a su cargo y volver al continente.
Una semana más tarde entró un velero con loberos que venía de las costas del Pacífico. Estuvieron varios días anclados en la bahía para cargar agua y hacer unas reparaciones en el babor de la nave. Desde allí seguían al norte y Jason Bondage, el capitán,  aceptó trasladarlo a Buenos Aires.
Se aseguró que el personal que quedaba tras suyo tuviera provisiones suficientes para subsistir hasta la llegada de Vernet, que lo haría en la primavera, y en la última tarde en las isla Soledad hizo una reunión con todos ellos, anunciando su decisión.
Subió a bordo a la mañana siguiente y mientras miraba desde el puente a las pequeñas casas disminuir con la distancia, no sintió que se arrepintiese de la medida tomada.
Al llegar a Buenos Aireas visitó a Pacheco donde supo que Vernet ya estaba en viaje hacia las islas. Satisfecho con haber anoticiado al amigo primero, pidió audiencia con el Gobernador para entregar su renuncia al cargo.
El nuevo gobernador de Buenos Aires, Juan Gregorio de Las Heras, aceptó su decisión. Pablo Areguatí adquirió un comercio en las afueras de Buenos Aires, sobre el camino a Lujan; allí fue respetado por su laboriosidad y lealtad, tanto por viajeros como por vecinos.
Formó familia y tuvo varios hijos. Años más tarde fue funcionario de la Aduana porteña y la historia de su vida fue disimulándose en la madeja opaca de la burocracia. Su fallecimiento fue un hecho ignorado para todos, con excepción de sus parientes más cercanos.
Cipolletti,  Agosto de 2016        pedrodobree@gmail.com


jueves, 11 de agosto de 2016

Caacupé



Los recuerdos más tempranos de Juana Alarcón están anclados en una casilla de chapa y techo de paja, a unos cien metros de la ruta 11, a la salida de Clorinda, hacia el este. Allí vivía con su madre y su hermano, durmiendo sobre un colchón apoyado en un piso de tierra colorada y comiendo una vez por día. Solo a la noche, cuando su madre volvía de la casa del propietario de un  almacén autoservicio, que le pagaba su trabajo diario con los alimentos que ya no podía vender, por estar estos con la fecha vencida.
Frente a la casilla se extendía una calle mal marcada, con desniveles y charcos de agua sucia, que se llenaban eternamente con la lluvia de la noche anterior. El calor del verano era terrible y no amainaba durante la noche. Y durante no más de veinte días en el invierno, la casilla no abrigaba y el frío era espantoso. Pero los mosquitos estaban siempre, en verano y en invierno, irritando y enfermando a todos.
Recuerda que su madre le había dicho que su padre murió en el Paraguay, en una población que se llamaba Caacupé, donde había nacido ella y su hermanito. No recuerda si le contaron la razón de la muerte de su padre y entonces no lo puede informar. Se vinieron a la Argentina porque los empujaba el hambre y porque le habían ofrecido trabajo y vivienda en Clorinda. El trabajo lo tuvo, pero le pagaban poco y mal, y la vivienda nunca apareció.
Pero esto fue hace años y entonces todo parecía normal; el hambre, el frío en invierno, el terrible calor del resto del año, los mosquitos y la humedad. Esta era la forma de vivir y era este su destino. Cuando cumplió 13 años, apareció una familia que construyó una casilla al lado de la que ocupaban ella, su madre y su hermanito. Venían del interior de la provincia formoseña, de una localidad llamada Las Lomitas, hacia el oeste de Clorinda.
Se hizo muy amiga y confidente de Carina, la hija de los nuevos vecinos. Jugaban juntas, terminaron 7mo. grado en la misma escuela y sabían ir las dos de la mano, a pedir al centro y en los semáforos, para traer comida a sus casas.
Tenían 18 años cuando apareció Osvaldo, un medio hermano de Carina que vivía en el sur del país. Fue a través de él que supieron de Neuquén, del ambiente en los pueblos petroleros y del futuro de quienes decidieran viajar hasta allí y  vivir en un clima totalmente distinto al que las rodeaba. Un clima de viento, de algunos días fríos y otros de sol abrazador, de lluvias escasísimas, de vegetación ausente y de dinero rápido. Fue él quien les contó que podían pensar en 3 o 4 años de sacrificio y luego volver a Formosa y comprarse una casita y vivir “como vivían las señoras”.
Juana y Carina se ilusionaron con la idea y cuando él les anunció que volvía al sur, le propusieron ir con él. Los 3 viajaron en un camión hasta la ciudad de Formosa y luego de esperar varias horas en una estación de servicio de YPF, lograron subir a otro que las llevó hasta la ciudad de Córdoba.
La ciudad grande sorprendió a Juana: la cantidad extraordinaria de personas y de vehículos en las calles, el ruido y los olores en el aire, los edificios altos, los puentes y finalmente la Terminal de Ómnibus - el edificio más inmenso en que había estado en su vida - le produjeron al unísono, sensaciones de admiración y de temor.
Gastaron allí parte del poco dinero que traían en la adquisición de tres billetes en la empresa TUS, para que las llevaran a Neuquén. Compraron un sándwich de milanesa cada uno y los guardaron cuidadosamente en sus maltrechos bolsos para, como Osvaldo les indicara, comerlos a la mañana temprano, cuando amaneciera y faltara poco para llegar a destino.
Se bajaron en la ciudad de Neuquén una media mañana de viento frío, pero buen sol. Ayudándose mutuamente con sus escasos bártulos, caminaron unas 20 cuadras hasta las piezas que Osvaldo alquilaba, en la zona del Barrio San Lorenzo.
Al día siguiente a su llegada, ambas chicas tenían trabajo en un bar. Era un salón poco agraciado, pintado de azul, de techo plano y una puerta de entrada frontal, construido a la vista de la Ruta 22, saliendo de Neuquén para la Cordillera, pasando el aeropuerto y antes de llegar al Municipio de Plottier. El bar, que se llamaba Aladino, abría solo de noche a partir de las 23 y cerraba, vomitando en la vereda a sus últimos clientes borrachos, cuando el sol en verano ya estaba alto.
Juana y Carina trabajaron allí como meseras. Vestidas con remeras ceñidas y polleras cortas y apretadas a sus muslos, recorrían las mesas atendiendo los pedidos de la gente. El encargado del bar, cuando acordaron sus escasos salarios, les argumentó que iban a multiplicar sus ingresos si atendían bien a los clientes y que en ese sentido el bar les hacía un favor, al tenerlas y exponerlas allí.
Pronto aprendieron a aceptar las ofertas de los clientes y acompañarlos a algún hotel barato o hasta la pieza que el hombre alquilaba. Exigían que el traslado se hiciera en taxi y recibían en pago, por unas pocas horas de cariño más la paciencia al escuchar las tristes historias de hombres rudos, sin hogares, sufrientes de las “bocas de pozo” en los campos de explotación petrolera, una cantidad de dinero que superaba holgadamente lo que podían recibir por un mes entero de distribuir vasos, whisky, champán y cervezas, entre los clientes de Aladino.
Una tarde del franco semanal, cuando ambas chicas tomaban sol sentadas en la vereda delante de la piecita en la que vivían, Juana sorprendió a Carina cuando le dijo “voy a cambiar tekove”. “Cómo vas a cambiar de vida. Qué vas a hacer?”
“Conoces al muchacho alto que siempre se sienta en una mesa cerca de la puerta de entrada. Se llama Jaime Guerrero y es correntino. Ya van varias las noches que me voy con él y me ha propuesto que vayamos a vivir juntos” Carina la miraba callada y con los ojos grandes. “No te preocupes – siguió Juana – nos seguiremos viendo, pero no iré más al Aladino; Jaime no quiere. Dice que el gana suficiente para los dos y que yo no tendré que pasar más necesidades. Además – le guiñó un ojo a Carina – es bastante machito”.
Esa noche Carina lloró en su cama, mirando hacia la pared.
Juana informó al encargado del bar que ya no volvía a trabajar y trasladó sus pocas cosas a la casa que Jaime alquilaba. Un dormitorio, una cocina comedor con una ventana grande a la calle y un baño instalado, con ducha y bidet; nunca había estado en una vivienda de esa categoría.
La nueva vida empezó bien: Juana, con la ayuda de una vecina aprendió los rudimentos de la cocina y cuando Jaime llegaba del campo luego de sus turnos de varios días seguidos, se metían rápidamente a la cama. Jaime era operario calificado de la empresa petrolera Total y prestaba servicios con turnos de 6 días, en un campo cercano a Plaza Huincul. Ganaba un buen sueldo y a Juana le daba bastante dinero para comprar alimentos y otros insumos de la casa y además para su ropa interior y algún vestido lindo.
El primer problema de la pareja apareció cuando Juana manifestó querer visitar a Carina. Jaime se molestó y estuvo en silencio durante toda la tarde. Juana  decidió no hablar más de esa cuestión y visitaba su amiga cuando Jaime estaba de turno en el campo.
No había transcurrido todavía un año desde que iniciaron su vida compartida, cuando Juana anunció su embarazo. Creyó que esto alegraría a Jaime, pero lo notó contrariado. El embarazo fue problemático y, sobre todo en los primeros meses la futura madre no se sentía bien y aunque visitaba la “salita hospitalaria” del barrio, no lograba encarrilarse. Había momentos en que le resultaba difícil negarse a los pedidos de Jaime, pero aceptaba para mantener la armonía en la pequeña casita.
Nació la nena y Jaime la registró como Rosa Guerrero, en recuerdo de su  madre. Y a los 5 meses Juana nuevamente estaba embarazada de otra nena. Las protestas de Jaime fueron en aumento y cuando Rosa lloraba, el salía de la casa con un portazo. Para cuando nació Irupé, la situación en la pareja había llegado a un nivel poco sostenible y Juana ofrecía en su cara y en sus brazos, continuas señales de maltrato que intentaba disimular ante las vecinas del barrio.
Con quien era sincera era con Carina, su amiga desde los días en Clorinda y que seguía viendo cuando Jaime estaba en el campo. Carina insistía en que debía denunciarlo ante la Justicia pero Juana se resistía; sin Jaime y a pesar de los golpes, no sabría como vivir ella y las dos nenas. “Pero el Juez dirá que Jaime te tiene que dar plata todos los meses para vos y para tus chicas …” la decía Carina, pero esto no la convencía  “…y si el Juez no lo dice  … o se demora, yo que hago, mientras tanto …y esto lo hará enojar y me pegará más.”
Pero en el otoño del 2005, sucedió algo que hizo decidir a Juana. Una tarde Jaime llegó del campo en el pequeño ómnibus que distribuía a los obreros en sus hogares. Cuando entró a su casa encontró a Juana en la cocina junto a sus pequeñas hijas. “Vení conmigo” le dijo a Juana y la agarró de una muñeca queriéndola llevar hacia el dormitorio.
A Juana le habían explicado en la salita hospitalaria del Barrio algunos conceptos de su sexualidad y sabía que estaba en días fértiles. “No, hoy no podemos” le dijo y logró soltarse de la mano de Jaime. Este, colérico, le cruzó la cara con el puño derecho cerrado e hizo caer al suelo a la mujer. “Puta, yo te voy a enseñar cuando podemos y cuando no podemos” y levantándola de un brazo comenzó a romper su ropa y quitársela frente a las niñas que miraban azoradas. Rosa irrumpió en llanto y pronto la acompañó Irupé.
Juana quedó por tercera vez embarazada y en esta oportunidad por violación.
“No aguanto más, que tengo que hacer?” Carina la miró y contestó “por de pronto venís a vivir conmigo con las gurisas y yo te voy a llevar con gente que te ayudarán”.  Pero antes habían ido a hacer una denuncia policial. En la comisaría las hicieron esperar largo rato y finalmente un suboficial con una vieja máquina de escribir, trasladó al papel lo que Juana contó. Hizo mención al final de la exposición que la denunciante exhibía un acta elaborada por una de las médicas de guardia del Hospital Heller, en donde constaban las hematomas del brazo izquierdo y el impacto causado por algo contundente que había golpeado sobre el ojo y costado derecho de su cara. Producto de una revisación ginecológica, se habían detectado restos de semen.
Durante todo el tiempo que estuvieron frente al hombre de la máquina de escribir, a Carina le pareció que este intentaba matar su aburrimiento de escribiente, mirando el escote y las piernas de Juana, más algunas preguntas que intentaban obtener detalles íntimos de la violación.
A la casa de Carina, Juana y las nenas se fueron mientras Jaime estaba en el campo. Se llevaron su ropa y alimentos: algunas latas de conservas, leche en polvo, varios paquetes de fideos, media docena de huevos, una caja con bolsitas de té y tres bifes de carne de vaca congelados.
Dos días después golpearon fuerte la puerta de Carina. Juana reconoció inmediatamente la voz de Jaime: imploraba que le abrieran. Ambas mujeres se negaron y al rato se fue. Pero una semana más tarde volvió borracho. La encontró a Juana en la vereda y la agarró del cuello antes de que pudiera ella refugiarse en la casa; de no haber sido por unos vecinos que le hicieron señas a una patrulla policial que pasaba por la esquina, las consecuencias hubieran sido mucho más serias que los abundantes moretones en brazos y cara y la costilla rota.
Juana hizo otra denuncia policial y obtuvo el acompañamiento jurídico de una abogada que actuaba en una organización defensora de mujeres que sufrieran violencia de género. Fue Carina la que se había acercado a esta organización que protestaba en la calle, protagonizaba actos políticos y ponía a disposición de victimas, ayuda jurídica.
La Dra. Florencia Gutiérrez  pidió que el Juez declarara la imposibilidad de que Jaime se acercara a menos de 300 metros de Juana y esto fue aceptado. Aunque Jaime no había solicitado ver a sus hijas, el Juez dejó abierta esta posibilidad.  Era casi verano cuando nació Lisandro.
El día en que Jaime quiso hablar con Juana y esta llamó a un policía que casualmente estaba en la esquina de la cuadra, aquel creyó enloquecer. Luego de discutir fuertemente y amenazar con llamar a la patrulla, el agente logró que se retirara. Jaime subió a su auto dando un portazo para cerrarlo y maldiciendo en tonos bajos, aceleró sobre el ripio de la calle y desapareció.
A la tarde siguiente Juana le avisó a Carina que iría a una chacra amiga a traer fruta para las chicas. Volvían caminando por la larga calle rural que los devolvería a la ciudad, cuando frenó un auto detrás de ellos. Juana dejó a Lisandro en brazos de Rosa y le pidió a ella y a Irupé que se alejaran unos metros.
“Asique llevas los chicos cuando visitas los tinglados de las chacras?” le gritó Jaime con la ventanilla baja del auto. Antes que Juana pudiera reaccionar se bajó del vehículo y tomándola del hombro, la tiró al suelo. Rápidamente Jaime con una piedra pesada del costado del camino le pegó en la sien a la mujer.  Juana sintió un gran dolor y luego todo se oscureció. Jaime la levantó, abrió el baúl, la echo adentro y subiendo nuevamente al vehículo, aceleró.
Los tres chicos quedaron llorando a la vera de la calle y en el piso una la bolsa con manzanas  desparramadas junto a un pequeño monedero.
Desde unos metros y desde una casa de chacra, una pareja observó la escena y corrieron hacía el lugar. La mujer abrazó al bebé y le gritó al marido que llamara a la policía con su celular.
Llegó una patrulla a los pocos minutos con dos agentes abordo. Nadie sabía que hacer hasta que el chacarero acertó en abrir el monedero. Allí estaba el documento de Juana que no hacía mucho que había renovado y constaba su domicilio. Todos, los agentes de policía, el matrimonio chacarero y los tres chicos, se trasladaron a la vivienda indicada en el documento.
Fue allí donde se produjo el milagro. Uno de los agentes recordó haber sido llamado por la mujer del lugar, pidiendo su intervención ante los castigos que le estaba propinando su pareja. Recordó también que fue él quien había notificado al hombre de la prohibición de acercamiento que había establecido el juez y por ello, sabía donde vivía.
Mientras tanto Jaime llegó a su casa, pero cuando quiso bajar el cuerpo de Juana del baúl, notó que esta se movía y quejaba. Recogió ahora un ladrillo y con ira le asestó un golpe a la mujer, nuevamente en la cabeza. Juana se desplomó sobre la rueda de auxilio y Jaime con un cable le ató fuertemente las manos y volvió a cerrar la tapa del baúl.
Sentado frente a la mesa de la cocina, con su cabeza sostenida por sus manos, vio que se abría la puerta que daba a la calle y a contraluz advirtió a los dos policías. “Que hiciste con la mujer? preguntó uno de ellos. “La maté - contestó - está en el baúl del auto”.
Uno de los agentes rápidamente salió a la vereda y abrió la tapa para ver el cadáver. Juana volvió a quejarse y movió una pierna. Con buen tino el agente cerró el baúl pidió a gritos la llave del vehículo, lo puso en marcha y fue inmediatamente a la guardia del Hospital Heller.
Juana estuvo dos días en Terapia Intensiva, dos días más en sala común y volvió a su casa en una ambulancia del hospital. Allí Carina estaba cuidando sus hijos y todos se volvieron a reunir con gran alegría.
Juana hoy colabora con la agrupación de mujeres que la supieron ayudar y, cuando la invitan, asiste a reuniones en donde se discuten cuestiones que tienen que ver con lo que ella más sabe: la violencia de género. Su aporte consiste en contar su vida y su visión del bajo mundo en que se mueven los actores de la trata de personas, la prostitución y la pobreza extrema. Trabaja como empleada doméstica en la chacra del matrimonio que presenció la escena de violencia. Los tres chicos asisten a la escuela.

Jaime está recluido en el Penal de Neuquén. Es taciturno, prácticamente no habla y nadie sabe si se ha arrepentido o no, de los tremendos daños que ha cometido.

Extraña muerte


Dice Augusto Ciruzzi en su interesante libro “Los médicos de Colonia Lucinda”, que en Marzo de 1900 se descargaban mercaderías de un carro y que a media mañana los hombres habían  parado un rato para tomar mate.
Aunque Augusto no lo dice, el carro estaba cargado de varios fardos, algunos con cueros de zorro, otros con los de cabras y de ovejas y hasta uno con cueros de puma; todos traídos de la zona de Barda del Medio. Allí, aguas arriba de donde hoy se inicia el canal grande del Alto Valle, había una barraca de acopio de frutos del país. El propietario recibía cueros, plumas de avestruz y lana de oveja y pelo de cabra, comprados a pobladores e indios de las zonas de Catriel, Buta Ranquil, Chos Malal y el sur mendocino. Todo esto luego se vendía en Buenos Aires.
Hasta poco antes, estas mercaderías las enviaba en carros a Bahía Blanca y desde allí a su destino en barco. Pero ahora quiso experimentar con el ferrocarril, que había sido liberado al servicio público en Junio del año anterior y que le ofrecía llevar su carga con rapidez y seguridad desde la punta de rieles al este del río Neuquén a la estación Constitución.
En el carromato que había llegado la tarde anterior, viajaba Juan Oliva, mendocino que vivió unos años en Chos Malal y que luego, peleado con una familia chilena por una cuestión de polleras, se radicó al principio del verano en la Colonia Picaza. Él y dos hombres más, estaban descargando los bultos en la estación del ferrocarril llamada Limay y que luego se llamaría Cipolletti. Frente al cuadro de la estación estaba lo que también luego se llamaría la avenida Fernández Oro, pero que en ese momento no era más que un sendero ancho en la vera norte de las vías y donde se evidenciaba el paso de los carros después de la lluvia. Y más allá unas pocas casas de adobe, algún alambrado y un molino que bombeaba agua para la muy escasa población del lugar.
En una mañana muy agradable, de las que suelen ocurrir al principio del otoño y anticipan un suave día soleado, los hombres habían terminado la descarga y los bultos esperaban la llegada de los vagones. Juan prendió un fuego con ramas secas de los tamariscos vecinos y colocó sobre ella una pequeña  pava negra.  Ya iban tres rondas cuando Juan, que estaba cebando sentado sobre el pescante, emitió un sonido gutural y dejó caer el mate que había querido pasar a uno de sus compañeros. Ante la sorpresa de los hombres, cayó hacia atrás y quedó inmóvil sobre el piso del carro. Uno de ellos se animó a arrodillarse al lado de Juan e intentó tomarle el pulso, comprobando que había fallecido. Con rostros empalidecidos por las circunstancias, ambos abandonaron rápidamente el cadáver y buscaron a un policía.
En esa época no había médico en toda la región y el suboficial que se aproximó al fallecido - que encontró indocumentado - debió certificar la muerte. Luego de dudar respecto a lo que iba a escribir, con letra temblorosa anotó en el formulario que se usaba para las partidas de defunción “Quien dicen se llamaba Juan Oliva, murió de repente tomando mate en arriba de un carro”. Y esto es lo que leyó Augusto Ciruzzi en el Registro Civil de Cipolletti de aquella época.

Cipolletti, Julio 2016                               Pedro Dobrée                    pedrodobree@gmail.com