Cuando estaba en el colegio
secundario de Córdoba, el La Salle, pupilo por 6 años con un titulo al final de
Bachiller - Perito Mercantil, solo volvía a su casa en las vacaciones de verano
que, como ahora, se iniciaban en Diciembre y finalizaban en Marzo del año
siguiente. En las vacaciones de invierno y en algunos fines de semana largos
como los de Semana Santa – en esa época no había tantos como hay ahora - o iba a la estancia de sus abuelos en el
sur de la provincia cordobesa o viajaba a la casa de algunos amigos compañeros
de estudios. Tuvo la oportunidad así de conocer lugares que, para quien solo
conocía la Patagonia, eran un mundo totalmente nuevo. El pueblo de Concarán en San
Luis, la hermosa ciudad de Tucumán y la
histórica Catamarca fueron lugares de nuevas experiencias y en todos pasó días
muy felices que aún hoy recuerda.
Pero ahora estaba por iniciar el
gran viaje del año: era el 11 de Diciembre de 1960 y habían terminado las
clases. A la tarde del día anterior habían llegado, él y su hermana, nerviosos
por la amenazadora presencia de la enorme urbe, a la estación de colectivos de
Retiro, donde se habían bajado de un coche de la empresa Ablo – Gral. Urquiza.
Se habían tranquilizado cuando vieron que los esperaba un amigo de sus padres
que luego de llevarlos a cenar, los hospedó en su departamento de un alto
edificio en el cercano pasaje 3 Sargentos. Esa noche antes de dormir
atormentados por el calor y la humedad, habían visto por primera vez imágenes
en un televisor.
Aunque el día amenazaba con ser
nuevamente de calor, el aire que llegaba desde el río en el aeropuerto era
agradable. Desde la mesa donde desayunaban café con leche y medialunas, pudieron
ver acercarse para embarcar un Douglas
Commercial 3 . El DC3 era un avión de dos motores que movían hélices y podían
transportar aproximadamente 25 pasajeros. No lo sabían en ese momento, pero hoy
puede decirse que el DC3 revolucionó el transporte aéreo de pasajeros en el
mundo y brindó comodidades no experimentadas hasta ese momento. El silencio y
la temperatura interior eran notoriamente razonables, los espacios de pasillos
y entre filas de asientos brindaban aceptable accesibilidad y las instalaciones
para transportar y distribuir entre los pasajeros las bebidas y los alimentos
ofrecidos eran muy funcionales. Por último la velocidad crucero de estos
aparatos y su autonomía de vuelo, había superado a la de sus competidores.
Aerolíneas Argentinas contaba con varios DC3 y con ellos se podía viajar por
todo el país.
El DC3 también tenía sus
defectos: buscar alturas o bajar para aterrizar – sobretodo esto último –
provocaba muy frecuentemente dolores agudos de oídos, al no estar el avión
presurizado; el piso no estaba alfombrado por razones que ahora se
comprenderán: muchos pasajeros sufrían ataques de vómitos y cuando el avión
ascendía el vómito corría desde adelante hacia la popa y cuando descendía,
hacía el trayecto inverso. Era recomendable levantar un poco los pies y evitar
así ensuciarse los zapatos.
Pronto escucharon a los altoparlantes
anunciando la salida del avión de Aerolíneas con destino a Ushuaia, Río
Gallegos, Comodoro Rivadavia y aeropuertos intermedios. Excitados tomaron sacos
y bolsos, se despidieron de su anfitrión e integraron la fila que caminaba por
la pista de aterrizaje para ascender a la nave.
Sentados ya en sus butacas, aceptaron los caramelos masticables que la
bonita azafata les ofrecía para atemperar el dolor de oídos en el despegue.
Después de volar sobre las
turbias aguas del río de La Plata, cruzaron sobre los verdes sembrados de la
pampa bonaerense y aterrizaron, a media mañana, en el aeropuerto de Bahía
Blanca, el que algunos años más tarde fue trasladado a la base aeronaval
Comandante Espora. Pocos minutos estuvieron allí y solo bajaron los pasajeros
con ese destino.
El siguiente aeropuerto fue el de
la ciudad de Trelew, donde bajaron varios pasajeros pero solo permanecieron los
minutos necesarios para descargar
maletas y correspondencia y permitir que nuevos compañeros de viaje se
acomodaran en los asientos vacíos. Antes habían visto, como en un mapa, los
contornos de los golfos de San José y Nuevo y la preciosa Península Valdez
Al levantar vuelo, el capitán de
la nave anunció por altoparlantes el próximo destino: Comodoro Rivadavia.
Volaron sobre Viedma, vieron como el río Negro ingresaba al mar y mantuvieron una
línea que aproximadamente seguía la de la costa patagónica. Pasaron por encima
de San Antonio Oeste y su pequeña pista de aterrizaje bautizado en años
posteriores como Aeropuerto Antoine de Saint -Exupéry . Cuando fue anunciado el
descenso en Comodoro se observaban las nubes de polvo que levantaba el fuerte
viento en la zona de Astra y el violento movimiento del avión al caer en los
clásicos “pozos de aire” que siempre había al entrar y salir en avión de la
gran ciudad petrolera.
Estacionado sobre el asfalto, en
el avión se anunció la permanencia de una hora y media y antes de descender a
cada pasajero se le entregó un comprobante para
cambiar por un almuerzo en el restaurante del aeropuerto. Por primera
vez ambos hermanos almorzaban en un restaurante sin la compañía de adultos.
Pasado el tiempo estipulado,
nuevamente cada uno a su asiento, se colocaron los cinturones de seguridad, la nave despegó y se comenzó a sufrir los
“pozos de aire”. El próximo destino anunciado fue el de Puerto Deseado.
Volaron sobre las casas y los
galpones de Caleta Olivia y pudieron observar los acantilados de la costa, las
playas extensas con la marea baja y las blancas crestas de las olas.
En Deseado la tarde se había
tornado agradable: sol sin nubes, calor y solo una suave brisa.
A mitad del camino entre Puerto
Deseado y San Julián se les acercó una de las azafatas para comunicarles una
invitación del Comandante para entrar a la cabina. Algo extrañados aceptaron y
en unos minutos ella los condujo hasta donde el piloto y el copilote tenían sus
puestos de conducción de la nave. La vista desde allí era extraordinaria: la
estepa plana y amarronada, pero marcada con las manchas oscuras de la “mata
negra” o amarillas del “pasto guanaco”, los cauces secos del deshielo de
primavera, las lagunas grandes y chicas, muchas de ellas con agua todavía del
invierno y los pequeños remolinos de viento y tierra que, producto de la tarde
calurosa, jugando cruzaban la tabla rasa
de la geografía de la zona; cada tanto una mancha verde que permitía adivinar
los álamos y los sauces de algún casco de estancia. La altura de vuelo era
excesiva para visualizar animales: guanacos o ovejas.
Cuando salieron del aeropuerto de
San Julián ya se sintieron en casa: pocos minutos faltaban para llegar a Puerto
Santa Cruz. Ansiosos miraban por la ventanilla y vieron los meandros del río
Chico, la población de Luis Piedrabuena y la isla Pavón del río Santa Cruz;
hacia la izquierda la formación de la ría de su entrada al océano. Ya
carreteando por la pista pudieron ver a su madre, siempre prolijamente vestida
y con un pañuelo atando su cabellera y al padre con su tradicional vestimenta
de botas, bombachas camperas y una gorra de vasco.
Luego de los saludos y el
intercambio de las primeras noticias, para su alegría se enteraron que pasaban
la noche en casa de la abuela en el pueblo y recién al día siguiente irían al
campo, pues el padre debía hacer algunos trámites por la mañana del día
siguiente. Esto significaba que esa noche comerían su plato favorito preparado
por la abuela: guiso de lentejas con salchichas de viena. Y luego, ya en el campo, la madre le
prepararía su otro plato favorito: guiso
de chuletas de capón, con abundante cebollas y curry y “dumplings”, que son
unas pequeñas bolas de masa de harina de trigo, que se cocinan con el vapor del
guiso dentro de la misma olla.
Cipolletti, Febrero de 2016
Pedro Dobrée