jueves, 18 de agosto de 2016

Un guaraní en Malvinas


Parado sobre la punta pedregosa, miraba hacia la otra isla que apenas se adivinaba entre la espesa niebla de la mañana. El frío lo sentía en sus piernas y en su espalda, a la altura de su cintura; apretó el poncho de lana que lo envolvía y dio vuelta para encarar la pendiente hacia la zona donde dejaba de haber piedras y comenzaban los pastizales. Mientras se alejaba de la costa seguía escuchando la llegada suave y rítmica de las olas que se arrastraban sobre la playa.
Se llamaba Pablo Areguatí y había nacido muchas millas al norte de esta isla perdida en el Atlántico, que se rodeada de viento, olas inmensas, lluvia y frío.
Miró hacia las escasas construcciones donde vivía la pequeña dotación que representaba al gobierno de Buenos Aires y recordaba las sombreadas galerías de la casa donde se había criado junto a su madre, sus hermanos y a su padre, Pascual Areguatí, cacique de la zona y Corregidor del pequeño poblado de San Miguel Arcángel, en tierras que hoy son brasileñas. Todo esto antes del principio de la Patria, que aparece treinta años más tarde que el naciera.
Rápidamente toda su familia se identificó con los grupos americanistas y cuando pasa el ejército de Belgrano rumbo a Asunción, el general lo nombró, en noviembre de 1811, comandante de milicias y alcalde de la nueva localidad de Mandisoví, a orillas del río Uruguay.
Llegó a la primera vivienda y abrió la puerta. En el interior de la estancia había poca luz, pues solo una ventana sucia y chica que miraba hacia el este, permitía su ingreso. Una salamandra daba calor y un poco de humo, mientras quemaba con entusiasmo pedazos de “mogote”, que eran trozos de turba secadas previamente al sol. Se sentó en silencio en una silla arrimada a la mesa de la sala y se sacó las botas húmedas, acercando los pies al fuego.
Se sentía triste y agobiado por la soledad y el clima; “esto no es para un indio guaraní” se sabía repetir, arrepentido de haber aceptado el nombramiento de Comandante Militar de la Isla Soledad que le propuso, en Enero de 1824, el Gobernador de Buenos Aires, General Martín Rodríguez.
Desde los primeros tiempos de la Patria se había enrolado en el partido de los porteñistas y combatió largos años contra el general oriental José Gervasio Artigas y sus tropas de Corrientes, al mando de otro indio: Andresito.
Antes fue educado por los jesuitas en las reducciones del norte del litoral y en 1783 fue enviado a Buenos Aires para estudiar en el Real Colegio de San Carlos. El proyecto de vida religiosa que sus mentores le habían propuesto, se frustró cuando decidió volver a su provincia y dedicarse a las actividades comerciales.
Pero nunca se desligó de sus actividades políticas y fue en esta provincia donde mantuvo su lealtad con los hombres con quien convivió en Buenos Aires.
Finalmente un amigo, el capitán retirado Jorge Pacheco y su socio Luis María Vernet, le ofrecieron una aventura comercial criando ovejas en las Islas Malvinas, donde ellos también harían inversiones. Fueron estos los que le sugirieron a Martín Rodríguez el nombramiento de Areguatí como el comandante de las Islas.
Ya hacía 4 meses que estaba en funciones y las cosas no rumbeaban bien. Los caballos que había traído no se adaptaron al terreno húmedo y anegado de las praderas isleñas y el zorro lobo, endémico en la región, había disminuido sustancialmente los rebaños ovinos.
La mañana calma y húmeda se transformó en una tarde fría y ventosa. Decidió ensillar su caballo y recorrer las lomas más cercanas para inspeccionar el estado de las ovejas pastando allí. Al salir se encontró con Jorge Ovando, peón español que se enganchó con su viaje cuando hizo una parada en el puerto de Carmen de Patagones.  “Nos estamos quedando sin veneno patrón; el que usamos paras matar los zorros”
“Habrá que usar solamente las trampas y recorrerlas día por día; difícilmente que tengamos una reposición de lo consumido hasta que no vuelva el clíper de los cazadores de lobos marinos desde el norte” le contestó.
El panorama que encontró más allá de las primeras lomadas cercanas al caserío, no fue alentador. En total contó 10 ovejas con abundante lana y 8 de ellas preñadas, muertas con evidentes signos de haber sido mordidas por los zorros. Se bajó del zaino que montaba y cuereó cuidadosamente la primera que encontró. Al terminar limpió su cuchillo en un manojo de pasto, dobló el cuero con la lana hacia afuera y lo colocó sobre el anca del caballo;  luego encontró a los demás. Resolvió no volver a cuerear y mandar los peones para que al día siguiente hagan esa tarea con cada una de las que encontraran. Los cueros luego serían colocados sobre los alambrados que formaban los pocos corrales que se usaban para trabajar con las ovejas. Suficientes días de sol secarían los cueros para luego poder embalarlos. Los fardos serían enviados con el primer velero que tuviera por destino el puerto de Buenos Aires.
Volvió en la hora en que comenzaba a oscurecer el cielo; cuando le quitó el apero al zaino y lo encerró en una precaria caballeriza, comenzó a caer un granizo de piedra chica y el frío recrudeció. Entró luego a la habitación y reavivó el fuego con dos pedazos de mogote; afuera las gaviotas insistían con su lastimero graznido.
Sentado en un sillón al lado del fuego, imaginó que en sus tierras los brotes de los árboles ya se empezaban a notar y los días soleados se sucedían, anunciando que del invierno habían pasado los más duros.
Esa noche decidió renunciar a su cargo y volver al continente.
Una semana más tarde entró un velero con loberos que venía de las costas del Pacífico. Estuvieron varios días anclados en la bahía para cargar agua y hacer unas reparaciones en el babor de la nave. Desde allí seguían al norte y Jason Bondage, el capitán,  aceptó trasladarlo a Buenos Aires.
Se aseguró que el personal que quedaba tras suyo tuviera provisiones suficientes para subsistir hasta la llegada de Vernet, que lo haría en la primavera, y en la última tarde en las isla Soledad hizo una reunión con todos ellos, anunciando su decisión.
Subió a bordo a la mañana siguiente y mientras miraba desde el puente a las pequeñas casas disminuir con la distancia, no sintió que se arrepintiese de la medida tomada.
Al llegar a Buenos Aireas visitó a Pacheco donde supo que Vernet ya estaba en viaje hacia las islas. Satisfecho con haber anoticiado al amigo primero, pidió audiencia con el Gobernador para entregar su renuncia al cargo.
El nuevo gobernador de Buenos Aires, Juan Gregorio de Las Heras, aceptó su decisión. Pablo Areguatí adquirió un comercio en las afueras de Buenos Aires, sobre el camino a Lujan; allí fue respetado por su laboriosidad y lealtad, tanto por viajeros como por vecinos.
Formó familia y tuvo varios hijos. Años más tarde fue funcionario de la Aduana porteña y la historia de su vida fue disimulándose en la madeja opaca de la burocracia. Su fallecimiento fue un hecho ignorado para todos, con excepción de sus parientes más cercanos.
Cipolletti,  Agosto de 2016        pedrodobree@gmail.com


jueves, 11 de agosto de 2016

Caacupé



Los recuerdos más tempranos de Juana Alarcón están anclados en una casilla de chapa y techo de paja, a unos cien metros de la ruta 11, a la salida de Clorinda, hacia el este. Allí vivía con su madre y su hermano, durmiendo sobre un colchón apoyado en un piso de tierra colorada y comiendo una vez por día. Solo a la noche, cuando su madre volvía de la casa del propietario de un  almacén autoservicio, que le pagaba su trabajo diario con los alimentos que ya no podía vender, por estar estos con la fecha vencida.
Frente a la casilla se extendía una calle mal marcada, con desniveles y charcos de agua sucia, que se llenaban eternamente con la lluvia de la noche anterior. El calor del verano era terrible y no amainaba durante la noche. Y durante no más de veinte días en el invierno, la casilla no abrigaba y el frío era espantoso. Pero los mosquitos estaban siempre, en verano y en invierno, irritando y enfermando a todos.
Recuerda que su madre le había dicho que su padre murió en el Paraguay, en una población que se llamaba Caacupé, donde había nacido ella y su hermanito. No recuerda si le contaron la razón de la muerte de su padre y entonces no lo puede informar. Se vinieron a la Argentina porque los empujaba el hambre y porque le habían ofrecido trabajo y vivienda en Clorinda. El trabajo lo tuvo, pero le pagaban poco y mal, y la vivienda nunca apareció.
Pero esto fue hace años y entonces todo parecía normal; el hambre, el frío en invierno, el terrible calor del resto del año, los mosquitos y la humedad. Esta era la forma de vivir y era este su destino. Cuando cumplió 13 años, apareció una familia que construyó una casilla al lado de la que ocupaban ella, su madre y su hermanito. Venían del interior de la provincia formoseña, de una localidad llamada Las Lomitas, hacia el oeste de Clorinda.
Se hizo muy amiga y confidente de Carina, la hija de los nuevos vecinos. Jugaban juntas, terminaron 7mo. grado en la misma escuela y sabían ir las dos de la mano, a pedir al centro y en los semáforos, para traer comida a sus casas.
Tenían 18 años cuando apareció Osvaldo, un medio hermano de Carina que vivía en el sur del país. Fue a través de él que supieron de Neuquén, del ambiente en los pueblos petroleros y del futuro de quienes decidieran viajar hasta allí y  vivir en un clima totalmente distinto al que las rodeaba. Un clima de viento, de algunos días fríos y otros de sol abrazador, de lluvias escasísimas, de vegetación ausente y de dinero rápido. Fue él quien les contó que podían pensar en 3 o 4 años de sacrificio y luego volver a Formosa y comprarse una casita y vivir “como vivían las señoras”.
Juana y Carina se ilusionaron con la idea y cuando él les anunció que volvía al sur, le propusieron ir con él. Los 3 viajaron en un camión hasta la ciudad de Formosa y luego de esperar varias horas en una estación de servicio de YPF, lograron subir a otro que las llevó hasta la ciudad de Córdoba.
La ciudad grande sorprendió a Juana: la cantidad extraordinaria de personas y de vehículos en las calles, el ruido y los olores en el aire, los edificios altos, los puentes y finalmente la Terminal de Ómnibus - el edificio más inmenso en que había estado en su vida - le produjeron al unísono, sensaciones de admiración y de temor.
Gastaron allí parte del poco dinero que traían en la adquisición de tres billetes en la empresa TUS, para que las llevaran a Neuquén. Compraron un sándwich de milanesa cada uno y los guardaron cuidadosamente en sus maltrechos bolsos para, como Osvaldo les indicara, comerlos a la mañana temprano, cuando amaneciera y faltara poco para llegar a destino.
Se bajaron en la ciudad de Neuquén una media mañana de viento frío, pero buen sol. Ayudándose mutuamente con sus escasos bártulos, caminaron unas 20 cuadras hasta las piezas que Osvaldo alquilaba, en la zona del Barrio San Lorenzo.
Al día siguiente a su llegada, ambas chicas tenían trabajo en un bar. Era un salón poco agraciado, pintado de azul, de techo plano y una puerta de entrada frontal, construido a la vista de la Ruta 22, saliendo de Neuquén para la Cordillera, pasando el aeropuerto y antes de llegar al Municipio de Plottier. El bar, que se llamaba Aladino, abría solo de noche a partir de las 23 y cerraba, vomitando en la vereda a sus últimos clientes borrachos, cuando el sol en verano ya estaba alto.
Juana y Carina trabajaron allí como meseras. Vestidas con remeras ceñidas y polleras cortas y apretadas a sus muslos, recorrían las mesas atendiendo los pedidos de la gente. El encargado del bar, cuando acordaron sus escasos salarios, les argumentó que iban a multiplicar sus ingresos si atendían bien a los clientes y que en ese sentido el bar les hacía un favor, al tenerlas y exponerlas allí.
Pronto aprendieron a aceptar las ofertas de los clientes y acompañarlos a algún hotel barato o hasta la pieza que el hombre alquilaba. Exigían que el traslado se hiciera en taxi y recibían en pago, por unas pocas horas de cariño más la paciencia al escuchar las tristes historias de hombres rudos, sin hogares, sufrientes de las “bocas de pozo” en los campos de explotación petrolera, una cantidad de dinero que superaba holgadamente lo que podían recibir por un mes entero de distribuir vasos, whisky, champán y cervezas, entre los clientes de Aladino.
Una tarde del franco semanal, cuando ambas chicas tomaban sol sentadas en la vereda delante de la piecita en la que vivían, Juana sorprendió a Carina cuando le dijo “voy a cambiar tekove”. “Cómo vas a cambiar de vida. Qué vas a hacer?”
“Conoces al muchacho alto que siempre se sienta en una mesa cerca de la puerta de entrada. Se llama Jaime Guerrero y es correntino. Ya van varias las noches que me voy con él y me ha propuesto que vayamos a vivir juntos” Carina la miraba callada y con los ojos grandes. “No te preocupes – siguió Juana – nos seguiremos viendo, pero no iré más al Aladino; Jaime no quiere. Dice que el gana suficiente para los dos y que yo no tendré que pasar más necesidades. Además – le guiñó un ojo a Carina – es bastante machito”.
Esa noche Carina lloró en su cama, mirando hacia la pared.
Juana informó al encargado del bar que ya no volvía a trabajar y trasladó sus pocas cosas a la casa que Jaime alquilaba. Un dormitorio, una cocina comedor con una ventana grande a la calle y un baño instalado, con ducha y bidet; nunca había estado en una vivienda de esa categoría.
La nueva vida empezó bien: Juana, con la ayuda de una vecina aprendió los rudimentos de la cocina y cuando Jaime llegaba del campo luego de sus turnos de varios días seguidos, se metían rápidamente a la cama. Jaime era operario calificado de la empresa petrolera Total y prestaba servicios con turnos de 6 días, en un campo cercano a Plaza Huincul. Ganaba un buen sueldo y a Juana le daba bastante dinero para comprar alimentos y otros insumos de la casa y además para su ropa interior y algún vestido lindo.
El primer problema de la pareja apareció cuando Juana manifestó querer visitar a Carina. Jaime se molestó y estuvo en silencio durante toda la tarde. Juana  decidió no hablar más de esa cuestión y visitaba su amiga cuando Jaime estaba de turno en el campo.
No había transcurrido todavía un año desde que iniciaron su vida compartida, cuando Juana anunció su embarazo. Creyó que esto alegraría a Jaime, pero lo notó contrariado. El embarazo fue problemático y, sobre todo en los primeros meses la futura madre no se sentía bien y aunque visitaba la “salita hospitalaria” del barrio, no lograba encarrilarse. Había momentos en que le resultaba difícil negarse a los pedidos de Jaime, pero aceptaba para mantener la armonía en la pequeña casita.
Nació la nena y Jaime la registró como Rosa Guerrero, en recuerdo de su  madre. Y a los 5 meses Juana nuevamente estaba embarazada de otra nena. Las protestas de Jaime fueron en aumento y cuando Rosa lloraba, el salía de la casa con un portazo. Para cuando nació Irupé, la situación en la pareja había llegado a un nivel poco sostenible y Juana ofrecía en su cara y en sus brazos, continuas señales de maltrato que intentaba disimular ante las vecinas del barrio.
Con quien era sincera era con Carina, su amiga desde los días en Clorinda y que seguía viendo cuando Jaime estaba en el campo. Carina insistía en que debía denunciarlo ante la Justicia pero Juana se resistía; sin Jaime y a pesar de los golpes, no sabría como vivir ella y las dos nenas. “Pero el Juez dirá que Jaime te tiene que dar plata todos los meses para vos y para tus chicas …” la decía Carina, pero esto no la convencía  “…y si el Juez no lo dice  … o se demora, yo que hago, mientras tanto …y esto lo hará enojar y me pegará más.”
Pero en el otoño del 2005, sucedió algo que hizo decidir a Juana. Una tarde Jaime llegó del campo en el pequeño ómnibus que distribuía a los obreros en sus hogares. Cuando entró a su casa encontró a Juana en la cocina junto a sus pequeñas hijas. “Vení conmigo” le dijo a Juana y la agarró de una muñeca queriéndola llevar hacia el dormitorio.
A Juana le habían explicado en la salita hospitalaria del Barrio algunos conceptos de su sexualidad y sabía que estaba en días fértiles. “No, hoy no podemos” le dijo y logró soltarse de la mano de Jaime. Este, colérico, le cruzó la cara con el puño derecho cerrado e hizo caer al suelo a la mujer. “Puta, yo te voy a enseñar cuando podemos y cuando no podemos” y levantándola de un brazo comenzó a romper su ropa y quitársela frente a las niñas que miraban azoradas. Rosa irrumpió en llanto y pronto la acompañó Irupé.
Juana quedó por tercera vez embarazada y en esta oportunidad por violación.
“No aguanto más, que tengo que hacer?” Carina la miró y contestó “por de pronto venís a vivir conmigo con las gurisas y yo te voy a llevar con gente que te ayudarán”.  Pero antes habían ido a hacer una denuncia policial. En la comisaría las hicieron esperar largo rato y finalmente un suboficial con una vieja máquina de escribir, trasladó al papel lo que Juana contó. Hizo mención al final de la exposición que la denunciante exhibía un acta elaborada por una de las médicas de guardia del Hospital Heller, en donde constaban las hematomas del brazo izquierdo y el impacto causado por algo contundente que había golpeado sobre el ojo y costado derecho de su cara. Producto de una revisación ginecológica, se habían detectado restos de semen.
Durante todo el tiempo que estuvieron frente al hombre de la máquina de escribir, a Carina le pareció que este intentaba matar su aburrimiento de escribiente, mirando el escote y las piernas de Juana, más algunas preguntas que intentaban obtener detalles íntimos de la violación.
A la casa de Carina, Juana y las nenas se fueron mientras Jaime estaba en el campo. Se llevaron su ropa y alimentos: algunas latas de conservas, leche en polvo, varios paquetes de fideos, media docena de huevos, una caja con bolsitas de té y tres bifes de carne de vaca congelados.
Dos días después golpearon fuerte la puerta de Carina. Juana reconoció inmediatamente la voz de Jaime: imploraba que le abrieran. Ambas mujeres se negaron y al rato se fue. Pero una semana más tarde volvió borracho. La encontró a Juana en la vereda y la agarró del cuello antes de que pudiera ella refugiarse en la casa; de no haber sido por unos vecinos que le hicieron señas a una patrulla policial que pasaba por la esquina, las consecuencias hubieran sido mucho más serias que los abundantes moretones en brazos y cara y la costilla rota.
Juana hizo otra denuncia policial y obtuvo el acompañamiento jurídico de una abogada que actuaba en una organización defensora de mujeres que sufrieran violencia de género. Fue Carina la que se había acercado a esta organización que protestaba en la calle, protagonizaba actos políticos y ponía a disposición de victimas, ayuda jurídica.
La Dra. Florencia Gutiérrez  pidió que el Juez declarara la imposibilidad de que Jaime se acercara a menos de 300 metros de Juana y esto fue aceptado. Aunque Jaime no había solicitado ver a sus hijas, el Juez dejó abierta esta posibilidad.  Era casi verano cuando nació Lisandro.
El día en que Jaime quiso hablar con Juana y esta llamó a un policía que casualmente estaba en la esquina de la cuadra, aquel creyó enloquecer. Luego de discutir fuertemente y amenazar con llamar a la patrulla, el agente logró que se retirara. Jaime subió a su auto dando un portazo para cerrarlo y maldiciendo en tonos bajos, aceleró sobre el ripio de la calle y desapareció.
A la tarde siguiente Juana le avisó a Carina que iría a una chacra amiga a traer fruta para las chicas. Volvían caminando por la larga calle rural que los devolvería a la ciudad, cuando frenó un auto detrás de ellos. Juana dejó a Lisandro en brazos de Rosa y le pidió a ella y a Irupé que se alejaran unos metros.
“Asique llevas los chicos cuando visitas los tinglados de las chacras?” le gritó Jaime con la ventanilla baja del auto. Antes que Juana pudiera reaccionar se bajó del vehículo y tomándola del hombro, la tiró al suelo. Rápidamente Jaime con una piedra pesada del costado del camino le pegó en la sien a la mujer.  Juana sintió un gran dolor y luego todo se oscureció. Jaime la levantó, abrió el baúl, la echo adentro y subiendo nuevamente al vehículo, aceleró.
Los tres chicos quedaron llorando a la vera de la calle y en el piso una la bolsa con manzanas  desparramadas junto a un pequeño monedero.
Desde unos metros y desde una casa de chacra, una pareja observó la escena y corrieron hacía el lugar. La mujer abrazó al bebé y le gritó al marido que llamara a la policía con su celular.
Llegó una patrulla a los pocos minutos con dos agentes abordo. Nadie sabía que hacer hasta que el chacarero acertó en abrir el monedero. Allí estaba el documento de Juana que no hacía mucho que había renovado y constaba su domicilio. Todos, los agentes de policía, el matrimonio chacarero y los tres chicos, se trasladaron a la vivienda indicada en el documento.
Fue allí donde se produjo el milagro. Uno de los agentes recordó haber sido llamado por la mujer del lugar, pidiendo su intervención ante los castigos que le estaba propinando su pareja. Recordó también que fue él quien había notificado al hombre de la prohibición de acercamiento que había establecido el juez y por ello, sabía donde vivía.
Mientras tanto Jaime llegó a su casa, pero cuando quiso bajar el cuerpo de Juana del baúl, notó que esta se movía y quejaba. Recogió ahora un ladrillo y con ira le asestó un golpe a la mujer, nuevamente en la cabeza. Juana se desplomó sobre la rueda de auxilio y Jaime con un cable le ató fuertemente las manos y volvió a cerrar la tapa del baúl.
Sentado frente a la mesa de la cocina, con su cabeza sostenida por sus manos, vio que se abría la puerta que daba a la calle y a contraluz advirtió a los dos policías. “Que hiciste con la mujer? preguntó uno de ellos. “La maté - contestó - está en el baúl del auto”.
Uno de los agentes rápidamente salió a la vereda y abrió la tapa para ver el cadáver. Juana volvió a quejarse y movió una pierna. Con buen tino el agente cerró el baúl pidió a gritos la llave del vehículo, lo puso en marcha y fue inmediatamente a la guardia del Hospital Heller.
Juana estuvo dos días en Terapia Intensiva, dos días más en sala común y volvió a su casa en una ambulancia del hospital. Allí Carina estaba cuidando sus hijos y todos se volvieron a reunir con gran alegría.
Juana hoy colabora con la agrupación de mujeres que la supieron ayudar y, cuando la invitan, asiste a reuniones en donde se discuten cuestiones que tienen que ver con lo que ella más sabe: la violencia de género. Su aporte consiste en contar su vida y su visión del bajo mundo en que se mueven los actores de la trata de personas, la prostitución y la pobreza extrema. Trabaja como empleada doméstica en la chacra del matrimonio que presenció la escena de violencia. Los tres chicos asisten a la escuela.

Jaime está recluido en el Penal de Neuquén. Es taciturno, prácticamente no habla y nadie sabe si se ha arrepentido o no, de los tremendos daños que ha cometido.

Extraña muerte


Dice Augusto Ciruzzi en su interesante libro “Los médicos de Colonia Lucinda”, que en Marzo de 1900 se descargaban mercaderías de un carro y que a media mañana los hombres habían  parado un rato para tomar mate.
Aunque Augusto no lo dice, el carro estaba cargado de varios fardos, algunos con cueros de zorro, otros con los de cabras y de ovejas y hasta uno con cueros de puma; todos traídos de la zona de Barda del Medio. Allí, aguas arriba de donde hoy se inicia el canal grande del Alto Valle, había una barraca de acopio de frutos del país. El propietario recibía cueros, plumas de avestruz y lana de oveja y pelo de cabra, comprados a pobladores e indios de las zonas de Catriel, Buta Ranquil, Chos Malal y el sur mendocino. Todo esto luego se vendía en Buenos Aires.
Hasta poco antes, estas mercaderías las enviaba en carros a Bahía Blanca y desde allí a su destino en barco. Pero ahora quiso experimentar con el ferrocarril, que había sido liberado al servicio público en Junio del año anterior y que le ofrecía llevar su carga con rapidez y seguridad desde la punta de rieles al este del río Neuquén a la estación Constitución.
En el carromato que había llegado la tarde anterior, viajaba Juan Oliva, mendocino que vivió unos años en Chos Malal y que luego, peleado con una familia chilena por una cuestión de polleras, se radicó al principio del verano en la Colonia Picaza. Él y dos hombres más, estaban descargando los bultos en la estación del ferrocarril llamada Limay y que luego se llamaría Cipolletti. Frente al cuadro de la estación estaba lo que también luego se llamaría la avenida Fernández Oro, pero que en ese momento no era más que un sendero ancho en la vera norte de las vías y donde se evidenciaba el paso de los carros después de la lluvia. Y más allá unas pocas casas de adobe, algún alambrado y un molino que bombeaba agua para la muy escasa población del lugar.
En una mañana muy agradable, de las que suelen ocurrir al principio del otoño y anticipan un suave día soleado, los hombres habían terminado la descarga y los bultos esperaban la llegada de los vagones. Juan prendió un fuego con ramas secas de los tamariscos vecinos y colocó sobre ella una pequeña  pava negra.  Ya iban tres rondas cuando Juan, que estaba cebando sentado sobre el pescante, emitió un sonido gutural y dejó caer el mate que había querido pasar a uno de sus compañeros. Ante la sorpresa de los hombres, cayó hacia atrás y quedó inmóvil sobre el piso del carro. Uno de ellos se animó a arrodillarse al lado de Juan e intentó tomarle el pulso, comprobando que había fallecido. Con rostros empalidecidos por las circunstancias, ambos abandonaron rápidamente el cadáver y buscaron a un policía.
En esa época no había médico en toda la región y el suboficial que se aproximó al fallecido - que encontró indocumentado - debió certificar la muerte. Luego de dudar respecto a lo que iba a escribir, con letra temblorosa anotó en el formulario que se usaba para las partidas de defunción “Quien dicen se llamaba Juan Oliva, murió de repente tomando mate en arriba de un carro”. Y esto es lo que leyó Augusto Ciruzzi en el Registro Civil de Cipolletti de aquella época.

Cipolletti, Julio 2016                               Pedro Dobrée                    pedrodobree@gmail.com