Los recuerdos más tempranos de Juana Alarcón están anclados
en una casilla de chapa y techo de paja, a unos cien metros de la ruta 11, a la
salida de Clorinda, hacia el este. Allí vivía con su madre y su hermano,
durmiendo sobre un colchón apoyado en un piso de tierra colorada y comiendo una
vez por día. Solo a la noche, cuando su madre volvía de la casa del propietario
de un almacén autoservicio, que le
pagaba su trabajo diario con los alimentos que ya no podía vender, por estar
estos con la fecha vencida.
Frente a la casilla se extendía una calle mal marcada, con
desniveles y charcos de agua sucia, que se llenaban eternamente con la lluvia
de la noche anterior. El calor del verano era terrible y no amainaba durante la
noche. Y durante no más de veinte días en el invierno, la casilla no abrigaba y
el frío era espantoso. Pero los mosquitos estaban siempre, en verano y en
invierno, irritando y enfermando a todos.
Recuerda que su madre le había dicho que su padre murió en el
Paraguay, en una población que se llamaba Caacupé, donde había nacido ella y su
hermanito. No recuerda si le contaron la razón de la muerte de su padre y
entonces no lo puede informar. Se vinieron a la Argentina porque los empujaba
el hambre y porque le habían ofrecido trabajo y vivienda en Clorinda. El
trabajo lo tuvo, pero le pagaban poco y mal, y la vivienda nunca apareció.
Pero esto fue hace años y entonces todo parecía normal; el
hambre, el frío en invierno, el terrible calor del resto del año, los mosquitos
y la humedad. Esta era la forma de vivir y era este su destino. Cuando cumplió
13 años, apareció una familia que construyó una casilla al lado de la que
ocupaban ella, su madre y su hermanito. Venían del interior de la provincia formoseña,
de una localidad llamada Las Lomitas, hacia el oeste de Clorinda.
Se hizo muy amiga y confidente de Carina, la hija de los
nuevos vecinos. Jugaban juntas, terminaron 7mo. grado en la misma escuela y
sabían ir las dos de la mano, a pedir al centro y en los semáforos, para traer
comida a sus casas.
Tenían 18 años cuando apareció Osvaldo, un medio hermano de
Carina que vivía en el sur del país. Fue a través de él que supieron de Neuquén,
del ambiente en los pueblos petroleros y del futuro de quienes decidieran
viajar hasta allí y vivir en un clima
totalmente distinto al que las rodeaba. Un clima de viento, de algunos días
fríos y otros de sol abrazador, de lluvias escasísimas, de vegetación ausente y
de dinero rápido. Fue él quien les contó que podían pensar en 3 o 4 años de
sacrificio y luego volver a Formosa y comprarse una casita y vivir “como vivían
las señoras”.
Juana y Carina se ilusionaron con la idea y cuando él les
anunció que volvía al sur, le propusieron ir con él. Los 3 viajaron en un
camión hasta la ciudad de Formosa y luego de esperar varias horas en una
estación de servicio de YPF, lograron subir a otro que las llevó hasta la
ciudad de Córdoba.
La ciudad grande sorprendió a Juana: la cantidad
extraordinaria de personas y de vehículos en las calles, el ruido y los olores
en el aire, los edificios altos, los puentes y finalmente la Terminal de
Ómnibus - el edificio más inmenso en que había estado en su vida - le
produjeron al unísono, sensaciones de admiración y de temor.
Gastaron
allí parte del poco dinero que traían en la adquisición de tres billetes en la
empresa TUS, para que las llevaran a Neuquén. Compraron un sándwich de milanesa
cada uno y los guardaron cuidadosamente en sus maltrechos bolsos para, como
Osvaldo les indicara, comerlos a la mañana temprano, cuando amaneciera y
faltara poco para llegar a destino.
Se bajaron
en la ciudad de Neuquén una media mañana de viento frío, pero buen sol. Ayudándose
mutuamente con sus escasos bártulos, caminaron unas 20 cuadras hasta las piezas
que Osvaldo alquilaba, en la zona del Barrio San Lorenzo.
Al día siguiente a su llegada, ambas chicas tenían trabajo en
un bar. Era un salón poco agraciado, pintado de azul, de techo plano y una
puerta de entrada frontal, construido a la vista de la Ruta 22, saliendo de
Neuquén para la Cordillera, pasando el aeropuerto y antes de llegar al
Municipio de Plottier. El bar, que se llamaba Aladino, abría solo de noche a
partir de las 23 y cerraba, vomitando en la vereda a sus últimos clientes
borrachos, cuando el sol en verano ya estaba alto.
Juana y Carina trabajaron allí como meseras. Vestidas con
remeras ceñidas y polleras cortas y apretadas a sus muslos, recorrían las mesas
atendiendo los pedidos de la gente. El encargado del bar, cuando acordaron sus
escasos salarios, les argumentó que iban a multiplicar sus ingresos si atendían
bien a los clientes y que en ese sentido el bar les hacía un favor, al tenerlas
y exponerlas allí.
Pronto aprendieron a aceptar las ofertas de los clientes y
acompañarlos a algún hotel barato o hasta la pieza que el hombre alquilaba.
Exigían que el traslado se hiciera en taxi y recibían en pago, por unas pocas
horas de cariño más la paciencia al escuchar las tristes historias de hombres rudos,
sin hogares, sufrientes de las “bocas de pozo” en los campos de explotación
petrolera, una cantidad de dinero que superaba holgadamente lo que podían
recibir por un mes entero de distribuir vasos, whisky, champán y cervezas,
entre los clientes de Aladino.
Una tarde del franco semanal, cuando ambas chicas tomaban sol
sentadas en la vereda delante de la piecita en la que vivían, Juana sorprendió
a Carina cuando le dijo “voy a cambiar tekove”. “Cómo vas a cambiar de vida.
Qué vas a hacer?”
“Conoces al muchacho
alto que siempre se sienta en una mesa cerca de la puerta de entrada. Se llama
Jaime Guerrero y es correntino. Ya van varias las noches que me voy con él y me
ha propuesto que vayamos a vivir juntos” Carina la miraba callada y con los
ojos grandes. “No te preocupes – siguió Juana – nos seguiremos viendo, pero no
iré más al Aladino; Jaime no quiere. Dice que el gana suficiente para los dos y
que yo no tendré que pasar más necesidades. Además – le guiñó un ojo a Carina –
es bastante machito”.
Esa noche
Carina lloró en su cama, mirando hacia la pared.
Juana
informó al encargado del bar que ya no volvía a trabajar y trasladó sus pocas
cosas a la casa que Jaime alquilaba. Un dormitorio, una cocina comedor con una
ventana grande a la calle y un baño instalado, con ducha y bidet; nunca había
estado en una vivienda de esa categoría.
La nueva
vida empezó bien: Juana, con la ayuda de una vecina aprendió los rudimentos de
la cocina y cuando Jaime llegaba del campo luego de sus turnos de varios días
seguidos, se metían rápidamente a la cama. Jaime era operario calificado de la
empresa petrolera Total y prestaba servicios con turnos de 6 días, en un campo
cercano a Plaza Huincul. Ganaba un buen sueldo y a Juana le daba bastante
dinero para comprar alimentos y otros insumos de la casa y además para su ropa
interior y algún vestido lindo.
El primer problema de la pareja apareció cuando Juana
manifestó querer visitar a Carina. Jaime se molestó y estuvo en silencio
durante toda la tarde. Juana decidió no
hablar más de esa cuestión y visitaba su amiga cuando Jaime estaba de turno en
el campo.
No había transcurrido todavía un año desde que iniciaron su
vida compartida, cuando Juana anunció su embarazo. Creyó que esto alegraría a
Jaime, pero lo notó contrariado. El embarazo fue problemático y, sobre todo en
los primeros meses la futura madre no se sentía bien y aunque visitaba la
“salita hospitalaria” del barrio, no lograba encarrilarse. Había momentos en
que le resultaba difícil negarse a los pedidos de Jaime, pero aceptaba para
mantener la armonía en la pequeña casita.
Nació la nena y Jaime la registró como Rosa Guerrero, en
recuerdo de su madre. Y a los 5 meses
Juana nuevamente estaba embarazada de otra nena. Las protestas de Jaime fueron
en aumento y cuando Rosa lloraba, el salía de la casa con un portazo. Para
cuando nació Irupé, la situación en la pareja había llegado a un nivel poco
sostenible y Juana ofrecía en su cara y en sus brazos, continuas señales de
maltrato que intentaba disimular ante las vecinas del barrio.
Con quien era sincera era con Carina, su amiga desde los días
en Clorinda y que seguía viendo cuando Jaime estaba en el campo. Carina
insistía en que debía denunciarlo ante la Justicia pero Juana se resistía; sin
Jaime y a pesar de los golpes, no sabría como vivir ella y las dos nenas. “Pero
el Juez dirá que Jaime te tiene que dar plata todos los meses para vos y para
tus chicas …” la decía Carina, pero esto no la convencía “…y si el Juez no lo dice … o se demora, yo que hago, mientras tanto …y
esto lo hará enojar y me pegará más.”
Pero en el
otoño del 2005, sucedió algo que hizo decidir a Juana. Una tarde Jaime llegó
del campo en el pequeño ómnibus que distribuía a los obreros en sus hogares.
Cuando entró a su casa encontró a Juana en la cocina junto a sus pequeñas
hijas. “Vení conmigo” le dijo a Juana y la agarró de una muñeca queriéndola
llevar hacia el dormitorio.
A Juana le habían explicado en la salita hospitalaria del
Barrio algunos conceptos de su sexualidad y sabía que estaba en días fértiles.
“No, hoy no podemos” le dijo y logró soltarse de la mano de Jaime. Este,
colérico, le cruzó la cara con el puño derecho cerrado e hizo caer al suelo a
la mujer. “Puta, yo te voy a enseñar cuando podemos y cuando no podemos” y
levantándola de un brazo comenzó a romper su ropa y quitársela frente a las
niñas que miraban azoradas. Rosa irrumpió en llanto y pronto la acompañó Irupé.
Juana quedó
por tercera vez embarazada y en esta oportunidad por violación.
“No aguanto más, que tengo que hacer?” Carina la miró y
contestó “por de pronto venís a vivir conmigo con las gurisas y yo te voy a
llevar con gente que te ayudarán”. Pero
antes habían ido a hacer una denuncia policial. En la comisaría las hicieron
esperar largo rato y finalmente un suboficial con una vieja máquina de
escribir, trasladó al papel lo que Juana contó. Hizo mención al final de la
exposición que la denunciante exhibía un acta elaborada por una de las médicas
de guardia del Hospital Heller, en donde constaban las hematomas del brazo izquierdo
y el impacto causado por algo contundente que había golpeado sobre el ojo y
costado derecho de su cara. Producto de una revisación ginecológica, se habían
detectado restos de semen.
Durante todo el tiempo que estuvieron frente al hombre de la máquina
de escribir, a Carina le pareció que este intentaba matar su aburrimiento de
escribiente, mirando el escote y las piernas de Juana, más algunas preguntas
que intentaban obtener detalles íntimos de la violación.
A la casa de Carina, Juana y las nenas se fueron mientras
Jaime estaba en el campo. Se llevaron su ropa y alimentos: algunas latas de
conservas, leche en polvo, varios paquetes de fideos, media docena de huevos, una
caja con bolsitas de té y tres bifes de carne de vaca congelados.
Dos días después golpearon fuerte la puerta de Carina. Juana
reconoció inmediatamente la voz de Jaime: imploraba que le abrieran. Ambas
mujeres se negaron y al rato se fue. Pero una semana más tarde volvió borracho.
La encontró a Juana en la vereda y la agarró del cuello antes de que pudiera
ella refugiarse en la casa; de no haber sido por unos vecinos que le hicieron
señas a una patrulla policial que pasaba por la esquina, las consecuencias
hubieran sido mucho más serias que los abundantes moretones en brazos y cara y
la costilla rota.
Juana hizo otra denuncia policial y obtuvo el acompañamiento
jurídico de una abogada que actuaba en una organización defensora de mujeres
que sufrieran violencia de género. Fue Carina la que se había acercado a esta
organización que protestaba en la calle, protagonizaba actos políticos y ponía
a disposición de victimas, ayuda jurídica.
La Dra. Florencia Gutiérrez pidió que el Juez declarara la imposibilidad
de que Jaime se acercara a menos de 300 metros de Juana y esto fue aceptado.
Aunque Jaime no había solicitado ver a sus hijas, el Juez dejó abierta esta
posibilidad. Era casi verano cuando
nació Lisandro.
El día en
que Jaime quiso hablar con Juana y esta llamó a un policía que casualmente
estaba en la esquina de la cuadra, aquel creyó enloquecer. Luego de discutir
fuertemente y amenazar con llamar a la patrulla, el agente logró que se
retirara. Jaime subió a su auto dando un portazo para cerrarlo y maldiciendo en
tonos bajos, aceleró sobre el ripio de la calle y desapareció.
A la tarde siguiente Juana le avisó a Carina que iría a una
chacra amiga a traer fruta para las chicas. Volvían caminando por la larga calle
rural que los devolvería a la ciudad, cuando frenó un auto detrás de ellos.
Juana dejó a Lisandro en brazos de Rosa y le pidió a ella y a Irupé que se
alejaran unos metros.
“Asique llevas los chicos cuando visitas los tinglados de las
chacras?” le gritó Jaime con la ventanilla baja del auto. Antes que Juana
pudiera reaccionar se bajó del vehículo y tomándola del hombro, la tiró al
suelo. Rápidamente Jaime con una piedra pesada del costado del camino le pegó
en la sien a la mujer. Juana sintió un
gran dolor y luego todo se oscureció. Jaime la levantó, abrió el baúl, la echo
adentro y subiendo nuevamente al vehículo, aceleró.
Los tres
chicos quedaron llorando a la vera de la calle y en el piso una la bolsa con
manzanas desparramadas junto a un
pequeño monedero.
Desde unos metros y desde una casa de chacra, una pareja
observó la escena y corrieron hacía el lugar. La mujer abrazó al bebé y le
gritó al marido que llamara a la policía con su celular.
Llegó una patrulla a los pocos minutos con dos agentes abordo.
Nadie sabía que hacer hasta que el chacarero acertó en abrir el monedero. Allí
estaba el documento de Juana que no hacía mucho que había renovado y constaba
su domicilio. Todos, los agentes de policía, el matrimonio chacarero y los tres
chicos, se trasladaron a la vivienda indicada en el documento.
Fue allí donde se produjo el milagro. Uno de los agentes
recordó haber sido llamado por la mujer del lugar, pidiendo su intervención
ante los castigos que le estaba propinando su pareja. Recordó también que fue él
quien había notificado al hombre de la prohibición de acercamiento que había
establecido el juez y por ello, sabía donde vivía.
Mientras
tanto Jaime llegó a su casa, pero cuando quiso bajar el cuerpo de Juana del
baúl, notó que esta se movía y quejaba. Recogió ahora un ladrillo y con ira le
asestó un golpe a la mujer, nuevamente en la cabeza. Juana se desplomó sobre la
rueda de auxilio y Jaime con un cable le ató fuertemente las manos y volvió a
cerrar la tapa del baúl.
Sentado
frente a la mesa de la cocina, con su cabeza sostenida por sus manos, vio que
se abría la puerta que daba a la calle y a contraluz advirtió a los dos
policías. “Que hiciste con la mujer? preguntó uno de ellos. “La maté - contestó
- está en el baúl del auto”.
Uno de los
agentes rápidamente salió a la vereda y abrió la tapa para ver el cadáver.
Juana volvió a quejarse y movió una pierna. Con buen tino el agente cerró el
baúl pidió a gritos la llave del vehículo, lo puso en marcha y fue inmediatamente
a la guardia del Hospital Heller.
Juana estuvo dos días en Terapia Intensiva, dos días más en
sala común y volvió a su casa en una ambulancia del hospital. Allí Carina
estaba cuidando sus hijos y todos se volvieron a reunir con gran alegría.
Juana hoy colabora con la agrupación de mujeres que la
supieron ayudar y, cuando la invitan, asiste a reuniones en donde se discuten
cuestiones que tienen que ver con lo que ella más sabe: la violencia de género.
Su aporte consiste en contar su vida y su visión del bajo mundo en que se
mueven los actores de la trata de personas, la prostitución y la pobreza
extrema. Trabaja como empleada doméstica en la chacra del matrimonio que
presenció la escena de violencia. Los tres chicos asisten a la escuela.
Jaime está
recluido en el Penal de Neuquén. Es taciturno, prácticamente no habla y nadie
sabe si se ha arrepentido o no, de los tremendos daños que ha cometido.