miércoles, 17 de febrero de 2016

El largo camino a casa



Cuando estaba en el colegio secundario de Córdoba, el La Salle, pupilo por 6 años con un titulo al final de Bachiller - Perito Mercantil, solo volvía a su casa en las vacaciones de verano que, como ahora, se iniciaban en Diciembre y finalizaban en Marzo del año siguiente. En las vacaciones de invierno y en algunos fines de semana largos como los de Semana Santa – en esa época no había tantos como hay ahora  - o iba a la estancia de sus abuelos en el sur de la provincia cordobesa o viajaba a la casa de algunos amigos compañeros de estudios. Tuvo la oportunidad así de conocer lugares que, para quien solo conocía la Patagonia, eran un mundo  totalmente nuevo. El pueblo de Concarán en San Luis, la hermosa ciudad de Tucumán y  la histórica Catamarca fueron lugares de nuevas experiencias y en todos pasó días muy felices que aún hoy recuerda.
Pero ahora estaba por iniciar el gran viaje del año: era el 11 de Diciembre de 1960 y habían terminado las clases. A la tarde del día anterior habían llegado, él y su hermana, nerviosos por la amenazadora presencia de la enorme urbe, a la estación de colectivos de Retiro, donde se habían bajado de un coche de la empresa Ablo – Gral. Urquiza. Se habían tranquilizado cuando vieron que los esperaba un amigo de sus padres que luego de llevarlos a cenar, los hospedó en su departamento de un alto edificio en el cercano pasaje 3 Sargentos. Esa noche antes de dormir atormentados por el calor y la humedad, habían visto por primera vez imágenes en un televisor.
Aunque el día amenazaba con ser nuevamente de calor, el aire que llegaba desde el río en el aeropuerto era agradable. Desde la mesa donde desayunaban café con leche y medialunas, pudieron ver acercarse para embarcar  un Douglas Commercial 3 . El DC3 era un avión de dos motores que movían hélices y podían transportar aproximadamente 25 pasajeros. No lo sabían en ese momento, pero hoy puede decirse que el DC3 revolucionó el transporte aéreo de pasajeros en el mundo y brindó comodidades no experimentadas hasta ese momento. El silencio y la temperatura interior eran notoriamente razonables, los espacios de pasillos y entre filas de asientos brindaban aceptable accesibilidad y las instalaciones para transportar y distribuir entre los pasajeros las bebidas y los alimentos ofrecidos eran muy funcionales. Por último la velocidad crucero de estos aparatos y su autonomía de vuelo, había superado a la de sus competidores. Aerolíneas Argentinas contaba con varios DC3 y con ellos se podía viajar por todo el país.
El DC3 también tenía sus defectos: buscar alturas o bajar para aterrizar – sobretodo esto último – provocaba muy frecuentemente dolores agudos de oídos, al no estar el avión presurizado; el piso no estaba alfombrado por razones que ahora se comprenderán: muchos pasajeros sufrían ataques de vómitos y cuando el avión ascendía el vómito corría desde adelante hacia la popa y cuando descendía, hacía el trayecto inverso. Era recomendable levantar un poco los pies y evitar así ensuciarse los zapatos.
Pronto escucharon a los altoparlantes anunciando la salida del avión de Aerolíneas con destino a Ushuaia, Río Gallegos, Comodoro Rivadavia y aeropuertos intermedios. Excitados tomaron sacos y bolsos, se despidieron de su anfitrión e integraron la fila que caminaba por la pista de aterrizaje para ascender a la nave.  Sentados ya en sus butacas, aceptaron los caramelos masticables que la bonita azafata les ofrecía para atemperar el dolor de oídos en el despegue.
Después de volar sobre las turbias aguas del río de La Plata, cruzaron sobre los verdes sembrados de la pampa bonaerense y aterrizaron, a media mañana, en el aeropuerto de Bahía Blanca, el que algunos años más tarde fue trasladado a la base aeronaval Comandante Espora. Pocos minutos estuvieron allí y solo bajaron los pasajeros con ese destino.
El siguiente aeropuerto fue el de la ciudad de Trelew, donde bajaron varios pasajeros pero solo permanecieron los minutos necesarios para  descargar maletas y correspondencia y permitir que nuevos compañeros de viaje se acomodaran en los asientos vacíos. Antes habían visto, como en un mapa, los contornos de los golfos de San José y Nuevo y la preciosa Península Valdez
Al levantar vuelo, el capitán de la nave anunció por altoparlantes el próximo destino: Comodoro Rivadavia. Volaron sobre Viedma, vieron como el río Negro ingresaba al mar y mantuvieron una línea que aproximadamente seguía la de la costa patagónica. Pasaron por encima de San Antonio Oeste y su pequeña pista de aterrizaje bautizado en años posteriores como Aeropuerto Antoine de Saint -Exupéry . Cuando fue anunciado el descenso en Comodoro se observaban las nubes de polvo que levantaba el fuerte viento en la zona de Astra y el violento movimiento del avión al caer en los clásicos “pozos de aire” que siempre había al entrar y salir en avión de la gran ciudad petrolera.
Estacionado sobre el asfalto, en el avión se anunció la permanencia de una hora y media y antes de descender a cada pasajero se le entregó un comprobante para  cambiar por un almuerzo en el restaurante del aeropuerto. Por primera vez ambos hermanos almorzaban en un restaurante sin la compañía de adultos.
Pasado el tiempo estipulado, nuevamente cada uno a su asiento, se colocaron los cinturones de seguridad,  la nave despegó y se comenzó a sufrir los “pozos de aire”. El próximo destino anunciado fue el de Puerto Deseado.
Volaron sobre las casas y los galpones de Caleta Olivia y pudieron observar los acantilados de la costa, las playas extensas con la marea baja y las blancas crestas de las olas.
En Deseado la tarde se había tornado agradable: sol sin nubes, calor y solo una suave brisa.
A mitad del camino entre Puerto Deseado y San Julián se les acercó una de las azafatas para comunicarles una invitación del Comandante para entrar a la cabina. Algo extrañados aceptaron y en unos minutos ella los condujo hasta donde el piloto y el copilote tenían sus puestos de conducción de la nave. La vista desde allí era extraordinaria: la estepa plana y amarronada, pero marcada con las manchas oscuras de la “mata negra” o amarillas del “pasto guanaco”, los cauces secos del deshielo de primavera, las lagunas grandes y chicas, muchas de ellas con agua todavía del invierno y los pequeños remolinos de viento y tierra que, producto de la tarde calurosa,  jugando cruzaban la tabla rasa de la geografía de la zona; cada tanto una mancha verde que permitía adivinar los álamos y los sauces de algún casco de estancia. La altura de vuelo era excesiva para visualizar animales: guanacos o ovejas.
Cuando salieron del aeropuerto de San Julián ya se sintieron en casa: pocos minutos faltaban para llegar a Puerto Santa Cruz. Ansiosos miraban por la ventanilla y vieron los meandros del río Chico, la población de Luis Piedrabuena y la isla Pavón del río Santa Cruz; hacia la izquierda la formación de la ría de su entrada al océano. Ya carreteando por la pista pudieron ver a su madre, siempre prolijamente vestida y con un pañuelo atando su cabellera y al padre con su tradicional vestimenta de botas, bombachas camperas y una gorra de vasco.
Luego de los saludos y el intercambio de las primeras noticias, para su alegría se enteraron que pasaban la noche en casa de la abuela en el pueblo y recién al día siguiente irían al campo, pues el padre debía hacer algunos trámites por la mañana del día siguiente. Esto significaba que esa noche comerían su plato favorito preparado por la abuela: guiso de lentejas con salchichas de viena.  Y luego, ya en el campo, la madre le prepararía su otro plato  favorito: guiso de chuletas de capón, con abundante cebollas y curry y “dumplings”, que son unas pequeñas bolas de masa de harina de trigo, que se cocinan con el vapor del guiso dentro de la misma olla.
Cipolletti, Febrero de 2016      

Pedro Dobrée