martes, 10 de mayo de 2016

Tranquera Blanca


I
Volvía a las pocas edificaciones llevando por delante un pequeño piño de 7 ovejas, dos corderos, un carnero viejo y 4 o 5 chivas. Los había ido a buscar a un pequeño ojo de agua, a no más de una legua al sur, donde empieza el gran bajo que luego hacia el este se convertía en El Gualicho, una enorme laguna de sal. Caminaba ya algo cansado, pues le dolían los pies y el viento frío se le metía dentro de una campera liviana que llevaba. Al lado venía jadeando Sereno, un perro ovejero viejo y pulguiento, que lo acompañó desde las casas y lo estaba ayudando a arriar los animales. El olor de la jarilla venía fuerte y el polvo remolineaba a su alrededor, producto de  las pezuñas de los animales pisando la tierra gredosa y seca.
Ahora los iba a encerrar en el raquítico corral y mañana por la mañana, cuando estuvieran bien descansados, elegiría a uno de los corderos para carnear. Luego de cuerearlo, lo cortaría por el medio y las dos medias reses y los menudos, se los daría a la Roxana, para que los pusiera en la heladera y que estaba en el salón de adelante, a la vera de la ruta. Con eso ella, sus padres y él tendrían varios días de comida.
Se llamaba Ernesto Luján Barrientos, pero le decían Luja, y a los28 años tenía un prontuario de varias fojas en la Policía Bonaerense. Había llegado al pequeño paraje de Tranquera Blanca hacía aproximadamente cuatro meses. Venia originalmente de Lanús donde vivía con una tía, hermana de su madre.
Una noche, en un tiempo que ya le parecía terriblemente pasado, en un bar de la Av. Hipólito Irigoyen que tenía fama de ser un centro de distribución de varias drogas y de consumo de alcohol, estuvo por horas con tres conocidos tomando fuerte. A las dos o tres de la madrugada, luego de varios gritos y golpes desde la puerta, aparecieron  5 o 6 hombres con uniforme. La policía comenzó interpelando a los que estaban en el centro de la sala y Luja, que estaba sentado en el fondo, se levantó para escabullirse. Aunque algo obnubilado por el vino tomado, encaró hacia una puerta que sabía daba a un pasillo, una pequeña habitación y una ventana que permitía salir a un patio y de allí a la calle. Iba por el pasillo y escuchó a uno de los policías gritándole que se entregara. Cuando entró a la habitación vio apoyada en la pared una pala. La tomó en ambas manos y se dio vuelta cuando el policía ingresaba. El golpe fue duro, porque logró aferrar bien el mango y el giro de su cuerpo le imprimió velocidad; el policía cayó al suelo en cuanto la pala alcanzó su cabeza. Sin esperar una reacción abrió la ventana, salto hacia a fuera y ganó el paredón: en instantes estaba en la calle.
Esa noche no volvió a lo de su tía; caminó por varias calles de Lanús hasta que amaneció y luego golpeó la puerta de Marta Leona, una mujer con quien compartía una cama de vez en cuando. “Necesito dormir un rato Marta, dejarme entrar”. La mujer, de mediana edad y pelo entrecano y desprolijo, le abrió la puerta; sin contestar a sus preguntas, se tiró en el camastro que ya conocía. A mediodía se despertó con el sonido de su teléfono celular: “Cuidate Luja, la cana te busca. Se murió el que golpeaste”, le oyó decir a “La Pioja” Mouriño, un compañero de la barra brava de Lanús.
Se asustó. No era poca cosa matar un cana y sabía que la bonaerense no le iba a tener lástima. Le pidió a Marta plata y ella le dio unos pocos pesos; en la esquina de su casa tomó un colectivo a San Justo y allí logró que un camionero lo llevara hacia el sur; pararon unas horas en Azul y luego lo dejó en Puerto Galván, cerca de Bahía Blanca.
En el puerto logró hacer changas con que pudo comer. Dormía en un refugio de la parroquia cercana al puerto. Allí pudo estar por 20 días, hasta que una noche, caminando por la vereda camino al refugio, lo paró la policía.  Mostró su documento y pudo seguir, pero la circunstancia vivida lo puso en alerta y nuevamente nervioso: debía abandonar la provincia de Buenos Aires.
En la YPF de la avenida que une a Puerto Galván con Bahía Blanca, consiguió que un camionero accediese a llevarlo. Iba a un obrador vial, le dijo, al sur de Pomona, una localidad sobre la isla de Choele – Choel, en Río Negro.
Y así una tarde llegó a Tranquera Blanca, que es un pequeño caserío sobre el camino que une la isla de Choele Choel del río Negro con la ruta nacional 3, a la altura de San Antonio Oeste. Y en Tranquera Blanca se iniciaba otra ruta que, formando con la anterior una especie de Y griega, pasaba por General Conesa y llegaba hasta Viedma. Todo esto se lo contó Roxana, la hija de Manuel Quitruqueo y de Olivia Ovando, propietarios de dos leguas de campo, una pequeña casa, unos pocos corrales de alambre, un depósito de mercaderías varias y un salón desde donde se ofrecía a los que pasaban por la ruta caña, vino, gaseosas, agua, algún paquete de galletitas y, si Doña Olivia estaba con ánimo y contaban en ese momento con los insumos necesarios, sándwiches de milanesa o de fiambre. Los dos álamos que crecían esforzadamente al costado de la puerta de entrada al salón, podían visualizarse desde la ruta algunos kilómetros antes de llegar y todo el aspecto del lugar era de lastimera pobreza y desgano.
Tranquera Blanca era Tranquera Blanca desde hace ya muchos años, probablemente más de 60. Fue edificado por el abuelo de Roxana, Don Marcelino Quitruqueo, poblador de las tierras fiscales que rodeaban el paraje. Todos quienes transitaran por estas rutas que cruzaban la meseta central de la Provincia de Río Negro, conocían de la existencia del lugar y lo tomaban como referencia de cuantos kilómetros habían avanzado o cuantas les restaba transitar para llegar a destino, pero pocos de ellos habían tenido que parar allí ni se sentían invitados a hacerlo.
Luja llegó allí en el camión, que paró para seguir al obrador a menos de un kilómetro. Cuando se bajó entumecido, el camionero le deseó suerte “… aquí podrás hacer dedo nuevamente”.
Entró al salón y detrás de un corto mostrador encontró a Roxana. Una mujer de alrededor de treinta años fea de cara, pensó, pero con una linda sonrisa. Su ropa, un buzo verde, un pantalón vaquero y zapatillas, aunque desprolija y poco femenina, no disimulaba un cuerpo algo sensual.
“Podré hacer dedo para que alguien me lleve más al sur?”  preguntó luego de saludar y hacer algún comentario sobre el fresco de la tarde. “Difícil hoy - le contestó Roxana – tendría que probar mañana, que pasarán camiones para el puerto”.
“Habrá algún lugar para dormir esta noche?”
“El Galpón del forraje, allí hay unos pocos cueros de oveja con bastante lana; los puede usar de colchón. Si cierra la puerta no debería hacerle mucho frío”.
En ese momento entró Don Manuel, que luego Luja se enteró que era el padre de Roxana. Conversaron un rato y Don Manuel lo invitó a comer “Hay restos de un puchero y si no le parece mal, se arrima a la mesa” Torció la muñeca y escudriñó un viejo reloj.”Ya es casi la hora y Olivia debe estar calentando la olla, venga con nosotros”. Luja los siguió: al padre y a la hija y al olor de la sopa de la carne de oveja que percibió en cuanto salieron del salón. Durante la cena que no abundó ni en comida ni en conversación, tuvo la sensación de que Roxana lo observaba continuamente.
Esa noche puso los cueros como le explicó la mujer, la lana hacia arriba. Le costó inicialmente dormir y le molestaba el olor, pero luego de dar vueltas logró hacerlo y amaneció descansado.  Doña Olivia le sirvió una tasa de mate cocido con leche y abotonándose la campera en la mañana fría, salió a la ruta para buscar quien lo llevara. Estuvo toda la mañana sin tener suerte y probó luego a la tarde hasta que Roxana le avisó que a esa hora ya eran pocos los camiones que pasaban.
Cuando volvió a las casas, Roxana le preguntó si se animaba a carnear una oveja. Luja tenía algo de experiencia, porque había trabajado unos meses en el matadero de un frigorífico de Berisso y le dijo que si, si ella lo ayudaba.
Ambos se encaminaron hacia un pequeño corral que contenía unas pocas ovejas y algunas chivas. Roxana le indicó una oveja vieja y le pidió que la agarrara. “Esta seca y ya no tendrá más corderos” le explicó. Luja la agarró de una pata y la arrastró hasta una pequeña explanada de cemento. Allí, con el cuchillo que Roxana la acercó, le cortó la yugular mientras la mujer sostenía una palangana bajo el cuello del animal para juntar la sangre.
“Mamá pone esto en el horno, con ají, sal y cebolla de verdeo” le dijo con una sonrisa.
Luja luego cuereó al animal siguiendo las instrucciones de Roxana que recordaba los movimientos de su padre al cumplir con la misma tarea. Aunque el cuero sufrió varios cortes, pudo hacer lo que le pidieron. Luego retiró las menudencias, como recordaba se decía en el matadero, y se incorporó con la espalda dolorida del largo rato agachado. “Aquí hay comida para varios días – dijo Roxana – podés quedarte”. El miró sus manos y su camisa, rojas de sangre y sonrió.
Volvió a cenar, ahora un guiso con fideos grandes, algo de carne  y una papa para cada plato. Nuevamente hubo escasa conversación y cuando terminaron aceptó un mate amargo de la hija. Deseando “Buen Provecho”, se levantó de la mesa y salió para ir al galponcito donde había dormido la noche anterior.
Iba a cerrar la puerta y se encontró con que Roxana lo había seguido.
“Vengo a decirte gracias, por la ayuda”
“No me podía negar, Uds. han sido buenos conmigo.” le contestó a la mujer.
Roxana se sentó sobre un cajón vacío de fruta y le mostró a Luja una vela que venía trayendo en la mano. “Querés prenderla, está muy oscuro aquí” .
“Hicistes bien el trabajo de la carneada y mi papá está contento; vení, sentate conmigo sobre el cajón” Luja acepto el convite, pero cuando lo hizo el cajón crujió y era evidente que se rompía bajo el  peso de ambos. Rápido se levantó y se sentó sobre los cueros. “Vení, ahora sentate vos al lado mío”, le dijo a la mujer.
Cuando ella se sentó, él la tomó de los hombros y la tendió en el cuero y a continuación aproximó su cara a la de ella y la besó. Roxana respondió con entusiasmo y en segundos se desvistieron apresurada y nerviosamente.
Un rato largo después, vueltos vestirse porque hacía frío en el galpón y apagada la vela que se había consumido, Roxana le dijo a Luja. “No querés quedarte con nosotros?”. Luja contestó simplemente que sí.
II
Y ahora había llegado al corral y encerró, con la ayuda de Sereno, las ovejas y las chivas que venía arriando. Por un rato se quedó apoyado en uno de los postes, pensando en su nueva realidad, que abarcó primero unos días, pero que ahora eran varios meses. Había dejado de tomar alcohol y se sentía cómodo en el lugar, con la familia y con Roxana. Hacía pequeños trabajos de mantenimiento del caserío, comía con los Quitruqueo y desde hacía más de un mes, dormía en la cama de la hija.
Esa noche se fue contento a dormir con algunas ideas respecto a mejorar el lugar. Le preocupaba buscar formas de generar ingresos de dinero provenientes de tantos automóviles y camiones que continuamente pasaban frente a ellos por la ruta.
Empezaba a clarear cuando se levantó y tomó varios mates que había preparado Roxana. Cuando el sol intentó aparecer, Luja se encaminó al corral y eligió un cordero grande, macho. Tomándolo de una patas trasera lo arrastró a la pequeña explanada de cemento, contigua a la pared de los baños. Allí lo esperaba Roxana con la fuente enlosada con que capturaría la sangre del animal.
Al cordero lo volcó sobre la explanada y puso su rodilla sobre la paleta del animal, aprisionándolo contra el suelo. En una mano aferró un cuchillo largo y con la otra dobló para atrás el cuello del cordero. Viendo que estaba lista Roxana con la fuente, cortó de un seguro tajo la yugular, permitiendo que salte un chorro de sangre de la herida; el cordero se estremeció y emitió un sonido gutural de su garganta abierta. La sangre cayó en la fuente, pero también se entremezcló con la lana y manchó la camisa de Luja y la delantera de sus pantalones.
A continuación hizo un tajo con el cuchillo a lo largo de cada mano y luego de cada pierna y en cada caso, un tajo transversal cerca de las pezuñas. Hecho esto comenzó a tirar el cuero de tal forma que este se desprendía de la carne. Luego un largo tajo que le permitió comenzar a separa el cuero de la panza y del pecho. Roxana se incorporó y llevó la fuente que tenía en manos hasta la cocina para dárselo a su madre.
Fue en este momento que escuchó el ruido de un vehículo que se detenía frente al salón. Dejando al cordero en el piso, se corrió para ver quién era el que llegaba: Policía de la Provincia de Río Negro y dos agentes uniformados bajaron del automóvil.
Preocupado por la presencia policial y sin dejarse ver, volvió a su tarea. Con nuevos tajos  rodeó el pescuezo del animal y empujó con el puño cerrado al cuero para desprenderlo totalmente de los músculos, sin por ello cortarlo y hacerle perder luego valor comercial. Lo enrolló con la lana para afuera y lo depositó a un costado, para más tarde colgarlo sobre un alambre y dejar que comience a secar.
Con la punta del cuchillo abrió la panza y comenzó a retirar del interior del animal los intestinos, el estómago, el corazón y el hígado. Estaba en esta operación cuando escucho ruido de alguien que caminaba con botas sobre el pedregullo del lado opuesto de la pared que lo hacía invisible. Luja se incorporó: la mano que esgrimía el cuchillo y el mismo cuchillo lleno de sangre, la manga derecha de su camisa llena de sangre, su pantalón teñido con sangre. Dio un paso hacia la esquina y en ese momento apareció un joven agente de policía, con una pistola reglamentaria en la mano y los ojos agrandados por la sorpresa.
III
Luja dio un paso hacia adelante y empujó al policía haciéndolo caer al suelo y al hacerlo escucho un enorme ruido. Dio media vuelta y comenzó a correr. Corrió y corrió, como no había corrido en su vida, sintiendo que el pecho le explotaba, que le dolían los pulmones y que el corazón le saltaba hacia afuera. Corrió esquivando la jarilla, el alpataco y las piedras, hasta que llegó a donde se quiebra  la planicie con barrancas, cañadones y cárcavas y se llega al gran bajo de sal, que es el salitral de El Gualicho.
Allí se refugió en una especie de cueva por varias horas hasta sentir gran frío, a pesar del buen sol. Finalmente se incorporó y caminó nuevamente hasta las viviendas. El auto de la policía no estaba y de sus ocupantes no había rastros.
Tomó de la mano a Roxana y fueron a la ruta para hacer dedo y viajar a Choele Choel. Allí compraron una salamandra  para calefaccionar el salón y una heladera vitrina que también instalarían en la misma habitación. Todo esto para cumplir con el plan de Luja que, desde hacía varios meses, quería ofrecerles más comodidades a los viajeros de la costa del mar o desde el valle del río Negro, para que se bajaran de la ruta y descansaran allí, luego de tantos largos kilómetros. Bebidas frescas y alimentos sabrosos, eran una gran tentación y si a estos les agregaba baños limpios, una sala cómoda  y bien iluminada tanto de noche - con más lámparas - como de día - con un gran ventanal que colocaría en la pared que enfrentaba a la ruta - no tenía duda en que aumentarían los ingresos de la familia.
La mejor situación de la familia iba ser mejor también para él, pues ya se consideraba miembro de esta por adopción.
Acordaron con el comerciante que ambos artículos comprados serían luego transportados a Tranquera Blanca al día siguiente. Con esto la pareja volvió a la vera de la ruta para esperar que alguien los llevara nuevamente a casa. Estaba oscureciendo cuando llegaron, el camión frenó, se bajaron y agradeciendo el viaje, iniciaron la corta caminata hasta el caserío. Mientras se acercaban a las casas, le pareció que la figura de la mujer a dos o tres metros de distancia, perdía nitidez y se le dificultaba verla.
IV
Fue en este el momento en que Roxana, volviendo de la cocina de su madre, lo vio. Luja estaba estirado boca abajo, inmóvil, sobre la explanada. Su sangre se entremezclaba con la del cordero. A su lado el cadete policial, con una pistola en la mano, observaba aterrorizado la escena.
Roxana corrió hasta el cuerpo inerte. Gritó con un sonido que brotó desde el fondo de su garganta y que rebotó sobre las viejas paredes que construyó su abuelo y luego cruzó los alambrados y viajó por la jarilla, por los pastos amarillos y duros, por las espinas largas de los alpatacos y rebotó sobre las piedras de la planicie.
Cipolletti, Mayo de 2016