martes, 26 de julio de 2016

Refranero animal


Al Rey Cóndor siempre le habían tocado cuestiones raras e intrincadas; circunstancias en donde le resultaba difícil dar una respuesta que lo dejara relativamente bien parado, como corresponde a un Rey. Pero siempre, de una manera u otra, había logrado salir del atolladero más o menos satisfactoriamente.
Pero esta vez no recordaba antecedentes que pudieran superar su actual estado de confusión, de extrañeza y hasta de malestar estomacal.  Era uno de esos momentos en que hasta pensaba si realmente valía la pena ser Rey. Para que tanto poder… para que tanto boato y remilgos por parte de quienes lo rodeaban,  si luego le venían a plantear algo que él no podía resolver.
Pues resulta que algunos animales, muchos en realidad, llegaron hasta la corte  para hacer – para colmo justamente en el Día del Animal – un planteo que de alguna manera podría llamarse gremial.
Había, ahora se enteraba, animales que se quejaban de la existencia, en el hablar de los humanos, de refranes que mencionaban a algunas especies pero no a la propia, o cuando lo hacían, era en forma descalificadora.
El cóndor estaba posado sobre una roca gigantesca que a su vez estaba ubicada al borde de un pequeño valle. En el fondo del valle estaban ubicados con cierta comodidad, los súbditos; es decir, el resto de los animales. Tanto la roca como el vallecito, estaban en la zona de mayor altura de la Meseta de Somuncura, una extensión de basalto y pasto coirón, que está en el sureste de la provincia de Río Negro y en el norte del Chubut.
Por ejemplo perro que ladra, no muerde”, claramente se refiere a los perros y no a nosotras”, dijo una lagartija verde, paradita sobre una piedra grande.
El pez por la boca muere es un poco lúgubre”, chilló un murciélago, “pero al menos menciona a los peces”.
“Tan feo como el pez grande se come al chico”, dijo irritada una mojarra desnuda desde un pequeño arroyo que bajaba por el vallecito, para luego desaguar en el río Valcheta.
“Hasta las moscas tienen lo suyo”, dijo el abejorro, “pues en boca cerrada, no entran moscas”.
“Y en ese mundo capitalista, A los caballos regalados, no se le miran los dientes”, gritó desde el fondo, un guanaco viejo y mañero.
“No creo que se refieran a nosotras - dijo con tono muy irónico la serpiente verde - “cuando se recomienda no buscarle la quinta pata al gato o que gatos con guantes no cazan ratones, siendo este último refrán de doble significancia en términos tangueriles, si Ud. me lo permite Sr. Rey. Pues allí están los gatos maulas y también los míseros ratones; aunque, admito, bien nos gusta comer a estos últimos”.
Y  tampoco se alude a Uds., pienso yo al menos, mi querida amiga”, dijo la oveja “cuando se dice que más vale pájaro en mano, que cien volando. Y mirando socarronamente por encima de su hombro, le terminó diciendo “…si Uds. no tienen ni manos”.
Una garza blanca desde la rama de un sauce llorón, miraba impávida la polémica entre la oveja y la serpiente.
Pero dicho esto la oveja se turbó, pues notó que había mencionado a los pájaros y el Cóndor era un pájaro. Pero pareciera que el Rey no se había dado cuenta, y no reaccionó ante el comentario. La garza si lo percibió y aunque le resultaba difícil sonreír, intentó hacerlo.
“Que no te den gato por liebredijo el zorrino, desde un punto lejano del faldeo, porque nadie quería estar cerca de él. Y desde el otro extremo una araña grande y gris gritó “… aquí nadie es el pato de la boda y no tiene por qué, menos que menos, ser un chivo expiatorio”.
A esta altura de la reunión, hubo varios animales que hablaban excitadísimos a la vez, cosa que sabía estar absolutamente prohibido en las audiencias del Rey.
El Soberano de los grandes cielos estaba entrando en un estado de gran confusión y nerviosismo.
Para colmo”, objetó con voz gruesa el puma, que por su ferocidad siempre tuvo una posición de privilegio en la corte, “el chancho tiene varias menciones. Pues además de decirse que a cada chancho le llega su San Martín, también se lo sobresee al decir que “la culpa no es del chancho, sino de quien le da de comer”. Me parece y con todo respeto por vuestra investidura Señor Rey – continuó – que esto es un poco excesivo”.
“Las vacas también tienen lo suyo, porque se dice que vaca que cambia de querencia, se atrasa en la parición dijo un joven zorro colorado, que siempre se creía muy listo. “Además, para seguir con los parientes de la señora – continuó – siempre hay un buey corneta o alguien que sea torazo en rodeo ajeno. Y más aún, todos coinciden con que el buey lerdo bebe el agua turbia.
Aprovechando la confusión y que ya nadie escuchaba lo que decían los demás, sino mas bien solo su propia voz, un hurón, viejo concejero del Rey, le habló a la oreja; “son todos una manga de envidiosos y cada uno debería estar satisfecho con el lugar que les tocó. Ya lo ha dicho el Viejo Vizcacha en el Martín Fierro y tu deberías aplicar esta máxima: cada lechón en su teta, es la forma de mamar”.
“Tienes razón otra vez mi querido hurón, salvador de mil momentos de dudas y vacilaciones” graznó el Rey, moviendo lentamente la cabeza de lado a lado, pero con una fría y cruel luz en sus ojos. Y con una rápida recuperación de su sensación de majestuosidad segura, continuó “… tendré que convencerlos de que no deben reclamar y molestarme más por estas sonseras”.
Contento, “como perro con dos colas”, el cóndor hizo señales de silencio y carraspeó, aclarando la garganta para iniciar su discurso.
“He escuchado atentamente vuestras quejas y reclamos y por ello les digo en primer lugar que a cada uno les ha tocado lo que el destino a fijado y nada se puede hacer al respecto. Pero en segundo lugar, les informo que he resuelto enviar una enérgica nota a las autoridades humanas de este país, exigiendo que para el ejercicio fiscal que se inicia el próximo verano, se deberá prever una partida presupuestaria que permita hacer doce pagos mensuales, iguales y consecutivas a esta monarquía. Todo en concepto de canon o regalía, por el uso de los nombres de nosotros los animales, en el lenguaje habitual de los hombres”.
“El rey, es decir yo, deberá estimar las formas en que cada uno ha de recibir la parte de estos pagos que le corresponda, luego de practicarse una deducción por comisión de gestión que esta corte guardará para si.”
Los animales rompieron en un aplauso estruendoso y generalizado, con excepción probablemente y por fuerza mayor, de la serpiente y de la mojarra. Y con ello el gran pájaro tomó vuelo y con su aleteo majestuoso se dirigió hacia el oriente, donde solía ir varias veces en el año, a mirar las olas llegando a la playa y a oler el aire del mar.

Pedro Dobrée
Cipolletti, Julio de 2016




El albatros de Isla Negra


En Diciembre de 1964 se recibió de Bachiller, luego de aprobar con cierto esfuerzo Matemáticas y Geografía.
Julio Domínguez era el único hijo del Arquitecto Segundo Domínguez y de Constancia La Fenu. Vivía en la calle Tucumán de General Roca, una de las ciudades importantes del Alto Valle del río Negro, parte de lo que se denominaba en esos años la “ciudad lineal”, un conglomerado de poblaciones erigidas a la vera de la Ruta Nacional 22 y de las vías del ferrocarril, que unen Bahía Blanca con Zapala y que corrían paralelos al gran río Negro. Su casa era un moderno chalet de dos plantas con un anexo que tenía el triple propósito de quincho, estudio de arquitectura y taller de artes plásticas que dirigía Constancia.
Cerca de fin de año su madre había recibido una llamada telefónica de una gran amiga de su adolescencia en Buenos Aires, Delia Del Carril, actual esposa del poeta chileno Pablo Neruda. Delia llamó, para saludarlos en las fechas de fin de año y para invitar a su ahijado Julio, a pasar quince días a la orilla del mar en Chile, hospedado en la casa que Neruda poseía en la pequeña villa de Isla Negra.
Constancia tuvo dos objeciones. El primero se refería a que Julio debía estar antes del 15 de Marzo en Buenos Aires, iniciaba sus estudios de arquitectura en la U.B.A. La segunda en que Isla Negra estaba alejado de las grandes ciudades, que no era sencillo llegar hasta allí y que Julio recién tenía 18 años y nada de experiencia para valerse solo y sortear las dificultades de un viaje largo, varios medios de transporte y las complicaciones de pasar de uno a otro.
Delia ocupó varios minutos para derribar los argumentos de su amiga. Se comprometió a buscar a Julio cuando llegara a Santiago y llevarlo luego a Isla Negra. Para la vuelta, ella sugería que viajaran juntos en avión a Buenos Aires, donde ella debía estar presente el primer sábado de Marzo. Esa tarde se produciría la inauguración de una muestra de un grupo de acuarelas y de oleos que le estaban organizando en el centro de la ciudad.
Constancia que luego obtuvo el apoyo de su marido, aceptó. Y hacia mediados de Febrero, Segundo acompañó a su hijo hasta Neuquén desde donde Julio debía tomar un ómnibus hasta Temuco y luego por la Carretera Central, pasando por Chillán y Rancagua, a Santiago de Chile.
Para Julio fue una experiencia nueva y exitante; nunca había hecho un viaje tan largo y, para colmo de males, en un país que no era el propio. Pero todo anduvo bien y en los dos días que duró, fue rápidamente adquiriendo tranquilidad. El nerviosismo volvió cuando llegaron a la gran terminal de ómnibus, o buses como aprendió a decir, del final del camino, pero se aquietó cuando vio a Delia parada en el andén.
“Bienvenido a Chile, Julito” le dijo Delia, dándole un abrazo fuerte. “Ahora almorzaremos y luego salimos en el auto de un amigo de Pablo hacia Isla Negra. Estuviste alguna vez en una playa del Pacífico?” Julio contestó que no, que conocía Mar del Plata y Necochea, pero que nunca había estado del otro lado del continente.
A la noche llegaron a Isla Negra; Neruda salió a recibirlos con un beso prolongado para Delia y un fuerte abrazo para Julio. Esa noche apenas comió del cansancio que tenía y cuando le indicaron la cama a usar durante su estadía, cayó sobre ella dormido.
A la mañana siguiente abrió los ojos cuando ya hacía rato que había amanecido. Salió por la puerta de la casa que daba a la playa y lo impresionó la luz y el reflejo del sol sobre la arena y las olas.
Cuando exploró la vivienda, que era muy amplia y luminosa mirando hacia el océano, se encontró con gran cantidad de objetos como lámparas, cuadros de numerosos pintores colgando de las paredes, varios mascarones de proa inmensos y de aspecto atemorizantes algunos de ellos, caracoles de diversos tamaños y colores, libros en bibliotecas grandes instaladas en las estancias de la casa, botellas vino, de coñac, de whisky y de vodka en abundancia, naves de juguete, catalejos, brújulas y sextantes, jarrones orientales y biombos chinos y cimitarras musulmanas. La casa de Neruda le impresionó mas como un museo, que una casa. Un museo que tenía un solo visitante principal: su propietario; y en donde la visión de cada objeto cuidadosamente colocado sobre paredes, estantes, mesas y vitrinas, le permitía recordar y armar la historia de sus viajes, de sus amistades y de su vida.
Durante los próximos días alternó caminatas por la costa, por las calles arenosas de la pequeña villa y charlas con Delia y Pablo sobre poesía, novelas y pinturas. Aunque Julio escuchaba y opinaba escasamente, estaba acostumbrado a estos temas por ser frecuentes en la casa de sus padres.
Pero lo que más le gustaban eran las caminatas por la playa, a menudo incluyendo baños en el mar. Podía caminar toda una tarde y no se cansaba de levantar caracoles, piedras de diversos colores y troncos de árboles gastados y esmerilados durante años por el agua y la sal. A estos les encontraba parecidos con diversos objetos pertenecientes al mundo que lo rodeaba como el brazo de un hombre, un pájaro pequeño, el pecho de una mujer, una flauta o un cuchillo.
Una tarde que luego de comer había permanecido Julio en el comedor escuchando a Delia contar anécdotas de cuando ella y Constancia eran jóvenes, Neruda apareció luego de haber dormido una siesta. “Vamos a caminar por la playa – los invitó a ambos – la tarde esta nublada, pero está todo muy calmo y se me ocurre propicio para mirar el mar y adivinar las islas que están más allá del horizonte”.
Bajaron a la playa por el sendero de piedras y ripio que se iniciaba en la puerta trasera de la casona. La llegada del trío ahuyentó un grupo de garzas que vigilaban la orilla del mar desde unos pastizales contiguos a la arena. “Porqué se llama esto Isla Negra – preguntó Julio – si aquí no hay ninguna isla?” Delia fue quien le contestó: “Es que Pablo, cuando primero llegó a la región, vio esa roca negra – apuntó mar adentro – y aunque en realidad no es una isla estrictamente hablando, le pareció que este podría ser un lindo nombre para su vivienda. Así quedó y ahora hasta la pequeña villa que rodea la casa la llaman así”.
Cuando llegaron a la franja de arena fina, se dirigieron hacia el norte mientras algunas gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas emitiendo graznidos irritados. Los tres, aunque estaban vestidos, se quitaron los zapatos y con estos en la mano, siguieron caminando.
Cuando la casa ya era una figura pequeña en el horizonte y Julio que se había alejado unos metros del matrimonio, se dio vuelta y gritó: “Que pájaro es este?” Sobre la arena con un ala larga estirada, sus plumas sucias de algas, yacía muerto un ave de gran tamaño. Neruda se acercó “es un albatros y vienen de lejos”. Los tres se quedaron mudos mirando por unos instantes al animal. “No podemos dejarlo así, merece respeto – dijo Pablo – Julio, podrías ir hasta la casa y traer una pala que está apoyada sobre la pared, a la salida de la cocina?”
Un gran albatros gris
murió aquel día.
Aquí cayó
en las húmedas arenas.

Como respuesta Julio dio media vuelta y empezó a correr hacia la casa y en pocos minutos estaba de vuelta con la pala. “Hacedle un pozo, no hace falta que sea muy hondo, pero lo suficiente para que los oleajes no lo vuelvan a destapar”. El pozo debió ser ancho porque la rigidez del ala estirada no permitía su plegado. Finalmente Julio lo cubrió de arena y Pablo pisó encima, para que se compacte la tumba.
Desde Nueva Zelandia
cruzó todo el océano
hasta morir en Chile.
El océano en este
ancho sendero
no tiene isla ninguna,
y el albatros errante
en la interplanetaria parábola
del victorioso vuelo
no encontró sino días,
noches, agua,
soledades, espacio.
………………………………………………
Ave albatros, perdón,
dije, en silencio,
cuando lo vi extendido,
agarrotado en la arena,
después de la inmensa travesía.
Héroe, le dije, nadie
levantará sobre la tierra
en una plaza de pueblo
tu arrobadora
estatua, nadie.
……………………………………
Muchos años después leyendo una antología de Pablo Neruda, Julio vio el poema “Oda a una Albatros viajero” y se dio cuenta, con orgullo, que él había sido testigo privilegiado del momento en que nació el germen de una de las obras más atractivas del gran poeta.
Pedro Dobrée    pedrodobree@gmail.com

Cipolletti, Julio de 2016