viernes, 23 de septiembre de 2016

Primer riego en el valle del Chubut




Sentado sobre la angosta cubierta y apoyada su espalda contra la pared exterior de la cabina del contramaestre, Aarón Jenkins miraba hacia estribor, intentando escudriñar en la oscuridad señales de tierra firme, pues le habían dicho que estaban cerca de las costas del Brasil. Apretó contra si el saco de lana cruda que lo abrigaba y aún así el viento se colaba y enfriaba su flaca carne y los huesos de su larga figura. Solo una suave brisa llenaba las velas del barco y lo mantenían en movimiento con rumbo sudoeste. De noche dormía en la cubierta para dejar más espacio a su esposa con un embarazo llegando a término y a su pequeño hijo Richard. La mayoría de los hombres habían adoptado esa actitud para favorecer la situación de los niños y de las mujeres porque el barco era demasiado chico para transportar con cierta comodidad, a todo el contingente que había embarcado en Liverpool.
Hacía un mes, el 25 de Mayo, que habían abordado el velero Mimosa y ahora estaban en los últimos días de Junio. El viaje hasta el presente fue muy duro. Sufrieron una gran tormenta al segundo día de salir de Liverpool, las comodidades a bordo no eran satisfactorias, la higiene era deplorable y la comida era escasa y mala. Varios pasajeros estaban enfermos y dos niños habían fallecido; uno de ellos el pequeño James – de dos años – hijo de Aarón y de Rachel Evans, su esposa. El niño falleció con una infección en la boca, que fue relacionada con la desnutrición infantil.
Escuchó un ruido y al volver la cara, reconoció la figura de una mujer que se acercaba. “Felicitaciones Sr. Jenkins, su esposa acaba de darle una hija” le dijo.
“Cómo están?” preguntó nervioso.  “Bien - le contestaron – ahora Rachel está descansando, pero Ud. puede ir a verla y a su pequeña hija”.
Aarón se levantó y bajó a visitar a su esposa; con cuidado caminó entre los cuerpos dormidos de mujeres y de niños hasta llegar a ella. Rachel abrió sus ojos y le sonrió débilmente. “Mírala, es bonita” le dijo.
“La llamaremos Rachel, como a ti” le dijo y le pasó un dedo rugoso suavemente sobre su mejilla.
El 28 de Julio de 1865, poco más de dos meses desde que partieron de Europa, arribaron al Golfo Nuevo, que luego llamaron Puerto Madryn. Allí se encontraron con los dos delegados del grupo que se habían adelantado, y con caballos, vacunos y ovejas, semillas y provisiones obtenidas en Carmen de Patagones, por cuenta y orden del Gobierno Nacional. Rápidamente se pudieron a preparar la tierra, quitando las malezas y arbustos de una pequeña extensión elegida cercana a la playa. Sembraron el trigo, pero la inexperiencia de los colonos en materia de actividades agrícolas y lo inhóspito del terreno, pronto puso en evidencia la inutilidad del esfuerzo y decidieron trasladarse hasta las orillas del río Chubut, cerca de 60 kilómetros hacia el sur. Armaron tres grupos que salieron en fechas distintas; peregrinaron en el desierto sin agua y con rumbos zigzagueantes producto de su desorientación en el terreno. La marcha fue lenta porque había pocos caballos y a su vez pocos colonos que sabían montar.
Las  mujeres, los niños y las provisiones fueron enviados por barco hasta la desembocadura del río en el mar. Por problemas con el viento tardaron 17 días para hacer un viaje que habían estimado en uno o dos. Dos personas perecieron a bordo, uno de ellas la recién nacida hijita de Aarón.
Cuando todo el grupo estaba reunido en el valle, ya era el mes de Octubre y resultó tarde para la siembra de las semillas de trigo y cebada que traían consigo. La alimentación era absolutamente insuficiente y las viviendas construidas fueron, en el primer año, totalmente inadecuadas para albergar a las familias. Del gobierno porteño recibieron algunas provisiones y una bandera argentina que izaron junto a la del dragón rojo, símbolo de la lejana Gales.
Al invierno siguiente, cumplido un año de la llegada del contingente, la gran mayoría estaba decepcionada y resolvió dejar la colonia; algunos pocos para instalarse en Patagones y el resto en la Provincia de Santa Fe. Los dirigentes se resistieron a estos nuevos rumbos, porque veían en estos, mayores dificultades para mantener para la colonia los objetivos iniciales de conservar la cultura galesa, materializada principalmente en la religión y en el idioma. De todas formas hubo un compromiso de las distintas familias en hacer una última siembra para sobrevivir hasta la llegada del barco que los trasladaría al norte.
Aarón Jenkis y su familia se habían instalado en la chacra que les tocó por sorteo. Allí delante de la modesta vivienda que habían levantado y en una tierra que todos consideraban maldita, Rachel sembró unas pocas hortalizas. Todos los días traía un balde de agua del río y regaba su pequeña huerta. Zanahorias, nabos y papas crecían muy bien.
Rachel era una mujer observadora y metódica y se dio cuenta de la importancia de lo que había descubierto. “Esta tierra no es mala, solo le falta agua” le decía a su marido, tratando de convencerlo de no repetir las equivocadas decisiones del resto de la colonia.
En la chacra asignada Aarón tenía varias hectáreas de tierra absolutamente plana, negra y sin vegetación en absoluto; tierras que los galeses consideraban estériles. A instancias de Rachel y como pasa frecuentemente en los matrimonios, Aarón atendió los dichos de su esposa y desparramó su cuota de semillas sobre la pequeña planicie. Pasó luego en una dirección y en otra, una rastra hecha por alpatacos y otros arbustos espinosos, tirada por un caballo; con esto logró tapar lo sembrado.
 Cuando el río estaba crecido, a mediados de la primavera y comienzos del verano, por efecto de los deshielos en la cordillera, el nivel superior de agua estaba levemente por encima del de la tierra que había trabajado. Observando esto, Aarón abrió un pequeño canal que derivara agua del río hacia el plantío; con satisfacción estuvo casi todo el día contemplando como se inundaba la superficie seca y finalmente cuando la totalidad estaba empapada, tapó la zanja para que dejara de escurrir el agua.
Hacia fines de Diciembre volvió a abrir el canal y regó lo que ahora eran excelentes brotes verdes y en los primeros días de Febrero cortó y trilló un trigo excepcional.
Aunque la cantidad no era mucha, fue el asombro del resto de la colonia que pasaban por el lugar para admirar la cosecha. Al ver el éxito quisieron repetir la experiencia, pero solo podían hacerlo hacia fines del siguiente invierno, al iniciarse un nuevo ciclo.
En las distintas chacras había estimativamente 1.000 hectáreas de tierra en las condiciones de las de Jenkins y esto cambió el humor de los colonos y con esperanzas renovadas pidieron al gobierno argentino un año más de prueba. Este accedió al pedido y se volvieron a entregar semillas y animales que se trajeron desde la zona de Patagones.
En la primavera siguiente, correspondiente al año 1868, hubo una gran siembra de trigo y cebada en casi todas las chacras y se siguió para ello el método de Jenkins: tirar la semilla, rastrillar la tierra y regar con pequeños canales con agua proveniente del río Chubut. La cosecha fue buena y aunque luego se perdió gran parte porque inmediatamente de haberse recolectado, hubo 10 días de fuertes lluvias y tormentas de viento, el ánimo en la colonia era excelente y veían ahora los galeses un futuro promisorio.
En este año Rachel tuvo otro hijo que falleció a los dos meses de edad y en el mes de Julio ella misma, probablemente por problemas cardíacos, también falleció. Tenía 34 años y su partida provocó pesar en la comunidad del dragón rojo.
Jenkins se casó nuevamente con Margaret Jones, otra inmigrante del Mimosa.
Él se convirtió en un dirigente de la comunidad galesa que fue nominado para integrar la fuerza policial valletana que se constituyó con autorización del gobierno de Buenos Aires. 10 años más tarde, en 1879, uno de los evadidos del Penal chileno de Punta Arenas, lo asesinó durante una refriega cuando intentó cruzar el río en su ruta de escape hacia el norte.

Cipolletti, Septiembre de 2016

sábado, 3 de septiembre de 2016

La gran siete


Basado en publicación de Antonio Nizetich, el 11/9/2016 en página facebook de
 “Historia de la Patagonia”
En 1918 se estableció un record para recorrer en automóvil el camino desde la ciudad de Trelew hasta la de Comodoro Rivadavia. Unas 20 horas aproximadamente, saliendo de Trelew y llegando a Comodoro por el “camino de la costa”.
En ese tiempo no estaba aún la Ruta 3 que pasa por Garayalde y las tierras altas lejanas de la costa del mar y quienes se aventuraran por este camino costero, debían enfrentar una huella sinuosa, marcada en el siglo anterior por los carros que evitaban las abundantes jarillas y alpatacos que poblaban el terreno, con zonas pantanosas y gredosas luego de las lluvias y con otras donde el camino quedaba tapado por la arena fina que bajaba de las dunas cuando el viento soplaba fuerte del oeste. A estos inconvenientes se adicionaba la necesidad de abrir más de 100 tranqueras, para superar los alambrados que delimitaban los campos y potreros por donde pasaba el camino. La ética de la vida en aquellos parajes indicaba además que toda tranquera abierta, era cuidadosamente cerrada una vez que el vehículo había pasado.
Años más tarde estas tranqueras fueron reemplazadas por guardaganados que no requerían de su apertura y por donde el vehículo podía pasar sin disminuir sustancialmente su velocidad. Este avance tecnológico de la infraestructura vial fue una importante facilidad para los usuarios que le permitían acortar, en tiempos de viaje, las largas horas que las rutas patagónicas demandaban. El guardaganado consiste en la apertura de una trinchera de 60 a 80 centímetros de profundidad y aproximadamente de 1 metro de ancho, cruzando el camino de lado a lado y sobre el cual se construye un enrejado de madera o de hierro, que permita el paso del vehículo, pero a su vez impida el de los animales, que no quieren arriesgar sus patas en los espacios entre los tirantes. El guardaganado reemplazaba la porción del alambrado que cruzaba la ruta.
El día 6 de Enero del año 1918 poco después de mediodía, Tomás Owen, Gerente General de la Compañía Mercantil del Chubut, recibió un mensaje por el telégrafo desde Comodoro Rivadavia.
Esta Compañía era una cooperativa de agricultores, principalmente del Valle Inferior del río Chubut, que tenía por objeto el transporte y el comercio de los productos del valle chubutense a Buenos Aires y a Europa y el abastecimiento de las familias y las chacras de los asociados, con elementos de la vida doméstica e insumos de la producción. Tenía la casa central en Trelew y sucursales en Rawson, Gaiman, Trevelin, Comodoro Rivadavia, Puerto Madryn y otras localidades de lo que ahora es la Provincia del Chubut.
En esencia, el mensaje indicaba que para poder cumplir con un importante trámite para la Compañía referido a la posesión de unas tierras en la zona de Tecka, en el oeste del territorio, y para evitar un viaje a Buenos Aires, era necesario entregar documentación a un funcionario de la Dirección Nacional de Tierras, que volvía a la Capital con el barco que salía de Comodoro a media mañana del día 8.
Owen tomó nota y comenzó a imaginar cómo podía aprovechar esta oportunidad. Rápidamente pensó en la inutilidad del servicio de mensajería que unía las dos ciudades más importantes del Territorio del Chubut: Trelew y Comodoro Rivadavia. Pero mientras pensaba en esto, se le ocurrió una idea arriesgada. Mandó a llamar a Henry E. Jones un colaborador de confianza en la Cooperativa.
“Tenés que viajar urgente a Comodoro para llevar estos papeles y presentarlos el día 8, a media mañana” y le mostró un sobre a Jones, cuando este se sentó frente al escritorio de su jefe.
“Imposible - le contestó Jones – la mensajería sale recién mañana y llega a Comodoro el día 9 a la noche. Ud. sabe que  sale de Trelew a la mañana temprano tres veces por semana, hace noche en Cabo Raso, luego vuelve a parar a la noche en Malaspina y llega a Comodoro recién a la tarde del día siguiente”.
“Tengo una idea y quiero saber qué opinas al respecto de ella. Qué te parece ir en la “Gran Siete” con Roberto Saller de conductor y tu de acompañante? Si salen mañana a la madrugada, no podrán estar en Comodoro a la noche tarde?”
“”La Gran Siete” era un automóvil con motor de Ford T que había sido usado con éxito en algunas carreras en la zona; su nombre lo obtenía del número de la chapa patente municipal.  Roberto Saller era norteamericano y empleado de la compañía, piloto de cierta fama y mecánico de prestigio; era el encargado del garaje.
Jones abrió sus ojos con expresión de sorpresa y luego se quedó en silencio sopesando la alternativa. “Hablemos con Roberto y preguntémosle a él”.
Esa tarde prepararon el auto, cargaron dos latas de gasolina y dos de agua, asegurando todo muy bien junto a algo de ropa para los dos viajeros y comida para 24 horas. El norteamericano había aceptado con entusiasmo el reto.
A las 6 menos cuarto de la mañana del día 7 de Enero estaban cruzando el puente sobre el  Chubut y una vez en la orilla sur del río, empezaron a subir el faldeo para alcanzar la primera meseta que se entendía por varios kilómetros. El sol estaba apareciendo y el aire que rozaba las caras del piloto y del acompañante, pues el pequeño parabrisas no permitía ponerlos a reparo completamente, era suave y agradable. El olor de la jarilla penetraba fuerte en las narices de ambos y el espíritu de aventura los invadía y excitaba.
Los primeros 20 o 30 kilómetros fueron relativamente fáciles. Las huellas del camino tenían abundante ripio, lo que ayudaba a que se mantuvieran en buen estado a pesar de las lluvias, que esa primavera no habían sido muchas. Tampoco había demasiadas curvas porque el jarillal era poco denso y había pocas oportunidades para que los carros tuvieran que doblar hacia uno u otro lado con objeto de evitar las plantas que se les interpusieran.

Lo que si fue un inconveniente ya en este tramo y en el resto del viaje, fueron las tranqueras. Jones como ayudante, tenía la misión de abrir y cerrar cada una.   Su entrenamiento como contable de la cooperativa pronto lo impulsó a hacer una estimación del tiempo que se perdía en esta tarea. Supuso que habría que establecer el tiempo que él demoraba desde el momento en que luego de frenarse la marcha del automóvil, saltaba del vehículo y llegaba a la tranquera de alambre, luego el tiempo que demoraba en abrirla y esperar que el vehículo pasara, a continuación sumar el tiempo de cierre y volver hasta donde el Ford T que lo esperaba y finalmente subir y cerrar correctamente la puerta. Era consciente de la importancia, aunque no lo pudo cuantificar, del tiempo insumido en la desaceleración y frenado del vehículo antes de llegar y en la aceleración cuando partiera nuevamente. En total estimaba que cada apertura y cierre suponía en promedio 2 minutos; por lo que por las 100 tranqueras, se podían imputar más de 3 horas del viaje.
Eran pasadas las 7 de la mañana y el camino se ponía cada vez más difícil. Las curvas y contracurvas se intensificaban y era imposible adquirir velocidad. Pero además las tranqueras se seguían sucediendo a un ritmo de uno cada 5 a 6 kilómetros y el terreno, que se tornaba más gredoso mostraba huellones y pozones, producto de las lluvias recientes y los carros que habían transitado en los días anteriores.
Los carros eran de tamaños variados y la mayoría de ellos transportaban hacia la costa “Frutos del País”: cueros, plumas de avestruz y fundamentalmente lana. Hacia el oeste - el interland de cada puerto sobre el atlántico - se transportaban víveres, ropa y enseres domésticos varios. Al transportar lana solían llevar entre 2.000 y 3.000 kilogramos, tirados por asnos, bueyes o caballos. En oportunidades circulaban juntos entre 10 y 20 carros, tirados por 4 o 6 caballos.
Avanzando la mañana en el aire aún calmo, comenzaron a percibir el olor del océano. Cuando superaron la huella que llegaba a Punta Tombo, Jones le preguntó al norteamericano como se sentía “Bien – le contestó con una sonrisa y gritando para que su compañero lo pudiera escuchar – pero tengo hambre” Decidieron comer la primera vianda que habían preparado en Trelew.  Pararon unos minutos el vehículo, comieron carne fría y pan, tomaron abundante agua y ambos orinaron al borde del camino.
A las 8 horas de andar estaban llegando a Cabo Raso. Jones le preguntó a Saller como estaban de nafta. Cuando pararon, Saller colocó la vara medidora en el tanque de combustible y comentó “…con lo que tenemos en las latas y lo que hay en el tanque, podremos llegar a Comodoro. No me parece necesario cargar en el Cabo Raso, no perdamos tiempo”. Jones estuvo de acuerdo y pasaron frente al caserío que bordeaba el mar, como una exhalación.
Poco tiempo después pero todavía en cercanías de la playa, transitaron por una zona de dunas y en donde los fuertes vientos del poniente, arrastraban la arena tapando las huellas del camino. En una curva repentinamente vieron un grupo de martinetas que corrían sobre la arena. Todas levantaron su pesado vuelo, pero una de ellas despegó unos instantes tarde y murió, con un gran despliegue de plumas, contra el radiador del auto. Saller perdió un instante la atención y el vehículo embistió una loma de arena un poco mayor que las demás. El motor se aceleró y las ruedas traseras giraron en el aire. Ambos hombres se bajaron del auto y reconocieron que estaba “colgado”. Con los cuerpos contra el suelo y con la ayuda de una pequeña pala que transportaban, limpiaron de arena el trayecto y pudieron luego empujando colocar el vehículo en una posición en que las cuatro ruedas se apoyaran firmemente en el camino. Saller inspeccionó el radiador y viendo que no hubo daños por el golpe recibido, puso nuevamente el motor en marcha y reanudaron el viaje. Un poco más adelante atropellaron a un zorrino, pero ahora no hubo más inconvenientes que un terrible olor que, dijeron riendo ambos, los acompañaría por el resto del viaje y también por un buen tiempo, cuando el auto estuviera estacionado nuevamente en el taller en Trelew.
Torcieron hacia el oeste y se alejaron del mar, dejando hacia su izquierda a la Bahía Camarones. El terreno era cada vez más alto y esto se notaba en el motor que gastaba más nafta de lo originalmente previsto. “Llegamos a Malaspina?” preguntó Jones. “Si - contestó Saller – pero espero que podamos recargar allí. Si no es así, no llegamos a Comodoro” Era las 5 de la tarde cuando avistaron al pequeño caserío de Malaspina, que no era más que una Comisaría, un Almacén, una Estafeta Postal y dos viviendas de adobe y piedra. Todo en un pequeño valle con un mallín hacia abajo y tres álamos que apuntaban rectos y verdes hacia el cielo.
Le dejaron el auto al hombre que los recibió con la consigna de llenar el tanque de combustible y las latas que estaban atadas a la parte trasera. Aliviados con la noticia,  ambos entraron al Almacén. Jones preguntó si había mate, pues había adquirido la costumbre criolla. Sus padres habían llegado a Madryn en el Mimosa, con la primera ola de inmigrantes y él había nacido en una chacra de Gaiman. Le entregaron un mate con una bombilla y una pava con agua caliente. Saller pidió una taza de té. Comieron nuevamente pan con carne fría, que ahora era de gallina pues antes fue de capón. En 15 minutos estaban listos para volver a la huella.
Esta seguía buscando más altura y pronto llegaron a la Pampa de Salamanca. El camino era mejor allí, pues aunque se mantenía la presencia de gran cantidad de curvas y de tranqueras, que a Jones ya lo tenían a maltraer, el suelo nuevamente estaba bien enripiado y sin mayores irregularidades. En algunos cortos tramos rectos, la velocidad que lograba imprimir Saller al vehículo era notoria.
La luz del día empezó a disminuir cerca de las 10 de la noche y agradecieron estar en verano, pues recién habían pasado 15 días del más largo del año. En esos momentos arribaron a la larguísima bajada del cañadón Ferrays y el terreno comenzó a descender hacia las orillas del océano. Estaban a algo más de 20 kilómetros de la llegada y el día se había transformado, ahora sí, en noche. Afortunadamente una noche clara de luna llena, pues las luces del auto no iluminaban muy bien y hubiera sido una tortura para ojos y nervios, avanzar sin la ayuda del astro nocturno.
Cuando se acercaron a las primeras débiles luces y calles polvorientas de la ciudad de Comodoro Rivadavia, Jones buscó entre su ropa su reloj. “Es la 1 de la mañana con 15 minutos – y torciéndose un poco hacia su compañero de ruta, en el estrecho y no muy cómodo asiente del Ford T, le golpeó la espalda y gritó – lo logramos, carajo”. Luego golpeó el capot del auto “19 horas y 30 minutos; esto no nos han de creer”.
Buscaron el hotel que les habían indicado. Al somnoliento guardia de noche le preguntaron por el Dr. Horacio Martínez Longue, funcionario de la Dirección Nacional de Tierras, próximo a embarcar para Buenos Aires. “Está durmiendo” les contestaron.
Jones pidió una habitación para dos y que los despertaran cuando bajara de su habitación Martínez Longue.
A la mañana telegrafió a Trelew. “Misión cumplida, acabamos de entregar el sobre. Ningún contratiempo.”

Pedro Dobrée    Cipolletti, Agosto de 2016
pedrodobree@gmail.com