Sentado sobre la angosta cubierta
y apoyada su espalda contra la pared exterior de la cabina del contramaestre,
Aarón Jenkins miraba hacia estribor, intentando escudriñar en la oscuridad
señales de tierra firme, pues le habían dicho que estaban cerca de las costas
del Brasil. Apretó contra si el saco de lana cruda que lo abrigaba y aún así el
viento se colaba y enfriaba su flaca carne y los huesos de su larga figura.
Solo una suave brisa llenaba las velas del barco y lo mantenían en movimiento
con rumbo sudoeste. De noche dormía en la cubierta para dejar más espacio a su
esposa con un embarazo llegando a término y a su pequeño hijo Richard. La
mayoría de los hombres habían adoptado esa actitud para favorecer la situación
de los niños y de las mujeres porque el barco era demasiado chico para
transportar con cierta comodidad, a todo el contingente que había embarcado en
Liverpool.
Hacía un mes, el 25 de Mayo, que
habían abordado el velero Mimosa y ahora estaban en los últimos días de Junio.
El viaje hasta el presente fue muy duro. Sufrieron una gran tormenta al segundo
día de salir de Liverpool, las comodidades a bordo no eran satisfactorias, la
higiene era deplorable y la comida era escasa y mala. Varios pasajeros estaban
enfermos y dos niños habían fallecido; uno de ellos el pequeño James – de dos
años – hijo de Aarón y de Rachel Evans, su esposa. El niño falleció con una
infección en la boca, que fue relacionada con la desnutrición infantil.
Escuchó un ruido y al volver la
cara, reconoció la figura de una mujer que se acercaba. “Felicitaciones Sr.
Jenkins, su esposa acaba de darle una hija” le dijo.
“Cómo están?” preguntó nervioso. “Bien - le contestaron – ahora Rachel está
descansando, pero Ud. puede ir a verla y a su pequeña hija”.
Aarón se levantó y bajó a visitar
a su esposa; con cuidado caminó entre los cuerpos dormidos de mujeres y de
niños hasta llegar a ella. Rachel abrió sus ojos y le sonrió débilmente.
“Mírala, es bonita” le dijo.
“La llamaremos Rachel, como a ti”
le dijo y le pasó un dedo rugoso suavemente sobre su mejilla.
El 28 de Julio de 1865, poco más
de dos meses desde que partieron de Europa, arribaron al Golfo Nuevo, que luego
llamaron Puerto Madryn. Allí se encontraron con los dos delegados del grupo que
se habían adelantado, y con caballos, vacunos y ovejas, semillas y provisiones
obtenidas en Carmen de Patagones, por cuenta y orden del Gobierno Nacional.
Rápidamente se pudieron a preparar la tierra, quitando las malezas y arbustos
de una pequeña extensión elegida cercana a la playa. Sembraron el trigo, pero la
inexperiencia de los colonos en materia de actividades agrícolas y lo inhóspito
del terreno, pronto puso en evidencia la inutilidad del esfuerzo y decidieron
trasladarse hasta las orillas del río Chubut, cerca de 60 kilómetros hacia el
sur. Armaron tres grupos que salieron en fechas distintas; peregrinaron en el
desierto sin agua y con rumbos zigzagueantes producto de su desorientación en el
terreno. La marcha fue lenta porque había pocos caballos y a su vez pocos
colonos que sabían montar.
Las mujeres, los niños y las provisiones fueron
enviados por barco hasta la desembocadura del río en el mar. Por problemas con
el viento tardaron 17 días para hacer un viaje que habían estimado en uno o
dos. Dos personas perecieron a bordo, uno de ellas la recién nacida hijita de
Aarón.
Cuando todo el grupo estaba
reunido en el valle, ya era el mes de Octubre y resultó tarde para la siembra
de las semillas de trigo y cebada que traían consigo. La alimentación era
absolutamente insuficiente y las viviendas construidas fueron, en el primer
año, totalmente inadecuadas para albergar a las familias. Del gobierno porteño
recibieron algunas provisiones y una bandera argentina que izaron junto a la
del dragón rojo, símbolo de la lejana Gales.
Al invierno siguiente, cumplido
un año de la llegada del contingente, la gran mayoría estaba decepcionada y
resolvió dejar la colonia; algunos pocos para instalarse en Patagones y el
resto en la Provincia de Santa Fe. Los dirigentes se resistieron a estos nuevos
rumbos, porque veían en estos, mayores dificultades para mantener para la
colonia los objetivos iniciales de conservar la cultura galesa, materializada
principalmente en la religión y en el idioma. De todas formas hubo un
compromiso de las distintas familias en hacer una última siembra para
sobrevivir hasta la llegada del barco que los trasladaría al norte.
Aarón Jenkis y su familia se
habían instalado en la chacra que les tocó por sorteo. Allí delante de la
modesta vivienda que habían levantado y en una tierra que todos consideraban
maldita, Rachel sembró unas pocas hortalizas. Todos los días traía un balde de agua
del río y regaba su pequeña huerta. Zanahorias, nabos y papas crecían muy bien.
Rachel era una mujer observadora
y metódica y se dio cuenta de la importancia de lo que había descubierto. “Esta
tierra no es mala, solo le falta agua” le decía a su marido, tratando de convencerlo
de no repetir las equivocadas decisiones del resto de la colonia.
En la chacra asignada Aarón tenía
varias hectáreas de tierra absolutamente plana, negra y sin vegetación en
absoluto; tierras que los galeses consideraban estériles. A instancias de
Rachel y como pasa frecuentemente en los matrimonios, Aarón atendió los dichos
de su esposa y desparramó su cuota de semillas sobre la pequeña planicie. Pasó
luego en una dirección y en otra, una rastra hecha por alpatacos y otros
arbustos espinosos, tirada por un caballo; con esto logró tapar lo sembrado.
Cuando el río estaba crecido, a mediados de la
primavera y comienzos del verano, por efecto de los deshielos en la cordillera,
el nivel superior de agua estaba levemente por encima del de la tierra que
había trabajado. Observando esto, Aarón abrió un pequeño canal que derivara
agua del río hacia el plantío; con satisfacción estuvo casi todo el día contemplando
como se inundaba la superficie seca y finalmente cuando la totalidad estaba
empapada, tapó la zanja para que dejara de escurrir el agua.
Hacia fines de Diciembre volvió a
abrir el canal y regó lo que ahora eran excelentes brotes verdes y en los
primeros días de Febrero cortó y trilló un trigo excepcional.
Aunque la cantidad no era mucha,
fue el asombro del resto de la colonia que pasaban por el lugar para admirar la
cosecha. Al ver el éxito quisieron repetir la experiencia, pero solo podían
hacerlo hacia fines del siguiente invierno, al iniciarse un nuevo ciclo.
En las distintas chacras había estimativamente
1.000 hectáreas de tierra en las condiciones de las de Jenkins y esto cambió el
humor de los colonos y con esperanzas renovadas pidieron al gobierno argentino
un año más de prueba. Este accedió al pedido y se volvieron a entregar semillas
y animales que se trajeron desde la zona de Patagones.
En la primavera siguiente,
correspondiente al año 1868, hubo una gran siembra de trigo y cebada en casi
todas las chacras y se siguió para ello el método de Jenkins: tirar la semilla,
rastrillar la tierra y regar con pequeños canales con agua proveniente del río
Chubut. La cosecha fue buena y aunque luego se perdió gran parte porque
inmediatamente de haberse recolectado, hubo 10 días de fuertes lluvias y
tormentas de viento, el ánimo en la colonia era excelente y veían ahora los
galeses un futuro promisorio.
En este año Rachel tuvo otro hijo
que falleció a los dos meses de edad y en el mes de Julio ella misma,
probablemente por problemas cardíacos, también falleció. Tenía 34 años y su
partida provocó pesar en la comunidad del dragón rojo.
Jenkins se casó nuevamente con
Margaret Jones, otra inmigrante del Mimosa.
Él se convirtió en un dirigente
de la comunidad galesa que fue nominado para integrar la fuerza policial
valletana que se constituyó con autorización del gobierno de Buenos Aires. 10
años más tarde, en 1879, uno de los evadidos del Penal chileno de Punta Arenas,
lo asesinó durante una refriega cuando intentó cruzar el río en su ruta de
escape hacia el norte.
Cipolletti, Septiembre de 2016