Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Carlos Solís fue un pequeño poblador de la zona de San
Julián, unos 70 kilómetros adentro, hacia el pueblo de Cañadón León, que ahora
se llama Gobernador Gregores.
Se había casado temprano con Graciela Epumer, la hija de una
familia tehuelche que supo vivir en Camusu Aike. Con ella tuvo un hijo que
llamaron Marcelo y que cuidaron ambos con gran cariño. Cuando el niño cumplió 7
años, acordaron que era necesario llevarlo a la escuela.
Carlos Solís tenía una hermana que vivía en San Julián y
estaba casada con Domingo Antonino, un empleado de la sucursal local de La
Anónima. Carlos y Graciela resolvieron
que ella y Marcelo vivirían, durante el ciclo lectivo, en la casa de los
parientes en el pueblo. Carlos haría un aporte mensual para comprar comida y
gastos, pero permanecería en el campo, al cuidado de los animales que tenían
allí. Como el ciclo lectivo en San Julián se iniciaba en Marzo y terminaba en Diciembre,
como en el resto del país, la familia volvía a reunirse en el campo en los
meses del verano y este arreglo le permitía a Graciela colaborar con su esposo
durante la esquila de las ovejas, tarea central de la cría de hacienda en la
Patagonia.
Cuando Marcelo cumplió 12 años, Graciela enfermó y fue
hospitalizada en el hospital provincial de San Julián. Luego de 2 meses de
internación y de un cambio notable en su fisonomía de modo que amigos y vecinos
no la reconocían, volvió al domicilio de su cuñada donde a la semana falleció.
Ese verano Marcelo fue al campo y vivió allí con su padre,
pero en Marzo bajó al puerto para
empezar el primer año del colegio secundario. Esta rutina lo mantuvo
durante todo el tiempo que le llevó estudiar y cuando terminó, Carlos bajó al
puerto para estar presente en el acto de colación de grados. Con lágrimas que
no pudo disimular, vio como a su hijo le entregaron el diploma y nunca sintió
tanto la ausencia de Graciela a quien, decía luego, nada le hubiera gustado más
que estar allí con él, viendo lo que él veía.
Aunque Marcelo tenía facilidad por las matemáticas y su padre
insistía para que fuera a Comodoro Rivadavia, a estudiar Ingeniería en la
Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. Pero Marcelo se opuso al
pedido de su padre y quiso ir con él, al campo, donde pasó todo el año. En
Enero de 1982, mientras visitaba San Julián, Marcelo se encontró con una
citación del Ejercito Argentino, que le informaba que debía presentarse en el
Comando de la XI Brigada Mecanizada, en Río Gallegos, al mes siguiente.
Carlos se inquietó pero se resignó a la ausencia del hijo:
“un año pasa rápido”, se decía.
A principios de Abril, como en todas las mañanas, prendió la
radio a pilas que tenía sobre la mesa de la cocina. Por ella escuchó mientras preparaba
el mate, que el gobierno militar de la Argentina había invadido las Islas
Malvinas y que las reconquistaba para la felicidad del pueblo argentino. En la
Plaza de Mayo, allá lejos en Buenos Aires, la gente se agolpaba para celebrar.
Se preocupó mientras pensaba en Marcelo, en Río Gallegos, de uniforme.
A los pocos días tuvo que bajar al pueblo a buscar las
provisiones que le harían falta para el invierno, “ …no muchas, total vivo
solo”.
En la segunda tarde y luego de terminar de hacer lo que tenía
previsto, decidió pasar por el Bar de Juan Pedernal, en la calle Colón, cerca
de la esquina con Fagnano. Juan trabajaba
en la empresa provincial que atendía el suministro de electricidad en el pueblo
y era un viejo socialista, probablemente el único en todo San Julián.
“Qué te parece esta guerra – le preguntó Carlos a Juan –
tendrá sentido lo que hace el gobierno?”.
“Ninguna guerra tiene sentido – fue la respuesta – y esta
menos, pues su objeto es más buscar consenso político para el gobierno que
conquistar una tierra que … para qué la queremos? decime vos”.
Carlos terminó la ginebra que tenía en el vaso y lo depositó suavemente
sobre la barra. Con la cabeza gacha, como abatido, saludó a Juan y algunos más
que estaban en la sala. Lentamente subió a su vieja camioneta mientras sentía
el roce de la carta que recibió esa mañana de Río Gallegos y por la cual
Marcelo le explicaba que había sido embarcado junto al resto de su regimiento “
…no te preocupes, dicen aquí que no tendremos que pelear”, leyó en uno de los
párrafos.
En los últimos días de Abril y la primera quincena de Mayo,
nevó mucho en la pampa alta donde Carlos tenía sus animales. Una tarde,
mientras Carlos recorría cañadones y faldeos, buscando ovejas aisladas por la
nieve, su caballo resbaló y cayó de costado apretando la pierna de su jinete
contra el suelo. El caballo se levantó y inició un galope con rumbo al casco de
la estancia. Carlos en el suelo, sintió el dolor agudo de un tobillo roto. Se
arrastró hacia el reparo de una roca grande que sobresalía del faldeo; allí se
tendió buscando leña pequeña para prender un fuego, pero cuando pudo sacar los
fósforos del bolsillo de la campera, vio que estaban mojados. Miró al cielo del
atardecer y vio que estaba aclarando para helar fuerte esa noche. “En las casas
– pensó - no hay nadie y nadie percibirá mi ausencia”. El terror empezó a
invadirlo.
En San Julián, en la casa de la hermana de Carlos, recibieron
esa misma tarde una comunicación del Ejército. Informaba a la familia que el
soldado Marcelo Solís, había fallecido defendiendo la Patria, en un descampado
cercano a Puerto Darwin.