Me senté en una mesa en la vereda
del Sorocabana, en una de las esquinas de la vieja Plaza San Martín, buscando
el aire todavía fresco de la mañana a la sombra de sus árboles. Pensé que podrían
ser las mismas mesas y los mismos árboles de cuando vivía en Córdoba y había
adquirido la costumbre de desayunar allí todas las mañanas de la semana laboral
con un café y un criollito, que es ese biscocho que solo se consigue en Córdoba
y que el bar compraba en una panadería a no más de una cuadra por la calle San
Jerónimo. Fui cordobés durante varias temporadas muy placenteras, mientras
estudiaba en la Universidad y transitaba las hermosas épocas de la juventud.
Finalizados mis estudios retorné
a mi Patagonia y cada tanto, probablemente una vez por año, volvía a la ciudad
que fue tan amable conmigo, para visitar parientes y amigos o para simplemente
recorrer calles de la ciudad y envolverme en un clima de nostalgia que me
transportaba a mis épocas de estudiante, a las de las peñas, de las señoritas
cordobesas, de la política partidaria y de los aprendizajes que me supieron
transformar en un hombre, que luego se ha creído adulto, responsable y
profesionalmente serio.
No bien me senté en la mesa, vi
cruzar la calle desde la plaza y encaminar su voluminosa figura hacia la
marquesina del Sorocabana, al Comisario de la Policía de la Provincia de Santa
Cruz, Rosalino Carmona. La última vez que lo vi fue en Caleta Olivia, donde
estaba en misión oficial por trámites de su Comisaría en la Colonia Las Heras y
fue grande mi sorpresa verlo nuevamente en un escenario tan distinto al
anterior. Sin el uniforme y con una remera verde, un pantalón bermuda de color
claro y zapatillas, me había demorado unos segundos en reconocerlo.
Pero rápidamente me repuse de mi
sorpresa, me levanté y me interpuse en su camino. Su cara expresó genuina gusto
al reconocerme él también. Nos abrazamos y lo invité a sentarse conmigo en la
mesa.
“Cómo es que te encuentro aquí,
comisario?” le pregunté, mientras le hacía una seña al mozo para que se acerque.
Con Rosalino habíamos hecho amistad cuando yo vivía en Río Gallegos y él estaba
en la Escuela Provincial de Policía.
“Estoy haciendo un curso de
capacitación, organizado por el Ministerio de Seguridad de la Nación. Se hace
aquí en Córdoba y somos de todas las provincias del país. Estamos en el
edificio de la Policía de Córdoba, en la Av. Colón”.
Me siguió explicando cómo había
llegado también a Santa Cruz la onda de la capacitación con aparatología
moderna y cómo el nuevo gobierno nacional estaba intentando mejorar a las
policías provinciales, a la Gendarmería Nacional, a la Prefectura Naval y a los
“federicos”.
“Había un cupo de 5 para nuestra
provincia y yo tuve suerte de ligar un lugar, no me preguntes como”.
Interrumpimos cuando llegaron
nuestros cafés y los criollitos, que yo insistí para que probara.
“Qué aventuras nuevas tienes para
contar?” le pregunté a mi amigo.
“No muchas, sabes que Las Heras
no es un pueblo de grandes aventuras. De todas formas tuvimos una anécdota que
vale recordarla”
Con entusiasmo le pedí que me
contara, mientras le puse un sobre de edulcorante a mi café.
“En los primeros días de
setiembre cayó una nevada grande. En las zonas de la pampa alta había cerca de
70 centímetros de nieve y hasta abajo, en los alrededores del pueblo, se puso
todo blanco”. Rosalino limpió sus labios
de migas de criollito con la mano. “En una de las mañanas más frías de esa
semana – prosiguió - llegó a la Comisaría a caballo y por el centro de la calle,
la Porota Quintana, una mujer que tiene un pedazo de campo, para el lado de
Perito Moreno, unas tres leguas de Las Heras. Parecía una escena de una
película del Far West. Ató el animal en el fresno que hay sobre la vereda y
entró por la puerta de la calle”.
“La atendió el agente Mileson,
que luego vino a reportarme lo que le dijo la mujer. Que había sido atacada por
una persona que baleó de muerte a su marido, Edgardo Viñas. Que ella había
tomado un revolver que siempre tienen en las casas y había matado a su vez al
asaltante. Que luego ensilló una yegua que tenían en el corral y que se vino
para acá para hacer la denuncia. Que suponía que había querido robarles. Que no
sabía quién era el asaltante”.
Rosalino levantó su taza de café, lo olió y probó un sorbo.
“Café rico” me sonrió.
“El problema inicial fue
trasladarnos hacia la pequeña estancia, El Durazno, donde sucedieron los
hechos. Tu sabes – me miró por encina del borde de la tasa – que cuando hay 30
a 40 centímetros de nieve, es complicado avanzar. Mircic, el chofer de la
ambulancia del hospital que tendríamos que utilizar para buscar los cadáveres,
se negó a conducir esa tarde. Por suerte pude conseguir de una comisión de YPF,
el préstamo de una camioneta alta y con tracción en las cuatro ruedas. El plan
era ir adelante con el vehículo de YPF y por detrás, en la misma huella del
primero, la ambulancia del hospital.”
“Salimos a las 3 de la tarde, con
dos termos para tomar mate y una bolsa de galletas que pasamos a buscar por la
panadería del gallego Ardiles. En la ambulancia iba el chofer, un enfermero que
siempre estaba dispuesto para estas cuestiones y la Porota Quintana. En la
camioneta íbamos, el chofer de la empresa petrolera, el agente Mileson y yo”.
“Mientras viajábamos por el
pavimento fuimos bien, No había mucha nieve y la ruta en ese tramo está
pavimentada; la visibilidad era buena y había algo de tráfico. Los problemas
comenzaron cuando nos bajamos de la ruta grande y empezamos a recorrer el
camino vecinal que nos llevara a la estancia. En un momento paramos y yo le
pedí a la Porota que pasara adelante con nosotros y mandé a la ambulancia a
Mileson. La huella trepaba lentamente y a medida que lograba mayor altura la
nieve caída era más. Recién a los 20 kilómetros de recorrer este tramo nos cruzamos
con un camión de la empresa Total, que nos hizo un saludo de luces. A las cinco
de la tarde comenzó a nevar nuevamente y la ambulancia iba despacio y en
algunos sectores patinando. Porota nos fue indicando como sortear un par de
bajos que se ponían feos cuando el tiempo estaba malo. Con alivio escuchamos
ladridos de varios perros, indicando que habíamos llegado a las pocas
edificaciones que conformaban el casco de la estancia”.
“Pedimos otro café?” me dijo Carmona. Yo asentí y le hice
una seña al mozo.
“Cuando llegamos a la casa donde
vivía el matrimonio, vimos la escena de sangre que la nieve tapaba solo
parcialmente. Edgardo Viñas estaba cruzado de espaldas en la puerta, con
agujero de bala pocos centímetros por arriba de la línea del cinto y cerca del
ombligo. A pocos metros de la entrada de la casa y boca abajo, había otro
cuerpo, caído de bruces y con una herida fea en la nuca. Los perros no habían
dañado los cadáveres y solo habían lamido algo la nieve teñida de sangre”.
“Bueno, una buena! – dije yo – no
tuviste que investigar mucho para explicar el asesinato”.
“No creas; al principio pensaba
como vos, pero llegando al pueblo con los dos vehículos y los cadáveres, sentí una sensación que había algo
que no podía ver de un hecho que en principio parecía claro. No lo podía
explicar, pero me mantuvo intranquilo, inclusive esa noche luego de irnos a
descansar”.
“Pero te cuento en orden. Luego
de sacar una gran cantidad de fotos, la mayoría de Mileson pero algunas las
tomé yo mismo, de colocar los cadáveres en las camillas y subirlos a la ambulancia,
requisé dos armas de fuego: un revolver 38 y una carabina 22 largo, los puse en
una bolsa plástica y también los subí a la ambulancia. Mandé desensillar el
caballo del asaltante, un hermoso gateado oscuro de cabos negros, y que lo
encerraran en un corral, cerca del pequeño galpón de esquila, y que se
aseguraran que tuviera agua. Tomamos unos mates y emprendimos la vuelta, incluyendo
a la Porota Quintana, que dijo que
quería quedarse, pero yo insistí en que vuelva con nosotros. Para esa hora ya
la tarde se había convertido en noche muy oscura, porque estaba nublado y no
había luna para iluminar el camino”.
“Había dejado de nevar y la
temperatura subió un par de grados. Los bajos estaban más feos por la nieve
derretida, por el paso del poco tráfico y por la oscuridad de la noche. En uno
de ellos la ambulancia patinó y sus ruedas traseras se fueron a la banquina,
donde daban vueltas, sin que el vehículo pudiera avanzar. Nos bajamos y
chapaleamos en el barro frío. El chofer de la camioneta sacó una soga de la
caja y con ella ató la ambulancia para poder tirarla y volverla a colocar en el
centro de la calzada. Las manos embarradas nos permitieron sentir que la
temperatura estaba cerca del punto de congelación”.
“Antes de volver a reanudar la
marcha, el enfermero del hospital, Mircic y Mileson, acomodaron y ajustaron las
ataduras los cadáveres en la parte trasera de la ambulancia, pues con los
sacudones del camino se habían desacomodado y uno de ellos había caído al
piso”.
Llegó el mozo y nos puso sobre la
mesa los dos cafés pedidos. Yo miré a mi alrededor y reflexioné extrañado sobre
la enorme diferencia entre el calor que se anunciaba para ese día, el rico olor
del café y el aspecto cosmopolita de una ciudad moderna con sus edificios, su
tráfico y su gente, con la soledad y el frío de la Patagonia que el comisario
Carmona me estaba recordando.
“Cuando llegamos a Las Heras,
fuimos primero al Hospital, donde los cadáveres fueron colocados en la pequeña
morgue. Yo llamé a la casa del Dr. Canosa, el director y le informé de lo
realizado. Aproveché para pedirle los resultados de la autopsia al día
siguiente, lo antes posible, para yo luego reenviar la data a la fiscalía de
Puerto Deseado. Cumplido esto la camioneta nos acercó a la comisaría a Mileson
y a mí y a la Porota Quintana a una pensión de la calle Belgrano. Antes de
dejarla allí, le pedí que se acercara por la mañana por mi despacho, para así
le pudiéramos tomar su declaración sobre los hechos”.
“Eran como las 10 de la mañana
siguiente y yo ya estaba intranquilo, … la Porota no aparecía. Cuando estaba
por mandar a buscarla, entró por la puerta. Antes había recibido yo una llamada
telefónica de Canosa que me adelantaba el informe de las dos autopsias; nada
distinto a lo que pudiéramos sospechar el día anterior: ambas muertes se debían
al único balazo que cada uno recibió. La bala que mató a Viñas fue la de la
carabina y la del extraño, la calibre 38”.
“Pero quien era el asaltante? lo
conocían?” interrumpí yo. Rosalino me contestó que esa mañana pudieron
averiguar que se llamaba Avelino Giúdice, nativo de la zona de Los Menucos, en
el sur de la Provincia de Río Negro. Lo buscaba la Policía de esa provincia por
cuatrero.
“Carmela - la Porota - Quintana
contó su versión de los hechos, repitiendo más formalmente lo expresado la
tarde anterior. Dijo que en la madrugada escucho a los perros ladrar y
sorprendida miró por una hendija de la ventana de la cocina. Dice que vio un
caballo ensillado y atado a uno de los postes delante de la casa. Vio también
un hombre acercándose a la casa con un arma en la mano. Que le avisó a Edgardo
diciéndole que tuviera cuidado. Que este se levantó de la cama y se acercó a la
puerta que abrió cuando escuchó la voz de quien estaba afuera. No bien oyó que
la puerta se abrió escuchó un disparo y el quejido de su marido. Que tomó un
revolver de la mesa de luz y salió de la casa por una puerta lateral y vio allí
a su marido tirado en el suelo boca arriba y al extraño con una carabina
apuntándolo, como si quisiera rematarlo. Que ella apuntó a la espalda del
asaltante para impedir que volviera a dispararle a Edgardo. Que no sabe que
hizo, pero sintió una gran explosión y un golpe en el brazo que sujetaba el
arma y como resultado de eso el hombre se desplomó. A continuación corrió a
socorrer al marido, pero se encontró con que este fallecía en sus brazos”.
“La versión sonaba bien – me
siguió diciendo Rosalino – pero había algo que no me gustaba y yo no lo podía
identificar. Me trataba de autoconvencer pensando que había muchos casos de
esas características y que en los noticieros nacionales se podían ver uno o dos
diarios, en donde se producía un asalto y uno de la familia mataba a un
asaltante; con frecuencia también moría un miembro de la familia”. Durante la
tarde hice mi informe y junto a la declaración de la Porota y las dos
autopsias, envié todo por ómnibus a la Fiscalía en Puerto Deseado”.
“Eran las 6 de la tarde y había
hecho todo lo que tenía a la vista para realizar. Decidí ir hasta el bar de
Chelo y tomar un café; avisé al agente de guardia que me podían encontrar en el
bar si me necesitaban y me encaminé hacia la plaza. El aire estaba frío y calmo
y el cielo despejado, indicando así una helada fuerte hacia la madrugada. Elegí
entonces una mesa en el interior del bar, pues como tú sabes, yo no fumo y no
me hace falta congelarme para poder fumar un cigarrillo. Me había sentado no
más de 5 minutos y cayó el Dr. Canosa que me sonrió y me comentó que me estaba
buscando para preguntarme si me habían parecido bien los dos informes de
autopsias que me mandó a la mañana.”
“El mozo me trajo el café cortado pedido y Canosa pidió uno
para él. Estuvo la Porota- me dijo - y me pidió el certificado de defunción de
su marido”.
“Demoré unos instantes para
reaccionar: para que te pidió eso? había algún seguro de vida quizás?. Mi
cabeza empezó lentamente a evaluar el dato y lo llamé a Mileson para que me
consiguiera el celular de Carlitos Gómez Paz, el único vendedor de la única
compañía de seguros en el pueblo”.
“No eran muchos los pobladores
rurales que compraban seguros, me dijo Carlitos cuando lo llamé a los pocos
minutos, y añadió que se había sorprendido cuando la Porota y su marido habían
entrado a su oficina hace un tiempo, en Abril o Mayo y se aseguraron mutuamente
por una cifra regularmente importante. Nos dijimos dos o tres cosas más, sin
importancia, y le agradecí la información y corte la conversación”.
“Inmediatamente lo llamé
nuevamente a Mileson para preguntarle si aún estaba en la comisaría; cuando me
dijo que si, le pedi que esperara, que había cambiado de idea y que volvía para
allí. Cuando llegué nos sentamos a conversar; a mí me gusta informarle de lo
que yo estoy pensando, porque luego él me critica y me aporta nuevas ideas. Le
dije que me parecía que el crimen que teníamos entre manos no era sencillo y
aunque no tenía ninguna hipótesis, si tenía una idea: y que por ella pensaba
que no fue un asalto, sino un crimen por encargo. Le conté también que me había
enterado de la existencia de un seguro de vida. Mileson abrió los ojos, pero me
di cuenta que asimilaba la idea. Búscame toda la información que este estado de
investigación requiere le dije, sabiendo que el sabría interpretar
correctamente la consigna”.
“Antes de salir de la comisaría
para cenar y no volver hasta el día siguiente, le pedí - con sensación de culpa
por no haberlo hecho antes - al agente Cayumán que era buen jinete, que
ensillara temprano y a caballo se fuera a El Durazno para traer, a tiro, el
caballo de Giúdice”.
En ese momento interrumpimos la
charla. Por el costado de nuestra mesa y casi rozándola con sus cortas
polleras, pasaron tres jóvenes y bonitas cordobesas conversando y riendo. Noté
el desvío en los ojos de Rosalino que habrán tenido una equivalencia con los
míos. En los breves instantes en que nos quedamos callados yo dudé en
calificarlas o como estudiantes de la Universidad caminando hacia una clase
tempranera, o jóvenes empleadas de alguna tienda de la zona céntrica o tres
amigas que habían acordado salir de compras bien temprano, para evitar luego el
calor del medio día. Pasaron sin vernos y cruzaron la calle hacia la plaza.
“A la mañana siguiente –
prosiguió Rosalino Carmona – llegó Mileson con los ojos excitados. Tengo noticias
jefe. El sábado a la noche en el Oasis había un gaucho que las chicas dicen no
haber visto antes. Tenía mucha plata y pago champan para todos y luego se fue
con la Violeta; dijo también que volvería pues le debían más plata. La
descripción que me dan las chicas del hombre, coincide bastante con la de
Avelino Giúdice”.
“No era mucho, pero yo empecé a
atar cabos. De todas formas no quise adelantar nada al fiscal porque no me
gusta desdecirme luego”.
“Estaba poniéndome la campera
para ir a comer, cuando escucho la voz de Cayumán. Ya llegué Comisario, me
dijo. Salí a la madrugada aún oscuro y ahora he llegado con el caballo de
Giúdice a tiro. Tengo los dos, el mío y este otro, atados en la vereda. Ud.
dirá que debo hacer”.
“Le pedí que los llevara al
corralón que tenemos para guardar caballos sueltos en la ruta y que guardara el
recado en un galpón que también tenemos allí… este tiene un candado que evita
que cualquiera abra la puerta”.
“Salimos juntos a la vereda y nos
paramos ambos a mirar al gateado. Era muy lindo animal, de esos criollos que
están siempre en condiciones de recorrer largas distancias o de trabajar todo
un día arreando un piño de ovejas. Estábamos allí cuando pasó el paisano
Melicura. Flor de caballo tiene allí Comisario – me dijo, parándose al lado mío
– lo vi el otro día”.
“Dónde lo vistes? le pregunté. En
la ruta hacia Perito Moreno, yo volvía de cazar liebres con los dos galgos que tengo.
La persona que lo montaba estaba hablando con la patrona de la Estancia El
Durazno; ambos al costado del camino”.
“Cuándo? le volví a preguntar. El sábado por la tarde, me
contestó con seguridad”.
“Gracias Melicura, sos un capo,
le dije y le palmeé la espalda. Volví a la oficina y cambiando de idea, pedí
que me trajeran un sándwich de milanesa y que me prepararan mate. Mientras
tanto comencé a ubicar por teléfono al Fiscal Bongiorno en Puerto Deseado.
“Bueno mi gran amigo, esta es la
historia. En cuanto lo ubique al fiscal y me aseguró estar esta tarde allí, la
mandé a buscar a la Porota y la puse en discreta custodia. Cuando llegó el
fiscal él la interrogó por un rato largo y finalmente ella se desmoronó. Contó
que su vida era un calvario, que el marido le pegaba y que no le encontró otra
salida. Ahora está a disposición del Juez”.
Rosalino se levantó de la silla y
llamó al mozo. Discutimos y yo insistí en pagar la cuenta. El me dijo que
lamentaba no poder verme de nuevo, pero que ahora debía estar en el acto de
cierre de las jornadas de capacitación y a la tarde tomaba el avión que lo
llevaría, luego de varios trasbordos, nuevamente a Comodoro Rivadavia y en
ómnibus a Las Heras”.
Nos saludamos calurosamente
asegurándonos que habría alguna otra oportunidad de volver a tomar café. Me dio
un abrazo y se perdió entre la gente, que ya a esta hora llenaba las veredas
del centro de la ciudad.
Cipolletti, Octubre 2016
Pedro Dobrée (pedrodobree@gmail.com)