Sobre el polvo de la tierra sedienta y caliente,
tras días y días de soles sin límites,
algunas nubes proyectan sus sombras.
Arriadas por el viento del este,
se juntan sobre el horizonte
y se tornan oscuras
mostrando su preñez de agua.
Han viajado desde el inmenso Pacífico,
y es el mar quien las han preñado
con sus olas salobres y su fría
espuma.
Luego han cruzado sobre la cumbre de las altas montañas,
y sobre el
hielo de los ventisqueros y de la nieve eterna.
Ahora ya no tienen más tiempo
para volver al mar
y están listas para alumbrar la vida.
Terribles rayos iluminan el cielo
buscando herir la tierra con su furia
y se escuchan los quejidos,
como el sonido de un cultrún gigante
que anuncia el inicio del parto.
Caen las primeras gotas desde las nubes apiñadas,
y al destrozarse sobre la dura superficie de la tierra,
provocan la dispersión en el aire
de moléculas que saltan alegres,
para disparar la noticia del fin de la etapa
de la sed y de la muerte.
Buscando las últimas hebras de
pasto
en las orillas del seco arroyo,
un guanaco macho y tres hembras,
pisan con cuidado las espinas y
las piedras.
El ruido sordo y profundo del
trueno
que proviene de las nubes negras
y del horizonte lejano,
es acompañado por el aire fresco
del oriente
cargado del olor que trae la
lluvia.
Un tímido guanaco levanta la
cabeza
y su nariz tiembla ante el
impacto
de la llegada de la esperanza de la vida.
Pedro Dobrée - pdobree@neunet.com.ar
Cipolletti, Febrero de 2015