Hace muchos inviernos, muchos antes de la llegada del caballo
a las mesetas y a los valles y antes aún de la llegada de los hombres blancos
que en sus enormes canoas, por el agua grande, llegaron desde el naciente, empezó
a nevar indicando que el otoño ya promediaba y que se acercaba el
invierno. Oerr despertó una madrugada con el frío de la nieve
amenazando su toldo y escuchando el viento que bajaba de las laderas escarpadas
de las altas montañas, que ya hacía días que veía blanquear arriba en sus
cumbres. “Chechelón – gruñó – despierta, nos iremos hoy hacia el fondo de los
valles; aquí hará mucho frío y ya no habrá caza para nosotros”.
La mujer se dio vuelta, mostrando entre sus pechos al pequeño
varón que abrigaba y asintió. En silencio envolvió al niño con el cuero de
guanaco que cubría parte del piso y se incorporó.
Desde que Oerr se separó de su familia para tener toldo
propio, era la primera vez que tomaba la decisión anual de dejar las verdes
laderas de las altas montañas. Antes era su padre que frente a la llegada del
invierno, ordenaba a la familia a armar sus bultos y caminar hacia el levante
del sol, buscando donde abrigarse de las frías nevadas y el viento helado.
Al salir a la mañana que aun estaba oscura, se envolvió en su
quillango y sobre sus mejillas sintió la herida húmeda de los copos de nieve
que lastimaban por la fuerza del viento. Intuía que el sol ya había rebasado al
horizonte, pero las espesas nubes hacían imposible visualizarlo.
Hizo esfuerzos
para recordar el camino que debían tomar para bajar al valle de Charkamak, por
donde transcurría el rio Ecker, y llegar a la zona en donde invierno tras
invierno, desde que él se acordara y aún antes, su familia armaba sus toldos y
pasaba la época del frío y de las tormentas. Y allí estarían hasta que empezara
a florecer el calafate y los pastos verdes llamaran la atención a los guanacos
y a los choikes y los días fueran más
largos.
Y se
preguntó si no equivocaría el camino, pues era él quien debía – ante la
ausencia de su padre – guiar a la familia para que buscando el refugio de los
malos tiempos, pudiera sobrevivir un año más y permitir que los cachorros
crecieran, y un día fueran ellos quienes
guiaran la tribu en busca del refugio y de la caza.
En la
oscuridad divisó la silueta del toldo vecino, el de su madre y de sus dos
hermanas pequeñas y hacia allí se encaminó para ordenar también la preparación
para abandonar las altas planicies y bajar a los cañadones del este.
Cuando
volvió a su resguardo, la mujer había desmantelado los cueros y los troncos y había envuelto el niño para que siguiera
durmiendo en un hoyo en la tierra, contra las raíces de un calafate. El cuenco
de arcilla que había sido de su madre y antes de ella de la madre de su madre,
también fue envuelto, quizás con más
cuidado que el niño, junto a otros
utensilios de madera y a varias piedras cortantes,
que la mujer usaba para tratar los quillangos. Todo estaba listo para ser
transportado durante el viaje que
emprenderían.
“Toma Chechelón
– le dijo a la mujer – lleva en tu regazo este pasto seco y ramas finas, que
necesitaremos de ellos para prender el fuego en el nuevo campamento” y le
extendió un pequeño atado que había recogido bajo el quillango que le había
servido de camastro duran te el verano.
Cuando el día comenzó a clarear, emprendieron la marcha.
Adelante Oerr y le seguía Chechelón cargada con el niño y los elementos del
toldo. Atrás la madre de Oerr, cargando el segundo toldo, y luego las dos niñas
con los bultos y los utensilios de ambos
hogares. Atrás en la fila, una tía vieja, hermana de la madre de Oerr,
viuda y madre de dos hijos varones,
desaparecidos en la nieve cuando cazaban hacía ya varios inviernos.
Para la tarde cuando empezó a ponerse oscuro en el cañadón
por donde se encaminaban al valle Charkamak, Oerr decidió buscar refugio para
su pequeño grupo al reparo de una pared rocosa que evitaba el viento del oeste.
Comieron un trozo de carne de Choique cada uno y Chechelón dio el pecho al niño
que pronto se durmió. Recostados en la arena, apretando sus cuerpos uno contra otros y cubiertos con
uno de los toldos, buscaron energías para proseguir al día siguiente el camino.
Al comenzar a clarear el día siguiente, Oerr volvió a poner
en marcha a la comitiva. Lentamente sus huellas fueron marcándose en la arena
del lecho seco del cañadón, que viboreaba mientras perdía altura. Cuando el sol
estaba en posición cenital, llegaron muy abajo por donde corría el río Ecker Sus
aguas, escasas pero límpidas, les permitió saciar la sed que había comenzado a
molestarlos.
Mientras caminaba en el fondo del cañadón, Oerr sentía la
sensación de incomodidad que lo asaltaba cuando no tenía posibilidades de ver a
lo lejos. Probablemente no se daba cuenta, pero cuando se desplazaba por la estepa
y el horizonte se extendía por distancias muy grandes, la situación de agobio
desaparecía.
Cuando el sol estaba alto, el grupo detuvo su marcha a
instancias de las señas que en silencio hacía su líder. Frente a ellos, sin
percibir su cercanía y mordisqueando el corto pasto verde de la orilla del río,
un grupo de seis guanacos y un chulengo recién nacido, ignoraban la cercanía
del grupo tehuelche. El viento, que golpeaba la cara de los viajeros, alejaba el olor de los humanos que se
acercaban y no hubo señal que los alertara.
Oerr desprendió su bola que llevaba colgada de su cintura, atada
de una tripa sobada. Hizo señas a las dos niñas para que se posicionaran sobre
su flanco y evitar que los animales escapen por atrás. Apuntando al chulengo,
revoleó la bola por encima de su cabeza y con fuerza la lanzó para adelante. El
golpe sobre el costado del cuello del recién nacido lo volteó. Oerr pegó un
saldo hacia adelante y rápidamente se tiró sobre el cuerpo que intentaba incorporarse.
En la confusión los guanacos adultos se escabulleron, cruzando la línea de los
humanos y corriendo rápidamente río arriba.
El cazador hizo señas a sus hermanas y estas se acercaron con
una vasija y una piedra cortante. Tomó la piedra Oerr e indicó que acomodaran
el recipiente. Con un movimiento firme y veloz, cortó la garganta del pequeño
animal, brotando de la herida un chorro de sangre que cayó dentro de la vasija. “Tómala vos, necesitas de leche
para el niño” le dijo a Chechelón, alcanzándole la vasija. La mujer rápidamente
llevó el ofrecimiento a su boca y con
ruido probó y luego tragó la sangre aún líquida y caliente.
Luego de esta acción, Oerr se incorporó y desapareció tras un
bosquecillo de sauces siguiendo las huellas de los guanacos en fuga. A la vez
las mujeres de más edad del grupo, con piedras afiladas, se arrodillaron frente al chulengo muerto y comenzaron a retirar
cuidadosamente la piel y despostar las patas traseras y quitar las vísceras.
Todo fue envuelto en la piel fresca, para preservar la carne de la arena del
suelo y de las moscas que, alentadas por el olor, ya habían llegado al lugar.
Las huellas corrían paralelas al río y al poco de andar, Oerr
se encontró con una garganta en donde las formaciones rocosas de ambas orillas
se aproximaban mucho a los bordes del agua; los guanacos pasaron por el lugar,
pero debieron pisar el agua del cauce para poder superar el escollo. Oerr
recordó haber pasado por allí durante la mañana, pero ahora se dio cuenta que
la particular conformación allí del valle permitiría cerrar el espacio e
impedir el paso de los animales. Con un
campamento de su gente río abajo, podría encerrar coiques y guanacos, que luego serían fáciles de cazar.
Siguió las huellas, pero pronto se encontró que por un
cañadón por el que corría en la primavera un afluente del pequeño río Ecker,
los guanacos habían podido acceder arriba a la meseta. Desde allí ya no era
posible perseguirlos y decidió volver con su familia.
Cuando llegó vio que las mujeres habían logrado prender fuego
y se aprestaban a asar el cuerpo del chulengo. Al rato estaban todos desgarrando con sus dientes la carne y las
vísceras. Un chulengo entre seis adultos
no es una gran comida, pero se durmieron tapados por el toldo y sobre la arena
de la orilla del río, sin hambre.
Fue recién a la mañana siguiente que vio, hacia arriba sobre
el faldeo de gran pendiente, la caverna. Decidió explorarla y en compañía de
las dos niñas, subió costosamente hasta que el río se veía pequeño y lejano. En
dos oportunidades tuvo que auxiliar a una de las niñas que no había logrado
hacer pie cuando la tierra arcillosa se desmoronó bajo su pequeño peso. Luego
de un tiempo prolongado llegaron a la entrada de la cavidad que en realidad no
lo era, sino más bien un espacio amplkio bajo un grueso sustrato basáltico.
Los tres inspeccionaron el lugar y llegaron a la conclusión
de que era bueno para estacionarse y pasar el invierno y resolvieron volver a
bajar para ayudar al resto del grupo que había quedado al costado del río, subir e instalarse.
Esta tarea le costó toda la tarde, pero cuando las sombras se
impusieron sobre la luz, habían llegado con los pocos bienes que traían y sin
comer se acostaron sobre el suelo de la caverna a dormir.
A la mañana siguiente Oerr salió de la cueva, bajo el largo y
peligroso faldeo y caminó aguas abajo, por la orilla sur del río. Volvió a la
caída del sol con un choique grande y gordo y tres tucu tuco, colgados de la
cintura.
En cuanto llegó, las mujeres prepararon la carne y con hambre
y disputando en la oscuridad de la noche
las piezas más apreciadas, comieron.
Esa noche la caverna estaba más hogareña; la mujer había
extendido un quillango sobre la roca del piso y se cubrieron con uno de los
toldos. Unos metros más adentro el resto de las mujeres se agolparon en forma
similar. Todos con el estómago hinchado con la carne ingerida, se ubicaron para
dormir.
Pero antes de cerrar los ojos Oerr recordó las enseñanzas de
la madre de su madre y como ella había indicado como había que hacer para
dibujar en las paredes. Se despertó convencido de la necesidad de rendir un
agradecimiento a Kóoch, dios creador de todas las cosas del Universo que se ponen
a disposición de los hombres para que sobrevivan. Bajó con cierta premura el
faldeo y antes de llegar al río tropezó dos veces. Llegando a la orilla caminó aguas arriba algo
más de dos mil pasos. Allí recordaba la existencia de dos barrancas: una de
color rojo y otra de color amarillo intenso. Colocando arcillas de ambos
colores en un cuero que había traído, volvió sobre sus pasos y cansado pero
satisfecho, llegó a la caverna nuevamente. Una de las mujeres viejas le alcanzó
un trozo de grasa de choique y dos recipientes de barro, con este y un puñado
de cenizas, mezcló con paciencia las
arcillas. Interrumpió su tarea por la llegada de las sombras cerradas.
A la mañana siguiente apoyó su mano sobre la pared mas lisa,
a la izquierda de la entrada. Con la mano siniestra inmóvil, pintó con amarillo
el contorno de la palma y de los dedos. Al terminar, retiró la mano y observó
su trabajo. A continuación dibujó con la mezcla roja, un guanaco. Ofrecía un
flanco al observador, tenía la cabeza erguida y las manos y las piernas
separadas, de esta manera quiso indicar que el animal estaba en fuga.
Se apartó de la pared y observo con satisfacción su obra.
Kóoch estaría contento con la acción y seguramente lo ayudaría en el futuro en
la búsqueda de alimentos para la familia a su cargo.
En lo que no pudo pensar fue en la gran cantidad de dibujos
que otros hombres dejarían sobre esas paredes y en el interés que muchos años
más tarde despertarían en los blancos que avanzaron sobre sus tierras,
expulsando los suyos de los valles, las montañas y las mesetas.
Pedro Dobrée
Cipolletti, Agosto de 2014
Glosario:
Cañadón
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Pequeño valle.
Generalmente alberga un lecho de arroyo que solo tiene agua cuando llueve
fuerte o en la época de los deshielos.
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Charkamak
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Valle del río
Pinturas, en el noroeste de la Pcia. de Santa Cruz
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Chechelón
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Mariposa
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Choique
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Ñandú
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Chulengo
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Cría del guanaco
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Ecker
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Río Pinturas.
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Kóoch
|
Dios creador del
Universo, pero no de los hombres.
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Quillango
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Manta
confeccionada con el cuero del guanaco
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Oerr
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Avutarda macho
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Tucu - Tuco
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Pequeño mamífero
roedor; habita en túneles que construye bajo la superficie, en terrenos
relativamente blandos.
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