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Era la hora en que las sombras se
alargan sobre la estepa y, cuando el día ha sido caluroso y calmo, las bardas a
lo lejos se tiñen de azul. Rosalino Carmona viajaba en silencio sentado en la
butaca del acompañante de la camioneta de la repartición. El movimiento del
vehículo y el sol de la tarde le habían
provocado gran somnolencia y ya dos veces había golpeado su cabeza
contra el parante de la puerta, despertándolo y a su vez provocando una
respetuosa sonrisa en quien conducía: el agente Mileson.
Venían de la estancia “Aguada
Grande” donde habían reconocido algunos cueros de ovejas estaqueados sobre los
corrales exteriores al galpón de esquila. En cinco de los ocho cueros estirados
sobre los alambres, con la lana hacia abajo y los restos de grasa y sangre
hacia el sol, las señales prolijamente recortadas en ambas orejas de los
animales, indicaban la propiedad de Gilberto Maestre, un poblador de tierras
fiscales, 5 leguas al oeste de la Colonia Las Heras.
Como en toda la Argentina, cada
propietario identifica a sus ovejas por la particular combinación de muescas
que recorta en las orejas de los animales; esto lo hace durante “la señalada”,
tarea realizada cuando los corderos aún son pequeños. Gilberto había denunciado
un robo por parte de gente de la estancia “Aguada Grande”. Presumía que los
animales habían sido arreados y pasados al campo vecino por una tranquera de un
alambrado lindero.
Copia de la denuncia fue enviada
por fax al Juzgado de Puerto Deseado y Rosalino esa misma tarde, había avisado
por teléfono al Fiscal Bongiorno. “Si le parece bien, me voy a dar una vuelta
por la estancia… le había dicho …total me queda cerca”. “Tenga ojo … le contestaron … va sin orden de
allanamiento”.
Las instalaciones de la estancia
eran pobres. Una pequeña casa habitación de paredes de piedra y techo de chapa
acanalada, rodeada por varios álamos que custodiaban una quinta que ya no se
cultivaba y cien metros hacia el poniente, un galpón de esquila con corrales de
alambre. Entre uno y otro, un molino y un tanque que perdía agua. Todo
demostraba una gran falta de mantenimiento y cuando se bajaron de la camioneta
y golpearon las manos, nadie contestó a su saludo.
Aprovechando las ausencias,
inspeccionaron lo que pudieron ver y revisaron los cueros de animales carneados
recientemente: allí encontraron las señales delatoras.
Se despertó al sonar el teléfono
que tenía conectado a los parlantes de la radio. “Comisario, me escucha? …oyo
la voz del agente de guardia en la Comisaría del pueblo … tengo novedades para
Ud.” “Qué pasa?” contestó algo desorientado.
“Se mató Jorge Urquiza , el encargado del depósito de la empresa de gas.
Lo encontraron colgando de una soga en el galpón del fondo del predio”
“No toquen nada, estamos allí en
20 minutos” contesto mirando a Mileson, que hizo un gesto de aprobación con la
cara, a la vez de acelerar. “Cuidado … le advirtió el oficial ..a ver si por ir
más ligero, no llegamos nunca”. Sobre el ripio de la ruta, la camioneta
levantaba una larga nube de polvo.
Al llegar a Las Heras se
dirigieron directamente a los depósitos en donde se había producido el hecho.
Allí encontraron al agente Lastreto, con ademanes de General en Jefe, ordenando
a los curiosos que querían ingresar al galpón y manteniéndolos a una prudente
distancia del portón de entrada.
En la penumbra de la parte
posterior del depósito, colgaba aún el finado Urquiza. “Bájenlo con cuidado”,
ordenó Carmona, y se acercó al cadáver. Sobre el piso de tierra había una silla
caída, como si el suicida la hubiera pateado para evitar pisarla en el último
instante e impedir cualquier tipo de arrepentimiento. Verificó con Lastreto que
se avisado al Hospital y que estaba llegando la ambulancia
“Llegó la madre del muerto …le
dijo al oído Mileson … qué hacemos?”. “Decile que tenemos que hacer la autopsia
… en cuanto podamos le entregaremos el cuerpo.”
Rosalino se agachó y miró con
detenimiento las huellas de pisadas en el polvo del piso de tierra bajo la viga
donde pendía la soga; luego inspeccionó la soga misma y a un costado del
depósito pudo ver algunos metros más del mismo material. Cuando se incorporó y
se dirigió hacia el portón, se cruzó con los camilleros del hospital. “Trátenlo
con cuidado”, les dijo. Auto incriminándose como cobarde, evitó encontrarse con
la madre de Urquiza.
Vuelto a su despacho, llamó a
Puerto Deseado y habló con el fiscal. Le
dio las noticias de su viaje a “Aguada Grande” y lo actualizó con el cadáver
que encontró a su regreso. Carmona
sospechaba que no era un suicidio simple pero, fiel a su estilo, nada dijo,
esperando tener algo más de información para recién esbozar alguna idea.
Bongiorno quiso hacer un chiste
acerca de la vocación de suicidas que tenían los habitantes de Las Heras pero
Carmona molesto, lo cortó.
A fines de la década del 90,
mucho antes de la llegada de Rosalino al pueblo, cuando YPF fue privatizada y
el valor internacional del petróleo estaba muy bajo, se produjo una ola de
suicidios que convulsionó a Las Heras y tuvo cierta repercusión periodística
nacional. Los hechos luego dieron pie a
Leila Guerriero, una periodista de la Provincia de Buenos Aires, para escribir
un buen libro que llamó “Los suicidios del fin del mundo”.
Cenó en la fonda de Policarpo
Mendoza y antes de irse a dormir, caminó tres cuadras, hasta la Sala Velatoria
donde, le habían avisado, ya estaba el cadáver. Allí se encontraría
inevitablemente con los deudos, pero “… lo que no hago hoy, lo tendré que hacer
mañana”.
Cuando ingresó, vio sentada cerca
del féretro a quien pudo suponer era la madre del fallecido. Ella al divisarlo,
se levantó y salió a su encuentro. “No se mató … nunca haría eso” le dijo
serena. “Porqué madre? cuénteme” le
contestó con voz baja, propia de los velorios y la tomó del brazo y la condujo
hasta la silla desde donde se acababa de incorporar.
“Porque estaba bien … contento;
le habían ofrecido un salario mejor y hablaba de irse una semana a Los Antiguos
con dos amigos a escalar montañas e irse a Chile navegando por el lago Buenos
Aires. Nadie me convencerá de que se mató”.
“Pero si no se mató él …quién
fue?” preguntó el comisario. “Con quién tenía peleas?”
Doña Carmen de Urquiza ya no pudo
contestar y sus sollozos inundaron la sala oscura con olor intenso a las flores
de las coronas que ya colgaban de las paredes. Rosalino palmeó el dorso de las
manos de la mujer y murmurando a su oído, se enderezó para enfrentar a su hija
que se aproximaba. A ella también le murmuró las mismas palabras y le preguntó
“Vos también crees que lo mataron?
“Comisario, - le contestaron – no
creo que mi hermano sea capaz de matarse; era muy creyente y sabía que morir
así era morir en pecado …tampoco se dé razones que lo lleven al suicidio … pero
no me pregunte quien fue, porque no lo se”.
Rosalino permaneció algunos
minutos más en la sala y luego se retiró a su departamento. Dio varias vueltas
en la cama antes de dormir.
El sábado llegó temprano a la
comisaría. Mileson lo vio venir y puso una pava a calentar agua para los
primeros mates. “Buenos días…llamá al hospital y preguntales a qué hora nos mandan
el informe de la autopsia” fueron las primeras palabras del oficial.
“Tiene dudas sobre la muerte,
Jefe? preguntó Mileson. “ No lo sé; dejame primero ver el informe”.
Luego de varios mates en silencio,
decidió ir hasta el depósito donde se había encontrado el cuerpo; le dijo a
Mileson que quería ir solo y se fue caminando. Cuando quiso entrar, lo paró el
custodio de la empresa de gas. Era un hombre grande, de más de 1.90 de estatura
y 130 a 140 kilos; a Carmona le llamó la atención sus manos y se preguntó como
haría este hombre para escribir con un pequeño lápiz en el libro de novedades, anotando
las distintas circunstancias de cada día. “Quién estaba de turno cuando
encontraron al cuerpo?” preguntó. “Yo señor, desde las 12.00 hasta las 8 de la
noche.” le respondieron. “Toma nota de quienes entran y salen del galpón de
atrás?”. Si señor; pero no tengo a nadie registrado ayer en ese horario”. “Y en
las 24 horas anteriores, qué dice el libro de novedades?” Nada señor.
“Permítame pasar, quiero echar otra
mirada”, y sin esperar respuesta se encaminó hacia el portón del galpón. Al
nervioso guarda le dijo que no lo acompañara. Adentro, prendió la luz y
recorrió meticulosamente cada rincón. De cerca de la puerta y detrás de unas
cajas con caños, levantó del suelo un pañuelo de seda color celeste; sobre un
lateral tenía bordado en rojo las palabras “Recuerdo de Puerto Madryn” y la
figura blanca y negra de un pingüino algo desproporcionado. Lo estudió mientras
percibía su olor a perfume barato. Lo dobló luego cuidadosamente y lo guardó en
el bolsillo trasero del pantalón.
Caminando volvió a la Comisaría.
Mileson parecía no haber cambiado de lugar desde que lo dejó cebando el último
mate. “Acompañeme” le dijo y subió al vehículo estacionado frente al pequeño
mástil.
“Tengo el informe del hospital …
me parece que no dice gran cosa” y el agente, antes de poner el motor del
vehículo en marcha, le tendió un papel doblado en dos. Carmona leyó rápido el
informe. Urquiza, de 46 años de edad, era hombre pequeño: 1.60 metros de altura
y un peso que no superaba los 55 kilos. Había muerto por estrangulamiento.
Sentado tras el volante, Rosalino
le informó a su subalterno que irían a visitar a Cecilia Guerrero, a quien
ambos conocían desde hace un tiempo como alternadora histórica del cabaret “La
Princesa del Desierto”. Cecilia vivía en una pequeña casa en las afueras del
pueblo, donde los predios no contaban con divisorias, corrían libremente los
perros sobre la tierra salitrosa y, en los días de viento, volaban las bolsas
de nylon.
“Qué lo trae Comisario? … en que
puedo servirlos? Quieren unos mates? Cecilia trataba de disipar el sueño que
invadía su cabeza y se colgó una sonrisa donde la pintura de labios estaba
abandonando su boca. Rosalino Carmona, agradeció con la cabeza el convite y
sacó el paño celeste de su bolsillo y se lo extendió. “Conoces esto? …es
tuyo?”.
“No comisario …no es mío. Pero
puedo decirle de quien es …es de la Chaqueña, una morocha que llegó a Las Heras
hace un par de meses … me acuerdo bien, porque me lo enseñó cuando volvió de la
costa, luego de un fin de semana con un petrolero.
“Donde vive la Chaqueña?”
preguntó Mileson.
“En la entrada al pueblo desde
Caleta Olivia …la casita amarilla con los tamariscos al costado …comparte una pieza allí con Marisol y
Cintia”. “Gracias Ceci, nos vamos para
allá” contestó Rosalino.
Una vez en la camioneta, Mileson
lo encaró: “Cuénteme Jefe, en qué está pensando?”
El Comisario habló despacio: ”La
madre no cree que se haya suicidado y su hermana dice que no lo creyó capaz de
cometer un pecado de tal magnitud. En ambos casos podría pensarse que faltan a
la verdad, pues son la madre y la hermana. Pero no había huellas bajo el cuerpo
colgado, a pesar del polvo en el resto del piso; parecía que alguien hubiera
barrido el sector. Y Urquiza no pudo llegar volando, a pesar de que tenía un
cuerpo liviano. Luego encontré el
pañuelo este … cómo llegó hasta allí? El pañuelo no estaba cubierto de
polvillo, parecía que hacía poco que estaba. Quién lo dejó caer? El guardia,
nervioso, dice que no hubo gente extraña en el galpón en las horas anteriores
al de la muerte. En todo esto estoy pensando… no sé lo que ha pasado, pero
huelo algo más que el pobre Urquiza simplemente ahorcándose”.
Recorrieron toda la ciudad, de
punta a punta; las calles amplias de arboleda escasa e inclinada hacia el este
por efecto del constante viento desde el extremo opuesto y las casas bajas,
donde solo sobresalían dos edificios, por contar con una segunda planta. Cuando
se bajaron del vehículo frente a la casa amarilla y caminaron hacia la puerta,
escucharon a Las Palmeras sonando fuerte en las cadencias de una cumbia. Se
había levantado algo de viento y un remolino cruzó la calle llevando consigo
varias hojas secas, el envoltorio de un paquete de galletas y una bolsa azul de
polietileno. Ambos agentes entrecerraron sus ojos, evitando que el polvo
entrara en ellos.
Golpearon las manos y llamaron
varias veces y recién al rato apareció Marisol, con cara de sueño y sorpresa,
diciéndoles que por la música no los habían oído llamar. “No los escuchaba por
la música … qué anda buscando, Comisario? Tan temprano?
“Queremos hablar con la chaqueña…
podemos pasar?” ”Pase … pase, se la llamo …anda en la pieza todavía” y con un
movimiento de sus caderas, desapareció rápidamente por un pasillo tras lo que podría
haber sido una vieja sábana, que colgando del dintel, hacía de puerta.
Ambos policías permanecieron en
silencio, parados en el centro de lo que parecía una cocina comedor, con una
mesa y tres sillas en el centro, un sofá cubierto con una tela roja deslucida y un anafe de gas natural
sobre una pequeña mesada.
Algunos pocos minutos después
apareció una mujer delgada, morocha, de edad difícil de adivinar, pelo rápidamente atado sobre la nuca y
vestida con una bata de varios colores, entre los que se destacaba el verde
fuerte y chillón y una mancha oscura, de origen indescifrable, a la altura del
pecho derecho.
“Yo soy Marisa … que precisan?
“La Chaqueña?” espetó Rosalino.
La mujer asintió con la cabeza e hizo un gesto a ambos para que se sentaran. Al
inclinarse, Rosalino sacó nuevamente de su bolsillo el paño celeste; lo mostró
por encima de la mesa y le preguntó a la mujer si era de ella.
La Chaqueña no contestó, como
evaluando la conveniencia de contestar por si o por no. “Es tuyo? reiteró el
oficial. Nuevamente silencio y al final “Si … donde lo encontró?”
“Al lado del cadáver de Jorge
Urquiza, que colgaba de la cabreada del depósito de la empresa de gas. Qué tuviste que ver con esa muerte?” La mujer
tenía los ojos muy abiertos y su cara expresaba el susto que la había invadido.
Con los ojos fijos en el pañuelo, volvió al silencio. “Si no me cuentas, ya te
estoy llevando presa como presunta asesina del flaco Urquiza”
“Yo no fui, Comisario … le digo
la verdad”.
“Y si no fuiste vos …quién fue?”
Nuevamente silencio por parte de la mujer que quiso recoger el paño celeste que
había quedado sobre la mesa. Carmona rápidamente lo volvió a tomar y luego con
parsimonia lo dobló para ponerlo en su bolsillo. Mileson se incorporó “La
llevamos, Jefe?”.
“Fue Camacho, el guardia de la
tarde - La tonada paraguaya era evidente en la voz nerviosa y chillona de
Marisa – el me llevó al depósito del fondo para …bueno, vos sabés Comisario. Me
levantó la pollera y el se había abierto la bragueta cuando Urquiza entró por
la puerta grande. El grandote se quiso morir cuando Urquiza le gritó. Que lo
iba a denunciar … que iba a lograr que lo despidan … que era un pelotudo … y no
se cuantas cosas más. El grandote me largó a mí y lo agarró por el cuello a
Urquiza. Callate buchón, le gritaba. El flaco Urquiza pataleaba en el aire,
hasta que se quedó quieto. Yo vi como le ataba el cuello con una soga y lo
colgaba de las maderas del techo. Tenía mucho miedo Comisario y me vine
corriendo hasta aquí. Camacho no lo quiso matar a Urquiza … pero ahora me
quiere matar a mí”.
Por unos instantes los tres
hicieron silencio. Carmona acercó su cara a la de Marisa. “Te voy a llevar,
para que nadie te haga nada. Y esto que nos has contado a nosotros, se lo contarás
al fiscal, a quien llamaré ahora por teléfono. Con eso yo lo encierro a Camacho
y no te podrá hacer daño. Estás de acuerdo?” Marisa asintió con varios
movimientos de cabeza.
Mileson le tomó las muñecas a
Marisa y le colocó esposas. “Buscamos tu documento y subís a la camioneta” le
dijo. Carmona caminó detrás de ellos y
abrió su celular.
“Bongiorno, tengo novedades para
ti …” y con los detalles que manejaba, le contó lo ocurrido. Acordaron que el
fiscal llegaba a Las Heras a la tarde y que inmediatamente tomaría
declaraciones a Marisa. Con ese paso cumplido, le autorizaban a Rosalino a
encerrar a Camacho.