“Abrime Negra!!” “Abrime que estoy
herido!!”
Varios golpes sonaron sobre la puerta de
chapa que trataba dificultosamente de impedir que ingrese del frío de la noche
a la pieza, de por si nunca calurosa en invierno.
Somnolienta, la Negra Castro se incorporó en la
cama y se fijó en la cara del reloj que se apoyaba sobre un cajón de cartón que
tenía cerca.
“Las cinco de la mañana; quién será el
boludo que jode a esta hora?
Volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada
y se cubrió con la frazada
“Negra!! despertate que te necesito: estoy
herido”.
“Puta madre, quién es?” preguntó en voz
alta como para que la escuche quien estuviera tras la puerta despintada y que permitía
el paso de un hilo de luz de la calle por la hendija que separaba la chapa del
cemento del piso.
“Soy yo, el Laucha Ruiz, - escuchó - estoy
sangrando”.
Puso los pies sobre el piso y se calzó unas
viejas pantuflas que supieron ser amarillas y que mantenía bajo la cama. Luego
se puso un viejo sobretodo que había sido de su madre.
“En que lío te metiste Laucha?” preguntó
mientras forcejeaba con la llave para poder abrir. Del otro lado hubo un
silencio y luego “Dejame entrar, te cuento mientras me curás”.
“Me tenés que ayudar Negra, si voy a lo de
la vieja, me agarra la yuta; me están buscando”.
“Qué te pasó? - pregunta la Negra cuando le mira la mano
izquierda que el Laucha sostiene cuidadosamente con la derecha – te hicistes
mierda… quién fue?
“Un chabón, hijo de puta. Entramos en una
casa en el barrio del alto y estábamos por salir con algunas pocas cosas,
cuando volvió el dueño con una mujer. Rajamos por el jardín y el Camello saltó
la tapia antes. Cuando yo lo hacía, el hombre me disparó. Me pegó en la mano.
Me duele mucho y he perdido sangre. Hacé algo, la reputa, que me muero.”
“Quedate quieto, maricón. Necesito
limpiarlo para ver”. La Negra
puso a calentar una pava de agua sobre la estufa y se agachó para colocar unos
palos de leña en el fuego que estaba por apagarse.
Buscó un poco de algodón de un armario y le
volcó agua tibia encima; tomó la mano herida y comenzó, con suavidad, a
limpiarlo. “La reputìsima madre que te parió, me duele Negra”.
“Quedate quieto- repitió - que te voy a
vendar para que te pare la sangre; pero tendrás que ir al hospital, porque yo
no te puedo arreglar este despelote en que tenés la mano”.
“Sabés que no puedo ir al hospital; me
agarra la yuta en dos minutos”.
Luego de hacer una precaria limpieza y
encontrar una sábana vieja para cortar un vendaje, miró por la ventana sucia a
un amanecer que estaba insinuándose y que de a poco barría la luz artificial de
la calle polvorienta, con pocos autos y menos peatones. “No tendrás que ir a
buscar a la yuta. ellos vienen por acá. Escondete en el baño” Mientras el
Laucha apretaba el algodón contra la herida para tratar de contener la sangre,
la dueña de casa quiso esconder los rastros del herido, se sacó el sobretodo y
saltó nuevamente a la cama, tapándose con la frazada. En ese momento golpearon
la puerta. “Abrí Negra, buscamos al Laucha y ya sabemos que vino a verte”. “El
problema de esta vida mía es conocer a demasiada gente: tanto los policías como
los ladrones saben quien soy, donde vivo y que es lo que hago” pensaba,
mientras daba vueltas contra el revoque de la pared; pero a pesar de sus ojos
fuertemente cerrados, con lo cual quería hacer retroceder a la realidad, la
policía volvió a golpear la puerta, “Abrí Negra; no te hagás la pelotuda. O
querés que te volteemos la puerta”.
Decidió levantarse y volvió a ponerse el
sobretodo y las viejas pantuflas. Cuando abrió la puerta se encontró con tres policías afuera; conocía
a uno de ellos, el que había hablado, porque vivía a dos cuadras por la misma
calle, a la vuelta del hospital Bouquet Roldán, y un tiempo atrás había querido frecuentar su casa y su cama, hasta que se
dio cuenta que la intención era pasarla bien sin hacer ningún tipo de aporte en
moneda; y para colmo con una actitud, como le contó luego a su prima, “de macho
uniformado, dando órdenes; cosa que no aguanto!!”.
Fue este quien le dijo “Lo llevamos Negra;
donde lo escondiste?” “No está aquí – contestó – de donde sacan noticias de
este tipo Uds.?”
La hicieron a un lado y mientras uno miraba
bajo la cama el otro, pistola en la mano, pateó la puerta del baño. El tercero
se quedó afuera, en la vereda. La
Negra pensó en las bisagras que se rompían, mientras el ruido
del golpe invadió su pequeña vivienda. El Laucha estaba parado bajo la ducha,
envuelto en la cortina plástica que caía desde el techo. La pequeña ventana, a
sus espaldas, proyectaba su sombra de tal manera que era imposible negar su
presencia.
Uno de los policías entró con la pistola en
la mano derecha y con la izquierda manoteó la cortina, arrancándola. La Negra recuerda ahora que en
ese momento pensó en el barral que la sostenía y como, junto a las bisagras de
la puerta, se desmoronaba su orgullo por el pequeño baño que exhibía contenta a
sus visitas.
“Salí de allí, Ruiz. No nos
rompas las pelotas” gritaron los dos hombres, pero el Laucha no podía sacarse
la cortina que lo envolvía y se desplomó para adelante. Los gritos de los
uniformados y ahora también los del herido, cuya mano había comenzado
nuevamente a sangrar debido a los tironeos, provocaban un ruido insoportable en
la pequeña vivienda. El Laucha fue levantado en vilo y se lo llevaron a la
calle. Allí estaba estacionado un automóvil cuya puerta fue abierta; el policía
mas alto –“enorme”, pensó la
Negra – tomó la cabeza de Ruiz y lo zambulló en el asiento
trasero. Rápidamente los policías subieron al vehículo y arrancaron,
desapareciendo cuando llegaron a la esquina y dieron la vuelta al almacén de
Quintana, que recibía ya la luz de los débiles rayos del sol mañanero.
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Puso la pava sobre el fuego y
bajó la lata en donde conservaban la yerba y que desde hace años usaba para
preparar los primeros mates de la mañana. Mientras él hacía esta tarea,
repetida mañana tras mañana por muchos años, escuchó los pasos de Mabel que
circulaba por el pasillo desde el dormitorio que compartían.
Sobre la mesa estaban las
hojas en donde el día anterior había impreso las preguntas de un examen al que
sometería esta mañana a sus alumnos. Los papeles estaban sobre la mesa y bajo
un manojo de llaves que incluían la de la puerta de su casa, la de su oficina
en la Universidad
y la del auto. Hacía unos años que utilizaba este recurso para evitar olvidarse
de algo. Sobre la mesa estaba a la vista
cuando llegara la hora de dejar la casa y, para mayor seguridad aún, junto al
llavero que era imprescindible para poner en marcha su vehículo. Con cuidado
tomó el libro que le reclamaban en la biblioteca y el pantalón que Mabel le
había recomendado que llevara a la tintorería.
Desde hace algún tiempo fue
inventando pequeños recursos para combatir una memoria que le fallaba cada vez
más. Dejar cosas con que tropezara en el recorrido de caminos inevitables,
dejar el libro que debía devolver a la biblioteca sobre el asiento del auto,
mandar desde su casa a su dirección en la Universidad , un correo
electrónico con detalles de una actividad del día siguiente, y otras que se
agregaban a los recursos clásicos de escribir sobre un pizarrón que compartía
con Mabel en la cocina, grabar en el recordatorio de su teléfono celular o
pedirle a su secretaria que le recuerde algún compromiso. Todo esto lo hacía
con disimulo: le desagradaba la imagen que proyectaba cuando otros se enteraban
de alguna de las fallas de su memoria y, según presumía, la asociaban con
falencias propias de una edad que avanzaba. Pero no solamente le preocupaba su
imagen: sentía que su mente olvidadiza era un síntoma de un deterioro neuronal,
producto de algún comportamiento insalubre, como la ingesta de algún producto
químico en los alimentos o la falta de oxígeno en el cerebro, luego de muchos
años de fumar y una vida extremadamente sedentaria.
Había intentado utilizar el
método de su padre que era la de llevar una pequeña libreta en el bolsillo de
su camisa y un lápiz y anotar minuciosamente cada detalle que debería recordar
en el futuro. Pero el método no le resultaba cómodo y se olvidaba de anotar o
se olvidaba luego de mirar la libreta. Cuando pensaba en la meticulosidad de su
padre, recordaba lo que había leído una vez sobre la vida del filósofo Thomas
Hobbes, que llevaba en el pomo de su bastón una pluma y un tintero y cuando se
le ocurría una idea, lo anotaba en un cuaderno, que también llevaba consigo.
“Pero yo nunca llevo un bastón – discurría - y si lo llevara, seguramente me lo
olvidaba en lugares insólitos”.
Cuando el agua le pareció
suficientemente caliente, apagó el fuego. Cebó el primero y chupó enérgicamente
la bombilla.
“Te llevo un mate, Mabel?” –
dijo fuerte en el pasillo para que ella lo escuchara en el baño con la puerta
cerrada. “Tráemelo, por favor” contestó ella y le abrió la puerta del baño para
que pasara, permitiendo que saliera algo del vapor que se había acumulado tras
la ducha de agua caliente.
Mabel solo tenía puesto un par
de bombachas y sus pechos estaban desnudos; recordaba las épocas cuando eso
solo era motivo de excitación para ambos y que por ello muchas veces llegaba
tarde a compromisos de reuniones en la Facultad. Ahora ya no pasaba eso, pero
le gustaba ver el cuerpo de su esposa, aunque las arrugas y los músculos ya no
tensos, hacían evidente el paso de los años. Pero su visión vivía de los
recuerdos de las horas de pasión y esperaba que a Mabel le pasara lo mismo con
respecto a él.
“Me voy Mabel – le dijo cuando
le devolvió el mate - tengo que tomar un examen escrito y no quiero llegar
tarde; antes paso por el correo y veo si llegó el libro que compré en México,
por Internet”.
“Dentro de una hora hago
consultorio y luego debo ir al hospital; hoy no podemos almorzar juntos” le
contestó su esposa.
Salió al palier y tocó el
botón del ascensor, luego escuchó el ruido del motor iniciando el ascenso. En
pocos segundos estaría Carlos Carrascábal, profesor de Sociología
Organizacional en la Universidad Nacional del Comahue, mendocino por nacimiento
y casado en segundas nupcias, en el estacionamiento del edificio; desde allí
podría acceder fácilmente a la Av. Olascoaga.
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Octavio del Carmen Olivero
despertó asustado. Estaría por llegar tarde?. Miró por encima del cuerpo de su
esposa para ver la hora en el radio reloj sobre la mesa de luz del lado que
ocupaba ella en la cama. No eran todavía las seis y media de la mañana y
faltaban unos minutos para la hora en que todas las mañanas sonaba la alarma.
Debía levantarse, lavarse la cara y los dientes y vestirse. Luego tomaría
rápidamente unos mates amargos y 15 minutos de colectivo al centro. Allí debía
estar a las 8 para tomar servicio.
Se dio vuelta y puso la mano
sobre la cadera de Graciela Huenchumir y sintió que ella se despertaba. Ambos
estaban desnudos bajo las frazadas de la doble cama que habían adquirido hacía
seis meses, cuando se casaron tras un noviazgo corto.
Graciela quería rápidamente
tener hijos, como sus dos hermanas mayores, y sostenía que si dormían desnudos,
tendrían más oportunidades para hacer el amor y en estos momentos, si esto fuera
posible, habría aún más intensidad. Octavio entendía poco y nada de estas
cosas, pero le agradaba la costumbre que Graciela quería imponer. La otra
cuestión, concomitante con la anterior, era que debía bañarse todas las noches
antes de acostarse. Esta no era su costumbre antes de vivir con ella y había
veces que llegaba muy cansado a la hora de dormir y realmente no tenía ganas de
hacerlo, pero la mujer insistía y él para no quebrar una armonía que le hacía
sentir bien, aceptaba. Esperaba que esta circunstancia íntima no fuera del
conocimiento de compañeros de trabajo ni de sus amigos, pues rompería con la
imagen de hombre que en su casa pisa fuerte y que intentaba construir desde su
matrimonio.
“Dejate de macanas Graciela,
que no puedo llegar tarde” le dijo cuando adivinó el sentido de las manos de
ella bajo las sábanas. Entrevió en la penumbra, la cara contrariada de la mujer
“Pero si vos también tenés que cumplir horario en tu trabajo”.
Ambos se levantaron y
comenzaron a vestirse. En calzoncillos, Octavio puso la pava sobre una hornalla
prendida para empezar con el ritual del mate.
Graciela era técnica química y
se habían conocido en la Escuela de Suboficiales de la Policía Provincial,
donde él cursaba y ella trabajaba en el Laboratorio de Criminalística, que
funcionaba en el mismo edificio. Ahora ella mantenía su cargo y Octavio era
cabo, cumpliendo servicios en la Comisaría I°.
“Si te apuras, te puedo dejar
con la moto por el Laboratorio y luego yo voy hasta el Juzgado Penal de la
calle Yrigoyen; allí tengo que estar a las siete menos diez”.
“Ya estoy, pero antes sacá las
migas de la mesa que luego vienen las hormigas” le contestó, mientras se
peinaba aourada delante del espejo del pequeño baño.
Sacó la motocicleta a la
vereda de donde la guardaba bajo un pequeño alero que custodiaba la puerta de
entrada. Cuando la puso en marcha y ambos subieron para ganar la calle, los dos
perros del vecino les ladraron rabiosamente desde la reja.
Al bajar frente a la Escuela
de Policía, Graciela le dio un beso y caminó hasta la puerta de entrada;
Octavio la vio irse, observando las apretadas calzas negras que ella, en las
mañanas frías le cubrían piernas y nalgas. Un estremecimiento de celos le
recorrió el cuerpo.
Tomó por la calle San Martín
que es la que corre paralela a la vía del tren a Zapala, y cuando llegó al
Juzgado Penal, buscó el estacionamiento para su motocicleta.
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Diez minutos antes de la hora
establecida por el Fiscal para iniciar la indagatoria, el coche policial se
ubicó en el espacio de vereda que el Juzgado tenía reservado siempre para sí.
De este bajaron dos agentes y se colocaron a ambos lados del Laucha Ruiz y lo dirigieron
hacia la puerta de entrada. Sortearon varios transeúntes de la mañana entre los
cuales caminaba con un libro bajo el brazo, Carlos Carrascábal. Carlos pasaba
distraído, pensaba en el libro que llevaba para devolver y por poco no embiste
a la pareja policial y a su prisionero. El Laucha levantó la cabeza y algo
sorprendido, miró a los ojos de Carlos. “Cuidado; no atropelle” le dijo.
Octavio del Carmen Olivera
estaba de guardia en la puerta del Juzgado y vio al vehículo policial frenar y
a los policías bajar con su prisionero. Vio también cuando los tres, caminando
a la par, dejaron la calzada y pisaron la vereda. En ese momento se produjo una
circunstancia confusa, pues una de las personas civiles que transitaban frente
a la puerta casi embiste al delincuente y a su guardia. Octavio dio un paso
hacia ellos y poniendo un brazo delante de quien produjo el hecho, le indicó
“Por acá, señor”. Fe un instante en el
cual Carlos, el Laucha y Octavio, se miraron.
Interactuaron, como tantos
veces interactúan en las grandes ciudades modernas y cosmopolitas los
representantes de sus sectores sociales, cada uno con historias, intereses,
cultura y visiones distintivas.