El cuento que sigue
toma de modelo a un cuento de Julio Cortazar llamado Apocalipsis de
Solantiname. Espero que Cortazar me
perdone esta apropiación de su idea que ha sido, se lo podría asegurar si se
presentara ante mí, hecho con buena onda y con fines que seguramente aprobaría.
Federico “Freddy”
Villacorta, volvió tarde esa noche a su departamento, sobre la Av. Costanera,
al borde de la ría, en Río Gallegos. Abrió la puerta con la llave que mantenía junto
a la del auto y subió lentamente las escaleras hasta el primer piso. Venía del
bar “Patagonia Vieja” un lugar donde se reunían los miembros de la burguesía profesional
de la ciudad y donde era considerado un parroquiano frecuente. Allí, sentados
todos en una mesa amplia, sus amigos le habían deseado un buen viaje y le
habían manifestado deseos de verlo nuevamente a la vuelta, esperando que les
contara las anécdotas de una experiencia no muy frecuente para argentinos.
Al día siguiente
Freddy viajaría a Punta Arenas para tomar allí un avión de LAN Chile que lo
llevaría a las Islas Malvinas.
Había conseguido la
posibilidad de viajar mediante sus contactos con la embajada Británica en
Buenos Aires. Estos contactos los debía a su pertenencia al Club Inglés de Río
Gallegos y a las influencias de miembros de la familia de su madre, que era una
Miller de tradición ganadera con campos al sur oeste de la ciudad.
Cuando el gobierno
argentino invadió las islas, Villacorta estaba haciendo el servicio miliar. Era
algo mayor que los pibes soldados de ese año, porque había pedido una prórroga
en atención a que estaba en plena actividad universitaria. Al final de esta se
recibió de abogado en la Universidad Nacional de La Plata y con el título en
trámite, fue incorporado al ejército.
Pero este título no le
sirvió para evitar estar en el campo de batalla; al contrario, durante varios
días estuvo bajo fuego enemigo hasta que las tropas argentinas se rindieron y,
como prisionero de guerra, fue puesto sobre un barco y depositado en el
continente.
30 años después de
esos hechos había sentido un intenso impulso de volver y recorrer los lugares
en donde muchos de sus compañeros habían muerto y todos habían sufrido. Donde
habían sido envueltos por la sensación del terror y la desesperación y por la
de la soledad y el desapego Donde el ruido de las ametralladoras, el silbido de
los proyectiles y el estallido de las bombas, mezclados con los gritos del
dolor y los sollozos de quienes lloraban desconsoladamente, compusieron los
recuerdos y las pesadillas de los sobrevivientes.
A la mañana siguiente
en la Terminal de Ómnibus de Río Gallegos, entregó su valija al maletero y se
sentó en el asiento asignado para su
viaje a Punta Arenas. Al salir de la ciudad, los primeros rayos de sol
inundaron el vehículo desde las ventanillas traseras.
Hasta que volviera, 7
días después, su mente estaría exclusivamente ocupada con la experiencia de la
guerra y los recuerdos que con ella se relacionaban. No habría lugar para los
numerosos expedientes que su estudio tramitaba ante los juzgados de la ciudad.
Tampoco habría lugar para reflexionar sobre su relación intermitente con
Gabriela, una médica del Hospital de Río Gallegos, con quien mantenía una
situación de atracción y rechazo, producto de, confesaba a si mismo, su inestabilidad
emocional, común a la mayoría de los excombatientes. Tampoco volvería con su
pensamiento a su madre, viuda, y a su hermana. Eran ellas las que le ofrecían
un espacio de paz en sus hogares y cuando jugaba con sus pequeños sobrinos,
lograba que los demonios de la guerra y el sufrimiento mantuvieran distancia.
Mientras observaba la
estepa amarilla sin fin con sus manchas oscuras de mata negra que se repetían
en la ventanilla más cercana a su asiento, Freddy, como en muchas otras
oportunidades, reflexionaba sobre el sentido de las guerras. Tenía claro que en
la que él participó el objetivo de recuperar una porción del territorio
nacional era solo “pour la galerie”. El objetivo verdadero fue tratar de salvar
un proyecto político de las Fuerzas Armadas, que en esa época gobernaban el
país. Es decir un objetivo que de ninguna manera lograba justificar tantos
sufrimientos y muertes de los soldados. Pero tampoco podía coincidir con uno de
sus autores favoritos, Ernesto Hemingway: No hay guerras buenas, supo decir el
gran autor. Y Freddy tenía sus dudas respecto a la Segunda Guerra Mundial. Se
preguntaba cómo sería el mundo hoy si Inglaterra primero y el resto de los
Aliados después, no hubieran podido frenar las ambiciones políticas de Hitler?
Y en la misma guerra que sirve de escenario para la novela que estaba
actualmente releyendo, “Por quién doblan las campanas”, participan soldados de
diversos países en ayuda de las tropas republicanas. Esta acción de las
brigadas extranjeras, no era moralmente aceptable?
La llegada al límite
territorial y la necesidad de mostrar sus documentos a los guardias de ambas
naciones, hizo que el razonamiento se interrumpiera.
En Punta Arenas y
habiendo recuperado su equipaje, se dirigió al hotel donde dormiría esa noche
para partir a la mañana siguiente. Luego, mirando las aguas grises del océano
desde la ventanilla del avión, trató de imaginarse la situación cuando, 30 años
antes e incómodamente sentado junto a un contingente de soldados, fue
transportado a un destino que ni él ni ninguno de sus circunstanciales
compañeros, lograban adivinar.
Desde los altavoces
del avión se anunció la llegada a Puerto Stanley; Freddy miró por la ventanilla
y pudo ver una costa, las crestas de las olas rompiendo contra unos acantilados
y luego los techos rojos, los jardines prolijos y las calles de la pequeña
población.
Del aeropuerto lo
llevaron en un taxi, junto a un matrimonio de avanzada edad y un hombre con aspecto
de campesino, al hotel Waterfront, donde se acomodó en una pequeña habitación
sin baño privado; luego bajó a cenar. Desde su llegada hasta volver al
continente notó en los isleños una actitud de cortesía pero acotada a brindar
solo información necesaria.
Al día siguiente pudo
hacer una visita por mar a varias islas pequeñas y puntos de la costa de la
Isla Soledad. Y luego hizo una excursión a lo que los isleños llaman Hill Cove,
en la costa oeste de la Isla Gran Malvina. El día era bueno, con algo de
neblina a la mañana temprano pero luego con mucho sol y, aunque el aire estaba
algo frío, todo estaba calmo y las playas visitadas mostraban un aspecto
hermoso. En Hill Cove, durante el conflicto, había estado apostado por varios días
con un pelotón del Ejército; recordó esto mientras caminaba por la orilla del
agua, tirabas piedras al mar y asustaba a las gaviotas que estaban en el lugar.
Esa noche durmió en la casa de un matrimonio amigo de los propietarios del
hotel, pues era imposible volver con luz de sol.
Otra mañana la dedicó
a caminar por la pequeña población y se paró frente a la casa donde varios
oficiales del Ejército y de la Marina se habían instalado y en donde él también
fue destinado para hacer tareas de traductor en los últimos días de la
contienda. Pero no se animó a tocar el timbre y hablar con alguien de la casa,
pues no tenía nada para decirles.
El dueño del hotel se
ofreció llevarlo hasta el Cementerio de Darwin y por ello pudo pasear
lentamente entre las tumbas. Muchas de ellas no tenían nombre y de los que si
lo tenían, recordaba solo unos pocos. El viento frío de la tarde hizo que se
alegrara cuando quien lo había llevado volvió, luego de hacer un trámite en las
cercanías. Vuelto al hotel, esperó la hora de la cena con una copa de ron en la
mano y sentado cerca del fuego encendido en la antesala del comedor.
Finalmente y en el
último día de su estadía en el archipiélago, se hizo llevar a Pradera del
Ganso, algo más de 70 kilómetros al suroeste de la pequeña capital. Mientras
viajaba en el taxi que contrató, pensaba en el nombre del lugar que estaba por
visitar. Sonrió amargamente mientras reflexionaba respecto al muy precario
inglés del Ejercito o del periodismo argentino – no sabía a quién imputar el
error -, que no percibieron que la palabra green era verde, y de allí el
erróneo Ganso Verde que tanto se utilizó en el continente, pero también pradera
y que esta última acepción, daba lugar a la traducción correcta de Pradera del
Ganso.
Cuando llegó al lugar,
la base de un faldeo suave cubierto de vegetación tupida y de muy escasa
altura, producto del intenso pastoreo al que era sometido por las ovejas de la
zona, le indicó al taxista la hora en que debía volver para buscarlo. La
cercanía al mes de Diciembre, aseguraba luz de día hasta tarde.
De su mochila sacó una
“tablet” con la que sacaría fotos del lugar. Comenzó a caminar hacia el sur y
pronto creyó reconocer un paraje con una hondonada donde supo estar estirado
cuerpo a tierra y con un fusil en la mano, mas de 24 horas; recordó el nombre
de los dos soldados, Mendoza y Calfuquén, que lo acompañaron siguiendo las
instrucciones del sargento Becerra, quien les había dicho que “…disparen sobre
cualquier bulto que vean moverse sobre el filo de la loma”. Le pareció recordar en la saliva de su boca,
el gusto del chocolate con que se había alimentado durante el tiempo que allí
estuvo. Con la aplicación de fotografías, capturó el encuadre que aparecía por
el visor; se sabía un fotógrafo mediocre, pero la facilidad del sistema de su
computadora le aseguraba un mínimo de calidad.
Por cinco minutos
siguió caminando hasta que, sobre la superficie de un mallín, vio los restos
oxidados de un cañón antiaéreo. Como un monumento al pasado absurdo, todavía
apuntaba hacia el cielo, esperando la aparición de los aviones ingleses, que
con sus ametralladoras barrían el suelo donde él y el resto de los soldados pretendían
frenar el avance de las tropas enemigas. Ahora mirando los restos de aquel día,
pensó en la inutilidad de los esfuerzos y sufrimientos brindados y la sensación
amarga de la frustración volvió a inundar su boca. Dos fotos obtuvo del cañón,
una primera con el monumento en primer plano y la otra tratando de incluir la
pradera circundante.
Hacia el mediodía
había logrado subir al promontorio, el punto más alto de la Pradera. Allí se
sentó sobre una piedra a descansar y sacó nuevamente la “tablet” para obtener
nuevas fotografías. Fotografió la playa, abajo a su izquierda, dos ovejas y un
cordero que pastaban sobre el faldeo sin interesarse demasiado con su presencia
y una “panorámica” de la pradera que incluía el camino por donde lo había
traído el taxi y unas colinas en el fondo.
Era consciente de que
sacaba fotos con el criterio de las antiguas máquinas, las que usaban rollos de
película y que había luego que llevarlas a revelar a un negocio especializado
en ese servicio. Sabía que ahora la capacidad de capturar y almacenar cuadros
era, en la práctica, casi infinita, pero de igual manera limitaba su cantidad,
para luego no marearse con la maraña de imágenes.
De la mochila que
llevaba sacó un par de sándwiches que le habían preparado en el hotel. De allí
también obtuvo un termo con agua caliente, yerba mate, un mate y una bombilla.
En total estuvo aproximadamente una hora sentado en la piedra, con la brisa del
sur en cara. Finalmente se levantó y caminó faldeo abajo, pero en dirección
suroeste, es decir alejándose de la capital de las islas.
Caminó entre dos y
tres horas y no reconoció ningún punto en particular; al caminar sacó varias
fotos más del paisaje. Durante todo este tiempo tuvo una rara sensación de
estar oyendo la estridencia de los aviones de guerra que volaban a escasa
distancia sobre los refugios y las trincheras, las explosiones de las bombas y
los disparos de los fusiles y ametralladoras, luego escucho voces, lamentos de
heridos y el llanto de un soldado que clamaba por su madre. A pesar de la
campera de duvet y las botas forradas, sintió frío en las manos, en la cara, en
los pies y en la espalda, donde suponía debían estar los riñones; un frío
similar al de las horas bajo fuego durante la guerra.
De golpe miró el reloj
y se dio cuenta que faltaba poco que
llegara el taxi para llevarlo de vuelta al hotel. Dio media vuelta y comenzó a
caminar hacia el punto de encuentro acordado.
Vuelto al hotel se
bañó y cambió su ropa y luego, atento a la hora, se acercó al comedor para
cenar. Al terminar, pidió un vaso de whisky y con él se fue a su habitación.
Cuando cerró la puerta
y antes de cambiarse, decidió mirar las fotos del día. Abrió la tablet, apretó
la tecla de encendido y ya en la galería fotográfica, llamó a la pantalla a la
primera foto del día. Cuando la vio se sorprendió. Mostraba, al borde de una
pequeña trinchera, a un soldado extendido de espaldas sobre la gramilla, tenía
aspecto muy joven y parecía estar inmóvil como muerto; una gran mancha de
sangre le empapaba la chaqueta en el hombro izquierdo y el tórax del mismo lado.
Se quedó varios minutos observando detalles de la imagen: un fusil caído sobre
la bota del soldado, las hebras de gramilla aplastadas en cercanías del cuerpo,
la sangre en la chaqueta, la cara recién afeitado o lampiña, las manos
desnudas.
La segunda foto fue
tan impactante como la primera. Nuevamente un soldado de espaldas sobre el
suelo, pero estaqueado. Tanto sus muñecas como sus tobillos, estaban atadas a
pequeñas estacas clavadas en el suelo. Su cara lívida expresaba el sufrimiento
del momento, a pocos metros se había amontonado algo de nieve y parado cerca
con un fusil en la mano, un suboficial cuyo semblante no se apreciaba porque no
miraba hacia la cámara.
Las manos de Freddy
temblaban y tomó un profundo trago de su vaso. Decidió poner en pantalla la
imagen siguiente. Cerró los ojos ante la aparición de esta pero los volvió a
abrir. Era un primer plano del rostro
de un soldado al que le faltaba una
oreja y cuya sangre le cubría prácticamente la totalidad de la cara. La boca
abierta seguramente sugería un grito de dolor.
La cuarta foto era de
dos soldados acurrucados en el fondo de un pozo, de los que se abrían para
refugio. Estaban arrodillados y abrazados como dándose abrigo uno a otro. Sus
caras estaban dadas vueltas contra la pared de tierra y no eran visibles para
quien estuviera mirando. Uno de ellos carecía del botín de su pie izquierdo.
Las rodillas y los pies de ambos estaban en el agua barrosa del pozo.
Con temblor en los
dedos puso en la pantalla la quinta. 9 soldados argentinos bajaban un faldeo de
piedras y pasto, similar al que había transitado durante esa misma tarde. Los
soldados caminaban en una irregular fila india. El primero y el tercero tenían
el brazo derecho en cabestrillo y el segundo de estos no llevaba sombrero y una
venda sucia lo reemplazaba. El quinto soldado caminaba con la ayuda de una
muleta sobre su lado izquierdo. Al contingente de prisioneros de guerra los
custodiaba 3 miembros de la marina británica.
Las fotos en sexto y
séptimo lugar eran panorámicas. La primera incluía un avión de caza inglés que
volaba a muy escasa altura sobre los peñascos del paisaje y la segunda mostraba
a un conjunto de soldados enemigos que avanzaban sobre el fotógrafo. La octava
foto mostraba un cadáver que solo contaba con una pierna y de la otra no había
indicios. La cara del soldado estaba semienterrado en el barro y en el charco que
rodeaba el cuerpo era evidente que llovía.
Freddy cerró nervioso
la tapa de su pequeña computadora portátil y esta se apagó, cancelando en un
instante tanto horror. Finalizó el whisky del fondo del vaso y se puso
rápidamente el piyama para meterse en la cama. Durmió mal y dos veces durante
la noche tuvo que prender la luz y acomodar sus sábanas y frazadas.
Al día siguiente,
luego de almorzar subió al avión para volver a Punta Arenas. Esa noche tomó el
último coche y llegó a Río Gallegos a la madrugada, cuando aparecían las
primeras luces del día. Se sorprendió al encontrar a su hermana esperándolo.
“Porque a veces a esta hora no hay taxi…” le dijo, pero sabía que era porque
estaban todos preocupados por él, por su carácter que manifestaba frecuentes
ataques de irritabilidad y depresión. En silencio agradeció el gesto.
Frente a su
departamento se bajaron y el retiró del baúl su valija y mochila. “Querés un
café?” le preguntó y ella asintió. Cuando llegaron al primer piso él guardó la
valija en la habitación y sacó las pocas cosas de la mochila; la “tablet” quedó
sobre la mesa del comedor. Estaba en la cocina calentando el agua para el café
cuando ella le preguntó si había sacado fotos y si podía verlas. Casi le dijo
que no, pero no supo como hacerlo.
Al volver de la cocina
con dos tazas de café y una azucarera sobre una bandeja, ella las había terminado de ver. “Son lindas … dijo
con una sonrisa … luego que las vean tus sobrinos”.