Manuel Quilapán se sostenía
escasamente sobre l apero del zaino. El viento lo quería tumbar al suelo y el
frío le agarrotaba las manos que sostenían riendas, la izquierda, y el
cojinillo, la derecha. El zaino no rumbeaba hacia el noroeste como el jinete
quería, sino desviaba un poco hacia el norte tratando que el aire violento y el
polvo, no le entraran tanto en los ojos. Luego de unos minutos en esa
dirección, Manuel corregía el rumbo y dirigía por un rato el
caballo hacia el oeste. Sin saberlo, Manuel utilizaba la técnica de los viejos
marinos que en zigzag lograban que sus veleros avanzaran hacia el puerto
previsto, cuando el viento desde el frente.
Con su edad avanzada se daba
cuenta que confundía lugares. Frecuentemente le preguntaban “Che indio, donde
naciste, en Chile o en Argentina?” y él no contestaba, porque no se acordaba.
Tenía recuerdos de su madre y también de su padre, recordaba jugar con otros niños, que habrán
sido sus hermanos, pero no podía ubicar el lugar donde esto sucedía. Junto con
estas imágenes estaban las del toldo, su ambiente abrigado y su oferta de
reparo, pero tampoco sabía donde se erigía. Cerca de un arroyo, pero qué
arroyo? Vaya uno a saber.
Tampoco recordaba cual era la
última estancia donde había pasado, probablemente la semana anterior. Desde
hacía un tiempo largo Manuel recorría una extensión grande de la estepa
santacruceña, yendo de estancia en estancia, antes pidiendo algunos días de
trabajo en cada una, ahora simplemente un plato de comida y un refugio donde
pasar la noche. Los trabajos que sabía pedir eran los de arriero, de
esquilador, de domador – cuando era joven – o de peón general en los corrales,
en las temporadas de esquila, de marcación o de baño. Poca paga, pero por unos
días comía bien, él y Negro, el perro que desde hace años lo acompañaba y el
zaino descansaba en algún potrero cercano a las casas.
Pero ahora sabía dónde iba. Iba a
las orillas del lago grande, que los blancos llamaban Buenos Aires, a un lugar en
donde los antiguos llegaban a morir. Porque presentía que la hora se le
acercaba. Sentía urgencia de llegar, pues no quería quedar en el camino y por
eso peleaba contra el viento y el frío, sabiendo que si se caía no se
levantaría más.
Detrás de él con el zaino, venía
el Negro. Viejo también pero todavía milagrosamente ágil. Olía al pasar, cada
pasto coirón, cada mata negra, cada calafate. Y cuando se atrasaba, ocupado con
esta tarea, aligeraba el paso para volver a alcanzar al caballo y su jinete. Ya
no podía cazar liebres, como lo supo hacer por centenas cuando era más joven,
pero al atardecer cuando las martinetas salían a buscar alimentos, sabía
todavía acercarse sigilosamente y si el pájaro era algo distraído, saltarle
encima y llevárselo al indio como prueba de su amistad para luego, entre ambos,
comerla asado.
Formaban el hombre, el caballo y
el perro, un trío inseparable. Recordaba Manuel – esto sí lo recordaba – que
unas cuantas primaveras atrás, quiso cruzar el río Chalía, que venía hinchado
con el deshielo de los primeros días de calor. Estaban por la mitad del cauce
cuando un remolino desestabilizó al animal y él se cayó del apero. Sintió el
agua helada como agujas que perforaban la carne de sus piernas e inmovilizaban
su espalda, a la altura de la riñonada. Rápidamente la fuerte corriente lo
arrastró rio abajo y se sintió morir.
Pero cuando ya creyó que nada lo
salvaba, apareció el zaino nadando en la corriente hacia donde él intentaba
agarrarse de las ramas de un sauce llorón. Manoteó las crines del pingo y este
empezó a nadar enérgicamente hacia la orilla. Allí los esperaba Negro que, con
ladridos, manifestaba su alegría.
Hacia la tarde el viento del
oeste se puso más fuerte, pero el frío amainó. Esto permitió que comenzara una
nevisca que a medida que se avanzaba hacia la noche fue intensificándose. Manuel
Quilapán sintió un dolor importante en el pecho y un mareo que lo obligó a
largar las riendas y aferrarse del cojinillo con ambas manos. Cuando levantó la
vista hacia el horizonte se sorprendió al ver un toldo grande a unos cien
metros de donde estaban. Sin que le tuviera que dar órdenes, el zaino se
encaminó hacia el lugar. Ya cerca Manuel empezó a sentir un olor a puchero que
lo embriagaba. Un buen pedazo de carne de capón hervido junto a unos nabos,
cebollas y un puñado de pimentón, se dejaba adivinar en el aroma.
Cuando el zaino paró frente al
quillango de guanaco que oficiaba de portón y Manuel se apeó, el toldo se abrió
y apareció un tehuelche alto con boleadoras en la mano. Manuel pudo ver tras la
figura del guardián, una luz brillante y sintió un aire templado.
“Permiso, se podrá pasar?”
preguntó el indio viejo.
“Como no” le contestaron y el
guardián hizo un paso al costado para franquearle la entrada.
Manuel tomó las riendas del
zaino, le silbó al Negro e inició el camino de ingreso.
“No – dijo el guardián – solo
puede entrar Ud. Los animales deberán quedar afuera”
“Pero yo no quiero entrar solo,
ellos me deben acompañar”
El guardián no contestó y quedó
inmóvil frete a la puerta del toldo.
Con la cara apesadumbrada y la
espalda encorvada, Manuel dio media vuelta y con dificultad volvió a montar.
No habían hecho más que un par de
cientos de metros, cuando visualizó con la dificultad de la creciente oscuridad
y la nevisca que ya era intensa, otro toldo.
Nuevamente se acercaron a la entrada y otra vez salió un tehuelche enorme
a recibirlos. Otra vez Manuel olió en el aire el puchero, sintió el aire cálido
y vio la luz.
“Se puede pasar?” preguntó.
“Pasen” contestó el guardián e
hizo señas para que lo hagan.
Con miedo de ser nuevamente
rechazado, Manuel tomó las riendas del zaino y silbó al perro. Y los tres
penetraron en el toldo.
Sorprendido, Manuel se enfrentó
con el guardián y le preguntó porque había sido rechazado en el otro toldo.
“Es que el otro toldo - contestó
el custodio - es lo que los blancos llaman Infierno. Y allí se permanece solo,
sin amigos”.
Cipolletti, Noviembre de 2016
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