sábado, 17 de diciembre de 2011

Una triste historia de amor

Pedro Dobree
pdobree@neunet.com.at 

Sabia sentarse cerca de la ventana de la cocina de su casa, con los codos apoyados sobre la mesa, mirando como el viento levantaba polvo de los corrales.





Cuantas veces habrá visto esa escena? Cientos de veces; mientras sorbía una taza de té que a la tarde le  servía la mujer que estaba leyendo en la sala de entrada a la casa.


Muchos años de estar juntos. Podría haber vivido de otra forma? Podrían haber sido otras las circunstancias de su vejez?


Los ojos celestes parecían inmóviles, pero una observación atenta delataba el funcionamiento del cerebro y el recorrer de los distintos espacios en donde se almacenan los recuerdos.


La conoció en los campos que con su hermano heredó de su padre, junto al mar, cerca del pueblo. Había estado recorriendo a caballo un potrero algo alejado, inspeccionando a las ovejas madres y el estado de los corderos, muchos de ellos con pocos días de vida. Cuando volvió a la casa y se bajó de la yegua tobiana, su esposa salió a recibirlo diciéndole que su hermana menor había llegado. “Se quedará varias semanas para hacerme compañía y ayudarme con el niño” le dijo.  Fue en la primavera de 1923.


Le impresionó su figura y su simpática sonrisa; cuando se dieron la mano quiso retener la de la joven, pero solo le dio un suave apretón y balbuceó palabras de una formalidad.


Con los días se incrementó el atractivo que sintió por la visita. Aprendió a disfrutar de su risa, cuando jugaba con el niño. Con frecuencia ella se volvía hacia él, preguntándole sobre el trabajo de la estancia, sobre las aves que rodeaban la casa o se estacionaban en la pequeña vega cercana, sobre la peligrosidad de los pumas que merodeaban en la estepa, o sobre las costumbres de los choiques, de los zorros y de los hurones. Él contestaba y se divertía con la curiosidad de la joven, pero se preocupó cuando notó que buena parte de las conversaciones en el interior de la casa, las protagonizaban ellos dos.


Recordó que acostado a la noche en la cama que compartía con su esposa, trataba de imaginar la posición en que dormía en el dormitorio contiguo. Años más tarde se acostumbró a que estuviera de espaldas, con sus piernas estiradas bajo las sábanas.  “Siempre fue así?” le sabía preguntar. “Siempre; … esperándote” le constaba ella y le sonreía.


El día anterior a que se fuera =  volvía a San Julián, donde estaba su madre con otra hermana = él estaba solo en el galpón de esquila. El peón había partido a caballo para rodear un pequeño piño de capones y arrearlos hacia el potrero donde guardaban los animales para faenar. Aprovechaba estos ratos de tranquilidad para ordenar el área de trabajo, enmendar una empalizada, levantar un tramo de alambrado, podar la rama de un árbol que impedía el paso. 


Estaba en estas ocupaciones cuando apareció ella.


“Me voy ahora, le dijo, y me despedía de las cosas”  “Los días han pasado muy rápido desde que estás aquí. Espero que vuelvas”. “No se si podré, pero tu nos podrías visitar en San Julián”.


Ambos se acercaron y él le tendió una mano para estrechar la de ella. No tiene en claro hoy lo que pasó, pero repentinamente la tenía en sus brazos y ella levantó la cara y se besaron. “Es la hermana de mi esposa, pensó, qué estoy haciendo?” Quiso deshacerse del abrazo, pero el olor de su aliento y la suavidad y urgencia de sus labios, se lo impidieron.


Desde entonces los galpones de esquila producían miradas de complicidad entre ellos.


Un mes después de su partida no había podido sacarla de su cabeza y pensaba en ella a todas horas. Repentinamente inventó una escusa para viajar a San Julián. “Estaré un par de días ausente; hablaré con el representante de la firma de Bs. Aires que nos compra la lana y los cueros”.


Aunque fue difícil, pudo verla a solas. “No puedo vivir sin tenerte” “Yo tampoco”. “Estás dispuesta a vivir aislada del mundo?” “Si es contigo, si”


Más de 600 kilómetros de un camino de ripio, guadal y piedra, que en invierno se convertía en intransitable, unían San Julián, el mar y la comunicación con otros puertos, la vida social, un médico y las casas de comercio, con la estancia que compró en la precordillera. Durante los primeros años, cuando aún eran jóvenes, no les importó demasiado, pero ahora que estaban viejos, les pesaba cada vez más. No se arrepentía de las decisiones tomadas, pero le dolían. Su hijo había crecido y se había convertido en un hombre; se enteró de su casamiento aproximadamente un año después de la ceremonia. Y  ahora había nietos que no conocía. Sentía que el corazón se estrujaba cuando pensaba en ellos, en como le hubiera gustado tenerlos sobre sus rodillas, reírse con ellos, contarles las aventuras de la Patagonia vieja, abrazarlos, verles la cara cuando abrían los regalos que cada tanto les podía enviar. Pero sentía que era el costo a pagar por lo hecho. Todo en un silencio estoico, porque se sentía el responsable mayor y por lo tanto a ella no le confesaba su pesar; aun sabiendo que la mujer tenía sensaciones parecidas.


Los años en que vendía bien la lana, viajaban a Buenos Aires y pasaban los meses del invierno en un hotel de la calle Florida. En un Agosto de la década del 60, se sintió mal y fue internado. Su hijo y sus nietos fueron informados, pero no llegaron a tiempo






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