miércoles, 25 de diciembre de 2013

Fabulosa Internet

No soy un gran lector de poesías, pero no por eso renuncio a disfrutar de algunas lecturas que me emocionan profundamente.

Hay también algunos autores que disfruto más que otros. Con los que me gustan puedo elaborar una lista que hará sonreír a algunos de Uds. por lo absolutamente heterogéneo de su contenido.

Entre otros me gusta leer a Manuel J. Castilla y a Jaime Dávalos, miembros de esa fantástica generación de salteños que muchos hemos conocido; me gusta León Felipe, R. Kipling y Félix Luna.  También a Omar Kayam, que aprendí a querer por mi padre, que sabía recitar largos versos traducidos al inglés. Y hay obras de José Hernández, María Elena Walsh, Leopoldo Lugones y Homero Manzi,  que me atraen poderosamente.

A esta lista pertenece, con un lugar destacado, Pablo Neruda.

En un viaje de placer con mi esposa a Chile, visitamos la ciudad de Santiago y luego fuimos a Viña del Mar y Valparaíso.

Allí, en Chile, nos dimos un baño de Neruda, pues visitamos sus tres casas que hoy son, cada una, museos de la obra y de las colecciones de objetos de arte del gran autor. En la capital chilena está La Chascona; en los faldeos de Valparaíso esta La Sebasiana, con una vista a la bahía absolutamente fantástica, y unos kilómetros por la costa del Pacífico hacia el sur, en Isla Negra, el Museo Isla Negra. Volvimos a casa encantados con nuestro viaje y con nuestra memoria llena de los detalles de la excelente tarea de conservación y atención de los visitantes que la Fundación Pablo Neruda desarrolla en los tres lugares.

Un tiempo después, probablemente al año siguiente, hicimos un viaje por nuestra costa patagónica para visitar Puerto Madryn. Allí hicimos las visitas tradicionales, pues observamos lobos y elefantes marinos en la península Valdez, caminamos con marea baja por las playas del Golfo, tomamos te en Gaiman, recorrimos los elegantes negocios de Madryn y visitamos Ecocentro Puerto Madryn,  de la Fundación Ecocentro, cuyo hermoso edificio se encuentra sobre la costa alta al sur de la ciudad. Este lugar - muy recomendable por cierto, porque está excelentemente concebido, construido y ofrecido - permite al visitante conocer y comprender la muy variada fauna del gran Golfo Nuevo. Todo desde los acantilados donde está construido, que resumen la magnífica costa del mar patagónico.

Sobre la gran pared interna de una de las salas, con letras grandes, está el poema de Neruda “Oda a un albatros viajero”. Este es un emocionante escrito que describe el peligroso y esforzado vuelo de un albatros, que partiendo de Nueva Zelandia, cruza todo el Pacífico para morir en las playas chilenas. El poema termina con un angustioso pedido por la no extinción de la especie “…Oh capitán oscuro, derrotado en mi patria, ojalá que tus alas orgullosas sigan volando sobre la ola final, la ola de la muerte.”

Sentí gran emoción al leerlo pues es muy bello. Y recordé a la vez a uno de las guías del museo de Isla Negra, que comentó a los que estábamos mirando la playa pedregosa, que era allí donde Neruda había encontrado, una mañana de frío y neblina, al cuerpo exánime  del albatros, que luego le inspirara para escribir su poema sobre el largo vuelo del animal.

Varios años después, he sentido la necesidad de releer el poema y me puse a buscarlo. Revisé el único libro de Neruda que tengo y no lo encontré, busqué en Internet las obras del chileno y no lo encontré. Es que no recordaba en absoluto el nombre de la obra y sin título era imposible ubicar la oda. Decepcionado, comencé a resignarme, cuando se me ocurrió mirar la página del Ecocentro.

Esto ya merece un párrafo aparte: el Ecocentro de Puerto Madryn tiene una página web muy bien concebida: muy funcional, continuamente actualizada y con unas fotografías hermosas. Una de ellas – del interior del edificio – muestra la pared sobre la cual está escrito el poema y allí se puede ver, claramente, su nombre. Rápidamente puse el título en el buscador y apareció en toda su extensión, la obra buscada.

El uso de internet tiene sus desventajas, pero hay oportunidades que uno queda extasiado, plenamente satisfecho y agradecido a todos aquellos que han intervenido en el mundo, para que esta magnífica herramienta esté a nuestra disposición.

Cipolletti, Diciembre de 2013

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


jueves, 12 de diciembre de 2013

Anécdotas de Barrio II



Clemente Ameghino nació en Esquina, en la Provincia de Corrientes. Allí vivió hasta que decidió estudiar abogacía en Buenos Aires
Repitiendo el camino de los estudiantes del interior del país que llegan a las grandes ciudades, los primeros meses le sirvieron para ambientarse y buscar donde vivir. Inicialmente habitó de prestado una pieza que ocupaba un amigo que también había llegado, un par de años antes, de Corrientes. Finalmente y luego de mucho buscar y regatear, pudo alquilar un pequeño Departamento en la zona de Lanús, en un tercer piso, con una incómoda escalera y ningún ascensor.
Todo esto lo pudo hacer con la ayuda que le hacían llegar sus padres que tenían un pequeño almacén de Ramos Generales en la salida norte de su pueblo nativo, sobre la Ruta Nacional 12.
Fue un estudiante aplicado y avanzó en el plan de estudios de su carrera en forma razonablemente rápida. Luego de haber estado algo más de dos años en la Facultad, ingresó al estudio de Figueroa, Madison y Asociados, un grupo de abogados con algún prestigio en Derecho Comercial y Civil, que le permitió, aun que desde una perspectiva muy inicial, una anticipada visión profesional de su actividad.
Ese mismo año, mientras cursaba un seminario relativo a Derecho de Familia, conoció a Guillermina Araujo, una estudiante de San Antonio Oeste, en la costa atlántica de la provincia de Río Negro. Con Guillermina rápidamente hubo un entendimiento excelente y ella abandonó la pensión donde vivía y se fue con sus bártulos a Lanús.
Finalizaron sus estudios con pocos días de diferencia y luego de muchas horas de discutir las ventajas y desventajas de distintos lugares, decidieron instalarse en San Antonio, donde Guillermina tenía la posibilidad de utilizar una vivienda que había sido de una de sus abuelas. Estaba situada cerca de la orilla del mar, cuando las mareas eran altas, al norte de la Avenida Belgrano, a la altura de la plaza central. Allí tendrían vivienda y estudio jurídico.
La casa era una de esas típicas de San Antonio Oeste y del resto de la Patagonia vieja.  Techos inclinados pintados color rojo apagado, paredes de chapa corrugada cubriendo una estructura de madera, aberturas del mismo material y un pequeño porche en la entrada desde la calle, para poder amortiguar el viento, cuando se ingresa o egresa de la casa.
Al que llegaba por ese porche se le presentaban dos alternativas: acceder al estudio – con una oficina y un baño – o acceder a la vivienda.
Varios años luego de instalarse la pareja en S.A.O.y estando una noche de calor sin poder dormir, Clemente oyó  ruidos en el estudio. Contuvo el aliento y se convenció que había alguien revolviendo papeles y moviendo muebles en la estancia vecina.
“Guille … Guille …” susurró despertando a su esposa “…alguien ha entrado”. En silencio retiró un viejo revolver 38 de su mesa de luz e hizo señas para que salieran por la puerta del costado de la cocina que daba a un pasillo y desde allí a la calle.
Una vez allí, cruzaron a la vereda de enfrente. Clemente le solicitó a su esposa que caminara hasta la Comisaría, a menos de dos cuadras de distancia, y avisara de lo que ocurría.
En cuanto Guillermina dobló la esquina, su esposo se tiró al piso – sobre el césped del cantero  y parapetado tras un viejo tronco de fresno americano – y apuntó hacia la puerta de su casa. “Salgan con las manos en alto – gritó con voz fuerte, aunque algo temblorosa – estoy armado”.
……………………………………………
Modesto Argayarás, vivió su infancia y adolescencia en Valcheta, una pequeña población al sur este de la Provincia de Río Negro. Hijo de un inmigrante español y de una mujer de sangre tehuelche, finalizó sus estudios primarios en la escuela provincial cercana a su casa, pero las escasas posibilidades laborales de Valcheta lo llevaron a ingresar a la Policía Provincial y en la fecha de lo que intentamos relatar aquí, había sido ascendió a cabo.
Hacia 6 meses que estaba destinado a la Comisaría de San Antonio Oeste, donde ya era conocido ampliamente por su buen humor y carácter. Jugador de futbol, había ofrecido sus servicios al equipo local como defensor derecho y este ya lo había alistado en las últimas dos o tres fechas de la liga de la Zona Atlántica.
Gran tomador de mate, estaba iniciando la tercera cebadura de esa guardia nocturna, cuando por la puerta abierta a la noche de mosquitos y calor, vio llegar a la Dra. Guillermina, extrañamente vestida con un camisón.
“Qué la trae Doctora?” le preguntó algo ceremoniosamente, en cuanto pisó la vereda del edificio. Rápidamente ella explicó que su marido estaba frente a ladrones que habían entrado al estudio y que urgentemente debía trasladarse él hacia allí para auxiliarlo. Mientras escuchaba, el suboficial echaba agua desde la pava al mate y se lo ofreció a su visitante; ella con impaciencia lo rechazó,  argumentando que no había tiempo para tal cosa.
Argayarás de todas formas logró calzarse la gorra reglamentaria y sorber el mate, todo a la vez. Juntos salieron a la calle y caminaron con prisa por la calle silenciosa.
“Qué pasa Doctor?” Clemente explicó la situación, siempre desde el nivel de la vereda y tras el tronco que proyectaba la sombra de la luz callejera  sobre su cuerpo.
El policía lo miró seriamente, miró el frente del edificio donde estaba el estudio jurídico y volvió a mirar a Clemente. “Doctor, voy a buscar refuerzos” y sin esperar respuesta, dio media vuelta y se dirigió hacia la esquina tras la cual desapareció.
Clemente y Guillermina esperaron aproximadamente media hora y urgido por la humedad del pasto del cantero, el primero decidió levantarse. Minutos después cruzó la calle y se acercó a su propia puerta. Llamó nuevamente y al no recibir respuesta abrió lentamente la puerta y entró. Guillermina había quedado, temblorosa, en la vereda opuesta. Los cacos, si los hubo, ya no estaban y se habrían fugado por el fondo.
Modesto Argayarás nunca volvió. 
El Comisario Lorenzo Abraham, a cargo de la Comisaría de San Antonio Oeste, por influencias del Dr. Clemente Ameghino y por instrucciones de la jefatura provincial, le inició sumario administrativo por abandono de sus obligaciones de funcionario público.
Pedro Dobrée

Cipolletti, Diciembre de 2013

lunes, 26 de agosto de 2013

Anécdotas de Barrio I



Pedro Dobrée

El problema de las anécdotas es que ocurren, pero pocas veces dejan rastros en la memoria. En este caso si los hubo, porque conoció el hecho un gran contador de anécdotas y él me lo ha contado a mí y yo ahora lo transcribo a un papel y lo cuelgo de una hoja digital para que lo lean todos aquellos que consideren que estas historias les divierten y les alegren un poco el corazón. En las épocas en que yo estaba en la Municipalidad habíamos coincidido varios de nosotros a juntarnos a la tarde, cuando ya el personal operativo no estaba, las máquinas de escribir permanecían en silencio y solo transitaban por los pasillos alguna persona del equipo de limpieza. Nosotros discutíamos respecto a los problemas del trabajo del día y las tareas a realizar en el futuro inmediato, mientras terminábamos una pava de mate. Durante estas reuniones emergían frecuentemente anécdotas de la vida municipal.
Todo esto tiene que haber empezado cuando Amílcar Lauro se casó con Graciela Jure, hija del Turco Jure, que supo tener una chacra de verduras en la zona de 2 Esquinas, al norte de Cipolletti, en la Provincia de Río Negro.
Amílcar hizo su escuela primaria en la 33, que fue unas de las primeras de la ciudad; cuando él terminó sexto grado, Graciela estaba terminando quinto y como tenían los recreos en el mismo horario, se sabían saludar cuando sonaba la campana para volver a las aulas.
Graciela luego asistió a un colegio secundario de Neuquén, pero Amílcar no hizo más que primer año y decidió buscar trabajo y así  ayudar a su madre viuda.  La primera actividad la desarrolló en el Almacén de Ramos Generales de Dimas Martínez, en la calle Belgrano, a pocas cuadras de la Roca, cuando aún eran estas de pedregullo y don Anacleto Badillo no había hecho la gran obra de pavimentación del centro del pueblo, que fuera recordado luego por mucho tiempo.
El Almacén vendía también combustibles desde la vereda. Amílcar los despachaba con los viejos surtidores de aquella época, cuya bomba se accionaba a mano, se llenaba un vaso erguido en lo alto del aparato, que a su vez contaba con los litros grabados sobre un costado. Y en el momento oportuno, se abría el grifo para que el líquido acumulado, fluyera hacia abajo al tanque del vehículo.
Cuando el Turco Jure falleció, su única hija heredó la chacra. Pero ni ella ni su novio, Amilcar, tenían ambiciones de trabajar en ella y Graciela la puso en venta. Con el dinero recibido se compró un terreno sobre la calle Uspallata, a media cuadra de la esquina de esta con Viedma, en el nuevo barrio que se formó cuando se urbanizó la chacra de los Alanís
Poco después se casaron y en los primeros tiempos del matrimonio, vivieron con Doña Lauro, mientras se construía la casa del Barrio Alanís. Al poco tiempo fueron a vivir allí. Graciela tenía un cuadro en el fondo con acelga, tomates y lechuga y Amílcar le daba una mano sacando yuyos y regando cuando a ella se le acumulaban los trabajos de modista que realizaba para amigos y vecinos.
A mediados de la década del 60 Amílcar tuvo que viajar a Bahía Blanca, la gran ciudad del sur de la provincia de Buenos Aíres, que sabía mirar orgullosa a toda la Patagonia. En Bahía Blanca tenía su consultorio un especialista en enfermedades cutáneas que probablemente resolvería un caso rebelde de “culebrilla” y al que varios curanderos del Alto Valle no habían sabido poner remedio. Como ya tenía turno de consulta, una mañana temprana, tomo su saco y un pequeño bolso, le dio un beso en la boca a Graciela, caminó hasta la estación, se subió al tren, se acomodó en un asiento y armándose de gran paciencia, dormitó hasta llegar.
En esa época estaba todavía el ferrocarril de pasajeros, que día por medio recorría las vías desde Buenos Aires hasta Zapala, en la provincia del Neuquén, y al día siguiente desandaba el mismo camino. Era lento e incómodo, pero comunicaba a todos los que vivían en su zona de influencia y la llegada y la partida de cada estación era un evento social.
En Bahía Blanca, luego de escuchar al médico y anotar las instrucciones que le dio respecto a ungüentos, pastillas y dietas, caminó hasta la estación, mirando admirado edificios y vidrieras comerciales. Poco antes de llegar se paró ante la puerta de un acuario que vendía peces y pequeños pájaros. Allí quedó encantado con el canto y colorido de los animales y esto lo impulsó a ingresar al negocio. Al rato volvió a salir, pero ahora llevando en una mano su bolso y en la otra una jaula, dentro del cual, con aspecto serio y desentendido, como pegado a la percha, viajaba un canario. Era, según el papel que el dueño del acuario le dio, un canario de raza Norwich, color amarillo intenso y un cuerpo redondeado; “…es como una pelota de tenis” sabía contar luego su dueño
Esa noche no pudo dormir. La jaula la llevaba sobre sus rodillas, el vagón estaba lleno de obreros que viajaban a Neuquén, porque empezaban las obras de El Chocón y el asiento de al lado de Amílcar estaba ocupado. Tenía miedo que se le cayese al suelo.
Al día siguiente, cuando llegó a su casa, Graciela miró a la nueva adquisición con reservas, aunque se lo habían presentado con orgullo; más todavía, en los primeros días, el pájaro literalmente, “… no dijo ni pío”, como contaba Amílcar en el Bar Cipolletti, donde todas las mañanas y antes de presentarse en su trabajo, se sentaba con un grupo de amigos fieles, a tomar un café en pocillo pequeño. “Para que lo habrá traído - se quejaba ella – no sirve para nada y ocupa espacio allí sobre la heladera”.
Pero  a la semana la situación había cambiado. Una vez que la luz de la mañana entrara francamente por la puerta trasera de la cocina, Tarzán - después lo llamarían Tarzán - comenzaba un vigoroso concierto, que fue la admiración del matrimonio dueño de casa y de los vecinos más cercanos.
El desprecio de Graciela tornó en admiración. Y pronto se acostumbró, cuando se sentaba a cocer a la tarde en la sala de adelante, a escuchar a Tarzán cantar en la cocina. “Me entretiene y acompaña”, le contaba a sus visitas.
Mucho tiempo después, cuando Tarzán ya era parte de la casa, Graciela estuvo unos días ausente. Tuvo que viajar a Allen, un pueblo que no está a más de 20 kms. de Cipolletti, donde una tía vieja estaba llegando al fin de sus días. Amílcar quedó al frente de la casa.
Una mañana temprano y antes de salir para trabajar, quiso limpiar la jaula, colocar alpiste en una lata de sardinas vacía que oficiaba de plato y cambiar el agua del bebedero.
Era una mañana de Noviembre y el sol avisaba que el día sería caluroso; la puerta de la cocina estaba abierta y sucedió lo peor. El canario, aburrido de su encierro y ante un descuido de su dueño, saltó al estante vecino a la heladera y de allí a la mesa de la cocina. Amílcar rápido se dio vuelta, pero solo lo suficiente como para ver al pájaro salir volando por la puerta.
“Tarzán, Tartán …” llamó, pero el pájaro no hizo caso y voló a una rama alta de un cerezo que los Laura tenían en el fondo de su terreno. Amílcar retiró de donde estaba apoyada sobre la tapia medianera, una escalera tijera;  de las que usan los productores de fruta en sus chacras.
Rápidamente puso la escalera bajo la rama sobre la que estaba posado Tarzán. Casi lo agarró, pero antes que lo hiciera el pájaro voló hacia adelante, por sobre los techos, a la vereda. Amílcar lo siguió con una mirada desesperada.
Bajó de la escalera y salió a la calle, a tiempo para ver al destello amarillo volar hacia la plazoleta Sarmiento, a menos de una cuadra de la casa. En la plazoleta, Tarzán eligió un vigoroso fresno y se posó sobre la rama más alta; más alta incluso que la escalera tijera de Amílcar. Este con la boca seca de los nervios, golpeó en la casa de un vecino. “Prestame la moto sierra …” A medio subir la escalera, puso en marcha la sierra y apoyó la cadena sobre la horqueta del gajo. Poco duró y cayó al suelo. Tarzán, con una tranquilidad pasmosa, no hizo más que saltar a otra rama: también esta fue atacada por Amílcar y la ruidosa y humeante sierra. La próxima etapa del pájaro fue otro árbol y este fue cortado desde el tronco. Cuando dos troncos y varias ramas grandes habían caído sobre la arena de la plazoleta, un vecino, de los pocos que en esa época tenían teléfono en su casa, llamó a los bomberos.
La llegada del camión rojo, el sonido de la sirena y los vecinos que empezaron a juntarse en la plazoleta, espantaron definitivamente a Tarzán y este nunca más, por lo que sabía quien esto contaba, fue visto.
Lo que si permaneció por muchos años, fue el expediente de la Dirección Municipal de Parques y Jardines, radicado en el Juzgado de Faltas, con la denuncia contra Amílcar Lauro, por destrucción intencional de varias especies arbóreas de dominio público y la copia del recibo entregado por el pago de la multa aplicada.


miércoles, 1 de mayo de 2013

NATURALIA


Me gusta adivinar el clima de mañana,
intentando interpretar
las nubes y el sol del atardecer,
y  buscando la orientación del viento.

Me gusta ver la llegada temprana  de la primavera,
en los brotes de los arboles
en las flores del aromo.
Y en la tarde y en las primeras horas  del amanecer,
la lenta fuga del aire frío.

Kosten aike ,
y el ruido de su paso
 por los coirones,
y más abajo en el fondo del cañadón,
por las hojas de los álamos
y por las ramas cansadas del sauce llorón.

Me gusta caminar de noche
por la casa silenciosa,
solo iluminada por la luz de la luna,
que al bajar por las ramas del fresno,
se filtra por las livianas cortinas de la sala.

Caminando sobre la gramilla y  la tierra húmeda,
luego de la lluvia,
con el olor amargo de los eucaliptos invadiendo mi nariz,
me demoro tratando de estirar el tiempo.

Pedro Dobrée
Cipolletti, Mayo de 2013

lunes, 15 de abril de 2013

Romanceadas Mapuches



Corresponden a grabaciones realizadas a miembros de la comunidad de la reserva de Aucapán, en la Pcia. del Neuquén – con excepción de la realizada a Matilde Cofián, hecha en la ciudad de Neuquén – en la década de 1980. La tarea investigativa es de César Aníbal Fernández.

Romanceada para empezar   de José Cayunao
Llegue hace un rato, por Ud. vine:
me pregunté para que me necesitarán en su casa, entonces vine.
No conocía el motivo porque me llamaban.
¿Qué me necesitarán?
Entonces vine y endenantes llegué.
¿Qué me necesitarán?

Romanceada del lucero    de Virginia Victoria Tropán
Le dice que como él es hombre que le venga a buscar.
Que le parece a ella. Que es grande su sufrir.
Le dice que es huérfana y que va ha ser para el lucero que es hombre.
Que la venga a buscar, que le dé su corazón y ella le dará el suyo.
Luego dice que ella ya es grande, que ojalá la lleve al cielo, que ella piensa mucho en él.
Entonces a las cuatro noches que ya iba a decir eso, entonces llegó el lucero.
Apareció de repente
Eran más de las doce de la noche. Llegó el hombre ese.
Era un muchacho que estaba lleno de plata y montado en un caballo alazán.
Enchapeao en plata.
Entonces en vez de conversar, como conversamos nosotros, él le vino a romancear.
Le vino a decir: vengo ahora, porque Ud. tantísimas veces me ha nombrado.
La voy a llevar con nuestro Dios.
Romanceada de la cuñada   de Luciano Huenufil
Hay una cuñada que recién ha casado con mi hermano.
Supe que había casado con mi hermano. Le dice a los suyos, por eso vine.
Yo quiero que salga a la luz mi cuñada, que me venga a armar mi cigarro.
Cuñada es buena. Por eso hoy monté a caballo;
a la madrugada monté a caballo porque mi hermano casó.
Romanceada de la señalada. de José Cayunao
Hoy día voy a entonar, voy a comer asado, vine a la señalada porque me fueron a invitar,
porque tienen animalito para cortarle la oreja. Y cuando hay una señalada yo voy.
Si hay alguna pelea, me dejan de lado: yo no entro en ningún entrevero.
No me metan en lio. Le dice a los suyos que no anduvo en otra parte,
que cuando los otros se fueron, el quedó curao y pasó el día
y ahora llega a su casa, sin saber que había una mala noticia.
Romanceada de los primos  de Felipe Rañinqueo
Los argentinos juntaban por ahí y canturreaban uno con otro.
Un grupo de esa gente querían agarrarlo al guanaco y al choique.
Entonces el guanaco encontró al choique que son primos.
El choique le contó que iba a Chile.
Ahí tiene buena gente, tiene su buena familia, no le hacen nada, no lo bolean, no lo persiguen.
Aquí hay gente muy diablo.
Tienen boleadoras, tienen lazo, tienen todo.
Mejor vamos a Chile, donde entra el sol.
Romanceada de la hija que deja su hogar para casarse de Rosa Alluelef
Vamos a ir, dice Ud., a un campo de color verde, donde vamos a pasar bien.
Ud. no más, no se preocupe: yo que puedo hacer.
Mi corazón va a doler porque nos vamos a ir, no más.
Vamos a dejar sola a mi mamá. Por eso lloro ¡Y lloro!
¡Que puedo hacer! ¡Nos vamos a ir!
Primera romanceada de amor  de José Colimán
Hermana, hermanita.
Dicen que recibió malas noticias, hermana, hermanita.
Cuando lo noticié, salí a buscar un caballo. Até mi caballo, hermana, hermanita.
Ensillé en la madrugada, galopié 12 leguas, hermanita.
Hermana, hermanita. Para simularlo, para que tenga paciencia, que no tenga mucha pena.
Hermana, hermanita. Mire mi caballo, el picaso que está atado al palenque, hermana, hermanita.
No cuesta pasar los días y pasar los meses y pasar el año hermanita.
Ahora me da la contesta si es que tiene coraje. Yo pienso volver al año.
(Entonces contesta la mujer)
Dice que vuelva no más. Yo no pienso pensar por un hombre mucho.
Y puede volver no más.
Yo le voy a dejar una esperanza buena, vuelva no más.
Romanceada de los consejos del padre al hijo casado.  de José Cayunao
Mi finado padre me decía que no ande sufriendo por otra parte.
Que venga a su casa con su compañera.
Ud. hijo perdió muchos animales. Ud. cuando era joven no se preocupó! Cuanta plata tirada!
Ahora que trae compañera tiene que cuidarla, tiene que llevarle regalo, tiene que quererla y cuidar la plata. El rogaba para que tuviera suerte.
Segunda romanceada de amor. de José Colimán
Ando caminando en campo ajeno.
Me da mucha pena cuando te miro hermanita. Me da mucha pena.
Ud. fuera pañuelo de seda la compraría.
Tal vez pudiera alcanzar la plata: como Ud. no es pañuelo de seda hermanita.
Ud. fuera una flor, lo sacaría de la mata toda. Como hermanita, Ud. no es flor.
Ud. fuera palomita, te mandaría hacer una casita. Como Ud. no es una palomita, hermanita.
Me da pena verte. Ahora me iré a mi tierra, pero me iré con pena.
Romanceada de los novios.   de Luciano Huenufil
Hoy me vine aclarando. Me dijeron que había una buena hija, por eso vine.
Hoy clareando, llegué caminando, tenía buena palabra, tenía arreglo la dama, pero después varió.
Estoy loco y loco de pensar en mi corazón, que puede ser pa mi Ud.
Aunque haya buena hija, yo no conocía este lugar. Endenantes llegué al amanecer.
Ud. me dijo que me gustaba, Ud. me gusta me dijo.
¿Y por qué ahora varió conmigo? estoy loco de pensar que va a ser pa mi usted.
Romanceada de las dos amigas  de Virginia Victoria Tropán
Le decía a la ancianita esa, pidiéndole que tantísimas veces le había dicho ya que falleció ella, porque no la llevó a ella también.
Que podían haber fallecido juntas. Que tanto se querían.
Y se lo pidió que si sabían nuestras almas, que rogara a Dios esa alma, que rogara a Dios.
Todo eso dijo. 
Romanceada de la novedad  de Luciano Huenufil
Hay una buena novedad, por eso vengo. Hay fiesta.
Vengo de lejos, al galope, y no conocía el camino.
ahora llegué acá porque somos hermanos y hay una buena noticia.
Voy a entreverarme a la fiesta.
Por eso vine en mi zaino.
Romanceada de agradecimiento  de Matilde Cofián
Yo soy huérfana y ando en la tierra argentina.
Tengo casa y campo para vivir en Chile y de aburrida salí de mi casa.
Para salvar a mis hijas de la enfermedad ando acá. Yo pasé por la muerte, pero me salvé.
Mi Dios me anda cuidando. Yo ruego todos los días y tengo cinco hijos.
Sigo rogando acá en la Argentina, para que ayude mi Dios.
En Chile lo pasaba enferma.
Yo tenía papá, mamá y hermanos, pero todas se murieron y por eso soy huérfana.
Mi marido Cornelio, tiene suerte para el trabajo. Yo ruego todos los días de rodillas.
Mis dos hijas andan trabajando afuera y yo no me encuentro bien.
Cuando estamos juntos yo estoy contenta.
Romanceada de despedida. de José Cayhunao
Ya es tarde y me tengo que ir.
Se terminó la romanceada, porque no hay luna para caminar de noche.

viernes, 29 de marzo de 2013

Rosalino Carmona y el suicidio confuso



pdobree@neunet.com.ar

Era la hora en que las sombras se alargan sobre la estepa y, cuando el día ha sido caluroso y calmo, las bardas a lo lejos se tiñen de azul. Rosalino Carmona viajaba en silencio sentado en la butaca del acompañante de la camioneta de la repartición. El movimiento del vehículo y el sol de la tarde le habían  provocado gran somnolencia y ya dos veces había golpeado su cabeza contra el parante de la puerta, despertándolo y a su vez provocando una respetuosa sonrisa en quien conducía: el agente Mileson.
Venían de la estancia “Aguada Grande” donde habían reconocido algunos cueros de ovejas estaqueados sobre los corrales exteriores al galpón de esquila. En cinco de los ocho cueros estirados sobre los alambres, con la lana hacia abajo y los restos de grasa y sangre hacia el sol, las señales prolijamente recortadas en ambas orejas de los animales, indicaban la propiedad de Gilberto Maestre, un poblador de tierras fiscales, 5 leguas al oeste de la Colonia Las Heras.
Como en toda la Argentina, cada propietario identifica a sus ovejas por la particular combinación de muescas que recorta en las orejas de los animales; esto lo hace durante “la señalada”, tarea realizada cuando los corderos aún son pequeños. Gilberto había denunciado un robo por parte de gente de la estancia “Aguada Grande”. Presumía que los animales habían sido arreados y pasados al campo vecino por una tranquera de un alambrado lindero.
Copia de la denuncia fue enviada por fax al Juzgado de Puerto Deseado y Rosalino esa misma tarde, había avisado por teléfono al Fiscal Bongiorno. “Si le parece bien, me voy a dar una vuelta por la estancia… le había dicho …total me queda cerca”.  “Tenga ojo … le contestaron … va sin orden de allanamiento”.
Las instalaciones de la estancia eran pobres. Una pequeña casa habitación de paredes de piedra y techo de chapa acanalada, rodeada por varios álamos que custodiaban una quinta que ya no se cultivaba y cien metros hacia el poniente, un galpón de esquila con corrales de alambre. Entre uno y otro, un molino y un tanque que perdía agua. Todo demostraba una gran falta de mantenimiento y cuando se bajaron de la camioneta y golpearon las manos, nadie contestó a su saludo.
Aprovechando las ausencias, inspeccionaron lo que pudieron ver y revisaron los cueros de animales carneados recientemente: allí encontraron las señales delatoras.
Se despertó al sonar el teléfono que tenía conectado a los parlantes de la radio. “Comisario, me escucha? …oyo la voz del agente de guardia en la Comisaría del pueblo … tengo novedades para Ud.” “Qué pasa?” contestó algo desorientado.  “Se mató Jorge Urquiza , el encargado del depósito de la empresa de gas. Lo encontraron colgando de una soga en el galpón del fondo del predio”
“No toquen nada, estamos allí en 20 minutos” contesto mirando a Mileson, que hizo un gesto de aprobación con la cara, a la vez de acelerar. “Cuidado … le advirtió el oficial ..a ver si por ir más ligero, no llegamos nunca”. Sobre el ripio de la ruta, la camioneta levantaba una larga nube de polvo.
Al llegar a Las Heras se dirigieron directamente a los depósitos en donde se había producido el hecho. Allí encontraron al agente Lastreto, con ademanes de General en Jefe, ordenando a los curiosos que querían ingresar al galpón y manteniéndolos a una prudente distancia del portón de entrada.
En la penumbra de la parte posterior del depósito, colgaba aún el finado Urquiza. “Bájenlo con cuidado”, ordenó Carmona, y se acercó al cadáver. Sobre el piso de tierra había una silla caída, como si el suicida la hubiera pateado para evitar pisarla en el último instante e impedir cualquier tipo de arrepentimiento. Verificó con Lastreto que se avisado al Hospital y que estaba llegando la ambulancia
“Llegó la madre del muerto …le dijo al oído Mileson … qué hacemos?”. “Decile que tenemos que hacer la autopsia … en cuanto podamos le entregaremos el cuerpo.”
Rosalino se agachó y miró con detenimiento las huellas de pisadas en el polvo del piso de tierra bajo la viga donde pendía la soga; luego inspeccionó la soga misma y a un costado del depósito pudo ver algunos metros más del mismo material. Cuando se incorporó y se dirigió hacia el portón, se cruzó con los camilleros del hospital. “Trátenlo con cuidado”, les dijo. Auto incriminándose como cobarde, evitó encontrarse con la madre de Urquiza.
Vuelto a su despacho, llamó a Puerto Deseado y habló con el fiscal.  Le dio las noticias de su viaje a “Aguada Grande” y lo actualizó con el cadáver que encontró a su regreso.  Carmona sospechaba que no era un suicidio simple pero, fiel a su estilo, nada dijo, esperando tener algo más de información para recién esbozar alguna idea.
Bongiorno quiso hacer un chiste acerca de la vocación de suicidas que tenían los habitantes de Las Heras pero Carmona molesto, lo cortó.
A fines de la década del 90, mucho antes de la llegada de Rosalino al pueblo, cuando YPF fue privatizada y el valor internacional del petróleo estaba muy bajo, se produjo una ola de suicidios que convulsionó a Las Heras y tuvo cierta repercusión periodística nacional.  Los hechos luego dieron pie a Leila Guerriero, una periodista de la Provincia de Buenos Aires, para escribir un buen libro que llamó “Los suicidios del fin del mundo”.
Cenó en la fonda de Policarpo Mendoza y antes de irse a dormir, caminó tres cuadras, hasta la Sala Velatoria donde, le habían avisado, ya estaba el cadáver. Allí se encontraría inevitablemente con los deudos, pero “… lo que no hago hoy, lo tendré que hacer mañana”.
Cuando ingresó, vio sentada cerca del féretro a quien pudo suponer era la madre del fallecido. Ella al divisarlo, se levantó y salió a su encuentro. “No se mató … nunca haría eso” le dijo serena. “Porqué madre? cuénteme”  le contestó con voz baja, propia de los velorios y la tomó del brazo y la condujo hasta la silla desde donde se acababa de incorporar.
“Porque estaba bien … contento; le habían ofrecido un salario mejor y hablaba de irse una semana a Los Antiguos con dos amigos a escalar montañas e irse a Chile navegando por el lago Buenos Aires. Nadie me convencerá de que se mató”.
“Pero si no se mató él …quién fue?” preguntó el comisario. “Con quién tenía peleas?”
Doña Carmen de Urquiza ya no pudo contestar y sus sollozos inundaron la sala oscura con olor intenso a las flores de las coronas que ya colgaban de las paredes. Rosalino palmeó el dorso de las manos de la mujer y murmurando a su oído, se enderezó para enfrentar a su hija que se aproximaba. A ella también le murmuró las mismas palabras y le preguntó “Vos también crees que lo mataron?
“Comisario, - le contestaron – no creo que mi hermano sea capaz de matarse; era muy creyente y sabía que morir así era morir en pecado …tampoco se dé razones que lo lleven al suicidio … pero no me pregunte quien fue, porque no lo se”.
Rosalino permaneció algunos minutos más en la sala y luego se retiró a su departamento. Dio varias vueltas en la cama antes de dormir.
El sábado llegó temprano a la comisaría. Mileson lo vio venir y puso una pava a calentar agua para los primeros mates. “Buenos días…llamá al hospital y preguntales a qué hora nos mandan el informe de la autopsia” fueron las primeras palabras del oficial.
“Tiene dudas sobre la muerte, Jefe? preguntó Mileson. “ No lo sé; dejame primero ver el informe”.
Luego de varios mates en silencio, decidió ir hasta el depósito donde se había encontrado el cuerpo; le dijo a Mileson que quería ir solo y se fue caminando. Cuando quiso entrar, lo paró el custodio de la empresa de gas. Era un hombre grande, de más de 1.90 de estatura y 130 a 140 kilos; a Carmona le llamó la atención sus manos y se preguntó como haría este hombre para escribir con un pequeño lápiz en el libro de novedades, anotando las distintas circunstancias de cada día. “Quién estaba de turno cuando encontraron al cuerpo?” preguntó. “Yo señor, desde las 12.00 hasta las 8 de la noche.” le respondieron. “Toma nota de quienes entran y salen del galpón de atrás?”. Si señor; pero no tengo a nadie registrado ayer en ese horario”. “Y en las 24 horas anteriores, qué dice el libro de novedades?” Nada señor.
“Permítame pasar, quiero echar otra mirada”, y sin esperar respuesta se encaminó hacia el portón del galpón. Al nervioso guarda le dijo que no lo acompañara. Adentro, prendió la luz y recorrió meticulosamente cada rincón. De cerca de la puerta y detrás de unas cajas con caños, levantó del suelo un pañuelo de seda color celeste; sobre un lateral tenía bordado en rojo las palabras “Recuerdo de Puerto Madryn” y la figura blanca y negra de un pingüino algo desproporcionado. Lo estudió mientras percibía su olor a perfume barato. Lo dobló luego cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Caminando volvió a la Comisaría. Mileson parecía no haber cambiado de lugar desde que lo dejó cebando el último mate. “Acompañeme” le dijo y subió al vehículo estacionado frente al pequeño mástil.
“Tengo el informe del hospital … me parece que no dice gran cosa” y el agente, antes de poner el motor del vehículo en marcha, le tendió un papel doblado en dos. Carmona leyó rápido el informe. Urquiza, de 46 años de edad, era hombre pequeño: 1.60 metros de altura y un peso que no superaba los 55 kilos. Había muerto por estrangulamiento.
Sentado tras el volante, Rosalino le informó a su subalterno que irían a visitar a Cecilia Guerrero, a quien ambos conocían desde hace un tiempo como alternadora histórica del cabaret “La Princesa del Desierto”. Cecilia vivía en una pequeña casa en las afueras del pueblo, donde los predios no contaban con divisorias, corrían libremente los perros sobre la tierra salitrosa y, en los días de viento, volaban las bolsas de nylon.
“Qué lo trae Comisario? … en que puedo servirlos? Quieren unos mates? Cecilia trataba de disipar el sueño que invadía su cabeza y se colgó una sonrisa donde la pintura de labios estaba abandonando su boca. Rosalino Carmona, agradeció con la cabeza el convite y sacó el paño celeste de su bolsillo y se lo extendió. “Conoces esto? …es tuyo?”.
“No comisario …no es mío. Pero puedo decirle de quien es …es de la Chaqueña, una morocha que llegó a Las Heras hace un par de meses … me acuerdo bien, porque me lo enseñó cuando volvió de la costa, luego de un fin de semana con un petrolero.
“Donde vive la Chaqueña?” preguntó Mileson.
“En la entrada al pueblo desde Caleta Olivia …la casita amarilla con los tamariscos al costado  …comparte una pieza allí con Marisol y Cintia”.  “Gracias Ceci, nos vamos para allá” contestó Rosalino.
Una vez en la camioneta, Mileson lo encaró: “Cuénteme Jefe, en qué está pensando?”
El Comisario habló despacio: ”La madre no cree que se haya suicidado y su hermana dice que no lo creyó capaz de cometer un pecado de tal magnitud. En ambos casos podría pensarse que faltan a la verdad, pues son la madre y la hermana. Pero no había huellas bajo el cuerpo colgado, a pesar del polvo en el resto del piso; parecía que alguien hubiera barrido el sector. Y Urquiza no pudo llegar volando, a pesar de que tenía un cuerpo liviano.  Luego encontré el pañuelo este … cómo llegó hasta allí? El pañuelo no estaba cubierto de polvillo, parecía que hacía poco que estaba. Quién lo dejó caer? El guardia, nervioso, dice que no hubo gente extraña en el galpón en las horas anteriores al de la muerte. En todo esto estoy pensando… no sé lo que ha pasado, pero huelo algo más que el pobre Urquiza simplemente ahorcándose”.
Recorrieron toda la ciudad, de punta a punta; las calles amplias de arboleda escasa e inclinada hacia el este por efecto del constante viento desde el extremo opuesto y las casas bajas, donde solo sobresalían dos edificios, por contar con una segunda planta. Cuando se bajaron del vehículo frente a la casa amarilla y caminaron hacia la puerta, escucharon a Las Palmeras sonando fuerte en las cadencias de una cumbia. Se había levantado algo de viento y un remolino cruzó la calle llevando consigo varias hojas secas, el envoltorio de un paquete de galletas y una bolsa azul de polietileno. Ambos agentes entrecerraron sus ojos, evitando que el polvo entrara en ellos.
Golpearon las manos y llamaron varias veces y recién al rato apareció Marisol, con cara de sueño y sorpresa, diciéndoles que por la música no los habían oído llamar. “No los escuchaba por la música … qué anda buscando, Comisario? Tan temprano?
“Queremos hablar con la chaqueña… podemos pasar?” ”Pase … pase, se la llamo …anda en la pieza todavía” y con un movimiento de sus caderas, desapareció rápidamente por un pasillo tras lo que podría haber sido una vieja sábana, que colgando del dintel, hacía de puerta.
Ambos policías permanecieron en silencio, parados en el centro de lo que parecía una cocina comedor, con una mesa y tres sillas en el centro, un sofá cubierto con una tela  roja deslucida y un anafe de gas natural sobre una pequeña mesada.
Algunos pocos minutos después apareció una mujer delgada, morocha, de edad difícil de adivinar,  pelo rápidamente atado sobre la nuca y vestida con una bata de varios colores, entre los que se destacaba el verde fuerte y chillón y una mancha oscura, de origen indescifrable, a la altura del pecho derecho.
“Yo soy Marisa … que precisan?
“La Chaqueña?” espetó Rosalino. La mujer asintió con la cabeza e hizo un gesto a ambos para que se sentaran. Al inclinarse, Rosalino sacó nuevamente de su bolsillo el paño celeste; lo mostró por encima de la mesa y le preguntó a la mujer si era de ella.
La Chaqueña no contestó, como evaluando la conveniencia de contestar por si o por no. “Es tuyo? reiteró el oficial. Nuevamente silencio y al final “Si … donde lo encontró?”
“Al lado del cadáver de Jorge Urquiza, que colgaba de la cabreada del depósito de la empresa de gas.  Qué tuviste que ver con esa muerte?” La mujer tenía los ojos muy abiertos y su cara expresaba el susto que la había invadido. Con los ojos fijos en el pañuelo, volvió al silencio. “Si no me cuentas, ya te estoy llevando presa como presunta asesina del flaco Urquiza”
“Yo no fui, Comisario … le digo la verdad”.
“Y si no fuiste vos …quién fue?” Nuevamente silencio por parte de la mujer que quiso recoger el paño celeste que había quedado sobre la mesa. Carmona rápidamente lo volvió a tomar y luego con parsimonia lo dobló para ponerlo en su bolsillo. Mileson se incorporó “La llevamos, Jefe?”.
“Fue Camacho, el guardia de la tarde - La tonada paraguaya era evidente en la voz nerviosa y chillona de Marisa – el me llevó al depósito del fondo para …bueno, vos sabés Comisario. Me levantó la pollera y el se había abierto la bragueta cuando Urquiza entró por la puerta grande. El grandote se quiso morir cuando Urquiza le gritó. Que lo iba a denunciar … que iba a lograr que lo despidan … que era un pelotudo … y no se cuantas cosas más. El grandote me largó a mí y lo agarró por el cuello a Urquiza. Callate buchón, le gritaba. El flaco Urquiza pataleaba en el aire, hasta que se quedó quieto. Yo vi como le ataba el cuello con una soga y lo colgaba de las maderas del techo. Tenía mucho miedo Comisario y me vine corriendo hasta aquí. Camacho no lo quiso matar a Urquiza … pero ahora me quiere matar a mí”.
Por unos instantes los tres hicieron silencio. Carmona acercó su cara a la de Marisa. “Te voy a llevar, para que nadie te haga nada. Y esto que nos has contado a nosotros, se lo contarás al fiscal, a quien llamaré ahora por teléfono. Con eso yo lo encierro a Camacho y no te podrá hacer daño. Estás de acuerdo?” Marisa asintió con varios movimientos de cabeza.
Mileson le tomó las muñecas a Marisa y le colocó esposas. “Buscamos tu documento y subís a la camioneta” le dijo.  Carmona caminó detrás de ellos y abrió su celular.
“Bongiorno, tengo novedades para ti …” y con los detalles que manejaba, le contó lo ocurrido. Acordaron que el fiscal llegaba a Las Heras a la tarde y que inmediatamente tomaría declaraciones a Marisa. Con ese paso cumplido, le autorizaban a Rosalino a encerrar a Camacho.

sábado, 26 de enero de 2013

Rosalino Carmona y la muerte de un linyera



Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar 

Rosalino Carmona chupó largamente de la bombilla que tenía insertado en el mate de latón enlosado. Le atraía el gusto fuerte y amargo de la primera cebadura de la mañana que lo ayudaba a despertarse. O al menos eso era lo que le gustaba pensar, mientras miraba la pava calentarse sobre el pequeño anafe a gas y llenaba con la cantidad justa de yerba el mate y colocaba, con un pequeño giro de muñeca, la bombilla algo abollada, que luego guardaría junto al jarro, ambos prolijamente lavados, en la alacena que se ubicaba en la pared, detrás de su silla.
Hacía 6 meses que estaba al frente de la Comisaría de Colonia Las Heras, y no se acostumbraba aún a tener un despacho para él solo y tener una ventana grande que le permitía ver la calle y la poca gente y los escasos vehículos que pasaban frente al pequeño mástil sobre la ancha vereda.
Dos años estuvo en su primer destino como Comisario, al noroeste de la provincia, en Bajo Caracoles, un caserío de no más de 100 habitantes. “Allí me aburrí como una ostra … ni ovejas hay, luego de la erupción del Hudson”  se quejaba al vasco Bielsa, un compañero de camada de la Escuela de Policías en Río Gallegos.
El ruido en la entrada del edificio lo hizo dar vuelta su silla y mirar hacia la puerta. “Encontraron un cuerpo”  casi le escupió el agente Mileson, respirando ruidosamente mientras se tomaba del marco de la puerta en una postura, pensaba Carmona, muy poco propio para un policía.
“Cómo un cuerpo? qué me está diciendo?”  “Perdón Comisario, quise decir un cadáver; apareció en la zona de Cañadón del Indio Muerto. Por el olor parece que hace varios días que está allí; y de gracias a que hizo mucho frío esta semana, porque …” y la inconclusa frase la complementó con un gesto que Carmona no supo interpretar.
“Se puede saber quién es?”
“Si Señor Comisario…” Mileson enderezó y se despegó del marco de madera “…es el viejo Saturnino Gálvez que hace años anda por la zona, de estancia en estancia. Dicen que se desbarrancó y calló desde gran altura y parece que murió instantáneamente”.
“Quién lo encontró? Tocaron el cadáver?” … o hicieron las boludeces de siempre?”
“No tengo más información sobre el particular … el que dio aviso fue Cheuquerío, el puestero de “La Siberia Alta” … quiere que me haga un llegue?”
“Vamos a ir juntos …Tu conduce el móvil”  Con energía y precisión Carmona tomó la campera que colgaba de un gancho en la pared, se lo puso por arriba del uniforme, se encaminó hacia la salida del edificio y se sentó en la butaca junto al del volante con una agilidad que sorprendía, atento al volumen de su barriga. Mileson en silencio, subió y puso en marcha el vehículo. “Primero a ver a Cheuquerío” fue la orden que recibió.
Mientras transitaban por la ruta 43, rumbo al oeste, Carmona observaba en silencio el paisaje. La greda blanca y salitrosa de los barrancos, los matorrales pobres y el pasto amarillo y ralo. Sobre la derecha del camino enripiado, cuatro caranchos luego de levantar vuelo, revolotearon sin alejarse de lo que seguramente era algún animal muerto.
Carmona viajaba en silencio. Era su primer muerto desde que estaba en Las Heras. Había tenido que intervenir en una riña donde uno de los implicados terminó en el hospital local con una herida fea de cuchillo, al costado de la cara que le agrandó la boca, pero varios días después fue dado de alta; dos accidentes de automóviles, uno en la ciudad y el otro sobre la ruta a Caleta Olivia, varios heridos en cada uno, pero todos vivos; mandó al agente Mileson y a dos más, al estadio Municipal donde el Deportivo Las Heras definía el campeonato de la Liga del Norte Santacruceño con Cerro  de Pico Truncado, pero los espectadores fueron pocos y sin ánimos de pelea. En total la mayoría de su tiempo fue destinado a informes burocráticos y al mate.
Y este muerto no inspiraba confianza. Su experiencia de oficial en diversas localidades de la Provincia le había indicado que la mayoría de los muertos no reunían las características de los que aparecían en las policiales negras que le gustaban leer. Accidentes, asesinatos con culpables obvios, borrachos, enfermos. Le pidió a Mileson que le diera datos sobre el muerto: vago, borracho, solitario, mendigo rural; nada interesante. Carmona comenzó a resignarse nuevamente.
Sobre la vera sur del camino llegaron a un cartel con la palabra Puesto escrito con letra clara. Mileson frenó y doblo hacia la izquierda. El camino ahora era una huella que viboreaba entre la mata negra y los montes de incienso y calafate. En forma imprevista, luego de una pequeña curva, apareció una casa, algunos corrales y dos álamos apuntando al cielo.
Cheuquerío los salió a esperar en la puerta de la casa, pequeña y prolija. Cuando frenaron delante de la explanada de tierra, se acercó a la puerta de la camioneta. Se saludaron algo ceremoniosamente cuando Carmona se bajó y Mileson dijo “Es el Comisario”.
Rápidamente el indio se ofreció a acompañarlos al lugar donde se encontraba el cuerpo. Para ello se acomodó en el asiento trasero del vehículo e indicó una pequeña huella hacia el sur. Carmona se fijó en el tablero del vehículo que había recorrido 12 kilómetros cuando entraron en un cañadón profundo y angosto. Sobre el costado izquierdo se elevaba una pared de basalto oscuro que caía a pique, unos 10 a 12 metros; por la derecha un faldeo a 45 grados, cubierto de matorrales. Era evidente que por allí circulaba el deshielo en la primavera y en el verano temprano
; estas aguas, pensó Carmona, alimentarían en un punto no lejano al río Deseado, luego de su confluencia con el  Pinturas.
En cuanto entraron al cañadón, Cheuquerío le indicó a Mileson que frenara.  “Aquí es”, le dijo. Se bajaron los tres del vehículo y el puestero los guió hacia la base de la pared de piedra: detrás de unos pastos de coirón y algunos matorrales enchaparrados, estaba el cuerpo, mirando al cielo y con los brazos abiertos. La pierna izquierda, en una rara posición, indicaba que estaba rota.
“Murió al golpear la tierra”  aportó Mileson con tono de perspicaz "…no hay señas de que se haya movida desde que cayó”
“Llame a la ambulancia Mileson, para que retiren el cadáver”.
El olor del cuerpo era muy fuerte y Carmona se llevó un pañuelo a la nariz mientras lo inspeccionaba de cerca. Zorros y caranchos ya habían visitado el lugar y la cara era irreconocible y faltaban dos dedos de una mano.  El saco de cuero que el pobre Gálvez llevaba puesto eternamente, estaba manchado con algo que inicialmente no pudo Carmona identificar. Intentó oler la mancha, pero el olor general era demasiado fuerte como para distinguir ese en particular.
“Por dónde subo?” le preguntó el Comisario al puestero, apuntando hacia el lugar desde donde, presumiblemente, el hombre había trastabillado. “Hay que volver hacia la entrada al cañadón, unos 300 metros y luego venir por el filo de la piedra”. “Acompáñeme - contestó el oficial - y vos Mileson quédate a esperar a la ambulancia… que toquen lo menos posible”.
Al llegar al lugar en donde se produjo la caída, Carmona no encontró rastros; la superficie era en su mayor parte, piedra desnuda y además había llovido hacía dos días. Desde allí se extendía una planicie poblado de mata negra que luego descendía hacia el valle del Deseado; a Carmona le vinieron ganas de orinar y mientras lo hacía, con cara hacia el oeste, pudo adivinar la ruta provincial, a algo más de 500 metros y por donde habían circulado ellos minutos antes. Lentamente pasó un camión con combustibles de YPF y al cual solo se le podía ver la mitad superior de su gran tanque.
Cuando volvieron al lugar del cadáver, este ya estaba cargado en la ambulancia. “Quiero ver la ropa del muerto” ordenó Carmona al enfermero que había llegado. “… no tiren nada”.
El viaje de vuelta a Las Heras fue en silencio. La cabeza de Carmona saltaba de tema en tema. Era este un caso en el cual podría tener un papel importante?  No era notoriedad lo que buscaba - aunque no era de desdeñar salir en el diario, algún reportaje por radio - pero lo que verdaderamente quería, era hacer funcionar las neuronas; buscaba una sensación de trabajo satisfactorio. Pensaba en su apellido en el diario. Rosalino Carmona; en el colegio y luego en la Escuela de Policías, lo sabían cargar diciendo que Rosalino no era nombre para un hombre; ya en las Comisarías, su cargo de oficial funcionaba como un escudo, pero ahora le gustaba su sonoridad. Podría ser mejor aún si usara también el de su madre. Su madre había nacido en Cumusu Aike, hija de una tehuelche chilena y de un inglés de la Isla de Man. Rosalino Carmona Black sonaba lindo, pero ya era tarde y no veía forma de adoptar ahora el segundo apellido.
Mileson frenó frente al pequeño edificio donde estaba el departamento de su jefe. Vivía solo; su esposa y el hijo estaban en Comandante Luis Piedrabuena, pueblo donde ella nació y en donde vivía su familia. Se había quedado en la pequeña casa de un barrio provincial “ … porque el hijo iba a la escuela a dos cuadras”. Carmona sabía que esto era solo una escusa, pero ya se había tristemente resignado. Había pensado que su traslado desde Bajo Caracoles a Las Heras modificaría la decisión de su esposa, pero no fue así.
Carmona bajó del vehículo y se internó en el edificio.
Era temprano cuando preparó el mate en su oficina. Luego de tomar el primero, el más amargo, el más estimulante, llamó a Azucena Núñez, bioquímica de Caleta Olivia, que supo trabajar en el Hospital, pero que actualmente tenía  su propio laboratorio. Luego de colgar llamó a Mileson y le indicó que hiciera un buen paquete con el saco y las alpargatas de Gálvez. “ … ponele la dirección de la Dra. Núñez y apúrate para alcanzar el bus de las 10 a Caleta”.
Recién entonces llamó al fiscal en Puerto Deseado. Le explicó lo sucedido y aunque bien podría ser una muerte por accidente, había algo que le daba vuelta en la cabeza y por lo que le parecía que podría ser otra la causa. “Rosalino … debe ser por accidente. Un linyera algo borracho puede caerse de ese barranco que me describes; y si se cae, lo más probable es que se muera. No dudes más y mandame un informe y copia del Certificado de Defunción”.
“Te lo mando en el ómnibus de la tarde …” le contestó, pero pensó solo en el certificado.
Carmona sentía una suave excitación. No era, pensó, como suponían los demás, no era una simple muerte por accidente, aunque él no lograba sospechar que era lo que había sucedido.
Cerca de medio día, unos  minutos antes de que saliera para el comedor de Bahamondes, donde sabía almorzar todos los días, Rosalino recibió de un agente cuyo nombre no recordaba, el informe de la autopsia del cadáver “…muerte por golpe de la cabeza contra una piedra: hendidura del hueso occipital, con sangrado de herida y de oídos. Rotura de miembro inferior izquierdo, fractura femoral, por golpe contra una piedra. Ambos golpes y otros en cabeza, cuello, hombro derecho y costillar del mismo lado, producto de la caída que sufrió el occiso, desde una altura de 11,75, golpeando sobre la greda pedregosa del fondo del cauce seco de un arroyo estacional. Fecha de la muerte: 6 a 7 días contados desde la fecha del presente informe”.
A media tarde, mientras Carmona intentaba hacer el parte semanal para la Jefatura en Puerto Deseado, recibió una llamada. Era Azucena, desde Caleta. “En qué andás Carmona?  Cuándo me vas a venir a visitar? Esas manchas en la ropa que me has mandado fueron fáciles de descubrir … son de petróleo. De quién es esta ropa? Para qué quieres saber esto?”. Azucena era una buena mujer, pensaba el comisario, pero a veces su charla era insoportable. Le agradeció su colaboración y solicitó que le enviara los resultados de los análisis por correo electrónico.
La tarde era hermosa: calma, luminosa, la temperatura entre 15 y 20 grados. Rosalino Carmona decidió que era una tarde para salir a pasear. Se sentó detrás del volante de la camioneta de la repartición y cuando Mileson hizo un amague para acompañarlo, le hizo una seña para que se quedase. Lentamente sacó el vehículo de su estacionamiento y la encaminó rumbo al puesto de Cheuquerío.
Fue despacio mirando alternativamente hacia la izquierda y hacia la derecha. Las bombas extractoras del petróleo no abundan hacia el oeste del pueblo, como sí había hacia el este. Luego de superar los primeros kilómetros, ya no vio ningún “pingüino”, como la gente llamaba a las bombas que al funcionar, subían y bajaban el émbolo que succionaba en la perforación de cada pozo.
Encontró a Cheuqurío sentado frente a la puerta de su casa, sobre una silla baja de madera y paja. Cuando se bajó de la camioneta y se acercó. le ofrecieron un mate.
“Buenas tardes – dijo y le extendió la mano al puestero – cómo anda Ud.?”
“Cuénteme todo hecho que le llamó la atención en esta última semana”.
Cheuquerío lo miró sin saber que decir. No recordaba nada notorio de los últimos días. “Únicamente los ladridos del Cholo” e  hizo un gesto hacia un perro que dormía a la sombra de la pared de la casa. “La otra noche me levanté por los ladridos; no vi nada, lo silbé y volví a la cama. A la mañana siguiente anduve a caballo por allí – y señaló vagamente hacia la zona del cañadón del Indio Muerto – encontré huellas de una camioneta; habrán sido cazadores de liebres; vio que se paga bien el cuero de liebre esta temporada”.
Carmona lo miraba pensativo “Qué hay en esa zona?”
“Nada; una laguna seca, un mallín donde sabemos echar las ovejas cuando acaban de parir, la huella hacia la casa grande de la estancia … ah .. y el caño grande que lleva el petróleo que sacan, hacia los depósitos que están cerca de Caleta”.
“Molesto si doy una vuelta por la zona?” Carmona era consciente que utilizaba una forma de tratar a los civiles que frecuentemente sorprendía a sus interlocutores y a sus pares.
“Señor comisario; lo que Ud. quiera”. Tomó otro mate y subió nuevamente a la camioneta. Cuando estaba cerca del barranco por donde había caído el pobre Gálvez, paró, se bajó y empezó a caminar. El sol se acercaba al poniente, aunque en la tarde patagónica todavía habría una hora y media de luz. Caminó entre los arbustos sin saber que buscar. A Carmona le gustaba el desierto y siempre decía que si uno sabe mirar, allí hay mucho para ver. Una martineta levantó vuelo cuando él casi tropieza con ella y el olor de un zorrino denunciaba una presencia escondida. Posada sobre la rama alta de un incienso, una calandria cantaba mirándolo en forma irrespetuosa; cuando se acercó, levantó vuelo y se volvió a posar a no más de 20 metros. El sonido del pájaro invadía el aire diáfano. Rosalino disfrutaba especialmente estos momentos y sentía que se fundía en la Patagonia y que pertenecía a ella, como seguramente habrían sentido sus antepasados maternos, años y años atrás. Como en otros momentos similares, sintió que lo embargaba una profunda emoción.
De golpe se encontró con las huellas que había visto Cheuquerío. Los siguió, por la manera que estaban roto las pequeñas ramas pisadas, pudo saber la dirección en que se trasladaba el vehículo. Pero por el paso del tiempo y la lluvia caída, no pudo saber si la velocidad era importante. Siguió las huellas y llegó hasta el caño del oleoducto que conectaba el  Área de Explotación Pico Truncado con Caleta Olivia. Miró a su alrededor y se dio cuenta que estaba en un bajo, en el borde de una pequeña laguna seca, algo resguardado de la estepa circundante. Carmona no tenía experiencia en tareas petroleras, pero le llamó la atención las muchas huellas en proximidades del caño y las manchas importantes de petróleo en la tierra arcillosa. Caminando en forma paralela al ducto, se encontró con tierra muy removida y le pareció que bajo la superficie había algo enterrado.
El sol había desaparecido detrás del horizonte y se había levantado un viento frío del sur. Las sombras largas de hacía solo un rato, se habían oscurecido. Carmona volvió sobre sus pasos y pensativo subió a la camioneta.
Al llegar a la Comisaría, Mileson estaba poniéndose una campera, con la cara querer llegar a su casa.
“Mañana por la mañana me realizas una pesquisa. Quiero saber qué movimiento extraño de camiones tanque hay en la ciudad. Pero sin levantar la perdiz”.
“A la orden, mi Comisario – contestó Mileson, contento por la oportunidad de jugar a los detectives – le aviso que llamó el fiscal Bongiorno de Deseado, dice que solo recibió el Certificado de Defunción y que le mande urgentemente el informe sobre la muerte de Gálvez”.
“Todo a su tiempo …  ya lo escribiré. Hasta mañana”.
Esa noche se acostó con la sensación de estar ante un gran rompecabezas. Le faltaba una teoría que le permitiera unir las piezas útiles y descargar las que no eran importantes para armar el cuadro. Convencido que el sueño lo ayudaría a encontrar la teoría, hundió su cabeza en la almohada y se durmió.
Demoró al día siguiente para llegar a la comisaría; antes pasó por lo de Callejas. En el bar de Callejas se juntaban varios hombres del pueblo: el escribano Miguéliz, el farmacéutico Florentino Firmat, Leandro Ticó, gerente de La Anónima, Angelaccio, empleado del Correo y Carlos Enrique Jurgens, Contador y actual Secretario de Hacienda de la Municipalidad, estaban entre los “habitués” con lugar fijo en la larga mesa que se armaba, a las 8 de la mañana en verano y a las 8.30 en invierno. Había recibido, desde su llegada a Las Heras, varias invitaciones para participar de la mesa, pero no se sentía todavía suficientemente integrado a la localidad como para ir.
Esa mañana había sentido interés por estar. Entró al bar y saludo en voz alta a todos. Uno le hizo una seña y le señaló una silla vacía. Rosalino se sentó entré Ticó y un hombre que no conocía. Ticó los presentó “Es el ingeniero Benicio Castellano, de la empresa Wells & Pipes”. El otro sonrió y se dieron la mano.
Mientras tomó un café fuerte, que Rosalino lo pidió cortado, Castellano le explicó que hacía la empresa que gerenciaba. “Nos corresponde todo el mantenimiento de los oleoductos, desde los primeros pozos al oeste hasta su conexión con el maestro, cerca de Caleta Olivia”. “Cuáles son los problemas mayores?” le preguntó. “La corrosión y las tormentas excepcionales con lluvias”. “No tienen robos de petróleo?” “No – le contestaron – no me acuerdo de ningún caso”.
Cuando llegó a la Comisaría, Mileson también llegaba. °Qué averiguastes?” le dijo, mientras colgaban sus camperas en los ganchos detrás de la puerta de entrada.
“Maqueda tiene un camión con semiacoplado cisterna y lo emplea para llevar algo desde aquí hacia el norte, a la zona de Comodoro; el petizo Manga no sabe lo que lleva, ni adonde lo lleva”.
“Quién es el petizo Manga?”
“Uno de los playeros de la estación de servicio de la entrada del pueblo …dice que esta mañana temprano Maqueda llenó el tanque de combustible y preparó un viaje con el camión para esta noche”
Rosalino levantó la cabeza y se dio vuelta, “Tenemos trabajo Mileson” le dijo.
Rápidamente se sentó en su despacho y preparó un informe para Bongiorno y lo mandó a la dirección electrónica de la Fiscalía. Adjuntó el correo de Azucena Núñez y el de la autopsia y luego agregó una memoria de los dichos de Cheuquerío y de Mileson. Terminó con una conclusión que resumía sus averiguaciones y pensamientos. Finalmente lo invitó a estar en Las Heras antes de anochecer, con ropa para caminar de noche en el desierto, y prometió acción. A medio día lo releyó y apretó enter.
Cuando Bongiorno llegó, Rosalino mandó a buscar unos sándwiches y una gaseosa, que consumieron en su despacho con Mileson, y el agente Lastreto. “No es hora de andar mostrándonos por allí” dijo.
A las 10 de la noche salieron los cuatro en la camioneta doble cabina de la repartición. A pesar de no ser un hombre de plegarias, Rosalino agradeció la noche despejada y la luna en cuarto creciente, que iluminaba pobremente la estepa.  Cheuquerío se sorprendió al verlos, pero se levantó y puso la pava a calentar. Los perros ladraron cuando arribaron, pero rápidamente se volvieron a callar.
Eran cerca de las doce cuando Rosalino dijo que le parecía hora de salir a caminar. Los tres policías verificaron sus armas y junto al fiscal se internaron en la oscuridad.  Bongiorno no supo calcular el tiempo que caminaron, pero estimó más de media hora. Finalmente el Comisario hizo señas de parar y de mantener el silencio: abajo, al borde de una laguna cuyo lecho seco y salitroso blanqueaba con la luna, tres personas realizaban una tarea. El poco viento de la noche traía los sordos ruidos de su queda conversación.
10 minutos más tarde se vieron las luces de un camión grande con cisterna. “Es el de Maqueda” chistó Mileson. Cuando el camión paró y su chofer bajo de la cabina, Carmona hizo la seña convenida e iluminaron el área con linternas, diciendo “Nadie se mueva … Policía provincial”.
Fue complicado el traslado a la Comisaría de los 4 prisioneros, de la comitiva policial y del Fiscal, cuyo auto había quedado estacionado en una de las calles de Las Heras. Y luego de todo le ordenaron a Lastreto volver y quedar de custodia del camión y de las herramientas utilizadas por los ladrones. Por todo esto Carmona recordó un cuento de Rodolfo Walsh, sobre como se había ingeniado un comisario para cruzar desde la isla de Choele Choel a la Comisaría de la vera norte del río Negro, a un padre enfurecido, una hija seducida y al joven seductor, en un pequeño bote a remos donde solo cabía quien remaba, más un pasajero.
El resto de la historia es fácil de contar. Comisario y Fiscal interrogaron primero a Maqueda, buscando aislarlo de los autores del robo de petróleo del ducto con el argumento de que él era solo quien transportaba el material robado, pero que los ladrones eran los otros. “Cómo fue lo del viejo Gálvez – preguntó Carmona – quién lo tiro por el barranco?”.
Maqueda explicó todo. Cómo el viejo linyera apareció mientras se perforaba el caño; cómo se ensució la ropa con el petróleo que comenzó a salir; cómo quiso escapar; y finalmente, cómo vio que  lo agarraron, lo llevaron al barranco y lo tiraron. Esa noche había estado el Ing. Castellano y él había dado la orden de tirarlo, para que no pudiera hablar.