En Diciembre de 1964 se recibió
de Bachiller, luego de aprobar con cierto esfuerzo Matemáticas y Geografía.
Julio Domínguez era el único hijo
del Arquitecto Segundo Domínguez y de Constancia La Fenu. Vivía en la calle
Tucumán de General Roca, una de las ciudades importantes del Alto Valle del río
Negro, parte de lo que se denominaba en esos años la “ciudad lineal”, un
conglomerado de poblaciones erigidas a la vera de la Ruta Nacional 22 y de las
vías del ferrocarril, que unen Bahía Blanca con Zapala y que corrían paralelos
al gran río Negro. Su casa era un moderno chalet de dos plantas con un anexo
que tenía el triple propósito de quincho, estudio de arquitectura y taller de
artes plásticas que dirigía Constancia.
Cerca de fin de año su madre
había recibido una llamada telefónica de una gran amiga de su adolescencia en
Buenos Aires, Delia Del Carril, actual esposa del poeta chileno Pablo Neruda.
Delia llamó, para saludarlos en las fechas de fin de año y para invitar a su
ahijado Julio, a pasar quince días a la orilla del mar en Chile, hospedado en
la casa que Neruda poseía en la pequeña villa de Isla Negra.
Constancia tuvo dos objeciones.
El primero se refería a que Julio debía estar antes del 15 de Marzo en Buenos Aires,
iniciaba sus estudios de arquitectura en la U.B.A. La segunda en que Isla Negra
estaba alejado de las grandes ciudades, que no era sencillo llegar hasta allí y
que Julio recién tenía 18 años y nada de experiencia para valerse solo y
sortear las dificultades de un viaje largo, varios medios de transporte y las
complicaciones de pasar de uno a otro.
Delia ocupó varios minutos para
derribar los argumentos de su amiga. Se comprometió a buscar a Julio cuando
llegara a Santiago y llevarlo luego a Isla Negra. Para la vuelta, ella sugería
que viajaran juntos en avión a Buenos Aires, donde ella debía estar presente el
primer sábado de Marzo. Esa tarde se produciría la inauguración de una muestra
de un grupo de acuarelas y de oleos que le estaban organizando en el centro de
la ciudad.
Constancia que luego obtuvo el
apoyo de su marido, aceptó. Y hacia mediados de Febrero, Segundo acompañó a su
hijo hasta Neuquén desde donde Julio debía tomar un ómnibus hasta Temuco y
luego por la Carretera Central, pasando por Chillán y Rancagua, a Santiago de
Chile.
Para Julio fue una experiencia
nueva y exitante; nunca había hecho un viaje tan largo y, para colmo de males,
en un país que no era el propio. Pero todo anduvo bien y en los dos días que
duró, fue rápidamente adquiriendo tranquilidad. El nerviosismo volvió cuando
llegaron a la gran terminal de ómnibus, o buses como aprendió a decir, del
final del camino, pero se aquietó cuando vio a Delia parada en el andén.
“Bienvenido a Chile, Julito” le
dijo Delia, dándole un abrazo fuerte. “Ahora almorzaremos y luego salimos en el
auto de un amigo de Pablo hacia Isla Negra. Estuviste alguna vez en una playa
del Pacífico?” Julio contestó que no, que conocía Mar del Plata y Necochea,
pero que nunca había estado del otro lado del continente.
A la noche llegaron a Isla Negra;
Neruda salió a recibirlos con un beso prolongado para Delia y un fuerte abrazo
para Julio. Esa noche apenas comió del cansancio que tenía y cuando le
indicaron la cama a usar durante su estadía, cayó sobre ella dormido.
A la mañana siguiente abrió los
ojos cuando ya hacía rato que había amanecido. Salió por la puerta de la casa
que daba a la playa y lo impresionó la luz y el reflejo del sol sobre la arena
y las olas.
Cuando exploró la vivienda, que
era muy amplia y luminosa mirando hacia el océano, se encontró con gran
cantidad de objetos como lámparas, cuadros de numerosos pintores colgando de
las paredes, varios mascarones de proa inmensos y de aspecto atemorizantes
algunos de ellos, caracoles de diversos tamaños y colores, libros en
bibliotecas grandes instaladas en las estancias de la casa, botellas vino, de
coñac, de whisky y de vodka en abundancia, naves de juguete, catalejos,
brújulas y sextantes, jarrones orientales y biombos chinos y cimitarras
musulmanas. La casa de Neruda le impresionó mas como un museo, que una casa. Un
museo que tenía un solo visitante principal: su propietario; y en donde la
visión de cada objeto cuidadosamente colocado sobre paredes, estantes, mesas y
vitrinas, le permitía recordar y armar la historia de sus viajes, de sus
amistades y de su vida.
Durante los próximos días alternó
caminatas por la costa, por las calles arenosas de la pequeña villa y charlas
con Delia y Pablo sobre poesía, novelas y pinturas. Aunque Julio escuchaba y
opinaba escasamente, estaba acostumbrado a estos temas por ser frecuentes en la
casa de sus padres.
Pero lo que más le gustaban eran
las caminatas por la playa, a menudo incluyendo baños en el mar. Podía caminar
toda una tarde y no se cansaba de levantar caracoles, piedras de diversos
colores y troncos de árboles gastados y esmerilados durante años por el agua y
la sal. A estos les encontraba parecidos con diversos objetos pertenecientes al
mundo que lo rodeaba como el brazo de un hombre, un pájaro pequeño, el pecho de
una mujer, una flauta o un cuchillo.
Una tarde que luego de comer
había permanecido Julio en el comedor escuchando a Delia contar anécdotas de
cuando ella y Constancia eran jóvenes, Neruda apareció luego de haber dormido
una siesta. “Vamos a caminar por la playa – los invitó a ambos – la tarde esta
nublada, pero está todo muy calmo y se me ocurre propicio para mirar el mar y
adivinar las islas que están más allá del horizonte”.
Bajaron a la playa por el sendero
de piedras y ripio que se iniciaba en la puerta trasera de la casona. La
llegada del trío ahuyentó un grupo de garzas que vigilaban la orilla del mar
desde unos pastizales contiguos a la arena. “Porqué se llama esto Isla Negra –
preguntó Julio – si aquí no hay ninguna isla?” Delia fue quien le contestó: “Es
que Pablo, cuando primero llegó a la región, vio esa roca negra – apuntó mar
adentro – y aunque en realidad no es una isla estrictamente hablando, le
pareció que este podría ser un lindo nombre para su vivienda. Así quedó y ahora
hasta la pequeña villa que rodea la casa la llaman así”.
Cuando llegaron a la franja de
arena fina, se dirigieron hacia el norte mientras algunas gaviotas revoloteaban
sobre sus cabezas emitiendo graznidos irritados. Los tres, aunque estaban
vestidos, se quitaron los zapatos y con estos en la mano, siguieron caminando.
Cuando la casa ya era una figura
pequeña en el horizonte y Julio que se había alejado unos metros del
matrimonio, se dio vuelta y gritó: “Que pájaro es este?” Sobre la arena con un
ala larga estirada, sus plumas sucias de algas, yacía muerto un ave de gran
tamaño. Neruda se acercó “es un albatros y vienen de lejos”. Los tres se
quedaron mudos mirando por unos instantes al animal. “No podemos dejarlo así,
merece respeto – dijo Pablo – Julio, podrías ir hasta la casa y traer una pala
que está apoyada sobre la pared, a la salida de la cocina?”
Un gran albatros gris
murió aquel día.
Aquí cayó
en las húmedas arenas.
murió aquel día.
Aquí cayó
en las húmedas arenas.
Como respuesta Julio dio media
vuelta y empezó a correr hacia la casa y en pocos minutos estaba de vuelta con
la pala. “Hacedle un pozo, no hace falta que sea muy hondo, pero lo suficiente
para que los oleajes no lo vuelvan a destapar”. El pozo debió ser ancho porque
la rigidez del ala estirada no permitía su plegado. Finalmente Julio lo cubrió
de arena y Pablo pisó encima, para que se compacte la tumba.
Desde Nueva
Zelandia
cruzó todo el océano
hasta morir en Chile.
cruzó todo el océano
hasta morir en Chile.
El océano en
este
ancho sendero
no tiene isla ninguna,
y el albatros errante
en la interplanetaria parábola
del victorioso vuelo
no encontró sino días,
noches, agua,
soledades, espacio.
ancho sendero
no tiene isla ninguna,
y el albatros errante
en la interplanetaria parábola
del victorioso vuelo
no encontró sino días,
noches, agua,
soledades, espacio.
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Ave albatros, perdón,
dije, en silencio,
cuando lo vi extendido,
agarrotado en la arena,
después de la inmensa travesía.
Héroe, le dije, nadie
levantará sobre la tierra
en una plaza de pueblo
tu arrobadora
estatua, nadie.
dije, en silencio,
cuando lo vi extendido,
agarrotado en la arena,
después de la inmensa travesía.
Héroe, le dije, nadie
levantará sobre la tierra
en una plaza de pueblo
tu arrobadora
estatua, nadie.
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Muchos años después leyendo una antología de Pablo Neruda, Julio vio el poema “Oda a una Albatros viajero” y se dio cuenta, con orgullo, que él había sido testigo privilegiado del momento en que nació el germen de una de las obras más atractivas del gran poeta.
Muchos años después leyendo una antología de Pablo Neruda, Julio vio el poema “Oda a una Albatros viajero” y se dio cuenta, con orgullo, que él había sido testigo privilegiado del momento en que nació el germen de una de las obras más atractivas del gran poeta.
Pedro Dobrée pedrodobree@gmail.com
Cipolletti, Julio de 2016
Hermoso relato, Pedro.
ResponderEliminarMuchas gracias. Aprecio tu opinión.
EliminarHermoso relato, Pedro.
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