Dice Augusto Ciruzzi en su interesante libro “Los
médicos de Colonia Lucinda”, que en Marzo de 1900 se descargaban mercaderías de
un carro y que a media mañana los hombres habían parado un rato para tomar mate.
Aunque Augusto no lo dice, el carro estaba cargado de
varios fardos, algunos con cueros de zorro, otros con los de cabras y de ovejas
y hasta uno con cueros de puma; todos traídos de la zona de Barda del Medio. Allí,
aguas arriba de donde hoy se inicia el canal grande del Alto Valle, había una
barraca de acopio de frutos del país. El propietario recibía cueros, plumas de
avestruz y lana de oveja y pelo de cabra, comprados a pobladores e indios de
las zonas de Catriel, Buta Ranquil, Chos Malal y el sur mendocino. Todo esto
luego se vendía en Buenos Aires.
Hasta poco antes, estas mercaderías las enviaba en carros a Bahía Blanca
y desde allí a su destino en barco. Pero ahora quiso experimentar con el
ferrocarril, que había sido liberado al servicio público en Junio del año
anterior y que le ofrecía llevar su carga con rapidez y seguridad desde la
punta de rieles al este del río Neuquén a la estación Constitución.
En el carromato que había llegado la tarde anterior,
viajaba Juan Oliva, mendocino que vivió unos años en Chos Malal y que luego,
peleado con una familia chilena por una cuestión de polleras, se radicó al
principio del verano en la Colonia Picaza. Él y dos hombres más, estaban
descargando los bultos en la estación del ferrocarril llamada Limay y que luego
se llamaría Cipolletti. Frente al cuadro de la estación estaba lo que también
luego se llamaría la avenida Fernández Oro, pero que en ese momento no era más
que un sendero ancho en la vera norte de las vías y donde se evidenciaba el
paso de los carros después de la lluvia. Y más allá unas pocas casas de adobe,
algún alambrado y un molino que bombeaba agua para la muy escasa población del
lugar.
En una mañana muy agradable, de las que suelen
ocurrir al principio del otoño y anticipan un suave día soleado, los hombres
habían terminado la descarga y los bultos esperaban la llegada de los vagones.
Juan prendió un fuego con ramas secas de los tamariscos vecinos y colocó sobre
ella una pequeña pava negra. Ya iban tres rondas cuando Juan, que estaba
cebando sentado sobre el pescante, emitió un sonido gutural y dejó caer el mate
que había querido pasar a uno de sus compañeros. Ante la sorpresa de los
hombres, cayó hacia atrás y quedó inmóvil sobre el piso del carro. Uno de ellos
se animó a arrodillarse al lado de Juan e intentó tomarle el pulso, comprobando
que había fallecido. Con rostros empalidecidos por las circunstancias, ambos
abandonaron rápidamente el cadáver y buscaron a un policía.
En esa época no había médico en toda la región y el suboficial
que se aproximó al fallecido - que encontró indocumentado - debió certificar la
muerte. Luego de dudar respecto a lo que iba a escribir, con letra temblorosa
anotó en el formulario que se usaba para las partidas de defunción “Quien dicen
se llamaba Juan Oliva, murió de repente tomando mate en arriba de un carro”. Y
esto es lo que leyó Augusto Ciruzzi en el Registro Civil de Cipolletti de
aquella época.
Cipolletti, Julio 2016 Pedro Dobrée pedrodobree@gmail.com
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