Parado sobre la punta pedregosa, miraba hacia la otra isla
que apenas se adivinaba entre la espesa niebla de la mañana. El frío lo sentía
en sus piernas y en su espalda, a la altura de su cintura; apretó el poncho de
lana que lo envolvía y dio vuelta para encarar la pendiente hacia la zona donde
dejaba de haber piedras y comenzaban los pastizales. Mientras se alejaba de la
costa seguía escuchando la llegada suave y rítmica de las olas que se
arrastraban sobre la playa.
Se llamaba Pablo Areguatí y había nacido muchas millas al
norte de esta isla perdida en el Atlántico, que se rodeada de viento, olas
inmensas, lluvia y frío.
Miró hacia las escasas construcciones donde vivía la pequeña
dotación que representaba al gobierno de Buenos Aires y recordaba las
sombreadas galerías de la casa donde se había criado junto a su madre, sus
hermanos y a su padre, Pascual Areguatí, cacique de la zona y Corregidor del
pequeño poblado de San Miguel Arcángel, en tierras que hoy son brasileñas. Todo
esto antes del principio de la Patria, que aparece treinta años más tarde que
el naciera.
Rápidamente toda su familia se identificó con los grupos
americanistas y cuando pasa el ejército de Belgrano rumbo a Asunción, el
general lo nombró, en noviembre de 1811, comandante de milicias y alcalde de la
nueva localidad de Mandisoví, a orillas del río Uruguay.
Llegó a la primera vivienda y abrió la puerta. En el interior
de la estancia había poca luz, pues solo una ventana sucia y chica que miraba
hacia el este, permitía su ingreso. Una salamandra daba calor y un poco de
humo, mientras quemaba con entusiasmo pedazos de “mogote”, que eran trozos de
turba secadas previamente al sol. Se sentó en silencio en una silla arrimada a
la mesa de la sala y se sacó las botas húmedas, acercando los pies al fuego.
Se sentía
triste y agobiado por la soledad y el clima; “esto no es para un indio guaraní”
se sabía repetir, arrepentido de haber aceptado el nombramiento de Comandante
Militar de la Isla Soledad que le propuso, en Enero de 1824, el Gobernador de
Buenos Aires, General Martín Rodríguez.
Desde los primeros tiempos de la Patria se había enrolado en
el partido de los porteñistas y combatió largos años contra el general oriental
José Gervasio Artigas y sus tropas de Corrientes, al mando de otro indio:
Andresito.
Antes fue educado por los jesuitas en las reducciones del
norte del litoral y en 1783 fue enviado a Buenos Aires para estudiar en el Real
Colegio de San Carlos. El proyecto de vida religiosa que sus mentores le habían
propuesto, se frustró cuando decidió volver a su provincia y dedicarse a las
actividades comerciales.
Pero nunca
se desligó de sus actividades políticas y fue en esta provincia donde mantuvo
su lealtad con los hombres con quien convivió en Buenos Aires.
Finalmente un amigo, el capitán retirado Jorge Pacheco y su
socio Luis María Vernet, le ofrecieron una aventura comercial criando ovejas en
las Islas Malvinas, donde ellos también harían inversiones. Fueron estos los
que le sugirieron a Martín Rodríguez el nombramiento de Areguatí como el
comandante de las Islas.
Ya hacía 4 meses que estaba en funciones y las cosas no
rumbeaban bien. Los caballos que había traído no se adaptaron al terreno húmedo
y anegado de las praderas isleñas y el zorro lobo, endémico en la región, había
disminuido sustancialmente los rebaños ovinos.
La mañana calma y húmeda se transformó en una tarde fría y
ventosa. Decidió ensillar su caballo y recorrer las lomas más cercanas para
inspeccionar el estado de las ovejas pastando allí. Al salir se encontró con
Jorge Ovando, peón español que se enganchó con su viaje cuando hizo una parada
en el puerto de Carmen de Patagones.
“Nos estamos quedando sin veneno patrón; el que usamos paras matar los
zorros”
“Habrá que usar solamente las trampas y recorrerlas día por
día; difícilmente que tengamos una reposición de lo consumido hasta que no
vuelva el clíper de los cazadores de lobos marinos desde el norte” le contestó.
El panorama que encontró más allá de las primeras lomadas
cercanas al caserío, no fue alentador. En total contó 10 ovejas con abundante
lana y 8 de ellas preñadas, muertas con evidentes signos de haber sido mordidas
por los zorros. Se bajó del zaino que montaba y cuereó cuidadosamente la
primera que encontró. Al terminar limpió su cuchillo en un manojo de pasto,
dobló el cuero con la lana hacia afuera y lo colocó sobre el anca del caballo; luego encontró a los demás. Resolvió no volver
a cuerear y mandar los peones para que al día siguiente hagan esa tarea con
cada una de las que encontraran. Los cueros luego serían colocados sobre los
alambrados que formaban los pocos corrales que se usaban para trabajar con las
ovejas. Suficientes días de sol secarían los cueros para luego poder
embalarlos. Los fardos serían enviados con el primer velero que tuviera por
destino el puerto de Buenos Aires.
Volvió en la hora en que comenzaba a oscurecer el cielo; cuando
le quitó el apero al zaino y lo encerró en una precaria caballeriza, comenzó a
caer un granizo de piedra chica y el frío recrudeció. Entró luego a la
habitación y reavivó el fuego con dos pedazos de mogote; afuera las gaviotas
insistían con su lastimero graznido.
Sentado en un sillón al lado del fuego, imaginó que en sus
tierras los brotes de los árboles ya se empezaban a notar y los días soleados
se sucedían, anunciando que del invierno habían pasado los más duros.
Esa noche decidió renunciar a su cargo y volver al
continente.
Una semana más tarde entró un velero con loberos que venía de
las costas del Pacífico. Estuvieron varios días anclados en la bahía para
cargar agua y hacer unas reparaciones en el babor de la nave. Desde allí
seguían al norte y Jason Bondage, el capitán,
aceptó trasladarlo a Buenos Aires.
Se aseguró que el personal que quedaba tras suyo tuviera
provisiones suficientes para subsistir hasta la llegada de Vernet, que lo haría
en la primavera, y en la última tarde en las isla Soledad hizo una reunión con
todos ellos, anunciando su decisión.
Subió a bordo a la mañana siguiente y mientras miraba desde
el puente a las pequeñas casas disminuir con la distancia, no sintió que se
arrepintiese de la medida tomada.
Al llegar a Buenos Aireas visitó a Pacheco donde supo que
Vernet ya estaba en viaje hacia las islas. Satisfecho con haber anoticiado al
amigo primero, pidió audiencia con el Gobernador para entregar su renuncia al
cargo.
El nuevo gobernador de Buenos Aires, Juan Gregorio de Las
Heras, aceptó su decisión. Pablo Areguatí adquirió un comercio en las afueras
de Buenos Aires, sobre el camino a Lujan; allí fue respetado por su
laboriosidad y lealtad, tanto por viajeros como por vecinos.
Formó
familia y tuvo varios hijos. Años más tarde fue funcionario de la Aduana
porteña y la historia de su vida fue disimulándose en la madeja opaca de la
burocracia. Su fallecimiento fue un hecho ignorado para todos, con excepción de
sus parientes más cercanos.
Cipolletti, Agosto de 2016 pedrodobree@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario