jueves, 18 de agosto de 2016

Un guaraní en Malvinas


Parado sobre la punta pedregosa, miraba hacia la otra isla que apenas se adivinaba entre la espesa niebla de la mañana. El frío lo sentía en sus piernas y en su espalda, a la altura de su cintura; apretó el poncho de lana que lo envolvía y dio vuelta para encarar la pendiente hacia la zona donde dejaba de haber piedras y comenzaban los pastizales. Mientras se alejaba de la costa seguía escuchando la llegada suave y rítmica de las olas que se arrastraban sobre la playa.
Se llamaba Pablo Areguatí y había nacido muchas millas al norte de esta isla perdida en el Atlántico, que se rodeada de viento, olas inmensas, lluvia y frío.
Miró hacia las escasas construcciones donde vivía la pequeña dotación que representaba al gobierno de Buenos Aires y recordaba las sombreadas galerías de la casa donde se había criado junto a su madre, sus hermanos y a su padre, Pascual Areguatí, cacique de la zona y Corregidor del pequeño poblado de San Miguel Arcángel, en tierras que hoy son brasileñas. Todo esto antes del principio de la Patria, que aparece treinta años más tarde que el naciera.
Rápidamente toda su familia se identificó con los grupos americanistas y cuando pasa el ejército de Belgrano rumbo a Asunción, el general lo nombró, en noviembre de 1811, comandante de milicias y alcalde de la nueva localidad de Mandisoví, a orillas del río Uruguay.
Llegó a la primera vivienda y abrió la puerta. En el interior de la estancia había poca luz, pues solo una ventana sucia y chica que miraba hacia el este, permitía su ingreso. Una salamandra daba calor y un poco de humo, mientras quemaba con entusiasmo pedazos de “mogote”, que eran trozos de turba secadas previamente al sol. Se sentó en silencio en una silla arrimada a la mesa de la sala y se sacó las botas húmedas, acercando los pies al fuego.
Se sentía triste y agobiado por la soledad y el clima; “esto no es para un indio guaraní” se sabía repetir, arrepentido de haber aceptado el nombramiento de Comandante Militar de la Isla Soledad que le propuso, en Enero de 1824, el Gobernador de Buenos Aires, General Martín Rodríguez.
Desde los primeros tiempos de la Patria se había enrolado en el partido de los porteñistas y combatió largos años contra el general oriental José Gervasio Artigas y sus tropas de Corrientes, al mando de otro indio: Andresito.
Antes fue educado por los jesuitas en las reducciones del norte del litoral y en 1783 fue enviado a Buenos Aires para estudiar en el Real Colegio de San Carlos. El proyecto de vida religiosa que sus mentores le habían propuesto, se frustró cuando decidió volver a su provincia y dedicarse a las actividades comerciales.
Pero nunca se desligó de sus actividades políticas y fue en esta provincia donde mantuvo su lealtad con los hombres con quien convivió en Buenos Aires.
Finalmente un amigo, el capitán retirado Jorge Pacheco y su socio Luis María Vernet, le ofrecieron una aventura comercial criando ovejas en las Islas Malvinas, donde ellos también harían inversiones. Fueron estos los que le sugirieron a Martín Rodríguez el nombramiento de Areguatí como el comandante de las Islas.
Ya hacía 4 meses que estaba en funciones y las cosas no rumbeaban bien. Los caballos que había traído no se adaptaron al terreno húmedo y anegado de las praderas isleñas y el zorro lobo, endémico en la región, había disminuido sustancialmente los rebaños ovinos.
La mañana calma y húmeda se transformó en una tarde fría y ventosa. Decidió ensillar su caballo y recorrer las lomas más cercanas para inspeccionar el estado de las ovejas pastando allí. Al salir se encontró con Jorge Ovando, peón español que se enganchó con su viaje cuando hizo una parada en el puerto de Carmen de Patagones.  “Nos estamos quedando sin veneno patrón; el que usamos paras matar los zorros”
“Habrá que usar solamente las trampas y recorrerlas día por día; difícilmente que tengamos una reposición de lo consumido hasta que no vuelva el clíper de los cazadores de lobos marinos desde el norte” le contestó.
El panorama que encontró más allá de las primeras lomadas cercanas al caserío, no fue alentador. En total contó 10 ovejas con abundante lana y 8 de ellas preñadas, muertas con evidentes signos de haber sido mordidas por los zorros. Se bajó del zaino que montaba y cuereó cuidadosamente la primera que encontró. Al terminar limpió su cuchillo en un manojo de pasto, dobló el cuero con la lana hacia afuera y lo colocó sobre el anca del caballo;  luego encontró a los demás. Resolvió no volver a cuerear y mandar los peones para que al día siguiente hagan esa tarea con cada una de las que encontraran. Los cueros luego serían colocados sobre los alambrados que formaban los pocos corrales que se usaban para trabajar con las ovejas. Suficientes días de sol secarían los cueros para luego poder embalarlos. Los fardos serían enviados con el primer velero que tuviera por destino el puerto de Buenos Aires.
Volvió en la hora en que comenzaba a oscurecer el cielo; cuando le quitó el apero al zaino y lo encerró en una precaria caballeriza, comenzó a caer un granizo de piedra chica y el frío recrudeció. Entró luego a la habitación y reavivó el fuego con dos pedazos de mogote; afuera las gaviotas insistían con su lastimero graznido.
Sentado en un sillón al lado del fuego, imaginó que en sus tierras los brotes de los árboles ya se empezaban a notar y los días soleados se sucedían, anunciando que del invierno habían pasado los más duros.
Esa noche decidió renunciar a su cargo y volver al continente.
Una semana más tarde entró un velero con loberos que venía de las costas del Pacífico. Estuvieron varios días anclados en la bahía para cargar agua y hacer unas reparaciones en el babor de la nave. Desde allí seguían al norte y Jason Bondage, el capitán,  aceptó trasladarlo a Buenos Aires.
Se aseguró que el personal que quedaba tras suyo tuviera provisiones suficientes para subsistir hasta la llegada de Vernet, que lo haría en la primavera, y en la última tarde en las isla Soledad hizo una reunión con todos ellos, anunciando su decisión.
Subió a bordo a la mañana siguiente y mientras miraba desde el puente a las pequeñas casas disminuir con la distancia, no sintió que se arrepintiese de la medida tomada.
Al llegar a Buenos Aireas visitó a Pacheco donde supo que Vernet ya estaba en viaje hacia las islas. Satisfecho con haber anoticiado al amigo primero, pidió audiencia con el Gobernador para entregar su renuncia al cargo.
El nuevo gobernador de Buenos Aires, Juan Gregorio de Las Heras, aceptó su decisión. Pablo Areguatí adquirió un comercio en las afueras de Buenos Aires, sobre el camino a Lujan; allí fue respetado por su laboriosidad y lealtad, tanto por viajeros como por vecinos.
Formó familia y tuvo varios hijos. Años más tarde fue funcionario de la Aduana porteña y la historia de su vida fue disimulándose en la madeja opaca de la burocracia. Su fallecimiento fue un hecho ignorado para todos, con excepción de sus parientes más cercanos.
Cipolletti,  Agosto de 2016        pedrodobree@gmail.com


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