Basado en publicación
de Antonio Nizetich, el 11/9/2016 en página facebook de
“Historia de la Patagonia”
En 1918 se estableció un record para recorrer en automóvil el
camino desde la ciudad de Trelew hasta la de Comodoro Rivadavia. Unas 20 horas
aproximadamente, saliendo de Trelew y llegando a Comodoro por el “camino de la
costa”.
En ese tiempo no estaba aún la Ruta 3 que pasa por Garayalde
y las tierras altas lejanas de la costa del mar y quienes se aventuraran por
este camino costero, debían enfrentar una huella sinuosa, marcada en el siglo
anterior por los carros que evitaban las abundantes jarillas y alpatacos que
poblaban el terreno, con zonas pantanosas y gredosas luego de las lluvias y con
otras donde el camino quedaba tapado por la arena fina que bajaba de las dunas
cuando el viento soplaba fuerte del oeste. A estos inconvenientes se adicionaba
la necesidad de abrir más de 100 tranqueras, para superar los alambrados que
delimitaban los campos y potreros por donde pasaba el camino. La ética de la
vida en aquellos parajes indicaba además que toda tranquera abierta, era
cuidadosamente cerrada una vez que el vehículo había pasado.
Años más tarde estas tranqueras fueron reemplazadas por
guardaganados que no requerían de su apertura y por donde el vehículo podía
pasar sin disminuir sustancialmente su velocidad. Este avance tecnológico de la
infraestructura vial fue una importante facilidad para los usuarios que le
permitían acortar, en tiempos de viaje, las largas horas que las rutas patagónicas
demandaban. El guardaganado consiste en la apertura de una trinchera de 60 a 80
centímetros de profundidad y aproximadamente de 1 metro de ancho, cruzando el
camino de lado a lado y sobre el cual se construye un enrejado de madera o de
hierro, que permita el paso del vehículo, pero a su vez impida el de los
animales, que no quieren arriesgar sus patas en los espacios entre los tirantes.
El guardaganado reemplazaba la porción del alambrado que cruzaba la ruta.
El día 6 de Enero del año 1918 poco después de mediodía,
Tomás Owen, Gerente General de la Compañía Mercantil del Chubut, recibió un
mensaje por el telégrafo desde Comodoro Rivadavia.
Esta Compañía era una cooperativa de agricultores,
principalmente del Valle Inferior del río Chubut, que tenía por objeto el
transporte y el comercio de los productos del valle chubutense a Buenos Aires y
a Europa y el abastecimiento de las familias y las chacras de los asociados,
con elementos de la vida doméstica e insumos de la producción. Tenía la casa
central en Trelew y sucursales en Rawson, Gaiman, Trevelin, Comodoro Rivadavia,
Puerto Madryn y otras localidades de lo que ahora es la Provincia del Chubut.
En esencia, el mensaje indicaba que para poder cumplir con un
importante trámite para la Compañía referido a la posesión de unas tierras en
la zona de Tecka, en el oeste del territorio, y para evitar un viaje a Buenos
Aires, era necesario entregar documentación a un funcionario de la Dirección
Nacional de Tierras, que volvía a la Capital con el barco que salía de Comodoro
a media mañana del día 8.
Owen tomó nota y comenzó a imaginar cómo podía aprovechar
esta oportunidad. Rápidamente pensó en la inutilidad del servicio de mensajería
que unía las dos ciudades más importantes del Territorio del Chubut: Trelew y
Comodoro Rivadavia. Pero mientras pensaba en esto, se le ocurrió una idea
arriesgada. Mandó a llamar a Henry E. Jones un colaborador de confianza en la
Cooperativa.
“Tenés que viajar urgente a Comodoro para llevar estos
papeles y presentarlos el día 8, a media mañana” y le mostró un sobre a Jones, cuando
este se sentó frente al escritorio de su jefe.
“Imposible - le contestó Jones – la mensajería sale recién
mañana y llega a Comodoro el día 9 a la noche. Ud. sabe que sale de Trelew a la mañana temprano tres veces
por semana, hace noche en Cabo Raso, luego vuelve a parar a la noche en
Malaspina y llega a Comodoro recién a la tarde del día siguiente”.
“Tengo una idea y quiero saber qué opinas al respecto de
ella. Qué te parece ir en la “Gran Siete” con Roberto Saller de conductor y tu
de acompañante? Si salen mañana a la madrugada, no podrán estar en Comodoro a
la noche tarde?”
“”La Gran Siete” era un automóvil con motor de Ford T que
había sido usado con éxito en algunas carreras en la zona; su nombre lo obtenía
del número de la chapa patente municipal. Roberto Saller era norteamericano y empleado
de la compañía, piloto de cierta fama y mecánico de prestigio; era el encargado
del garaje.
Jones abrió sus ojos con expresión de sorpresa y luego se
quedó en silencio sopesando la alternativa. “Hablemos con Roberto y
preguntémosle a él”.
Esa tarde prepararon el auto, cargaron dos latas de gasolina
y dos de agua, asegurando todo muy bien junto a algo de ropa para los dos
viajeros y comida para 24 horas. El norteamericano había aceptado con
entusiasmo el reto.
A las 6 menos cuarto de la mañana del día 7 de Enero estaban
cruzando el puente sobre el Chubut y una
vez en la orilla sur del río, empezaron a subir el faldeo para alcanzar la
primera meseta que se entendía por varios kilómetros. El sol estaba apareciendo
y el aire que rozaba las caras del piloto y del acompañante, pues el pequeño
parabrisas no permitía ponerlos a reparo completamente, era suave y agradable.
El olor de la jarilla penetraba fuerte en las narices de ambos y el espíritu de
aventura los invadía y excitaba.
Los primeros 20 o 30 kilómetros fueron relativamente fáciles.
Las huellas del camino tenían abundante ripio, lo que ayudaba a que se
mantuvieran en buen estado a pesar de las lluvias, que esa primavera no habían
sido muchas. Tampoco había demasiadas curvas porque el jarillal era poco denso
y había pocas oportunidades para que los carros tuvieran que doblar hacia uno u
otro lado con objeto de evitar las plantas que se les interpusieran.
Lo que si fue un inconveniente ya en este tramo y en el resto
del viaje, fueron las tranqueras. Jones como ayudante, tenía la misión de abrir
y cerrar cada una. Su entrenamiento
como contable de la cooperativa pronto lo impulsó a hacer una estimación del
tiempo que se perdía en esta tarea. Supuso que habría que establecer el tiempo
que él demoraba desde el momento en que luego de frenarse la marcha del
automóvil, saltaba del vehículo y llegaba a la tranquera de alambre, luego el
tiempo que demoraba en abrirla y esperar que el vehículo pasara, a continuación
sumar el tiempo de cierre y volver hasta donde el Ford T que lo esperaba y
finalmente subir y cerrar correctamente la puerta. Era consciente de la
importancia, aunque no lo pudo cuantificar, del tiempo insumido en la
desaceleración y frenado del vehículo antes de llegar y en la aceleración
cuando partiera nuevamente. En total estimaba que cada apertura y cierre
suponía en promedio 2 minutos; por lo que por las 100 tranqueras, se podían
imputar más de 3 horas del viaje.
Eran pasadas las 7 de la mañana y el camino se ponía cada vez
más difícil. Las curvas y contracurvas se intensificaban y era imposible
adquirir velocidad. Pero además las tranqueras se seguían sucediendo a un ritmo
de uno cada 5 a 6 kilómetros y el terreno, que se tornaba más gredoso mostraba
huellones y pozones, producto de las lluvias recientes y los carros que habían
transitado en los días anteriores.
Los carros eran de tamaños variados y la mayoría de ellos transportaban
hacia la costa “Frutos del País”: cueros, plumas de avestruz y fundamentalmente
lana. Hacia el oeste - el interland de cada puerto sobre el atlántico - se
transportaban víveres, ropa y enseres domésticos varios. Al transportar lana
solían llevar entre 2.000 y 3.000 kilogramos, tirados por asnos, bueyes o
caballos. En oportunidades circulaban juntos entre 10 y 20 carros, tirados por 4
o 6 caballos.
Avanzando la mañana en el aire aún calmo, comenzaron a
percibir el olor del océano. Cuando superaron la huella que llegaba a Punta
Tombo, Jones le preguntó al norteamericano como se sentía “Bien – le contestó
con una sonrisa y gritando para que su compañero lo pudiera escuchar – pero
tengo hambre” Decidieron comer la primera vianda que habían preparado en
Trelew. Pararon unos minutos el
vehículo, comieron carne fría y pan, tomaron abundante agua y ambos orinaron al
borde del camino.
A las 8 horas de andar estaban llegando a Cabo Raso. Jones le
preguntó a Saller como estaban de nafta. Cuando pararon, Saller colocó la vara
medidora en el tanque de combustible y comentó “…con lo que tenemos en las
latas y lo que hay en el tanque, podremos llegar a Comodoro. No me parece
necesario cargar en el Cabo Raso, no perdamos tiempo”. Jones estuvo de acuerdo
y pasaron frente al caserío que bordeaba el mar, como una exhalación.
Poco tiempo después pero todavía en cercanías de la playa,
transitaron por una zona de dunas y en donde los fuertes vientos del poniente,
arrastraban la arena tapando las huellas del camino. En una curva
repentinamente vieron un grupo de martinetas que corrían sobre la arena. Todas
levantaron su pesado vuelo, pero una de ellas despegó unos instantes tarde y murió,
con un gran despliegue de plumas, contra el radiador del auto. Saller perdió un
instante la atención y el vehículo embistió una loma de arena un poco mayor que
las demás. El motor se aceleró y las ruedas traseras giraron en el aire. Ambos
hombres se bajaron del auto y reconocieron que estaba “colgado”. Con los
cuerpos contra el suelo y con la ayuda de una pequeña pala que transportaban,
limpiaron de arena el trayecto y pudieron luego empujando colocar el vehículo
en una posición en que las cuatro ruedas se apoyaran firmemente en el camino.
Saller inspeccionó el radiador y viendo que no hubo daños por el golpe recibido,
puso nuevamente el motor en marcha y reanudaron el viaje. Un poco más adelante
atropellaron a un zorrino, pero ahora no hubo más inconvenientes que un
terrible olor que, dijeron riendo ambos, los acompañaría por el resto del viaje
y también por un buen tiempo, cuando el auto estuviera estacionado nuevamente
en el taller en Trelew.
Torcieron hacia el oeste y se alejaron del mar, dejando hacia
su izquierda a la Bahía Camarones. El terreno era cada vez más alto y esto se
notaba en el motor que gastaba más nafta de lo originalmente previsto.
“Llegamos a Malaspina?” preguntó Jones. “Si - contestó Saller – pero espero que
podamos recargar allí. Si no es así, no llegamos a Comodoro” Era las 5 de la
tarde cuando avistaron al pequeño caserío de Malaspina, que no era más que una
Comisaría, un Almacén, una Estafeta Postal y dos viviendas de adobe y piedra.
Todo en un pequeño valle con un mallín hacia abajo y tres álamos que apuntaban
rectos y verdes hacia el cielo.
Le dejaron el auto al hombre que los recibió con la consigna
de llenar el tanque de combustible y las latas que estaban atadas a la parte
trasera. Aliviados con la noticia, ambos
entraron al Almacén. Jones preguntó si había mate, pues había adquirido la
costumbre criolla. Sus padres habían llegado a Madryn en el Mimosa, con la
primera ola de inmigrantes y él había nacido en una chacra de Gaiman. Le
entregaron un mate con una bombilla y una pava con agua caliente. Saller pidió
una taza de té. Comieron nuevamente pan con carne fría, que ahora era de
gallina pues antes fue de capón. En 15 minutos estaban listos para volver a la
huella.
Esta seguía buscando más altura y pronto llegaron a la Pampa
de Salamanca. El camino era mejor allí, pues aunque se mantenía la presencia de
gran cantidad de curvas y de tranqueras, que a Jones ya lo tenían a maltraer,
el suelo nuevamente estaba bien enripiado y sin mayores irregularidades. En
algunos cortos tramos rectos, la velocidad que lograba imprimir Saller al
vehículo era notoria.
La luz del día empezó a disminuir cerca de las 10 de la noche
y agradecieron estar en verano, pues recién habían pasado 15 días del más largo
del año. En esos momentos arribaron a la larguísima bajada del cañadón Ferrays
y el terreno comenzó a descender hacia las orillas del océano. Estaban a algo más
de 20 kilómetros de la llegada y el día se había transformado, ahora sí, en
noche. Afortunadamente una noche clara de luna llena, pues las luces del auto
no iluminaban muy bien y hubiera sido una tortura para ojos y nervios, avanzar
sin la ayuda del astro nocturno.
Cuando se acercaron a las primeras débiles luces y calles
polvorientas de la ciudad de Comodoro Rivadavia, Jones buscó entre su ropa su
reloj. “Es la 1 de la mañana con 15 minutos – y torciéndose un poco hacia su compañero
de ruta, en el estrecho y no muy cómodo asiente del Ford T, le golpeó la
espalda y gritó – lo logramos, carajo”. Luego golpeó el capot del auto “19
horas y 30 minutos; esto no nos han de creer”.
Buscaron el hotel que les habían indicado. Al somnoliento
guardia de noche le preguntaron por el Dr. Horacio Martínez Longue, funcionario
de la Dirección Nacional de Tierras, próximo a embarcar para Buenos Aires. “Está
durmiendo” les contestaron.
Jones pidió
una habitación para dos y que los despertaran cuando bajara de su habitación
Martínez Longue.
A la mañana telegrafió a Trelew. “Misión cumplida, acabamos
de entregar el sobre. Ningún contratiempo.”
Pedro Dobrée
Cipolletti, Agosto de 2016
pedrodobree@gmail.com
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