domingo, 22 de mayo de 2011

Juan

Pedro Dobrée

Iglesia de Puerto Santa Cruz


Vivía en las afueras del pueblo, donde había solo algunas casas en cada una de las manzanas apenas dibujadas y las calles habían perdido la rigidez de la cuadrícula del centro y, por el contrario, vivoreaban hacia el oeste o se cortaban en diagonal, apurando la marcha de la poca gente que transitaba por ellas.
Su casa tenía un patio infinito, pues en esas zonas los hogares no tenían una tapia que limitara el terreno del de los vecinos y no había jardines, sino de vez en cuando solo alguna mata, como las que había afuera en el campo y la tierra arcillosa blanca, que volaba en las tardes de viento y que se convertía en una pasta pegajosa cuando llovía. Adelante o al costado, podría haber algunos tamariscos, debajo de los cuales se daba de comer a los perros y en donde las moscas abundaban, tanto por los restos de comida, como por el olor dulzón de su flor primitiva.
Frente a la puerta de entrada siempre había perros, varios de ellos galgos flacos y rápidos, que eran usados por la familia para cazar liebres y avestruces.
Atrás había un tinglado de techo de chapa y paredes de “mata negra”, abierto hacia el este, donde se refugiaban una bicicleta, varias gallinas y un gallo mañanero y los fardos de alfalfa que permitía dar de comer a dos caballos alazanes que sabían participar en las carreras cuadreras de Luis Piedrabuena, en San Julián y allí  mismo, en el Puerto de Santa Cruz.
Juan era el tercer hijo de una familia numerosa; cuatro varones y dos mujeres. Todos eran hijos de Don Angel, milanés llegado de Italia cuando era un adolescente, y de Doña Rosa, tehuelche de la tribu que supo vivir en la zona de Tres Lagos y que cuando murió el cacique Magache, se dispersó, empobrecida y confundida.
Rosa era jovencita cuando se empleó como mucama en El Comercio, hotel cercano a la playa donde atracaban los grandes barcos que visitaban cada quince días al puerto.  Mas tarde se empleó con Doña Antonia, comadrona del pueblo, en cuya casa se decía paró Horacio Guaraní,   mientras escribía esa zamba tan bonita que es “Puerto de Santa Cruz”. Pero había otros que decían que esto era solo un mito y que en realidad la canción fue comprada a un oficial de la Prefectura Marítima, que la había escrito en la época en que estuvo destinado al destacamento del puerto.
En el pueblo había dos clubes de football. El Sportivo Santa Cruz y el Atlético Santa Cruz.  Don Angel era socio del segundo y sus cuatro hijos eran jugadores del equipo de primera división. Era una época en que en cada uno de los equipos rivales predominaba una familia, y estas poblaban las delanteras y las líneas defensivas con sus respectivos apellidos.
Cada tanto jugaban entre si, por ejemplo para la fiesta del pueblo que se celebra el 1ro. de Diciembre de cada año. Otras veces jugaban contra equipos de Piedrabuena y me acuerdo cuando fue el Sportivo hasta Río Gallegos a jugar un torneo con el Boxing Club y un equipo chileno de Punta Arenas.
De los cuatro, Juan era el mas hábil. Jugaba como mediocampista armador, alimentando de pelotas certeras a su hermano menor, que era, en las palabras de aquella época, “centrofoward”. Los dos restantes, mayores y corpulentos, jugaban de defensores; es decir “back derecho” y “back izquierdo”.
Juan, capitán de su equipo, era excelente cortador de ataques rivales y, cuando se daba la oportunidad, sabía acercarse al arco enemigo, intentando sorprender al arquero con potentes “shots”. Si por alguna razón no podía jugar, los hinchas se desesperaban y presionaban para que el partido se aplace por un día o por varios, tratando de que Juan se pudiera recuperar y con ello conducirlos hacia el triunfo. 
Exitoso entre las mujeres con su espíritu jovial y su cara morena atractiva, Juan era también un eterno invitado a las mesas masculinas de los bares que visitara.
Supongo que River Plate tuvo quien le anoticiara de la habilidad que mostraba cuando jugaba.  Lo cierto es que una noche se subió al coche de Transportadora Patagónica y viajó durante dos días hacia Buenos Aires, llamado para probarse.
En el pueblo no había quien no hablara de su viaje y eran muchos los que apostaban a que tendría un destino similar al de Labruna, Felix Loustau o Moreno, cuando en River “la máquina” atemorizaba a cuanto rival se le pusiera en frente.
Su seguro éxito estaba aliviando la mediocridad que signaba la vida de varios de sus vecinos, con la esperanza de lograr trascender al decir ellos que “...yo fui vecino de Juan” o “…cuando éramos chicos, jugábamos juntos en el baldío de atrás de mi casa”.
Pero dos meses después, en silencio, Juan volvió a bajarse del ómnibus con su bolso a cuestas. Sus experiencias en Buenos Aires nunca se conocieron. “Estos indios no saben aprovechar las oportunidades de la vida” dijo Otto Banks, un rato antes de que se apagara la luz en el pueblo, mientras jugaba el último partido de truco en el bar del Hotel Victoria.
Varios días más tarde, Federico Sauberg, hijo de una familia sueca que había colonizado adentro en el lago San Martín, comentó en el salón de ventas de La Anónima y para todo aquel que lo quisiera oír, que en su opinión Juan no era gran jugador y “… que solo descollaba en un medio muy chico como el nuestro”.
Juan se empleó en Correos y por muchos años fue cartero. La camiseta del Atlético casi no se la volvió a poner, pero sabía ir los sábados por la tarde, a una cancha grande de paleta que tenía el Club. Allí, con unos amigos, reventaba una pelotita negra contra la pared de cemento.



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