lunes, 9 de mayo de 2011

La Emperatriz de San Julián

 Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

Nació en la ciudad de Kiel, puerto alemán sobre el mar Báltico. De familia de escasos recursos se empleó como cocinera y mucama en la casa del General Franz Sydow, en Berlín.  Además del General, en esta casa vivía su esposa y una hija de ella que esperaba, con sus tres niñas pequeñas, la oportunidad para viajar a la Patagonia Argentina y reunirse con su esposo.
Vieja casa en San Julián





       

         Hermann Brunswig, el esposo que esperaba, había llegado a la Argentina en 1919 para emplearse como ovejero en la cordillera santacruceña y cuando fue nombrado administrador de la Estancia Lago Guío, propiedad de Mauricio Braun, Rudolf Stubenrauch y Lucas Bridges, decidió que era el momento de hacer viajar a su joven familia.
         Berta Freytag se había encariñado con las nenas y sentía la seguridad de un hogar que no tenía en Kiel. Esto fue motivo suficiente para ofrecerse a viajar también a Argentina, acompañando a la joven Ella de Bruswig y a las pequeñas en el vapor Vigo, que partió de Hamburgo en Enero de 1923.  Llegados a Buenos Aires, se reembarcaron para viajar hasta San Julián, puerto del entonces Territorio Nacional de Santa Cruz.
         Mientras el barco en que viajaron anclaba en la bahía, Berta se desembarazó momentáneamente de las niñas, para observar la costa y el pequeño villorio, que en la madrugada ventosa aparecía ante sus ojos.
         Por Dios, será esto un puerto?  La única similitud con su Kiel, era el olor al pescado muerto y el de las algas secándose al sol. Pero 20 o 30 casas dispersas sobre una playa barrida por el viento y varios centenares de fardos de lana apilados sobre la línea de la marea más alta, no parecían formar un puerto. Al menos no lo era en el criterio de esta alemana de 40 años que acababa de llegar. Pues, dónde estaban los muelles, los demás barcos, los remolcadores, los equipos de carga y descarga, el ruido de las máquinas y el humo de las chimeneas, el aceite en el agua, los marineros, las enormes pilas de carbón y los depósitos de mercaderías que provenían de las mas diversas ciudades del mundo?
         Las gaviotas revoloteaban por encima de los techos de estas casas grises, de chapa acanalada y puertas despintadas; sus solitarios graznidos inundaban el aire  y con el viento llegaban hasta  la cubierta del barco sobre el que, con angustia, escudriñaba Berta su nuevo paisaje. Y estos graznidos eran la representación exterior de los gritos de silencio que la solitaria mujer dirigía a nadie, impulsada por una sensación de dolor, soledad e impotencia, ante una decisión que consideraba ahora equivocada.
         A media mañana bajaron a un pequeño bote a remos y fueron llevados, ella, las niñas y la madre, hasta la playa. El corto viaje sobre la pequeña embarcación que por instantes se elevaba permitiendo ver toda la costa y por otras se hundía en los estrechos callejones que formaban las olas, le pareció interminable.  El agua salada que golpeaba su rostro, se confundió con las lágrimas que caían por sus mejillas.
         Mojada la ropa por el salpicar de las olas, mojados los zapatos por el difícil desembarco, sintieron el frío del viento que soplaba desde detrás de las casas y llenaba de polvo el aire sobre las aguas de la bahía. Varios hombres, al reparo de las paredes de las primeras construcciones, los miraron con curiosidad.  Con la ayuda de los remeros con que habían llegado a tierra firme, trasladaron varios bultos grandes de ropa y enseres, hasta la puerta de una de las casas en cuyo frente habían atados tres caballos ensillados. Sobre la puerta colgaba un pequeño cartel que indicaba que era el Hotel Miramar.
         El ánimo de Berta se hacía cada vez mas pesado. A la incomprensión absoluta del idioma castellano y al reducido hotel de camas incómodas y un escusado compartido en el fondo de un patio sucio, se sumó un viaje de dos días en un Ford T, abierto al viento y al sol del desierto.

         Antes de llegar a destino, Berta había tomado la decisión: volver a Alemania, de donde nunca debía haber salido. Llegado al Lago Guío buscó excusas; la vajilla no era de su agrado, la ropa había que lavarla en el frío arroyo cercano, rondaban animales salvajes  y no quería compartir su pequeña habitación con las niñas.  El vehículo con que llegaron debía volver a San Julián y con el se volvería ella.  Nuevamente el desierto, la estepa interminable cubierta de “mata negra” y calafate y el Ford T que perseguía lentamente el sinuoso camino de los carros que, tirados por caballos, transportaban lana al puerto.
         Pero, qué puede hacer una mujer, que solo habla en alemán, sin dinero, que está sola en San Julián y que quiere volver a Europa? Solo quedarse en San Julián. 
         Dos años más tarde la familia Brunswig “bajó al pueblo”, parando en el Hotel Águila; Berta con tristeza y desde la oscuridad, observó a las pequeñas niñas a quienes había aprendido a querer durante todo el tiempo en que convivieron. Pero no se dejó ver por ellas; sería imposible explicarles su vida ahora. Esa vida que, con el tiempo, la llevaría a ser conocida por los hombres de toda la costa atlántica como “La Emperatriz de San Julián”.
         Mucho tiempo después, en la década de 1980 y en Berlín, María Brunswig de Bamberg - una de aquellas pequeñas con quien Berta llegó a la Argentina austral y que luego fue autora de ese muy simpático libro llamado “Allá en la Patagonia” editado por Vergara - asistía a una conferencia de Osvaldo Bayer. Al finalizar le preguntó si en sus trabajos de investigación sobre la vida patagónica, había tomado conocimiento de Berta Freytag. “Como no - le contestó Bayer - Berta Freytag fue amante del comisario del pueblo durante muchos años, hasta que un día este la ultimó de dos tiros, por celos”.


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