jueves, 8 de septiembre de 2011

Domando potros en Patagonia Homenaje a Lennox Jack Dobrée

 Pedro Dobrée
Caballos gateados en proceso de amance

            Para la generalidad de los argentinos, las tareas de amanse de caballos se relacionan con imágenes de gauchos valerosos, caballos nerviosos, sudor y saliva hecha espuma en la boca, corcovos, lazos, rebenques y espuelas. La acción de amansar es considerado un acto de gran virilidad, donde hombre y caballo compiten en un terreno de fortaleza y coraje.

Pero no es esta la imagen para quienes aprendieron a amansar potrillos con el método de los tehuelches. Por el contrario, en este caso las tareas de amanse se relacionan más con la paciencia, con el respeto por el animal y con pensar que un caballo bueno es aquél que no deja a su jinete a pie en la soledad de la estepa interminable, ni pone en peligro su humanidad, cuando lo quiere montar en una mañana fría de invierno, con la tierra dura de tanta escarcha.

Los tehuelches, con la aparición del hombre blanco, se adaptaron rápidamente al uso del caballo como medio de transporte, de caza y de diversión; se convirtieron en excelentes jinetes y los miembros varones de las tolderías dedicaban mucho tiempo a las tareas relacionadas con la manada. Para ello desarrollaron en pocas generaciones, un procedimiento eficiente cuyo objetivo era contar con animales obedientes, sanos y con espíritu de lucha intacto.

Entre la gente vieja de la Patagonia hubo quienes supieron con humildad aprender sus técnicas y repetirlas en las estancias, donde la cría y la tenencia de caballos eran esenciales a la actividad rural.

Para ejecutar el método es necesario empezar temprano. Potrillos de no más de 6 meses son enlazados,  embozalados y atados cada uno a 5 o 6 palenques que, en fila o en círculo y sobre terreno parejo, fueron colocados cerca de la vivienda del amansador o de su lugar habitual de trabajo.

El objeto de esta maniobra es acostumbrar al animal a la presencia del hombre.  Varias veces durante el día, el amansador pasará por allí y le dedicará 5 a 10 minutos a cada potro. Buscará de acariciarle primero la cabeza, las orejas, la nariz y el cuello; cuando esto hace, silba una canción monótona y tranquilizante. Pronto buscará de recompensar al animal que se deja acariciar con un puñado de maíz o algunos terrones de azúcar.

Solo cuando los potrillos dejan de reaccionar asustados ante la mano del hombre, es que se busca una nueva actitud. Ahora se le colocan maneas en las manos y las caricias bajan al pecho y a las patas, siempre acompañadas por la canción silbada o por palabras suavemente dichas. Los potrillos permanecen atados durante buena parte del día, pero hacia el final se los suelta en el corral para que vuelvan con sus madres a amamantar, cosa que hacen con gran entusiasmo. Si ya no toman leche de la madre, es necesario preocuparse que tengan abundante agua fresca y buena pastura y, si es posible, mezclar alfalfa con algún grano, como la cebada o la avena.

Luego de 15 o 20 días de esta tarea, se acerca un cojinillo para colocarlo sobre el lomo del potro o de la potranca; todo esto hecho con cuidado, pues el animal se asusta con solo ver el extraño movimiento del cuero que el amansador trae entre manos. Es conveniente por un tiempo solo mostrar el cuero, moviéndolo de un lado para otro frente a los ojos del animal, pero sin ponerlo en contacto con el.

Cuando el animal se ha acostumbrado a la extraña apariencia del cojinillo, se lo coloca sobre su lomo y se aprovecha la rugosidad del reverso para frotar y rascarlo en el cuello, el pecho, el mismo lomo y las verijas, sensación que le produce gran placer. 

La próxima operación es la de asegurar el cojinillo con una cincha.  Una cincha lo suficientemente larga como para poder atar adecuadamente al cuero y hacerle sentir al animal la presión sobre sus costillas y el estómago.  Siguen el silbido, las palabras suaves y las caricias.

Si el animal es aún muy joven se interrumpen los trabajos hasta que crezca algo más, pues deberá soportar en la última etapa el peso del jinete que ahora, recién ahora, lo montará. Si se ha producido este paréntesis, será necesario algunos días con toda la rutina previa para recordarle lo vivido anteriormente.

Y ahora se ensilla el animal. Un cuero liviano, un par de estribos y un cojinillo; todo pensado en asegurar la comodidad del jinete, pero también la del animal.  Se ha de elegir un par de riendas con cabezal de tamaño adecuado y de lonjas suaves y bien sobadas, y un bocado que no lastime ni labios ni encías.

Conviene que quien monte sea quien ha estado todo este tiempo con el animal, pues su voz, su figura y su olor le son ya conocidas.  Para el primer galope se elige una planicie sin trampas para patas y manos y donde se puede correr a gusto, hasta el cansancio.  El ideal es que no existan corcovos y el jinete debe procurar que así sea, con las mismas actitudes que tuvo durante todo el período antes de montarlo. Es evidente entonces que espuelas, rebencazos, tirones bruscos a las riendas y otras manifestaciones de violencia, deben ser desterrados.

Con los talones y con el ruido del rebenque en el aire, el jinete deberá buscar el galope largo.  Con la bestia cansada, recién volverá “para las casas”,  donde le quitará el apero y bañará con agua fresca las zonas sudorosas de su cuerpo. Luego se lo lleva a donde podrá tomar buena agua y comer adecuadamente. La repetición en varios días consecutivos de esta experiencia permitía dar por terminada la tarea.

Esta es la vieja técnica de amanse de los tehuelches; en ella expresaban su amor por los caballos, su conciencia por la gran utilidad del animal y su respeto por la naturaleza que compartían con el resto de la vida.


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