domingo, 16 de octubre de 2011

Bares de antes

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar

 

En la década del 30 y hasta mediados del siglo pasado, los pequeños puertos patagónicos contaban con una actividad social intensa.

Resulta que toda la actividad comercial de las zonas rurales se concentraba en ellos, pues, además del mar, no había otras alternativas ni para transportar la lana hacia las lavadoras o las exportadoras de Buenos Aires, ni para obtener los insumos para las estancias, ni los bienes que requerían las familias. Los barcos, en consecuencia, cada tanto entraban a los puertos, se acercaban a las playas y convulsionaban a los pueblos.

Este ritmo de entradas y salidas era común a todas las poblaciones de la costa, desde Ushuaía y Río Grande hasta San Antonio Oeste. La explicación era sencilla: la Ruta Nacional 3 no estaba asfaltada y en muchos tramos su estado era lamentable. Los camiones, que no eran tan grandes ni podían transportar gran carga en esos años, demoraban mucho tiempo para viajar desde Bahía Blanca hasta Río Gallegos; y en los meses de invierno tramos como el de la Pampa de Salamanca, al norte de Comodoro Rivadavia, o la zona del hotel Le Marchand, al sur de Luis Piedrabuena, eran imposibles de superar.

Las estancias, entonces, se comunicaban con Buenos Aires y con el mundo, por intermedio de los puertos, que se habían convertido en sus centros comerciales. La lana tenía buen precio y el dinero fluía con relativa facilidad en el comercio local.

En Puerto Santa Cruz había 2 clubes: el Sportivo y el Atlético. Ambos rivalizaban todos los años por contar con el equipo de fútbol ganador. El primero era el más antiguo, pero el segundo tenía el mejor salón y allí se juntaban socios y amigos a jugar con naipes o con dados o a tomar café, todos los días de la semana y todas las semanas del mes. En ambos se organizaban los bailes del Carnaval y la gente bajaba de las estancias para pasar varias noches largas y divertidas.

Pero los centros sociales más importantes eran los bares de los hoteles. Hacia el medio día y después de cenar, el mostrador y las mesas se poblaban con jugadores, mentirosos, bebedores y soñadores que por el “vermú” o el “güisqui”, según la hora, apostaban al valor de los dados que el “cacho” les aportaba, mientras otros jugaban al dominó, al truco y al mus.

Los hoteles eran centros sociales porque allí paraba la gente del campo que “bajaba” al pueblo.  Allí entonces se encontraban quienes venían a ver al médico, a vender la lana, a realizar las compras, a esperar el barco que los llevara a Buenos Aires o simplemente a pasar la parte más dura del invierno, pues el campo estaba cubierto por un metro de nieve y nada había para hacer allí hasta que se acercara la primavera.

El hotel “Comercio” en Santa Cruz era un ejemplo típico de lo que quiero describir. Al bar se ingresaba cuando se trasponía la puerta principal desde la calle. Era una habitación casi cuadrada, de probablemente unos 7 o 8 metros de lado, con dos ventanas grandes que miraban hacia la calle. Piso y paredes de madera. El mobiliario consistía en mesas redondas, cada una con cuatro sillas con apoyabrazos, todas hechas con estructura de caña, y un mostrador grande y pesado sobre el cual se apoyaba una enorme y ruidosa máquina de café “Express”. Contra la pared y detrás de este mostrador, un gran espejo y estantes con botellas. Sobre la pared opuesta a la de las ventanas a la calle, había una puerta amplia que al abrirse conectaba el bar con el comedor del hotel.  Esta puerta se abría cuando había fiestas y bailes y, de alguna manera, bar y comedor se convertían en un solo gran ambiente.

Una noche calma y despejada de invierno, con varios grados bajo cero, el bar del hotel se llenó después de la hora de cena. Gente de campo alojada allí, algunos en otros hoteles y gente con casa en el pueblo, intentaban combatir el frío y la soledad con alcohol, humo de cigarrillos y conversación.  En una mesa, donde 4 jugaban una partida de truco, mientras otros tantos miraban y alentaban a una u otra pareja, se conversaba sobre el invierno frío y de poca nieve, que estaba transcurriendo. “Si esto sigue así – comentó uno de los jugadores – yo no se que podrán comer las ovejas en primavera. No hay humedad y las heladas están matando hasta el coirón”  Don Enrique Ceballos, que miraba desde hacía rato el juego en silencio, hizo un comentario en voz baja, pero que llamó la atención a quienes estaban cerca de él; “las ovejas son carnívoras”.

“¿Cómo es eso, viejo?” preguntó desde el otro lado de la mesa un hombre alto y flaco, con cierta incredulidad en los ojos. “Si, señor; es cierto. Lo he visto varias veces, arriando ovejas. Cuando el animal tropieza con una codorniz o una perdiz, con polluelos de solo unos días, estos se dispersan buscando refugio. La oveja cree que el polluelo es una brizna de pasto que el viento arrastra a su paso, y de un solo bocado lo engulle, … luego – concluyó Don Ceballos, mirando satisfactoriamente para todos lados – la oveja come carne”.

“Envido”, dijo uno de los jugadores y la atención volvió a la mesa y al juego que a su alrededor se desarrollaba.

Dos horas más tarde, cuando ya la usina no suministraba más luz eléctrica y se habían prendido las lámparas a kerosén, los que se mantenían fieles al lugar tenían alta graduación alcohólica en su interior. Las risas y los gritos inundaban de decibeles el local. Bob Anderson, un gringo que vivía a no más de 3 leguas del pueblo, se levantó con cierta dificultad de la mesa.

Mirando por la ventana empañada a su caballo atado entre los vehículos, dijo a quien quisiera oírle: “No es justo que estando yo aquí, abrigado por dentro y por fuera, esté ese animal atado allí en la calle, sufriendo un frío de no se cuantos grados bajo cero... además debe tener sed.”  Dicho esto y golpeando fuerte sus botas en el piso, desapareció por la puerta.

Luego de algunos minutos, la puerta se abrió nuevamente y Anderson con un balde en una mano y las riendas en la otra, hizo pasar su caballo por ella.  Entre las risotadas de la concurrencia y a pesar de las quejas de quien estaba detrás del mostrador, mezcló agua y ginebra en el balde y le dio a beber al animal en el medio del salón.

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