lunes, 10 de octubre de 2011

La chacra asfaltada

Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar




Se despertó cuando la voz del comandante anuncio el inicio de las operaciones de descenso hacia el aeropuerto de Neuquén. Estaba próximo a la ventanilla del lado izquierdo de la nave y cuando miró hacia abajo pudo ver los reflejos intermitentes del sol sobre los meandros del río Negro y una urbanización entre las cuadrículas verdes de los álamos, que supuso que podría ser el pueblo de Allen.



Pocos segundos después vio lo que seguramente era Cipolletti, pues podía identificar la confluencia de los dos grandes ríos: el Limay y el Neuquén, y más allá, los altos edificios de la capital neuquina lo sorprendieron. Intentó encontrar, entre las chacras, la cancha del viejo club Confluencia donde supo jugar al fútbol, pero, contrariado, no pudo reconocer nada.



Ver Cipolletti desde el aire, tratando de adivinar lugares, esquinas y cuadras, le produjo una rara emoción y pensó en lo que escribiría más tarde en un relato que llamó “Rosebud” y que junto a otros cuentos, publicó la editorial Sudamericana en 1993 bajo el nombre de Cuentos de los Años Felices: “He vivido en tantos lugares y tan distintos que me cuesta elegir uno en el momento de responder de donde soy. Creo que uno es del lugar donde lo quieren. Después de muchos años volví a mi Mar del Plata natal, Tan mal lo conocía que tuve que abordar a un cartero para preguntarle como se hacía para llegar al bosque. Nadie me aceptaría puntano en San Luís, ni cordobés en Río Cuarto ni riojano en Chilecito, y no hay nadie en Tandil que me confunda con uno de los suyos. En Cipolletti si se acuerdan de mí. Por aquella historia del penal más largo del mundo y por las correrías de mi padre que dejaron huellas en los parajes.”



El algo brusco aterrizaje lo devolvió al presente. En cuanto se pudo levantar del asiento, tomó un pequeño portafolio en el que traía de Bs. Aires algunas rápidas notas escritas y se ganó la puerta y luego la plataforma de la escalerilla de descenso, saliendo al aire diáfano y calmo y al sol de media mañana. Luego de 33 años, sus mejillas y sus orejas, y no tanto sus manos, recordaron la sensación del frío de los últimos días del otoño, cuando caminaba, mochila al hombro, rumbo a la escuela.



Llegaba para participar en una Mesa Redonda sobre Exilio y Literatura, invitado por un amigo que en ese momento era docente en la Universidad y le habían comprado un pasaje para volver a Buenos Aires en el último avión de la tarde. Lentamente bajo la escalerilla buscando la cara conocida, pues le había prometido buscarlo en el aeropuerto. 



“Osvaldo, Osvaldo!!!” lo llamaron desde atrás cuando ingresó a la sala donde debían esperar los que tenían equipaje en la bodega del avión. Se dio vuelta esperando ver la fisonomía recordada, pero era la de otro. “Yo soy Carlos y me mandó Cuqui, que tuvo que quedarse en el centro para terminar algunos detalles de la Mesa. Empieza a las 3 de la tarde”. Apretó la mano que vio extendida y con cierta confusión barbulló un “mucho gusto”.



Carlos lo tomó por el brazo y lo encaminó para donde estaba la puerta de salida. Una vez afuera, se dirigieron a la playa de estacionamiento “…allí tengo mi auto”, le dijo.  Arrancaron y observó las afueras de una ciudad que le resultó totalmente desconocido, porque había inmensos espacios que anteriormente debían ser chacras con frutales y viñedos y ahora eran casas cuadradas y feas, terrenos baldíos, kioscos, fruterías, perros flacos y almacenes.



Carlos hablaba y él escuchaba a medias, aturdido por los recuerdos de su adolescencia junto a una ciudad que le era ajena.  “Me acuerdo como hoy – le dijeron – de un partido en Barda del Medio, en donde yo jugaba allí como back derecho y vos integrabas el equipo de Confluencia; recuerdo como hoy, que te crucé fuerte en una avanzada de ustedes hacia nuestra área. Vos luego lo has relatado en un cuento que llamastes Gallardo Pérez, referí”



No supo que contestar. Pocas veces, pensó, he obtenido un ejemplo tan nítido de la forma en que la ficción relatada, se convierte en una realidad para otros y se escapa de la voluntad de su autor. “El partido nunca existió, mas allá de mi imaginación”, tuvo ganas de decirle, pero no se animó, a pesar de estar seguro de su memoria; la situación dentro del auto iba a ser muy incómoda y prefirió el silencio, con la esperanza centrada en que la conversación – más monólogo que conversación – rumbeara para otras zonas y se alejara del resbaloso terreno de los recuerdos que aspiran a convertirse en realidades vividas.  Hasta jugueteó con la intención de usar la anécdota en su intervención de la tarde, pero luego se decidió por callar, temeroso nuevamente de provocar, hasta donde?, una agresión cuyas consecuencias no lograba medir. Sentía que si descubría la farsa, lastimaría a su protagonista y no creía tener derecho; o al menos, no tenía deseo de ello.



Aunque su guía siguió hablando con entusiasmo, sin importarle las faltas de respuestas de su oyente, prosiguió en silencio hasta que llegaron a destino. Un alto edificio sobre la avenida central de la ciudad sería el lugar en donde se desarrollaría el evento, Asombrado ingresó y allí vio al Cuqui Cayunao que lo buscaba para abrazarlo.



Más tarde se escapó; cuando todo había terminado y en el salón mismo, cerca de las butacas, había contestado preguntas de alguna gente que se acercó, firmado autógrafos para otros y participado de una entrevista con un periodista del canal de televisión local.



Le había avisado a Caqui que quería irse a Cipolletti para ver su vieja casa y probablemente caminar un poco por algunas de las calles del pueblo. “No es tan pueblo ahora – escuchó - pero no te olvides que tienes que tomar el avión de vuelta”.



Subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Cipolletti “…a la esquina de las Avenidas Mengelle y Alem” Mientras viajaban mantuvo silencio: cruzó por el viejo puente sobre el río Neuquén y el taxista se internó en la ciudad por – ahora recordaba al ver los carteles que señalaban el nombre de la calle – la Av. Pacheco. Estaba asfaltada y también lo estaba la ancha avenida frente a lo que había sido su casa. Se hizo dejar a media cuadra y se bajó del auto; con pasos lentos cruzó la calle y se paró delante de la entrada al jardín de lo que había sido su hogar. La casa no estaba como el la recordaba, pero sí el jardín y en el medio, rodeado por un pasto ralo y mal cuidado, el peral que lo sostuvo tantas veces, cuando necesitó silencio, disimular una turbación o tranquilizar una rabieta. Sintió deseos de subirse, como se había subido tantas veces, pero los pasos de dos personas en la vereda que venían del lado de la plaza, lo inhibieron y no lo hizo.



Alguien se asomó a la puerta y le preguntó si necesitaba algo. Le contestó que había vivido allí muchos años antes. Fue invitado a pasar e hizo un recorrido rápido por la casa – vuelto en Buenos Aires se arrepintió de esta rapidez - Ahora eran oficinas provinciales. y cuando entró a lo que había sido su dormitorio, le pareció que los fantasmas de su madre y luego de su padre, enfundado en el traje gris de siempre, lo miraban desde la puerta.



Expresó las gracias y preguntó donde podría obtener un taxi para volver a Neuquén y al aeropuerto. Le indicaron una parada cercana y se encaminó hacia allí. Sobre el automóvil, le pidió al chofer que pasaran por la calle Belgrano y allí, sin detenerse, pudo reconocer el frente y el zaguán de la casa de la chica de pelo muy negro que recordaba como su primera novia. No se atrevió a preguntar quien vivía allí y se sintió cobarde.



En el aeropuerto lo esperaba Cuqui. “Me sorprendió la gran cantidad de calles pavimentadas que tiene Cipolletti; en mi época para ver pavimento había que salir a la ruta que unía Roca con Neuquén”. Cuqui le tomó de los hombros y caminaron a la Sala de Espera. “Yo vivo allí con la Malena y los chicos. Después que te fuiste, se terminó de pavimentar todo la zona del centro. Mirá como habrá sido, que aún ahora, los pueblos vecinos que tienen todos mayores proporciones de calles de puro ripio, imposibilitados de superar sus envidias lugareñas, nos dicen que vivimos en la chacra asfaltada”.



Lo miró sonriendo. Luego se dieron un abrazo y le dijo que si necesitaba algo de Buenos Aires, que lo llamara. Subió trotando las escalerillas del avión y se sentó junto a una ventanilla. Cuando miró hacia fuera, se dio cuenta que la oscuridad ya ganaba su diaria batalla con la luz y que no podría volver a ver, al despegar, las calles, las cuadrículas y las largas alamedas. Con tristeza hurgó entre sus papeles para encontrar que leer en el viaje.

Escrito en base a lo recordado por Osvaldo Soriano, escritor argentino que en su adolescencia vivió con sus padres en la Ciudad de Cipolletti, en el norte de la Patagonia Argentina.-




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