sábado, 2 de abril de 2011

Bronca

     
Pedro Dobrée   
pdobree@neunet.com.ar  
 
Basado en lo contado por Santiago Radboone a Herbert Childs y publicado en “El Jimmy, Outlaw of Patagonia” ; Herbert Childs; Edit. J.B. Lippincott Co.; Londres, 1936           

            Me habrá parecido a mí o había realmente una mirada triste y acusadora en su cara?. Quise mirarla de nuevo, pero ya se alejaba demasiado al ritmo del galope que iniciaba el tobiano. Iba sentada en la grupa, detrás de Montenegro, que ahora la llevaba para el puesto de Cabo Negro.
            Yo había llegado un mes atrás desde Punta Arenas y me estaba dirigiendo hacia la zona de Ultima Esperanza, con una tropilla adelante, buscando un pedazo de tierra buena en donde podría poblar. Decidí detenerme cuando pasé por el pequeño valle donde tenía su toldería el Cacique Mulato. Como veo todo ahora, me doy cuenta que no tendría que haberme detenido. Pero lo hice por dos razones; me gustaban los caballos y las carreras, a igual que a toda la familia de Mulato y me atraía la idea de ver seguido a Juana, la sobrina del viejo cacique. Vivía allí con su madre y hermanos, desde que el tano Carminatti, luego de hacer algo de plata con plumas de avestruz y algunas ovejas, los había abandonado.
            Pedí permiso y armé mi campamento a menos de 500 metros del gran toldo del cacique. Era el comienzo de la primavera y la nieve en el fondo del valle se había ido.
            Durante los primeros días salí a cazar chulengos con los hombres. Me encanta el galope largo sobre la pampa, con el aire frío en la cara, los gritos cuando algún animal pretendía escapar del círculo que formábamos alrededor del rebaño de guanacas y el golpe seco de la bola en la cabeza del chulengo que corría a la par de mi caballo. Volvíamos con los caballos cansados, 20 o 30 cueros y el espíritu excitado por una jornada que combinaba la competencia varonil con buscar el sustento para las familias. Las mujeres luego estaqueaban los cueros y los curtían con una pasta de grasa de yegua e hígado de avestruz.
            Además de guanaquear, atendía mis caballos y terminaba las tardes tomando mate con Mulato; me gustaba la compañía del viejo cacique y sus anécdotas sobre la Patagonia antes de la llegada de tantos blancos. Esto me permitía, además, ver a Juana con quien intercambiaba algunos pedazos de conversación. En dos o tres oportunidades, cuando levanté la vista, la sorprendí mirándome.
            Tenía yo un caballo oscuro malacara que había probado con éxito en varias carreras de Río Gallegos y Punta Arenas. Como le tenía fe decidí desafiar a Mulato. Este a su vez tenía un tordillo con amplia fama y pronto accedió a mi convite.  Programamos la carrera para tres semanas hacia adelante.
            Mulato, que ya no corría personalmente sus caballos, designó a uno de sus hijos menores. Este era bastante más liviano que yo y pensé que la diferencia sería una ventaja excesiva para mi contrincante. Decidí entonces pedirle a un hombre que estaba compartiendo una toldería vecina, que me montara el malacara. Era liviano y me habían dicho que era buen jinete.
            A partir de entonces nos dedicamos al caballo y todas las tardes salíamos a correr. Generalmente al malacara lo montaba Montenegro para que ambos se acostumbraran, el uno al otro.  Yo lo acompañaba en otro de la tropilla. Había días en que hacíamos extensas galopadas por la pampa y en otros nos dedicábamos a recorrer el corto trayecto que ya se había fijado como la cancha a usar. El mejor pasto de la vega era para el malacara, lo tusé prolijamente y a la noche lo ataba cerca del reparo donde yo dormía.
            Cada día que pasaba pensaba más en Juana. Hasta llegué a comentar esto con Montenegro en varias oportunidades. El reconocía que la joven india era bonita, pero me confió en que trataría de buscar los favores de la hermana menor.
            Yo por mi lado empecé a hacer planes; una vez ganada la carrera y cobrada la apuesta, hablaría con Mulato pidiéndola. Con ella seguiría viaje a Última Esperanza y podría ayudarme a elegir lugar; llegué a pensar en la casa que debía construir para albergar a ambos.
            Dos noches antes del día fijado, Montenegro se ausentó del campamento. Me llamó la atención, pero no pregunté nada cuando apareció al día siguiente.
            El día de la carrera comenzó a llegar gente temprano. Hasta algunos vinieron de Río Gallegos, pues la noticia se había corrido. Los caballos de Mulato eran bien conocidos y despertaban siempre expectativas. Pronto varios gauchos iniciaron pequeñas apuestas respecto a la cantidad de partidas falsas que habría, pero el grueso de los apostadores prefirieron jugar a la victoria de uno o de otro caballo. La opinión generalizada era que Montenegro ganaría, pues este parecía más pícaro que el indio.
            Cuando los dos caballos estaban ya a la par, en el punto de largada pero mirando hacia la dirección opuesta a la del trayecto, se había juntado una cantidad de gente pocas veces vista en la región. Se escuchó un murmullo fuerte de la muchedumbre cuando ambos caballos violentamente se dieron vuelta y atropellaron hacia el final de la pista.  Montenegro tiró de las riendas cuando estaban a 20 o 30 metros del inicio y aventajaba al indio por algo mas de un cuerpo. Trotando los dos volvieron. La segunda y tercera largada tuvo un trámite similar.
            Los comentarios entre la gente al borde de la pista se referían a que mi caballo se cansaba más que el otro. A mi me pareció lo mismo y comencé a preocuparme.
            En la cuarta largada el caballo del indio corría adelante; a pesar de ello Montenegro gritó “Vamos!”. Me pareció que mi caballo era sujetado; recién faltando pocos metros Montenegro lo largó y azuzó. Pegó una atropellada y cuando cruzaron la meta, el caballo de Mulato estaba solo medio cuerpo adelante.
            Un griterío provino de la multitud y a casi todos les pareció que la carrera fue vendida. Yo salí a buscar a Montenegro, cegado por la bronca, pero no lo pude encontrar.  Se me acercó Jones, el administrador de una estancia sobre el estrecho con quien había tenido cierta amistad luego de  una temporada de esquila. Me convenció que pagara la apuesta perdida. Fui a lo de Mulato, casi no cambiamos palabras y me llamó la atención que no me hicieran los chistes burlones que acostumbra el ganador.
            Recién pude armar toda la historia varios días después; cuando supe de la borrachera de Montenegro y Mulato, en el boliche de Verdún. Allí fue que Mulato se tomó una botella de caña ofrecida por Montenegro; allí fue cuando Montenegro le ofreció vender la carrera a cambio, claro está, de la Juana.

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