miércoles, 27 de abril de 2011

Un patagónico en Córdoba




Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar


Hacia fines de la década del 50, cuando terminé la escuela primaria en el pequeño puerto de Santa Cruz, no había colegios secundarios.

Pero para esos tiempos el precio de la lana era regularmente bueno y mis padres contaban con las posibilidades de pensar en alternativas para que yo pudiera continuar mis estudios. Por distintas razones, me encontré repentinamente transplantado a un colegio pupilo de la ciudad de Córdoba, donde habría de permanecer por los próximos 6 años. Tenía para esa fecha, la ingenuidad de mis 13 años y de la vida de pueblo chico
En contraste, la ciudad en que me disponía a vivir era grande, cosmopolita y una de las más antiguas del país, con una complejidad cultural envidiada por las restantes. Mi encuentro con ella fue entonces un encuentro de sorpresas, aprendizaje y admiración.

Además de su forma de hablar, que no es solo la tonada, de su extraordinario humor, de su historia política, de la riqueza cultural y competitiva de su deporte, de su arquitectura, de sus bibliotecas, teatros, cines y librerías, Córdoba era un encuentro de actividades de una gran zona que se extendía hacia el norte y el oeste del país. En efecto y con solo la excepción de la Universidad Nacional del Tucumán, Córdoba era, a mediados del siglo XX, la única provincia que contaba con una Universidad, en un gran territorio que incluía Catamarca, La Rioja, Salta, Jujuy y Santiago del Estero. Aunque en menor medida, esta situación también era la de la educación secundaria, y muchos de mis compañeros de colegio eran de diversas provincias, sobretodo de las del noroeste. Con muchos conviví seis largos años, solo interrumpidos por las vacaciones de verano, situación que creó y fortaleció una amistad que ha durado, en muchos casos, hasta el presente.

En el colegio había una biblioteca bastante extensa y podíamos encontrar allí libros de texto para las diversas asignaturas que estudiábamos y otros de literatura, con estilos y autores varios. Había libros que nos parecían aburridísimos como “El Quijote de la Mancha” y varios de Benito Pérez Galdós. Pero hubo autores que me acercaron a un mundo nuevo, como fueron Graham Green o Huxley y un libro que no marcó mi destino, pero si mis utopías. Me refiero a “París era una fiesta” de Ernest Hemingway. Las vivencias europeas del joven corresponsal del “Toronto Star” me parecieron, a pesar del frío y las incomodidades del París invernal, un modo de vida fabuloso.

En las calles del centro de la ciudad descubríamos enormes librerías y - lo que era totalmente nuevo para mí - locales de ventas de libros usados, en donde por poca plata se podían conseguir desde los Breviarios del Fondo de Cultura Económica, hasta los cientos de novelas del oeste americano, escritos por Marcial Lafuente Estefanía.

Eran estos los años de la gran vigencia de la música folclórica argentina y yo, que solo había escuchado de vez en cuando a Los Chalchaleros por LU12 Radio Río Gallegos, encontré que todos los que me rodeaban, en reuniones de estudiantes o en peñas, tocaban la guitarra, el bombo o sabían cantar chacareras y zambas. Con ellos aprendí a comer empanadas tucumanas y tamales y a tomar vinos cafayateños.

Rápidamente me metí en la gran polémica entre los tradicionalistas, cuyos héroes máximos eran justamente Los Chalchaleros y los renovadores, que seguían a Los Fronterizos. Me acuerdo haber participado - a los gritos - defendiendo la actuación de Los Huanca Hua, en el viejo teatro que ahora se llama San Martín, pero que a mí me sigue gustando llamarlo el Rivera Indarte.

Pero también estaban las noches de verano en el Anfiteatro Griego del Parque Sarmiento y los primeros festivales de Cosquín, donde pude escuchar a una joven y desconocida Mercedes Sosa.

Luego de terminar el secundario seguí en Córdoba, ahora estudiando en la Universidad. Durante este segundo período viví en barrio Jardín, a dos cuadras de la cancha del Club Talleres; allí aprendí a admirar el exquisito toque de pelota de Daniel Willington y gritar los goles albiazules.

En la Universidad tuve mis primeras participaciones en el mundo de la política, con asambleas y discusiones que terminaban en madrugadas vencidas por el sueño, pero sin bajar las banderas por un mundo mejor. Y recuerdo las pancartas, el entusiasmo y los discursos encendidos del gran acto en Redes Cordobesas, en donde se proclamó la formula Alfonsín - Storani, que luego perdió en las internas de la U.C.R. con el binomio Balbín - Gamond.

Mantengo en mi memoria el olor del jacarandá en flor, al caminar por las orillas primaverales de La Cañada de la mano de alguna cordobesita, tan turbada por la ocasión como yo. Y la admiración por las viejas casonas de Barrio Colón y de Santa Ana, áreas de casas quintas de una burguesía de principios del siglo XX que buscaba en tierras más elevadas, escapar de los calores de la ciudad.

Recuerdo caminar por las calles del centro, los altos edificios, el ruido de los vehículos y los ríos de gente tropezando, discutiendo y saludando en las veredas. Tan distinto al silencio, a los horizontes y a la soledad de mi tierra, que año tras año, en el verano, me llamaba a recuperar el misterio de su existencia infinita.



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