lunes, 11 de abril de 2011

Doña Carmen

 
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
Al fondo a la derecha: la cocina de Doña Carmen.

Doña Carmen era chilena; chilota en realidad, pues había nacido en la isla de Chiloé, en una aldea cercana a Ancud, en el  norte de la isla.
En la Patagonia hay que extremar cuidados cuando se usa la palabra chilota. Este gentilicio, que es correcto cuando uno quiere referirse a una persona nativa de la isla de Chiloé, tiene un uso frecuentemente indebido cuando se quiere reflejar una idea peyorativa de su destinatario, convirtiéndose así en un término ofensivo. Aquí se pretende usar la palabra correctamente, en el marco del respeto que merecen tantas personas que migraron a la Patagonia argentina, en busca del trabajo.

Hubo épocas, sobretodo a mediados del siglo pasado y antes, en que llegó un gran número de personas desde Chiloé a trabajar en las áreas rurales de lo que hoy es la Provincia de Santa Cruz. Ovejeros, esquiladores, molineros y peones de trabajos generales eran, en cantidades abrumadoras, provenientes de la isla. En los pueblos, los zapateros, los carpinteros y los pescadores lo eran también. Traían con ellos su forma de hablar, la experiencia como quinteros y su gran dedicación al trabajo duro.

Doña Carmen había llegado de mujer joven y vivía en la estancia de mi familia desde antes que yo recuerde. Tenía marido - con o sin papeles, no lo sé - que también trabajaba en la estancia como ovejero y quintero. No habían tenido hijos y sus vidas no eran mucho más que el trabajo diario.

Retacona, usaba lentes en forma permanente. Su pelo corto, de un color castaño oscuro, no mostraba casi canas, a pesar de su edad que, en la época en que yo la recuerdo, estaba entre los 50 y los 60 años. Sus zapatos abotinados con un modesto taco y medias opacas, siempre estaban acompañadas por polleras de telas gruesas y colores enlutados.

Ella, en Doraike, era la cocinera de los peones. Vivía con su marido en la casa que estaba prevista para su función. Una casa de madera, revestida de chapa acanalada, con techo a dos aguas, como muchas de las casas de antes en el sur.

Tenía una cocina amplia que oficiaba también de sala de estar y en donde a la tarde, con sus lentes gruesos montados sobre una nariz respingada, se dedicaba a leer revistas y diarios que recibía aproximadamente cada quince días de Chile. Me acuerdo de estas y de los artículos sobre asesinatos terribles y crímenes variopintos en Temuco, Puerto Natales o Valparaíso, las fotos del Presidente Jorge Alessandri y los reportajes a gente famosa de las radios chilenas. Yo sabía pasar a hojearlas y a aceptar una tasa de te negro, posiblemente un pedazo de pan casero, con mermelada de guindas o de ruibarbo y un rato de conversación.

Contra la pared del fondo estaba la cocina, de carbón, que hacíamos traer del Río Turbio. Allí también se quemaba “mogote”: una planta rastrera, sumamente compacta y resinosa, que tapizaba grandes extensiones de la meseta y que, al retirarla, nos hacía culpables de un notorio incremento del proceso de desertificación. Pero en aquellas épocas todo el mundo lo hacía y la expresión equilibrio ecológico, en la Patagonia al menos, no era conocida.

Atrás de la cocina estaba su dormitorio y un cuarto de baño y en donde yo, por no querer herir su intimidad y a pesar de la confianza que nos teníamos, nunca pisé.
 
A un costado estaba el comedor. Una sala amplia con una mesa larga con sillas y bancos, que se poblaba al mediodía y a la noche con conversación y ruido de vajilla y cubiertos.
Todos los días, cerca de las nueve de la mañana en verano y algo más tarde en invierno, con sol, viento o nieve, Doña Carmen caminaba hacia la “carnicería” a buscar el cuarto o la media res, que necesitaba para la comida. La carnicería era una pieza aislada de 3 por 3 metros, a unos cien de la cocina y a la vera de los corrales, donde se trabajaba la hacienda; allí se carniaban capones y corderos, y luego se colgaban en ganchos, en espera de ser usados por las cocinas de la “casa grande” o por la de los peones.

A la vuelta, con la carga al hombro, colocaba la carne sobre la mesa y comenzaba a preparar su machete con una gastada chaira. El ruido hacía aparecer, indefectiblemente, a una gata grande y blanca que se desprendía del techo o cruzaba corriendo el descampado del frente, perseguida por los ladridos de los perros atados bajo unos sauces cercanos. Sabía que siempre habría algún pedazo para ella y se apostaba pacientemente en la puerta de entrada para recibirlo.

Los menús de Doña Carmen no eran muy variados. La media res se transformaba frecuentemente en asado al horno: paleta y costillar o costillar y cuarto trasero. Otras veces se llevaba a la mesa puchero, acompañando la carne con papas, cebollas, zanahorias y nabos; todos estos cultivados en la quinta de la estancia por su marido. O un gran guiso con la carne, los vegetales y fideos gruesos.

Los postres más frecuentes eran arroz con leche, que gratinaba en el horno de forma tal que la fuente se coronaba con una capa amorronada de azúcar y leche, y compota de orejones de durazno ("huesillos"), que se compraban en el pueblo en cajas de madera de 20 kilos cada una.

En las tardes del verano hacía dulces con la fruta recogida: ciruelas, corintos, ruibarbo, grosellas y guindas. Durante la mañana hacía pan riquísimo, levando la masa al calor del fuego del asado.
 
Cada tanto – y solo los domingos – hacía empanadas, y para ellas tenía una receta particular. A la carne magra que cortaba a cuchillo, le agregaba cebollas, aceitunas y sultaninas; cuando ya iba a armar sus empanadas, le sumaba una cucharada de la gelatina en que se había convertido la sopa de huesos que  dejaba enfriar desde día anterior. Estas empanadas, al calentarse, se convertían en delicias muy jugosas.
Finalmente, luego de varias décadas de vivir en Argentina, con un pequeño capital hecho con sus ahorros, retornò a su isla. Y en el mismo silencio en que un día llegó, volvió a irse.





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