lunes, 15 de agosto de 2011

Chalía y Shehuen

Pedro Dobrée

Este cuento se ha basado en la leyenda del Shehuen.
La leyenda cuenta como Chalía, hermosa princesa aonik - enk, se pierde en las montañas buscando frambuesas silvestres. En estas circunstancias la encuentra Aukenk, Espíritu del Mal.  Este le enseña el camino a casa, pero le dice  que en recompensa, a la noche siguiente irá por ella.
Cuando Chalía vuelve a la toldería, cuenta lo pasado y solicita ayuda. Shehuen, un joven guerrero de la tribu, enamorado secretamente de ella, le sugiere que escape y que él la acompañará. Esto hacen los jóvenes y se refugian en la cordillera.
Furioso Aukenk los sigue, revolviendo piedras y montañas para encontrarlos. Pero con la ayuda de Elal, el Espíritu Bueno, Shehuen y Chalía logran siempre estar delante de su perseguidor. Los movimientos de rocas, en el camino de Aukenk, formaron sucesivamente tres grandes lagos: el San Martín, el Viedma y el Argentino.
En este último los perseguidos parecen ya no tener escape y están al borde de morir ahogados. Pero Elal abre de un hachazo mágico la salida y la pareja se transforma en un río, que desde entonces desagua en el océano Atlántico. A este río los aonik – enk llamaban Shehuen o Chalía.
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Chalía Huenul caminó lentamente y con cuidado por la calle que bajaba del Chenque. Odiaba al barro pegajoso que se adhería a sus zapatos y protestó por las dificultades que le ofrecía caminar con tacos altos sobre el pedregullo.
En el aire fino y frío de la tarde invernal, el humo de las chimeneas de las casas, apretadas unas contra otras sobre la ladera del cerro, le impregnaba la ropa.
Apuró el paso al llegar al final del empinado faldeo, buscando la seguridad del asfalto. El breve trote hizo evidente, bajo la delgada tela de su corta falda, los armoniosos músculos de sus piernas y nalgas, y su respiración se profundizó tras un ceñido pulóver verde vocinglero.
Llegada al asfalto, la luminosidad callejera mejoró, pues con las lámparas municipales colaboraban las luces de los comercios que, hacia el centro, se hacían mas frecuentes.
Por varias horas, sola, deambuló de una vidriera a otra, mirando sin comprar lo que ellas ofrecían. Apenas tenía dinero para un pancho, o dos si en lugar de comprar una gaseosa tomaba agua de una canilla que sabía que estaba en la esquina de San Martín y Vinter. Pero esto era preferible a quedarse la tarde en casa, con las quejas de la abuela y las manos escondidas del tío.
Tomó agua de la canilla y siguió caminando por las veredas, sin responder a las miradas y comentarios que percibía de los hombres que se cruzaban en su camino. Cerca de la medianoche cambió el viento y ahora traía el frío aire del mar. Sobre la lana del pulóver se colocó el liviano saco, que hasta ese momento había llevado colgado del brazo.
Miró su reloj y confirmó que era hora de entrar. Frente a la puerta de “Aukenk, wiskería”, tres hombres desconocidos le dijeron algo que no pudo entender. Apuró el paso, pero les sonrió y les dijo “…entren conmigo”. Sus ojos demoraron varios segundos para acostumbrarse a la penumbra del interior del local. Con paso seguro, pues conocía de memoria el camino, se dirigió a una pieza del fondo que junto a otras mujeres, utilizaba de guardarropa y vestidor. Allí colgó su saco y en el espejo roto de la pared, se miró para pintarse los labios y peinar con los dedos su cabello.
Junto al rouge se colgó una sonrisa de los labios y volvió al salón caminando hacia la barra. Allí dos compañeras charlaban con uno de los pocos clientes que, tan temprano, ya estaban. Al acercarse este dio vuelta la cara y lo reconoció como uno de los tres con quien se había encontrado en la puerta.  Con aire provocativo y permitiendo una visión clara de sus bonitas piernas, se subió a una banqueta y se acodó en el mostrador.
“Ya tomando y tan temprano …” preguntó Chalía. Sin esperar respuesta prosiguió “ ... pero a mi me gusta así; si se hacen las cosas hay que hacerlas bien,; y si se toma, hay que empezar temprano. No te parece?”  Y prosiguió, sonriendo, sin esperar respuesta. “Cómo te llamás?  Me vas a convidar algo para empezar, o estas – refiriéndose a sus compañeras - en tan poco rato, ya te han secado?”
El otro dijo algo que Chalía no alcanzó a entender, pero vio como hacía un gesto hacia el flaco que secaba vasos detrás del mostrador. “Una wiscola, para empezar Javi …  mas tarde pediremos algo mas fuerte”, le dijo al barman que se acercaba, mientras marcaba con la cabeza al cliente que debía pagar luego la consumición. “Gracias cariño… dándose vuelta nuevamente … tengo la impresión que vos y yo nos llevamos bien”.
A las 5 de la mañana había perdido la cuenta de la cantidad de wiskys que su cliente había tomado. Y era obvio que el cliente tampoco tenía el dato. Este insistía ponerle una mano bajo su pollera, y Chalía, con una sonrisa que a medida que avanzaba la madrugada se hacía más forzada, se la retiraba.
A las 6 se levantó para caminar hacia el baño. Allí abrió la ventana y dejó entrar el aire frío que llegaba con olor a mar. Por un rato se sentó en el inodoro y se sacó los zapatos, aliviando sus pies cansados de bailar. Nuevamente de pié, se puso más carmín en los labios y se acomodó el pelo para volver a la mesa.
“Puta de mierda …” le dijo al llegar “…que tenés allí adentro … un novio?  La agarró del brazo y la tironeó hacia la puerta. “Ahora es mi turno” Como Chalía se resistió, recibió un golpe en el rostro. A pesar del dolor, con la mano libre, manoteó una botella vacía de cerveza que estaba sobre una mesa vecina y logró pegarle un golpe fuerte sobre el costado derecho de la cabeza.
Alcanzó a escuchar de quien se caía “la puta que te parió…”, mientras con la mano se tapaba una herida a un costado de la cara. Cayó pesadamente hacia un costado, golpeó la cabeza contra un escalón que conducía hacia la puerta y se quedó inmóvil.
El cuerpo de Chalía se puso tenso y desapareció el cansancio de la noche. Sintió que estaba en peligro. Vio al barman acercarse y, rápidamente, todos quienes estaban en el local rodearon al cuerpo y a una mancha de sangre que se agrandaba. Sin dudar, se dio vuelta y se escabulló hacia la pieza del fondo, tomó su saco y se dirigió a la puerta que detrás del mostrador, oficiaba de salida de emergencia.        
Subió caminando rápido por las callejuelas del Chenque en la luz de la alborada que provenía del mar, pero en lugar de dirigirse a la casa de la abuela donde vivía, doblo hacia la izquierda y golpeó en la puerta de Melba, su amiga de siempre.
“Melba, soy yo Chalía, abrime; estoy en problemas “, susurró por la hendija de la puerta. Esta se abrió a los pocos segundos e ingresó a una pieza sin luz. “Estoy dándole de mamar al nene”, le respondieron para explicar la rápida respuesta a su llamado.  En la penumbra Chalía pudo ver al niño en brazos, que no se había desprendido del pezón de la madre. Al fondo se escuchaba la respiración profunda de Juan que, a pesar de lo que ocurría, no había despertado.
         La pieza donde estaban era la única de la casa. Servía de cocina, de comedor y de dormitorio. Para evitar la entrada del viento frío, las paredes de cantoneras estaban forradas con chapas de latón y con cartones de embalaje. La estufa, prendida desde la mañana anterior, estaba ahora apagada, pero se olía el humo de las brasas viejas.
Chalía movió una silla y se sentó junto a la pequeña mesa. Tenía frío y se apretó el saco a su cuerpo. Melba acostó al nene en una cuna cerca de donde dormía Juan y se dirigió a la estufa. “Esperá que prendo el fuego, que hace frío - le dijo a Camila - tomamos unos mates y me contás todo”.
En susurros le contó los hechos. La cara de Melba mostró creciente preocupación, según avanzaba el relato. “Le voy a pedir a Juan que lo busque a mi hermano - y se fue al borde la cama, llamándolo en voz baja, para no despertar al niño, mientras le movía bruscamente el hombro con la mano – Juan, Juan ... tenés que levantarte y buscar a Shehuen; decile que Chalía lo necesita. Que venga rápidamente y sin decir a nadie nada”.
Juan en silencio se levantó y se calzó un par de pantalones y las botas de seguridad de la empresa petrolera donde trabajaba. Descolgó una campera de un clavo en la pared cerca de la puerta y sin palabras, se escurrió hacia la calle. Melba volvió su atención en Chalía que temblaba sentada en la silla. “Ya se calienta esto – dijo, mirando la cocina que ya tenía todos los leños prendidos, emitiendo el ruido enérgico del tiraje – querés azúcar en el mate? Te hará bien”.
Conversando poco, chupaban de a turnos la bombilla. El niño comenzó a llorar y Melba lo levantó. “Quiere que lo cambie, pero deberá aguantar hasta que haga algo más calor aquí dentro”. Para callarlo lo meció en sus brazos y volvió a desnudar un pecho para ofrecerle el pezón.
Escucharon ruido afuera y Juan abrió la puerta; detrás de él entró Shehuen. De no más de 22 o 23 años, morocho, de ojos negros achinados y pelo largo y lacio, que se caía sobre sus hombros. Con timidez se acercó a saludar a su hermana y a Chalía, a quien le ofreció la mano para estrechar la de ella.
Melba se incorporó, dejó al niño en su cama, pues nuevamente se había dormido, y con el mate en la mano abrió la puerta para vaciar la yerba vieja en la calle.
Se sentaron todos alrededor de la mesa y Melba pidió que Chalía volviera a contar la historia de la noche.
“Te están buscando - dijo Shehuen - en tu casa estuvo primero la gente del turco Salhar. Querían saber donde estabas. Eran dos y tenían armas. Yo recién llegaba del centro y escuché por la cerca. A los pocos minutos llegó la Policía; dicen que el hombre murió y que la gente de la wiskería te señalan a vos como la asesina. Tenés que mantenerte escondida”
Chalía se estremeció; tomada del brazo de su amiga preguntó que debía hacer. Melba observaba que Shehuen, como desde la época en que eran niños, no le sacaba los ojos de encima a Chalía. “Shehuen, anda a la siga del abuelo, debe estar en su casa; cuando lo veas, contale lo de Chalía y preguntale que tenemos que hacer. Chalía se queda aquí conmigo; será mejor que no salga en todo el día y que no la vean los vecinos. Y vos Juan, te vas a trabajar como si nada pasara. Dentro de unos minutos pasa el transporte de personal; lo tomas y te vas al campo. No te preocupes, mientras que Chalía no sea vista, no hay peligro.
Shehuen se levantó. Miró a Chalía y sintió que se le aceleraba el corazón. Se habían dado vuelta los papeles. Ella siempre fue tan autosuficiente, tan segura de si misma, tan rápida en contestar,  tan linda, tan dura con él. El la estaba viendo ahora tan débil, tan indefensa, tan necesitada de ayuda. Era su oportunidad y algo haría para salvarla. Tomó su vieja campera que había colgado sobre la silla “Me voy a buscarlo al viejo”. Abrió la puerta y se internó en la mañana de viento y frío.
El abuelo de Melba, y de Shehuen, era la persona a quien recurría toda la gente cuando tenían algún problema. Había nacido muchos años atrás en la zona del Lago Musters y ahora vivía con una hija en una pequeña casa de cantoneras sobre la ladera del Chenque. Con los años su cuerpo se había doblado y sus piernas casi no le permitían caminar. Hablaba en el idioma de la gente vieja y su opinión era respetada por todos. Seguramente el diría lo que debía hacer, pensaba Chalía, mientras sus ojos se fijaban en una estampita de San Juan Bosco, prendida con un alfiler a la pared, cerca de la chimenea de la cocina.
Con el ambiente menos frío, Melba se puso a cambiar los pañales de su hijo que había vuelto a despertar. Finalizada la tarea se lo dio a Chalía.
“Tenémelo mientras yo pongo a calentar una olla de agua y pelo estas papas; voy a hacer un puchero de capón y vos comés aquí conmigo, mientras esperamos que vuelva Shehuen”.
Habían comenzado a comer, cuando apareció Shehuen.  “Nos tenemos que ir. La policía y la gente del Turco te buscan. Dice el abuelo que por algunos meses deberás desaparecer.  Yo te acompaño. Tengo familia en la zona del Chaltén; ellos nos pueden dar albergue y un trabajo para mí. Esta noche sale un ómnibus para allá. Ya arregle con el chofer que es paisano. ¿Te acordás de él? ¿De Elal? Fue compañero mío hace unos años en el Domingo Savio y podemos confiar. Antes de llevar el coche a la Terminal, pasa por aquí y nos subimos a la baulera. Luego lleva el coche para que suba el resto del pasaje y su compañero. Nosotros viajamos junto a las valijas hasta Caleta Olivia y allí recién ocuparemos asientos”.
Shehuen hablaba excitado y orgulloso; sus ojos reflejaban todo su amor para con la chica que ahora necesitaba de él. Chalía lo escuchaba en silencio. Debía aceptar la propuesta, pues no contaba con una alternativa.  Acompañaría a Shehuen hasta saberse a salvo y luego vería que hacer.
Pasaron el resto de la tarde tomando mate y conversando de a ratos sobre temas triviales. Chalía se vistió con un pantalón grueso de Melba y una campera. En compensación le dejó su pollera y su saco, que Melba no podía ponerse ni tendría nunca oportunidad de usar. Shehuen había insistido en el frío que pasarían a la noche en la baulera del vehículo en marcha.
Estaba oscureciendo cuando escucharon el ruido del motor del enorme ómnibus que apenas cabía en la estrecha calle frente a la puerta de Melba. Al abrirse la puerta del conductor, Jerónimo Elal se bajó y corrió la compuerta lateral. Con tiempo solo para leer la gran inscripción sobre el costado del vehículo, “Expreso Argentino de San Martín y Viedma”, los polizontes se acomodaron entre los bultos de la bodega y la puerta se cerró. Con un ruido estremecedor el vehículo indicó el reinició la marcha, que solo paró cuando ingresó a la dársena de la estación.
Chalía y Shehuen se acostaron en el fondo de la bodega para no ser vistos por el maletero. Pasados unos minutos, el viaje comenzó.
El frió era intenso pues el viento ingresaba por ambas compuertas. Shehuen acomodó unos bultos, logrando colocar a Chalía al reparo de la corriente más agresiva. Finalmente y en la oscuridad, se acomodó al lado de ella, intentando darle también algo del calor de su cuerpo.
El viaje fue un tormento: el frío y la incomodidad los acompañaron las dos horas que el viaje requirió para llegar a Caleta Olivia. Cuando al final llegaron, el ómnibus paró unas cuadras antes y Elal les indicó a sus pasajeros escondidos que se bajaran. “Caminen dos cuadras y compren los pasajes; luego suben a bordo. Yo los espero”.
Era cerca de media noche cuando caminaron entumecidos, sobre veredas rotas cercanas a un mar que no se veía, pero que pudieron oler y escuchar.  Al acercarse al parador miraron con cuidado, pero no vieron gente sospechosa buscándolos. Cuando el ómnibus ya estuvo en marcha y salía marcha atrás de la dársena, sí los vieron; eran tres hombres que bajaron de un Torino gris y a uno de ellos Chalía quiso reconocer de entre los que rodeaban a Salhar, en las noches de Aukenk. Pero los tres penetraron en la confitería y allí se quedaron mientras el ómnibus se perdía en la oscuridad.
Chalía no lograba entrar en calor. Se acomodó en uno de los asientos y se apretó contra Shehuen. Este, aunque incómodo, no se movió por varias horas.
Amaneció cuando entraban en Pico Truncado; sobre el alambrado que la ruta cruzaba por un guardaganado, bolsas de polietileno se estiraban por efectos del viento del oeste.  El sol a sus espaldas, iluminaba en forma brillante las paredes de chapa de las primeras casas dispersas del poblado y pintaba, de amarillo más intenso, las matas de pasto seco de la banquina del camino.
Shehuen se movió y despertó a la chica que dormía a su lado. Esta le miró a los ojos y sonrió. “Tengo hambre... ¿podremos tomar un café con leche caliente?”
El compañero de Elal anunció una parada de 15 minutos y bajaron a un pequeño bar con olor a encierro de la noche anterior. Se sentaron en el rincón más oscuro y pidieron dos cafés grandes y cuatro medias lunas. 
Esperaron que el motor del ómnibus fuera encendido, para volver a subir. En pocos minutos superaban las casas de la salida del pueblo y avanzaban hacia el oeste.
Lentamente el terreno se elevaba y el desierto se hacía más severo. Pararon, por pocos minutos, en varios puntos del camino para dejar subir o bajar pasajeros y a medio día hicieron una estadía un poco mas larga en Las Heras.
A media tarde Shehuen se levantó de su asiento y conversó un rato con los choferes. Volvió con un termo con agua caliente  y un mate, que le prestó Elal. Chalía, que estaba despierta, lo recibió con una sonrisa amplia. Mientras tomaban mate miraban por la ventanilla y vieron como cambiaba el desierto, pues proliferaban grandes piedras, el camino se quebraba y el pasto coirón cubría grandes extensiones; hacia delante podían ver las primeras altas montañas, blancas de nieve hasta su base.
Elal vino lentamente por el pasillo, tomándose de los respaldos de los asientos. Cuando estuvo cerca le dijo a Chalía: “En Pico Truncado estuvieron preguntando, me lo dijeron recién por radio. Nadie dio noticias de Uds. Y creo que no tienen pista de por donde vamos”.
Cuando llegaron a Perito Moreno, Elal les avisó de que cambiaban de vehículo, pero que él se encargaba del bolso que contenía sus pocas prendas.
Como en las oportunidades anteriores se bajaron con sigilo y se refugiaron hacia el extremo de una amplia confitería, sentados de tal forma que enfrentaban la puerta de entrada. Allí comieron un sándwich grande de milanesa cada uno y compartieron una botella de cerveza. Al volver a subir, Shehuen le dio la mano a Chalía para ayudarla; tomados de la mano buscaron sus asientos.
Cuando salían de Perito Moreno, ahora hacia el sur, el sol se había escondido detrás de la cordillera y pronto oscureció.
Durante la noche cruzaron los ríos Pinturas y el Olnie y luego bajaron por el valle del Chico hasta que, a la madrugada y dejando a su derecha al lago San Martín, entraron a Gobernador Gregores. Allí terminaron su viaje varios pasajeros y cuando pasaron por el cruce para El Chaltén, cerca de la boca del lago Viedma, se bajó una pareja extranjera que estaba recorriendo la Patagonia con dos mochilas al hombro. En adelante Shehuen y Chalía eran los únicos abordo. De común acuerdo fueron hacia el asiento del fondo donde estarían más cómodos. Al sentarse, Chalía levantó la cara y Shehuen la besó. No hablaron de esto, pero se durmieron al rato abrazados.
Cuando llegaron al paso Charles Fuhr, sobre el río Santa Cruz, a pocos kilómetros de la desembocadura del Lago Argentino, estaban a no más de 40 kilómetros de El Calafate, fin del recorrido. Elal paró el vehículo mientras la balsa que los cruzaría se ponía en posición. Una vez que uno de los balseros le hizo una seña pidiendo que avanzara, largó el freno de mano y lentamente bajó la pendiente hacia la orilla del inmenso río.
Con cuidado posicionó al ómnibus sobre la cubierta y descendió, queriendo colaborar en calzar las ruedas delanteras con dos piezas móviles de la propia balsa. Desde ese momento Elal no recuerda los detalles. Se rompió una rienda de la balsa? La balsa se inclinó por efecto de un remolino en el río? Los frenos del ómnibus fallaron? La cubierta estaba resbaladiza por la helada de la mañana?.  La balsa se inclinó fuertemente y el ómnibus se deslizó hacia el agua. Desde donde estaba, Elal les gritó ”Rápido, hay que salir”. Shehuen se incorporó en el fondo del pasillo. Chalía que dormitaba, se golpeó fuerte la cabeza contra la ventanilla. Mientras Shehuen trataba de levantarla, una oleada de agua fría penetró por la puerta abierta adelante y los tapó. Abrazados, cara contra cara, Chalía y Shehuen se miraron sobrecogidos.
Desde la barcaza, Elal y los dos balseros se aferraron a las barandas. Pudieron ver como las letras amarillas y naranjas del “Expreso Argentino de San Martín y Viedma”, desaparecían bajo la superficie. Pocos segundos después el río se había tragado para siempre todo resto del monstruo mecánico, y en silencio, despidiendo los reflejos plateados del sol de la mañana, seguía su eterna marcha, serena y terca, hacia el mar.





[1]Tomado de “El nacimiento del Shehuen”, leyenda patagónica incluida en “Cuentos, Mitos y Leyendas”; selección y prólogo de Nahuel Montes; Ediciones Continente, Buenos Aires, 2003

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