domingo, 21 de agosto de 2011

Recuerdos de Territorio


Pedro Dobrée


Vista actual del Boulevar Roca en Puerto Santa Cruz

En la década del 50, Puerto Santa Cruz era un pequeño pueblo ventoso y polvoriento. Si Ud. quería un ejemplo de pueblo ventoso y polvoriento ... bueno, allí tenía a Puerto Santa Cruz. Estaba - sigue estando - apretado entre el último escalón de la planicie y la costa de la ría del Santa Cruz.

Bajando desde la pampa,  por la ruta de acceso al pueblo, uno se metía en  lo que pomposamente llamaban los vecinos “el boulevard”; una calle muy ancha con dos manos para un tráfico muy escaso, columnas de luz callejera al centro y sobre ambos costados, entre el paso de los autos y las veredas de las casas, un sector que con las lluvias del invierno, conformaba una cadena de lagunas. Al medio no estaba el clásico cantero con plantas y césped, solo había mas tierra gredosa que intermediaba entre ambos carriles.

Al final del “boulevard” está el monumento a Moyano, el primer gobernador del territorio. Cuando uno llegaba allí y miraba hacia su izquierda, podía ver al frigorífico de carne de ovejas construido sobre la confluencia de los ríos Santa Cruz y Chico. Si por el contrario, miraba hacia la derecha, podía ver el otro monumento, el que recordaba al Comodoro Py y antes de ello, galpones grandes de chapa corrugada y varios barcos encallados sobre el empedrado de la costa. Algunos de estos, con la marea alta flotaban y era posible poner en marcha su motor diesel. Eran utilizados cada 15 días para colaborar con la carga y la descarga de personas y de mercaderías cuando entraban los barcos que recorrían toda la costa y llegaban desde Bahía Blanca y Buenos Aires. A otros era imposible reanimar; ni lograban flotar, pues su casco estaba perforado y las olas habían introducido piedras en los grandes agujeros por los cuales también entraba el mar. Siempre había olor a pescado y algas, y se escuchaba el ruido monótono de las gaviotas que sobrevolaban eternamente, buscando comer de la basura que hombres y mareas dejaban al pasar.

En las épocas viejas jugábamos en estos barcos abandonados y la idea de ser sanguinarios y valerosos piratas de alta mar nos venía fácil a la cabeza, sobretodo cuando nos colgábamos de las cuerdas que todavía estaban atadas a los mástiles inclinados  hacia el mar.

Pasaban días enteros en que la playa era nuestra, de los niños que jugábamos en los viejos barcos y con los fardos de lana que se alineaban prolijamente en filas y en dos o hasta en tres hileras de altura. Estos fardos se convertían alternativamente en castillos, trincheras, otros barcos y tanques de guerra y desde ellos desafiábamos las bandas rivales. Los fardos siempre me impresionaban o por el olor de la arpillera y de la grasa que impregnaba la lana que se apretaba en su interior o por los lugares desde donde provenían; estos se podían conocer, pues se  pintaba sobre los costados el nombre de la estancia al que pertenecía: Lago Viedma, la Luchita, Cerro Fortaleza, Los Guindos, La Leona o Cañadón de las Vacas y muchos otros, eran recuerdos de viajes, de personas o simplemente de conversaciones oídas en rueda de fogón o a la hora de la cena.

En esos días nuestra presencia solo era disputada por la de un pescador, que en el fondo de un bote a remos, amontonaba róbalos para luego venderlos casa por casa en el pueblo. Y en las tardes grises, con el mar calmo, sentados sobre las piedras de la playa alta veíamos a las toninas elevarse fuera del agua, ofreciéndonos su ballet mientras pescaban.

Pero una vez por quincena la playa se convulsionaba. Llegaba desde Buenos Aires  el “José Menéndez” o el “Asturiano” y anclaba en el centro de la ría.; allí  esperaba que le trajesen los fardos de lana que luego llevaba hacia el norte y que le descargaran los bultos que tenían por destino el pequeño puerto de Santa Cruz. De los galpones entraban y salían hombres y los afiliados al Sindicato de Estibadores se alineaban para obtener un lugar en la carga y descarga de los vapores.

Bajaban entonces naranjas arrugadas, botas y pantalones, repuestos para automóviles y para cargadores rurales de baterías, antibióticos y jarabes para la tos, cajas con antisárnicos, vestidos de fiesta  y miles de cosas que la gente del pueblo había estado esperando ansiosamente desde hacía, en muchos casos, varios meses.

Bajaba también la manteca, que era salada para evitar que se pusiera rancia en el viaje - porque los barcos no tenían bodegas frigoríficas - y venía en tarros amarillos de 5 kilos, que luego la comíamos con el pan de Bidondo, que era incomible a partir del segundo día, pero en la mañana en que fuera horneado era absolutamente exquisito.

Y bajaban los diarios y las revistas. Mi padre ponía en orden de fecha los 15 o 20 diarios recibidos de una vez y con prolijidad los leía hasta tanto llegara el próximo buque. El negocio de Varela, que era una mezcla de librería y de bazar, ejercía entonces una gran atracción sobre nosotros, pues se llenaba de las últimas aventuras de Misterix y de varios números del Billiken.

Había en esa época tres escuelas: la de las monjas, la de los curas y la escuela nacional.  Éramos alumnos de uno o de otro, pero todos con el peso de la mochila o del portafolio, caminábamos encorvados contra el viento para no llegar tarde. Si no había viento, la vuelta a casa era una corta caminata salpicada de charla de amigos y un final de te con leche, pan, manteca y dulce de ruibarbo o de ciruelas, sentado cerca de la cocina que ardía con carbón y “mogote”.

Pero el viento nos acompañaba la mayoría de las veces. Sentados en la playa mirando al mar, el viento del oeste nos empujaba las espaldas, llenaba de polvo el aire y ensuciaba las blancas crestas de las olas.

Si caminábamos aguas arriba por la orilla de la ría, se llegaba a Cañadón Misioneros, donde había un gran yacimiento de ostras petrificadas.  Se quedó anclado en mi memoria una tarde excepcionalmente calma y templada en la que con los curas del colegio salesiano hicimos una excursión a este lugar. Al atardecer y con la suave luz que sigue a la bajada del sol en verano, nos metimos hasta las rodillas en el agua, intentando con las manos atrapar alguno de los pequeños pejerreyes de un enorme cardumen que habíamos descubierto desde la costa.

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